LOS ÚLTIMOS DÍAS DE DOSTOIEVSKI
Estaba terminando de escribir Los Hermanos Karamázov cuando a Dostoievski le sobrevino esa fatiga que sobreviene a casi todos los escritores cuando se aproximan al fin de una obra larga. No era, desde luego, que se estuviera cansando de sus personajes: se trataba simplemente de que los prolongados meses de atención constantemente fija en la evolución de sus vidas —esas vidas tan cargadas de peligro y agitación— lo habían agotado. Durante tres años había trabajado de firme en el libro: escribía de noche, con el tiempo contado, porque desgraciadamente el enviado del Russky Vestnik llegaba con gran regularidad. Estaba enfermo, y los médicos le habían pedido que descansara, pero aunque hubiera querido, o hubiera podido permitirse un descanso, sabía que habría sido imposible. Estaba volcando su vida entera en Los Hermanos Karamázov, todas sus experiencias, todo lo que sabía sobre sí mismo y sobre el pueblo ruso.
Era una larga historia, y a veces le parecía que la historia no tendría fin. Cuando se preguntaba cómo había empezado, se decía que había sido parte de su vida desde el comienzo. Era la historia de un asesinato, de un asesinato muy simple. Cuando era joven, su padre, un hombre de carácter impetuoso, había sido cruelmente muerto por unos siervos que nunca fueron juzgados, y por lo tanto nunca se había determinado la responsabilidad del crimen. En cierto sentido, Los Hermanos Karamázov era la historia del asesinato de su padre: era un intento de llenar el lugar del responsable, con Dostoievski mismo desempeñando el papel de asesino, atormentándose con su culpa, entregándose a ese pequeño foco de un rojo sangre, oscuro, donde se junta todo el horror. El asesinato lo fascinaba, y durante años había vivido en comunión imaginaria con criminales, declarando a veces como de paso, en alguna reunión, que él también había asesinado, que había violado niñas y cometido delitos aún más atroces. En realidad, había cometido innumerables delitos, había blasfemado con violencia extraordinaria y había hecho temblar los pilares del gobierno —pero sólo en sus novelas.
La historia, entonces, era una pesadilla compuesta de sus propios sueños, su propia carne, de aquellos a quienes tenía más cerca y a quienes más quería, y a veces descubrimos en ella la influencia de personajes de novelas anteriores. Aliosha Karamázov tiene mucho del príncipe Myshkin, y el talentoso Iván mucho de Raskólnikov. Una vez, estando en Florencia, Dostoievski había planeado una vasta epopeya en cinco tomos que se llamaría La Vida de un Gran Pecador, la cual pintaría la vida de un joven corrompido que huye del colegio y se ve complicado en un asesinato. Escapa a un monasterio, cae bajo la influencia de un sacerdote santo, se vuelve contra la religión, cree estar destinado a convertirse en el hombre más grande del mundo, y continúa cometiendo más asesinatos. Lo detienen, lo condenan a muerte, y a último momento se suspende la ejecución de la sentencia y lo envían a Siberia, donde prosigue su carrera de delitos, se mezcla con muchas mujeres, pero, una vez más, bajo la influencia de la religión, borra sus crímenes mediante una serie de grandes obras humanitarias. La Vida de un Gran Pecador no se escribió nunca, y sólo quedan unas pocas notas preliminares, pero en ellas, como en tantas otras notas de diversas épocas de su vida, hallamos las semillas de Los Hermanos Karamázov, que tanto tardaron en germinar.
En el otoño de 1880, cuando estaba terminando la novela, Dostoievski tenía cincuenta y nueve años, pero parecía mucho mayor. La epilepsia lo había consumido. Cuando se sentaba frente al escritorio y proseguía la tarea de la noche, iba empalideciendo y demacrándose cada vez más, hasta que a la madrugada, cuando se acostaba, parecía un esqueleto con marcadas ojeras bajo sus ojos grises y hundidos. En la frente ancha, en otro tiempo lisa, habían aparecido protuberancias y arrugas, y tenía las sienes también hundidas, como si las hubieran golpeado con un martillo. Todo él tenía aspecto frágil. La piel era fina como papel, los pómulos salientes, y los labios bien dibujados a veces temblaban inexplicablemente. Por cierto que estaba viejo, viejo y agotado, y muy cansado; pero quien lo observara de paso en la calle, cuando caminaba rápidamente, con los hombros ligeramente encorvados, podría creer que era un hombre mucho más joven. Durante todo el tiempo que había estado escribiendo Los Hermanos Karamázov no había tenido un solo ataque de epilepsia.
Desde luego que había padecido otros males: resfríos, fiebres, terribles ataques de asma, períodos de postración nerviosa durante los cuales le resultaba imposible escribir, imposible ordenar las ideas. En esos momentos solía mirar fija y tristemente la pila de manuscritos que estaba sobre la mesa, preguntándose si alguna vez podría terminar la novela. Para combatir el asma tomaba unas pastillas contra la tos llamadas pastillas Ems. Durante los períodos de abatimiento nervioso, sólo su mujer, Ania, podía acercársele. Ania era muy activa, tenía ojos grises y penetrantes y veinticinco años menos que su marido, a quien adoraba con devoción firme e invariable.
