EL SIMBOLISMO DE LA APARICIÓN
Quæcumque scripta
sunt, ad nostram doctrinam scripta sunt: ut per patientiam et consolationem
scripturarum spem habeamus.
SAN PABLO (Ro 15:4).
[“Porque las cosas que antes fueron escritas, para nuestra enseñanza fueron escritas; para que por la paciencia, y por la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza”.]
I
Ya pasaron treinta y tres años desde que la Santísima Virgen Madre de Dios descendió de la Diestra del trono de Su Hijo para hablar en la montaña de La Salette con dos pobres niños 1, las dos criaturas humanas más pobres e insignificantes de Aquel que quiso pedir Su permiso para nacer, vivir y morir. Bajó hasta ellos en la luz de un día radiante y se manifesto sensiblemente a sus ojos en la luz aún más radiante de su propia gloria. Conversó familiarmente con ellos, adaptando el lenguaje de Su Inefable Maternidad a la inefable miseria de sus mentes. Les habló de Su pueblo que perecía y del peso del brazo de Su Hijo. Les dio con pocas palabras, como si partiera el pan para los indigentes, toda la esencia de los preceptos divinos, acompañada de magníficas promesas si Su pueblo obedecía, y respaldada por terribles amenazas si no obedecía. Era un pacto de reconciliación entre la Dominadora de los Cielos y aquellos dos imperceptibles guijarros humanos que habían rodado por la ladera de esa montaña desconocida, por los cuales la Exaltadora de los humildes quiso que todos los soberbios estuvieran representados aquel día. “Transmitidlo a todo mi pueblo”. Éstas fueron sus últimas palabras.
En cuanto a las lágrimas que fluyeron en aquella ocasión, los pastores dijeron que fluyeron sin interrupción, y eso, creo, es todo lo que de ellas podemos decir. Existen, entre las cosas humanas, dos cosas que son perfectamente humanas y perfectamente inefables: la sangre de Jesucristo y las lágrimas de Su Madre. Lo que deben ser esas dos efusiones dolorosas, ningún ser creado podría decirlo. Se hacen eco eternamente la una a la otra por encima de todos los accidentes del tiempo y del espacio, y juntas corresponden a un orden de realidades sustanciales absolutamente superior a los pensamientos del hombre. Las lágrimas de María, esas verdaderas “aguas de contradicción” 2 en La Salette, como en cualquier otra parte, inundaron antaño Jerusalén y el desierto, en el día de la Purificación, durante los siete años de la Huida, durante los tres días terribles de la ausencia de Dios y durante los otros tres días, apenas más terribles, en que tuvo que pagar once veces por su Inmaculada Concepción, camino de la Cruz, desde el Encuentro hasta el Sepulcro 3. Las lágrimas de la Madre de los Dolores fluyeron realmente sin interrupción mientras permaneció en la tierra, y brotaron como el agua de las fuentes de las Siete Llagas espantosas que representan las siete épocas de Su Génesis Espiritual. Hoy, cuando Ella está en los Cielos y reina sobre todo lo creado, redime a los hombres con esa inmensidad de lágrimas que sumergen al mundo como un Océano desbordado, del cual el Diluvio universal es sólo una figura muy débil. Las lágrimas de Nuestra Señora de la Transfixión caen desde el Calvario y se precipitan en cataratas sobre todos los corazones vivos. Todos quedamos anegados por ellas, sumergidos, y algunos de nosotros, los más felices ciertamente, lo estamos hasta profundidades inconmensurables.
Pues bien, la razón y la imaginación humanas, esas dos minusválidas sublimes, pueden plantarse ante ese hecho único de La Salette y decirse a sí mismas que la Madre Dolorosa vino realmente a llorar en esa montaña solitaria ante dos pobres niños. Sus lágrimas, predichas aparentemente por el hijo de Sirac 4, no corrieron, es cierto, por sus mejillas para caer en la tierra, sino que se elevaron desde allí como las sublimes lágrimas de la Viuda del Eclesiástico, hasta perderse en el cielo 5. Se diría que las montañas circundantes no hubieran podido subsistir ante tales lágrimas y que toda esa salvaje naturaleza habría tenido que exultar y saltar como las montañas del salmista. Por lo menos, se diría que, al menos, Francia habría tenido que encenderse como una antorcha ante esa prodigiosa noticia y precipitarse desde todos los puntos de su territorio hacia ese nuevo Horeb donde la Madre de Dios había visto la aflicción de su pueblo y se había compadecido con una inmensa piedad del universal clamor de las almas oprimidas de Sus hijos 6.