Noche tras noche trabajaba en su manuscrito, escribiendo precipitadamente con su mano fuerte y entumecida, garabateando a veces, dibujando los perfiles de sus personajes en los márgenes, de modo que sabemos exactamente cómo veía a esos personajes. Escribía a la luz de la vela: siempre tenía dos sobre el escritorio. Por lo general, había también un vaso de té con azúcar, que sorbía a intervalos —un vaso de ese té aceitoso y espeso le duraba toda la noche. En un cajón tenía algunas pasas, nueces, una caja de rahat-lucum y las inevitables pastillas. Cuando estaba inspirado, escribía sin interrupción durante tres o cuatro horas, y lo único que se oía era el ruido que hacía al mojar la pluma.
Su cuarto de trabajo era pequeño, tranquilo, horrible con ese aire de pasada grandeza. El escritorio de caoba, pesado, estaba colocado contra la pared, mirando a la puerta, porque Dostoievski tenía el temor de ser tomado desprevenido que tiene todo ex penado. Frente a ese escritorio había otro más pequeño, donde Ania o su secretario escribían lo que él les dictaba por la tarde o en las primeras horas de la noche. Justo detrás, mientras escribía, tenía un pesado armario en donde guardaba parte de su ropa, incluso un gabán liviano, de verano, que invariablemente usaba en vez de bata. Encima del escritorio había algunas fotografías pequeñas de él y de su mujer. Sobre la otra pared, en un marco dorado, una reproducción de la Virgen de la Sixtina. Debajo de la Virgen, una cama turca, larga y baja. Las ventanas estaban cubiertas por pesadas cortinas, y el piso, por una alfombra descolorida —nada más. El cuarto era tan pequeño, tan helado y poco acogedor, que rara vez recibía en él a las visitas. Las recibía en cambio en la sala contigua. No era elegante ese departamento del nº 5 de Kuznechny Pereulok, situado en un sector poco distinguido de San Petersburgo: todo era viejo, de mal gusto, o comprado barato. Excepto algunos capítulos escritos durante las vacaciones de verano en Staraya Russa, Los Hermanos Karamázov fue íntegramente escrito en ese cuarto, tan frío como cualquiera de los descriptos en sus novelas. Dostoievski era indiferente a las comodidades materiales: para él sólo existía el estudio inacabable de los Karamázov, la pluma, el papel blanco, las dos velas sobre la mesa y la certeza de que Ania estaba por ahí cerca.
Las vacaciones de verano habían terminado, y el invierno, que llega temprano a San Petersburgo, se estaba acercando. El escritor se aproximaba al final, pero todavía estaba lejos del final. Febrilmente revisaba, cotejaba, redactaba, cambiando escenas enteras, estudiaba el desarrollo de un argumento secundario casi intratable, reflexionaba sobre varios finales posibles.
La obra no avanzaba tan bien como había esperado. Los parlamentos del gran juicio son de calidad eximia. En los últimos capítulos parece haber luchado por alcanzar el lirismo que asoma a intervalos en Un adolescente, pero que entonces casi siempre se le escapaba. Hay signos de precipitación y una sensación de esfuerzo tal como podría esperarse en cualquier otra de sus novelas; pero en Los Hermanos Karamázov hay una música grave y sonora, y a Dostoievski le interesaba mantener un ritmo lento, una marcha firme y pesada hasta el final. A mediados de octubre escribía: He estado descuidando todo, hasta mis deberes más sagrados, para no hablar de mí mismo, con el único objeto de concluir mi obra. Son las seis de la mañana. La ciudad está despertando, pero yo no me he acostado todavía, y los médicos me dicen que no tengo que desgastarme a fuerza de trabajo ni estar inclinado sobre el escritorio durante diez o doce horas sin interrupción...
Durante tres semanas más siguió trabajando, agotándose con revisiones constantes. El fuego se estaba apagando. Brilló por un momento en el grito admirable de Dimitri al final del proceso: "¡Juro por Dios y por el terrible Día del Juicio que no soy culpable de la muerte de mi padre!", y volvió a brillar en el último grito extático: "¡Viva Karamázov!", pero entre esos dos gritos hay muchos pasajes áridos en los cuales Dostoievski parece dudar de sus propios fines. Gran parte del juicio es tan sólo periodismo: peor aún, es periodismo de segunda mano, ya que mucho se basa en informaciones de los diarios acerca del proceso a Vera Zasulich por la tentativa de homicidio del General Trepov en enero de 1878, mes en que Dostoievski empezó la novela. Cuidó en forma desusada de que su relato del juicio fuera exacto en todos los detalles, y hasta envió copias de los capítulos concernientes a unos abogados para que lo aconsejaran y los corrigieran. Le preocupaba la precisión, el procedimiento exacto, los métodos de la justicia. Nunca le habían preocupado esas cosas. Tres cuartas partes de la novela están escritas con esa claridad violenta e implacable de una imaginación indagadora que podía escarbar en las grietas más remotas del alma humana. Pero la claridad se estaba desvaneciendo, el periodista que había en él ocupaba su lugar, y se estaba volviendo descuidado.
También estaba mucho más enfermo de lo que sospechaba. Tenía extrañas fiebres y agitaciones repentinas parecidas a sus ataques de epilepsia. No exageraba al decir que trabajaba diez o doce horas por día, obligándose a un esfuerzo que le dañaba la espalda. Aun Ania, que pocas veces intentaba apartarlo del escritorio, se lamentaba de que estaba más ojeroso que de costumbre, y le rogaba descansara. Dostoievski se negaba a descansar. Tenía que terminar la novela, a cualquier precio. Por último, el 8 de noviembre llegó el enviado del Russky Vestnik y se mandaron imprimir los últimos capítulos. Con el manuscrito del epílogo, Dostoievski envió un mensaje al director diciéndole que se sentía mejor de lo que se había sentido desde hacía mucho tiempo, y que esperaba seguir escribiendo durante veinte años más. Le dijo a Ania que se tomaría un breve descanso, que dedicaría los próximos dos años al Diario de un Escritor, esa miscelánea de reflexiones y recuerdos que escribía esporádicamente cuando abandonaba las novelas, y que pasado ese tiempo empezaría el segundo tomo de Los Hermanos Karamázov. El primero se refería a los años medios de la década del 60; el segundo alcanzaría la época contemporánea.
Dostoievski había planeado su programa con un admirable sentido de la verdad de la situación. Estaba en la cima de su fama y su influencia. Todavía tenía deudas, pero la publicación del libro, que hasta el momento sólo había aparecido mensualmente en el Russky Vestnik en forma de folletín, probablemente le reportaría dinero suficiente para estar tranquilo por un tiempo. Tenía relaciones importantes en círculos cortesanos, donde los capítulos religiosos de las novelas habían sido recibidos con entusiasmo: y algunas damas distinguidas habían hecho un culto del santo Aliosha. Pobedonostzev, el Procurador del Santo Sínodo, hasta había insinuado que Dostoievski había cumplido una gran obra en pro del gobierno y de la iglesia, y que sus habilidades artísticas serían recompensadas "en los círculos más altos". Esperaba que la sola publicación del Diario de un Escritor le proporcionaría lo suficiente para vivir. Tenía por delante dos años de ocio y la compañía de aristócratas cultos, porque la aristocracia, que veía en él al defensor de sus privilegios, lo reverenciaba tanto como los estudiantes, para quienes era una figura de protesta, el dirigente espiritual de "la conspiración contra el zar". Dostoievski no se veía ni como lo uno ni como lo otro. Era un profeta, que guiaba tanto a los aristócratas como a los estudiantes hasta un poco más cerca del Reino de Dios sobre la tierra.
Era un hombre sin modestia. Sabía que estaba en la cumbre de su fama y de sus facultades, y que el Diario de un Escritor sería escuchado en toda Rusia. Lo que no sabía es que le quedaban sólo dos meses de vida.
*
El 5 de febrero de 1880 un ebanista de origen campesino, Stepan Khalturin, encendió una mecha unida a una carga de dinamita en una de las habitaciones del sótano del Palacio de Invierno y salió tranquilamente del edificio. Eran casi las seis y media de la tarde, y en la ciudad ya había oscurecido. A esa hora el zar se estaba preparando para comer en el gran Salón Amarillo, demorado por una recepción ofrecida al Gran Duque de Hesse y al príncipe Alejandro de Bulgaria, y no se hallaba en la comida cuando explotó la dinamita, que destrozó mil cristales de las ventanas y mató a once de los sirvientes y guardias del palacio. De los numerosos ataques terroristas al zar, ése fue el más espantoso y el que estuvo más cerca de lograr su objetivo.
Dostoievski, como todos en San Petersburgo, oyó la explosión, que lo inquietó profundamente. No simpatizaba con los rebeldes, sino que miraba con despego burlón la guerra entre la corte y los estudiantes. Temía sobre todo lo demás la caída en la anarquía, el gobierno caótico de un puñado de revolucionarios empedernidos que tomara posesión del poder careciendo de sentido de responsabilidad hacia la Iglesia o las tradiciones permanentes de Rusia. Admiraba al zar, y al mismo tiempo le resultaba inevitable pagar el tributo de una admiración callada por los estudiantes. Los comprendía muy bien. En Los Poseídos describe a un grupo de vehementes revolucionarios dominado por un rebelde talentoso y despiadado, para el cual le sirvió de modelo el famoso Sergey Nechayev, detenido y condenado a prisión perpetua en la fortaleza de San Pedro y San Pablo unos años antes.
Dos semanas después de la explosión en el Palacio de Invierno, Alexéi Suvorin se presentó de visita en el departamento de Dostoievski. Era buen mozo, estaba bien vestido, había sido siervo, luego maestro, y a los cuarenta y un años había llegado a ser director del diario más influyente de San Petersburgo. Lenin lo odiaba lo suficiente como para llamarlo "ese millonario sirvergüenza y terco que apoya a la burguesía". Chéjov, que lo quería, decía: "Nunca nadie ayudó más a nuestros escritores rusos: a nadie debemos estar más agradecidos". Dostoievski confiaba tanto en él que solía cambiar con Suvorin sus pensamientos más ocultos.
Estaba trabajando cuando le anunciaron la visita, pero salió del estudio para reunirse con Suvorin en la sala. Este último observó que Dostoievski estaba traspirando como si acabara de salir de un baño turco.