Uno se pregunta realmente qué había para decir en Francia en aquella época para que se hablara de otra cosa que de esa cosa inexpresablemente conmovedora y formidable. Un hereje solemne conducía majestuosamente al abismo a un ladrón de corona, que se repantigaba pesadamente en el trono de San Luis 7. Una abyecta revolución se gestaba bajo el estiércol de las más sórdidas prevaricaciones políticas. El Platón de la canalla revolucionaria, Proudhon, el brutal hijo del Franco Condado, amotinaba a las orgullosas indigencias de este siglo, en todas las intersecciones pestilentes de su funesto genio. Madame Sand, aquella hija abandonada del pedante Jean-Jacques, se hinchaba como la estúpida del fabulista en el pantano de los adulterios heroicos y evangelizaba contra Dios. Eugène Sue, la luz del socialismo naciente, engendrado del hierofante Saint-Simon y consustancial con su padre, babeaba en honor del verdadero cristianismo a lo largo de dos mil columnas de tinta roja sobre la Compañía de Jesús 8. Fourier, el profeta icariano, otro hierofante congelado en las fórmulas algebraicas de un mundo por rehacer, adormecía su potente espíritu en el humo de las pipas y los incensarios de sus alcohólicos adoradores. Michelet, el cocodrilo bizantino de la historia, lloraba contra la Iglesia con sus lágrimas hipócritas y sacrílegas, para las que parece no haber en el infierno suficientes expiaciones. Sería de nunca acabar si tuviéramos que enumerar por su nombre todas las importancias que crecían entonces como setas venenosas en los parterres orleanistas de la mejor de las repúblicas. Todas se convirtieron en lo que ustedes saben. Murieron tantas veces como intentaron ocupar el lugar de Dios, y eso no se puede narrar. Pero bastaron, sin embargo, para interponerse en lo que me atrevo a llamar la Epifanía de Nuestra Señora de los Siete Dolores. Esa circunstancia sobrepasa el milagro mismo y se nos aparece infinitamente más allá de todas las estupefacciones.
Aquellas voces infantiles que, bajando de los Alpes, hubieran tenido que crecer como una avalancha y llenar toda Francia como el clamor de los ninivitas, casi se apagaron al pie de la montaña. Algo vago se propagó de ellas en todas las direcciones de la pueril curiosidad del mundo. Algunas almas sencillas y creyentes, es cierto, acudieron de lejos a besar el suelo donde habían descansado los Pies de la Virgen. Se construyó una basílica a pocos pasos del lugar de la Aparición, se fundó una congregación apostólica y se la organizó para vivir y rezar allí continuamente, a pesar del espantoso rigor de una temperatura letal durante la mitad del año. Todo esto es ciertamente muy loable, pero en realidad es casi todo lo que se hizo para cumplir el deseo expreso de la Madre de Dios: “Transmitidlo a todo mi pueblo”.
Los primeros pastores no subieron a sus púlpitos para anunciar la inmensa noticia a sus rebaños; las órdenes de predicadores y los misioneros de todo tipo no se extendieron por toda Francia para dar a conocer a los más ignorantes cristianos de este bello país las amenazas y las promesas de la Reina del Cielo; las Palabras que descendieron de Su Boca, de esa Boca casi divina que pronunció el Fiat de la Encarnación, esas Palabras inefablemente maternales, no fueron enseñadas en las escuelas y los niños de la edad de los dos pastores no las aprendieron. Se sabe más o menos en todas partes, se sabe vagamente que La Salette existe, que la Santísima Virgen se manifestó allí de alguna manera y que dijo algo. Algunos incluso saben que la Profanación del Domingo y la Blasfemia fueron especialmente condenadas por Ella. Pero el texto de ese Discurso, de la más inexpresable belleza, no se encuentra en ninguna memoria, ni en ninguna mano.
Hay que animarse a decirlo, esto es algo que hace temblar. Nuestro Señor se digna sufrir que lo despreciemos y lo insultemos. Desde hace casi diecinueve siglos, la mayoría de los hombres sólo saben hacer eso. Pero la indiferencia hacia Su Madre es, en efecto, el más crucificador de todos los desprecios y el más diabólico de todos los ultrajes con los que Su Humanidad Santísima pueda ser abrevada. Este incomparable sacrilegio debe devorar su Corazón como una llama. Conozco escritores católicos que no se creen criminales y que se atreven a decir que la devoción al Corazón de Jesús exime a los cristianos de dar tres pasos para honrar a Aquella que llenó ese Corazón con su propia Sangre como un jarrón, para ser volcada y derramada sobre las miserables cabezas de esos blasfemos inconscientes a quienes la Santa Iglesia no ha podido hacer comprender lo que es semejante Maternidad.