Se saludaron, se sentaron junto a una mesa redonda, y hablaron de negocios. Suvorin era director del Novoye Vremya, y en sus prensas se estaba imprimiendo el Diario de un Escritor. Dostoievski liaba cigarrillos sobre la mesa. Parecía perdido en sus sueños. De pronto levantó la vista y dijo: "Dime, Alexéi Sergéyevich, ¿qué harías tú si estuvieras mirando los retratos de la vidriera de Daziaro, y hubiera junto a ti otra persona que también finge mirar los retratos, y de pronto alguien viniera corriendo hasta él y dijera: '¡Pronto va a explotar el Palacio de Invierno! ¡Acabo de colocar una bomba!' ¿Qué harías tú?”
Suvorin sonrió. Otras veces había oído a Dostoievski decir cosas semejantes, y sabía que no esperaba de él respuesta alguna.
—Escucha —prosiguió Dostoievski —, ahí están esos dos hombres, tan agitados que no nos prestan atención, ni siquiera bajan la voz. Pero dime, ¿qué deberíamos hacer? ¿Deberíamos correr hasta el Palacio de Invierno y advertirles, o informar a la policía? Imagina que hay un alguacil parado ahí cerca. ¿Deberíamos ir y decirle que arrestara a los hombres? ¿Lo harías tú?
—No.
—Yo tampoco. Pero sigo preguntándome por qué. ¡En verdad que es una cosa terrible! Va a haber un crimen terrible. Seguramente deberíamos hacer algo. Cuando llegaste, estaba liando cigarrillos, pero todo el tiempo he estado pensando en esto, y pensé en todas las razones que me llevarían a impedir el crimen —razones de peso, esenciales— y luego pensé en todas las razones por las cuales no haría absolutamente nada. Y en realidad, es porque hacer algo sería perfectamente ridículo. ¿Por qué? Porque temería se me tomara por delator. ¡Imagínate! Voy al Palacio de Invierno, me miran, me preguntan y repreguntan, me ofrecen una recompensa, o tal vez sospechen que soy cómplice. Se publica en los diarios: "Dostoievski delata a los delincuentes". ¡Qué absurdo! Es una cuestión policial. Después de todo, Ies pagan para eso. Los liberales no me perdonarían jamás: me harían desesperar y me atormentarían hasta la muerte. En este país todo es anormal: por eso suceden estas cosas, y nadie sabe cómo comportarse, no sólo en las circunstancias más difíciles, sino en las más simples. Me gustaría escribir sobre esto. Podría decir gran cantidad de cosas, agradables y desagradables, sobre la sociedad y el gobierno, pero es claro que no lo haré. ¡En Rusia no le está a uno permitido hablar de las cosas más importantes!
La conversación recayó sobre Los Hermanos Karamázov. Dostoievski insinuó que Aliosha se uniría a los revolucionarios y quizá cometería algunos delitos, pero no entró en detalles. Suvorin tuvo la extraña sensación de que su amigo realmente había visto a los revolucionarios que habían planeado la explosión del Palacio de Invierno pocos minutos después de la colocación de la bomba (1). Por otra parte, como bien sabía, Dostoievski solía inventar escenas impulsivamente, introduciéndolas en la conversación como si realmente hubieran ocurrido. También estaba planteando un acertijo moral, y sus novelas estaban llenas de tales acertijos. Suvorin no insistió en una respuesta.
Once meses más tarde, durante el último de su vida, Dostoievski tuvo otra entrevista con Suvorin. Otra vez volvieron a discutir cuestiones de negocios, y una vez más la conversación recayó sobre Los Hermanos Karamázov. Suvorin insinuó que la novela prefiguraba muchas cosas futuras: estaba impregnada de una especial clarividencia, de un sentido pavoroso del destino que le esperaba a toda la nación.
—Tienes razón —exclamó Dostoievski —. Si crees que hay una gran clarividencia detrás de mi última novela, espera a leer la continuación. Estoy trabajando en ella ahora. Lo sacaré a Aliosha Karamázov de su santo refugio en el monasterio y haré que se una a los nihilistas. ¡Mi puro Aliosha matará al zar!
Suvorin no nos cuenta nada más sobre esa entrevista, y el mismo Dostoievski guardaba un silencio desconcertante acerca de la dirección que tomaría el segundo volumen. Tenemos sólo la prueba de sus cartas y las conversaciones casuales durante los últimos meses de su vida. El breve epílogo de Los Hermanos Karamázov, consistente en no más de veintitrés páginas en el número de noviembre del Russky Vestnik, había aparecido, intercalado entre un ensayo sobre los viajes por Europa de Pedro el Grande y un poema titulado "Un idilio londinense", de Robert Buchanan, y por entonces todo el mundo preguntaba por el segundo volumen. El nombre de Dostoievski estaba en todas las bocas. La gente hablaba de los Karamázov como si realmente existieran. Esas figuras trágicas ya habían entrado en la corriente de la literatura y de la conciencia rusas.
Dostoievski parece haber pasado gran parte de los primeros días de descanso meditando acerca del segundo volumen. A menudo hablaba de él con su mujer, entrando en bastantes detalles. En sus recuerdos, Ania menciona cómo discutía su marido ese segundo volumen "con gran vehemencia", pero en lo referente al proyecto que estaba tomando forma en su mente, sólo dice que "los personajes reaparecerían veinte años después, casi en nuestros días, y durante el intervalo se las habrían ingeniado para lograr grandes cosas". Dostoievski escribió a Pobedonostzev que el segundo tomo trataría de "un Cristo no crucificado". Esas afirmaciones son en realidad los únicos indicios que tenemos sobre la forma que revestiría el segundo volumen, aparte de algunas sugerencias que se encuentran en los pasajes proféticos de Los Hermanos Karamázov. Hay pasajes deliberadamente proféticos que pintan la suerte de los tres hermanos, y es razonable creer que Dostoievski tenía intención de que se cumplieran las profecías.
La intención de que en el segundo volumen Aliosha fuera la figura central es clara: el libro pintaría las tribulaciones de un hombre bueno en un mundo entregado al mal natural. Aliosha no era un santo, puesto que era un sensual como su padre y sus hermanos; pero alcanzaría la santidad. En uno de sus últimos encuentros el padre Zósimo había profetizado el rumbo que tomaría su vida:
"Todavía tienes un largo camino por delante. Tendrás que casarte, también, y tendrás que pasar por todo eso antes de volver otra vez. Tendrás que hacer muchas cosas. Pero no dudo de ti, y por eso te envío al mundo. Cristo está contigo. No lo abandones y él no te abandonará. Éste es el último mensaje que te doy; en el dolor busca la felicidad. Trabaja, trabaja incesantemente".
Sobre tan escasos indicios los críticos alemanes han levantado edificios especulativos. Han resucitado las notas imprecisas para La Vida de un Gran Pecador con el propósito de cubrir de carne el esqueleto débilmente perceptible. Adivinamos que Aliosha se casaría con Lisa y regresaría, quizás herido o muy enfermo, al monasterio, donde acabaría sus días como el padre Zósimo, rodeado por un rebaño de niños que lo adorarían. Suvorin pensaba que Aliosha era un revolucionario empedernido, a quien sus crímenes llevarían al cadalso; Pobedonostzev creía que llevaría una vida santa y tranquila, derramando beneficios alrededor de sí. Es posible que ambos tuvieran razón en parte. También es posible que Dostoievski no tuviera ni la más remota idea acerca de la forma que por último cobraría su novela.
Ese invierno se lo ensalzó como nunca. En el verano, había sido el disertante principal durante las celebraciones en honor de Pushkin que habían tenido lugar en Moscú, y su discurso, impreso en una edición especial del Diario de un Escritor, se citaba en toda Rusia. Su fama como autor de Los Hermanos Karamázov era sólo igualada por su fama como profeta que había anunciado la unión de todos los rusos en una era de hermandad y paz. Siempre que aparecía en público le pedían que recitara "El Profeta", el famoso poema de Pushkin. Empezaba a recitarlo con una voz baja y ronca, afirmándose poco a poco. El último verso "¡Inflama con tu palabra el corazón del hombre!" caía con efecto de trueno, sacudiendo el lugar, encendiendo el corazón de las gentes. Parecía un profeta; era un profeta; y en su presencia las gentes tenían conciencia de que nunca más aparecería otro como él.
PDF 48 Recitaba "El Profeta" en las reuniones de la condesa Sofía Tolstói, la viuda del poeta, una mujer culta, inclinada a las funciones teatrales de aficionados — y Dostoievski convino en desempeñar el papel del santo asceta en la representación de la pieza de su marido, La Muerte de Iván el Terrible. Se trata de un papel sin importancia: el asceta aparece sólo una vez. Iván el Terrible está a punto de morir, y desvaría. Ha matado a casi todos sus amigos y cómplices, y de pronto recuerda que treinta años atrás había mandado a la cárcel a un asceta por profetizar su suerte. Iván ruega al ermitaño que lo ayude. El ermitaño contesta: "Llama a tus amigos". "No tengo amigos", dice Iván, "porque todos han muerto, o están desterrados, o se han pasado al enemigo. ¿Cómo es que no has sabido estas cosas?" Y el ermitaño responde:
¿Cómo habría de saber? Mi celda era una cerrada
Puerta contra el mundo, donde sólo el silencio
Penetraba esas paredes oscuras y espectrales.
Oía el rugido de la tormenta de Dios
Y el débil toque de las campanas del templo.
Hicieron bien en elegir a Dostoievski para ese papel: él había oído la tormenta de Dios y el toque de las campanas del templo, y durante muchos años había vivido oscuramente solo en su celda. Concurrió a los ensayos de la pieza, que se habría de representar el primer domingo de febrero.
El 16 de diciembre Dostoievski fue recibido por el zarévich, a quien le dio un ejemplar de Los Hermanos Karamázov. Ya se había encontrado extraoficialmente con él en algunas reuniones, pero ésta fue su primera presentación formal a ese hombre grandote y tumultuoso, de mejillas coloradas, que pronto ocuparía el trono. El zarévich era afable. Lo felicitó por el éxito de la novela e hizo algunas averiguaciones para saber si Dostoievski sería un preceptor adecuado para sus hijos. Las averiguaciones no dieron ningún resultado, pero Pobedonotzev convenció al zarévich de que concurriera a una conferencia que Dostoievski daría una semana después. El zarévich se aburrió y se fue. A través del Gran Duque Constantino Constantinovich, sobrino del zar, hombre excepcionalmente dotado y que escribía excelente poesía, se estableció una relación más agradable con la familia imperial. Salvo Catalina la Grande, el joven Gran Duque era el único miembro de la familia imperial que tenía talento literario. Dostoievski lo conocía desde hacía por lo menos un año, y a menudo había comido en su palacio. Terminado Los Hermanos Karamázov, se renovaron las invitaciones a comer. Dostoievski se movía en círculos elevados. Todos los sábados por la noche se encontraba con Pobendonostzev para discurrir sobre religión y política, y todos los domingos por la tarde había funciones de teatro en casa de la condesa Sofía Tolstói.