En verdad, es de temer que estas cosas no se soporten por mucho tiempo más.
Esta obra, concebida en la indignación más profunda y en la amargura de un corazón consternado, es algo así como un intento de influir en la opinión de este desdichado pueblo de María, que está dispuesto a que lo salven, pero que sólo se acuerda de su todopoderosa Soberana como se acuerdan de ella los marineros, es decir, en el momento más rabioso de la tempestad. La Santísima Virgen no retira de buen grado lo que da. Es razonabílisimo, pues, conjeturar que la gracia del 19 de septiembre de 1846 subsiste todavía en su plenitud. La Madre Infatigable, la Madre Invencible que permanece al pie de la Cruz y cuyo inenarrable dolor crucifica a Dios Su Hijo más cruelmente que el más diabólicamente borracho de Sus verdugos, la Madre nos sigue esperando en la Montaña de la Aparición. Si las reflexiones que siguen son lo suficientemente bendecidas por Ella como para determinar a algunas almas a emprender esa peregrinación, consideraré que mi felicidad supera toda esperanza y creeré haber cumplido una parte importante de la tarea que nos corresponde a cada uno de nosotros como hijos de María y como franceses.
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
NOTAS
1. La aparición tuvo lugar en 1846, el texto fue escrto, pues, en 1879.
2. Véase Nm 27:14.
3. "Once veces": la Virgen encuentró a su Hijo en la cuarta estación del Vía Crucis, y esto da once estaciones desde la cuarta hasta la última, la decimocuarta.
4. Véase Sir 50:29, donde el autor se designa así mismo como “Jesús, hijo de Sirac”.
5. Ec 35:18-19 [Nota de Léon Bloy].
6. Ex 3: 7 [Nota de Léon Bloy] .
7. Se refiere a François Guizot, historiador protestante, presidente del Consejo de Estado del rey constitucional Luis Felipe de Orleáns, entre 1840 y 1847.
8. Se refiere a la novella “El judío errante”, novella publicada en 1844, cuyo trama gira en torno a las intrigas de la Compañía de Jesús para apoderarse de la inmensa herencia dejada por un protestante.
LE
SYMBOLISME DE L’APPARITION
Quæcumque scripta sunt, ad nostram doctrinam scripta sunt : ut per patientiam et consolationem scripturarum spem habeamus.
SAINT PAUL (Rom. XV, 4).
[« Tout ce qui a été
écrit avant nous l’a été pour notre instruction, afin que, par la patience et
la consolation que donnent les Écritures, nous possédions l’espérance. »]
I
Voilà donc
trente-trois ans passés que la Très Sainte-Vierge Mère de Dieu, est descendue
de la Droite du trône de Son Fils pour s’entretenir sur la montagne de la
Salette avec deux pauvres enfants, les deux plus pauvres et plus rampantes
créatures humaines de Celui qui voulut avoir besoin de Sa permission pour
naître, pour vivre et pour mourir. Elle descendit vers eux dans la lumière d’un
jour éclatant et se manifesta sensiblement à leurs yeux dans la lumière plus
éclatante encore de Sa propre gloire. Elle conversa familièrement avec eux,
accommodant le langage de Son ineffable Maternité à l’ineffable misère de leurs
esprits. Elle leur parla de Son peuple qui périssait et de la pesanteur du bras
de Son Fils. Elle leur donna en peu de paroles, comme on rompt du pain à des
indigents, toute l’essence des préceptes divins, accompagnée de magnifiques
promesses si Son peuple obéissait, et soutenue d’épouvantables menaces si Son
peuple n’obéissait pas. Ce fut un pacte de réconciliation entre la Dominatrice
des Cieux et ces deux imperceptibles cailloux humains roulés sur le flanc de
cette montagne inconnue, par lesquels l’Exaltatrice des humbles avait voulu que
tous les superbes fussent représentés en ce jour. « Faites-le passer à tout mon
peuple. » Telle fut sa dernière parole.