Desde luego que había visitas menos eminentes, entre ellos el joven poeta Dimitri Merezhkovsky, que fue a verlo poco después del encuentro con el zarévich. Merezhkovsky estaba en los comienzos de su carrera literaria, y pidió consejo a Dostoievski. "No puedo darle ningún consejo —le respondió Dostoievski —, salvo éste: para escribir hay que aprender a sufrir". Merezhkkovsky se conmovió profundamente con estas palabras. En otro momento las habría sentido como un insulto, pero entonces provenían de un hombre que evidentemente estaba muy enfermo, con el rostro marcado por el dolor: era un rostro tan delgado y destruido que en cierto modo parecía un cuadro de todo el sufrimiento padecido en Rusia, con una frente nudosa y hendida, una verruga sobre la mejilla derecha, ojos de un gris ahumado, "con una mirada empañada y una pesadez indecible". "Lo más penoso de su rostro —diría más tarde Merezhkovsky—, era una especie de inmovilidad en medio del movimiento, un empeño detenido y petrificado en el colmo del esfuerzo". En un momento de la conversación, Merezhkovsky le preguntó si escribía con facilidad. "No —respondió Dostoievski con voz temblorosa—. Últimamente, le aseguro que se me ha vuelto aborreciblemente difícil".
Merezhkovsky abandonó la casa con la sensación de que el fin estaba cerca. También hubo otros a quienes llenó de espanto la tirantez de sus rasgos. Nikolái Strakhov, primero su amigo íntimo y luego su biógrafo, se encontró con Dostoievski en una de las reuniones aristocráticas. "Estaba extraordinariamente delgado y consumido —escribió Strakhov—. Se cansaba fácilmente, y era claro que sólo lo sostenían sus nervios. Su cuerpo había llegado a un estado tal de debilidad que todos pensábamos que un solo golpe lo derribaría, aunque fuera un golpe muy leve".
Sin embargo Dostoievski se conducía como si gozara de perfecta salud. No sufría. De cuando en cuando sobrevenían momentos inexplicables de debilidad, y entonces se recostaba en la cama turca después de sacar una frazada y una almohada del cajón que había debajo, y dormía un rato. Mientras trabajaba en los últimos capítulos de Los Hermanos Karamázov no había tenido tiempo de jugar con sus hijos, Lyubov y Fyodor. Durante los últimos días le gustaba conversar con ellos, y le gustaba especialmente leerles las historietas cómicas que se publicaban en un semanario para niños llamado La Libélula. Habían llegado a un acuerdo con su mujer: ninguno de los dos hablaría sobre su salud.
Así pasó diciembre, y en enero todavía se hallaba bien de ánimo. Hacia mediados de mes empezó a trabajar en el número siguiente del Diario de un Escritor. Como siempre, se permitía la más absoluta libertad, tratando cualquier tema que le pasara por la cabeza —economía, política, estrategia militar, las relaciones entre Rusia y Europa, el orgullo de las gentes de San Petersburgo en relación con el resto de Rusia. Exigía a las clases dirigentes que comprendieran sus deficiencias. Había demasiados burócratas —cuatro podrían hacer el trabajo de cuarenta, y ¡qué ahorro significaría! Los campesinos necesitaban ayuda. ¿Era cierto que los hombres del gobierno habían sondeado sus corazones y habían comprendido la naturaleza de la gente del campo, que es la única que proporciona alimento y sustento para todos los rusos, y posee tan gran calidad espiritual que todos deberían temblar ante ellos? Pedro el Grande había hecho que Rusia mirara hacia Occidente, pero los europeos siempre habían despreciado a los rusos. Bueno, era culpa de los europeos, que nunca habían comprendido las inmensas posibilidades espirituales de los campesinos rusos. El general Skobelev había ganado una importante batalla contra los turcomanos en Asia Central, y la noticia, llegada a San Petersburgo en diciembre, había entusiasmado a la gente sólo moderamente. La noticia de la victoria, por el contrario, debería haber sido considerada como una señal celestial, como una gran profecía: ¡el futuro de Rusia estaba en el despertar de Asia! En cuanto a los europeos:
"Desde luego que comprenden que nuestros hombres de ciencia han realizado un trabajo notable y hasta trabajos que se han puesto al servicio de la ciencia europea. Pero si bien admiten que tenemos algunos científicos de talento, nunca se permitirán creer que podemos dar hombres de genio y conductores de la humanidad como Bacon, Kant y Aristóteles. Se niegan a creerlo porque se niegan a creer en el valor de nuestra civilización, y no saben nada de nuestro florecimiento futuro.