Quant aux larmes qui
coulèrent en cette occasion, les pâtres ont raconté qu’elles coulèrent sans
interruption, et voilà, je pense, tout ce qu’on en peut dire. Il existe parmi
les choses humaines deux choses parfaitement humaines et parfaitement
ineffables : le sang de Jésus-Christ et les larmes de Sa Mère. Ce que doivent
être ces deux effusions douloureuses, nul être créé ne le pourrait dire. Elles
retentissent éternellement l’une à l’autre par-dessus tous les accidents du
temps et de l’espace et correspondent ensemble à un ordre de réalités
substantielles absolument supérieures aux pensées de l’homme. Les larmes de
Marie, ces véritables « eaux de la contradiction » à la Salette comme partout
ailleurs, inondèrent autrefois Jérusalem et le désert, au jour de la
Purification, pendant les sept années de la Fuite, pendant les trois terribles
jours de l’absence de Dieu et pendant les trois autres jours à peine plus
terribles où il lui fallut payer onze fois Son Immaculée Conception, sur le
chemin de la Croix, depuis la Rencontre jusqu’au Sépulcre. Les larmes de la
Mère des Douleurs coulèrent réellement sans interruption tant qu’Elle demeura
sur la terre et jaillirent comme l’eau des fontaines par les Sept blessures
effroyables qui représentent les sept époques de Sa Genèse spirituelle.
Aujourd’hui qu’Elle est dans les Cieux et qu’Elle règne sur tout ce qui est créé,
Elle rachète les hommes avec cette immensité de larmes qui submergent le monde
comme un Océan débordé et dont le Déluge universel n’est qu’une très faible
figure. Les larmes de Notre-Dame de la Transfixion roulent du Calvaire et
tombent en cataractes sur tous les cœurs vivants. Nous y sommes tous noyés,
engloutis, et quelques-uns d’entre nous, les plus heureux assurément, le sont à
des profondeurs incommensurables.
Eh bien ! la raison et
l’imagination humaines, ces deux impotentes sublimes peuvent se planter en face
de ce Fait unique de la Salette et se dire que la Mère douloureuse est venue
réellement pleurer sur cette montagne solitaire devant deux pauvres enfants.
Ses larmes prédites à ce qu’il semble, par le fils de Sirach, ne descendirent
pas, il est vrai, le long de ses joues, pour tomber sur la terre, mais elles en
remontèrent comme les sublimes larmes de la Veuve de l’Ecclésiastique, pour se
perdre jusque dans le ciel. Il semblerait que les montagnes environnantes ne
devaient pas subsister devant de telles larmes et que toute cette sauvage
nature devait exulter et bondir comme les montagnes du psalmiste. Il semblerait
tout au moins que la France devait s’allumer comme une torche à cette
prodigieuse nouvelle et se ruer de tous les points de son territoire vers cet
Horeb nouveau où la Mère de Dieu avait vu l’affliction de Son peuple et s’était
émue d’une immense pitié à l’universelle clameur des âmes opprimées de Ses
enfants.
On se demande vraiment
ce qu’il pouvait y avoir à dire en France à ce moment-là pour qu’on parlât
d’autre chose que de cette chose inexprimablement poignante et formidable ! Un
hérétique solennel conduisait majestueusement à l’abîme un voleur de couronne,
pesamment vautré sur le trône de Saint-Louis. Une abjecte révolution couvait
sous le fumier des plus sordides prévarications politiques. Le Platon de la
canaille révolutionnaire, le brutal franc-comtois Proudhon, ameutait les
indigences orgueilleuses de ce siècle, dans tous les carrefours pestilentiels
de son funeste génie. Madame Sand, cette fille trouvée du cuistre Jean-Jacques,
se boursouflait comme la pécore du fabuliste dans le marécage des adultères
héroïques et évangélisait contre Dieu. Eugène Süe, lumière du socialisme
naissant, engendré de l’hiérophante Saint-Simon et consubstantiel à son père,
bavait en l’honneur du véritable christianisme deux mille colonnes d’encre
rouge sur la Compagnie de Jésus. Fourier, prophète Icarien, autre hiérophante
figé dans les formules algébriques d’un monde à refaire, assoupissait son puissant
esprit dans la fumée des pipes et des encensoirs de ses alcooliques adorateurs.
Michelet, le crocodile byzantin de l’histoire, pleurait contre l’Église ses
larmes hypocrites et sacrilèges pour lesquelles il semble qu’il n’y ait point
en enfer de suffisantes expiations. On n’en finirait pas s’il fallait rappeler
par leurs noms, toutes ces importances qui poussaient alors comme des
champignons vénéneux sur les plates-bandes orléanistes de la meilleure des
républiques. Elles sont devenues ce que vous savez. Elles sont mortes juste
autant de fois qu’elles avaient tenté de se substituer à Dieu et cela ne se
compte pas. Elles ont suffi cependant pour faire obstacle à ce que j’ose
appeler l’Épiphanie de Notre-Dame des Sept Douleurs. Cette circonstance surpasse
le miracle lui-même et nous apparaît infiniment au-delà de toutes les
stupéfactions.
Ces voix enfantines
qui, descendant des Alpes, devaient grandir comme l’avalanche et remplir toute
la France comme la clameur des Ninivites, elles se sont à peu près éteintes au
pied de la montagne. Quelque chose de vague s’en est propagé dans toutes les
directions de la puérile curiosité du monde. Quelques âmes simples et
croyantes, il est vrai, sont venues de loin, pour baiser ce sol où les Pieds de
la Vierge s’étaient reposés. Une basilique s’est construite à quelques pas du
lieu de l’Apparition, une congrégation apostolique s’y est fondée, et s’y est
organisée pour y vivre et pour y prier continuellement malgré l’effrayante
rigueur d’une température mortelle pendant la moitié de l’année. Tout cela est
assurément fort louable, mais en vérité c’est à peu près tout ce qu’on a tenté
pour accomplir la volonté formellement exprimée de la Mère de Dieu : «
Faites-le passer à tout mon peuple.»
Les premiers pasteurs
ne sont pas montés dans leurs chaires pour annoncer à leurs troupeaux l’immense
nouvelle ; les ordres prêcheurs et les missionnaires de toutes sortes ne se
sont pas répandus par toute la France pour faire connaître aux plus ignorants
chrétiens de ce beau pays les menaces et les promesses de la Reine du Ciel ;
les Paroles descendues de Sa Bouche, de cette Bouche quasi divine qui prononça
le Fiat de l’Incarnation, ces Paroles ineffablement maternelles, on ne les a
point enseignées dans les écoles et les enfants de l’âge des deux pâtres ne les
ont point apprises. On sait à peu près partout, on sait vaguement que la
Salette existe, que la Très Sainte-Vierge s’y est manifestée d’une manière
quelconque et qu’Elle a dit quelque chose. Quelques personnes savent même que
la profanation du Dimanche et le Blasphème ont été spécialement condamnés par
Elle. Mais le texte de ce Discours, de la plus inexprimable beauté, on ne le
trouve dans aucune mémoire, ni dans aucune main.
Il faut avoir le cœur
de le dire, cela est à faire trembler. Notre Seigneur daigne souffrir qu’on le
méprise et qu’on l’outrage. Voilà bientôt dix-neuf siècles que la plupart des
hommes ne savent faire que cela. Mais l’indifférence pour Sa Mère, c’est au
fond le plus crucifiant de tous les mépris et le plus diabolique de tous les
outrages dont sa Très Sainte Humanité puisse être abreuvée. Cet incomparable
sacrilège doit lui dévorer le Cœur comme une flamme. Je connais des écrivains
catholiques qui ne se croient pas des criminels et qui osent dire que la
dévotion au Cœur de Jésus dispense les chrétiens de faire trois pas pour
honorer Celle qui a rempli ce Cœur de Son Propre Sang comme un vase, pour être
retourné et répandu sur les misérables têtes de ces blasphémateurs inconscients
à qui la Sainte Église n’a pas pu faire comprendre ce que c’est qu’une pareille
Maternité.
Vraiment, il est fort
à craindre que ces choses ne soient pas longtemps supportées.
Ce travail conçu dans
l’indignation la plus profonde et dans l’amertume d’un cœur navré est quelque
chose comme une tentative sur l’opinion de ce malheureux peuple de Marie qui
veut bien qu’on le sauve, mais qui ne se souvient de sa toute puissante
Souveraine que comme les matelots s’en souviennent, c’est-à-dire au moment le
plus carabiné de la tempête. La Sainte-Vierge ne retire pas volontiers ce
qu’Elle donne. Il est donc très raisonnable de conjecturer que la grâce du 19
septembre 1846 subiste encore dans sa plénitude. La Mère infatigable, la Mère
invincible qui se tient debout au pied de la Croix et dont l’inénarrable
douleur crucifie le Dieu son Fils plus cruellement que les plus diaboliquement
enivrés de ses bourreaux, la Mère nous attend toujours sur la Montagne de
l’Apparition. Si les réflexions qui vont suivre sont assez bénies par Elle pour
déterminer quelques âmes à entreprendre ce pèlerinage, j’estimerai que mon
bonheur passe toute espérance et je croirai avoir accompli une importante
partie de la tâche qui revient à chacun de nous comme enfants de Marie et comme
Français.