Y en todo esto tienen razón, porque no tendremos un Bacon, un Newton ni un Aristóteles hasta que nosotros mismos no hayamos señalado el camino de nuestro progreso y seamos espiritualmente independientes; y esto es verdad también con respecto a nuestras artes y nuestras industrias. Europa siempre está dispuesta a elogiarnos, pero nunca reconocerá que pertenecemos a Europa, porque nos desprecia, abierta o encubiertamente, considerándonos de raza inferior. Nos desprecia en particular cuando extendemos los brazos hacia ella en fraternal abrazo.
Con todo, es enormemente difícil apartarse de "la ventana a Europa"; y ése es nuestro destino. Entretanto, Asia nos llama. ¡Si sólo comprendiéramos lo importante que Asia es para nosotros! Asia, nuestra Rusia asiática —¡una planta enferma, pronta a renovarse, a resucitar, a transformarse! Necesitamos ante todo un principio nuevo, una nueva visión".
Así, soñando con los espacios inmensos de una Rusia limítrofe de Persia y la India, escribía constantemente la noche entera, haciendo una pausa a veces y preguntándose qué harían los censores con esas páginas desorganizadas y apasionadas en las cuales atacaba a los burócratas y defendía a Europa, "nuestra segunda madre", contra los eslavófilos, para defender luego a los eslavófilos contra el resto del mundo.
Había retomado su paso, gozaba, escribía con tanto vigor como siempre. Sí, retomaba el antiguo ritmo, escribiendo todas las noches y durmiendo hasta tarde por la mañana. Se levantaba alrededor de las once, cantaba alegremente en el baño con su voz de graznido mientras se arreglaba, tomaba un vaso de té caliente y después se encaminaba al estudio para echar un vistazo a las páginas que había escrito durante la noche. En las primeras horas de la tarde, el dictado, y la inevitable caminata que casi siempre lo llevaba hasta Ballet, la confitería de la esquina del Yekaterininskaya. Era goloso, y le gustaba llevar dulces a sus hijos. Había hecho planes para los próximos quince o dieciséis años de trabajo —el segundo volumen de Los Hermanos Karamázov, una autobiografía, un libro sobre Jesús, y siempre el Diario de un Escritor, que aparecería en cualquier momento que lo necesitara. Entre las muchas obras que esperaba terminar figura un largo poema en conmemoración de los muertos.
*
Según Ania, la primera hemorragia se produjo bien entrada la noche del 25 de enero, y por causa de la lapicera. Tenía la costumbre de enrollar el papel de los cigarrillos alrededor de la lapicera, que se le resbaló de las manos, cayó al piso, y rodó debajo del pesado armario de caoba que estaba justo detrás del escritorio. Trató de alcanzarla, pero no la pudo encontrar, y empezó a mover el armario, que pesaba mucho. De pronto descubrió que estaba escupiendo sangre. La sangre era tan poca que decidió no despertar a su mujer, y se echó a dormir sobre la cama turca, como hacía tantas veces. A la mañana siguiente le contó a Ania lo sucedido. Estaba extraordinariamente pálido y evidentemente agitado. Ania envió a Pedro, el mandadero, en busca del doctor von Bretzel, el médico de la familia. Pedro regresó diciendo que von Bretzel había salido y no se lo esperaba de vuelta hasta las cinco.
Con gran sorpresa de Ania, su marido se conducía como todos los días. Tomó su vaso de té caliente, abrió el diario de la mañana, conversó y jugó con sus hijos. En las primeras horas de la tarde dos amigos íntimos, Apollon Maikov y Nikolái Strakhov, fueron a visitarlo. Dostoievski había terminado el Diario de un Escritor y esperaba publicarlo a fin de mes. Había habido dificultades con el censor, pero no graves. Después llegó al departamento Orest Miller, para recordarle que se había comprometido a hablar en la reunión en honor de Pushkin el domingo 29 de enero. Miller le sugirió que sería una excelente idea que recitara algunos versos de Eugenio Oneguin, la gran tragedia de Pushkin. Dostoievski se enfureció:
—No necesito que me digan qué tengo que recitar —exclamó—. ¡Sé exactamente lo que voy a hacer!
A Miller le molestó ese arranque. Ania oyó la disputa, corrió a la sala, y advirtió a Miller, que era muy excitable, que no le gritara a un hombre que evidentemente no se encontraba bien. Volvió la paz. Ya se había publicado el anuncio de que Dostoievski recitaría trozos de Eugenio Oneguin, y Miller se ofreció a corregirlo. Alrededor de las cinco se retiraron las visitas.
Poco antes de las seis, hora habitual de la comida, Ania entró en el estudio y halló a su marido sentado en la cama, con la mirada fija delante de sí. En el mentón y en la barba tenía gotas de sangre. Ania gritó con todas sus fuerzas: "¡Busquen a! médico!" Los hijos —Lyubov tenía once años y Fyodor nueve— empezaron a gritar, y Dostoievski los tranquilizó mostrándoles La Libélula, que acababa de llegar. Había una caricatura de dos pescadores luchando dentro de una red, y Dostoievski leyó las palabras escritas debajo —en Rusia los dibujos siempre traían una breve leyenda en verso. Hacia las siete llegó el doctor von Brezel y empezó a examinar al paciente. Estaba auscultándole el pecho cuando se produjo otra hemorragia tan violenta que perdió el conocimiento. Tan pronto como se recobró, pidió a su mujer que mandara a llamar a un sacerdote.
—Tengo que confesarme y recibir los últimos sacramentos —dijo, y su voz sonó con autoridad inusitada.
El departamento de la Kuznechny Pereulok estaba a corta distancia de la iglesia de Vladimirsky. El padre Megorsky llegó media hora después. Dostoievski se confesó, recibió los sacramentos bajo ambas especies, pan y vino, y permaneció un rato encerrado con el sacerdote. Después entraron al estudio su mujer y sus hijos para recibir su bendición. Pidió a los hijos que vivieran en paz, que se quisieran uno a otro y que cuidaran a su madre; y una vez que ellos salieron de la habitación, habló serenamente con Ania, diciéndole que la quería, agradeciéndole la felicidad que le había dado y pidiéndole que lo perdonara si alguna vez la había hecho sufrir. En ese momento entró el médico, y dijo que no debía seguir conversando, porque el menor movimiento o la menor emoción significaban un peligro. Más tarde se llamó a un tal doctor Koshlakov, y ambos discutieron sobre la salud del paciente. Convinieron en que no se encontraba irremediablemente mal —después de todo, sólo había perdido un poco de sangre, y todavía podía curarse la arteria del pulmón que se había roto. El doctor von Bretzel se quedó toda la noche con Dostoievski, y Ania se fue a dormir.
El martes 27 de enero, el paciente se había reanimado y ya no hablaba de morir. Estaba alegre, hablaba dulcemente con sus hijos, y preguntaba sobre las pruebas de galera del Diario de un Escritor. En el transcurso de la tarde llegaron las pruebas de la imprenta de Suvorin, y Dostoievski pasó un tiempo revisándolas. Sobraban siete renglones en la última página, y Ania se ofreció para hacer las correcciones necesarias. Skobolev había logrado una victoria tras otra, y la última declaración pública de Dostoievski fue, como él quería, un gran grito de alabanza al ejército conquistador ruso. "¡En Europa éramos esclavos; en Asia seremos amos!"
Entretanto, por todo San Petersburgo se había difundido la noticia de su enfermedad y llegaban visitas a preguntar por él. No se les permitía entrar al estudio, pero a Dostoievski le agradaba que fueran. De vez en cuando Ania salía sigilosamente del estudio y Ies informaba acerca de la mejoría. El doctor Koshlakov creía hallar signos de curación definitiva, y opinaba que en dos semanas el paciente se habría recobrado por completo. Esa noche Ania durmió en un colchón a los pies de la cama. A las siete de la mañana se despertó y vio a su marido mirándola tristemente.
—Hace tres horas que estoy despierto —susurró— y todo el tiempo he estado pensando. Pero sólo en este momento acabó de comprender que hoy moriré.
Con terrible angustia Ania se oyó a sí misma diciendo: "Querido, no deberías decir esas cosas. Ya estás mejor, no hay hemorragia, y probablemente todo marche bien, como dice Koshlakov. ¡Por amor de Dios, no te atormentes con dudas! Te aseguro que vivirás muchos años más".
—¡No, moriré hoy! Enciende la vela, Ania, y dame el Nuevo Testamento.
La mujer se acercó al escritorio y sacó la Biblia encuadernada en cuero negro que le habían dado cuando estaba en Siberia, prisionero. Dostoievski la abrió al azar, y le pidió que leyera las primeras palabras con que tropezara en la página. Ania leyó: "Juan, empero, se resistía, diciendo: ¡Yo debo ser bautizado de ti, y tú vienes a mí! A lo cual respondió Jesús diciendo: Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia".
—Ves, Ania —dijo—. "Déjame hacer ahora". Eso quiere decir que voy a morir.
A las diez de la mañana se durmió, para despertar una hora más tarde con otra hemorragia por la boca. Durante la tarde, su hijastro, un joven extraño, de tez amarillenta, llegó al departamento y trató de entrar por la fuerza al estudio. Vociferaba diciendo que su padre se moría y que había llegado el momento de que el abogado fuera a dar fe al testamento. Alejaron al hijastro y el día trascurrió apaciblemente, con Ania y los niños arrodillados junto a la cama. Cada tanto Dostoievski le susurraba a su mujer: "Va a ser duro para ti".
A las seis y media le entregó el nuevo testamento a su hijo y lo bendijo. Permitieron a Apollon Maikov entrar al estudio, para que hablara brevemente con su amigo. También se permitió que otros visitantes vieran al moribundo. De pronto, alrededor de las ocho, tuvo un leve estremecimiento, tosió, escupió sangre, y perdió el conocimiento. Respiraba con mayor dificultad y el pulso se debilitaba. Murió exactamente a las ocho y treinta y ocho.
Esa noche lavaron el cadáver y lo vistieron con sus mejores ropas, colocándolo sobre una mesa de la sala. De la iglesia de Vladimirsky enviaron unos altos candelabros dorados y un paño también dorado para cubrir el cadáver; y el sacerdote recitó la panikida, la oración por los muertos. Fue tanta la gente que acudió a rendirle homenaje mientras yacía ahí, con las manos cruzadas sobre el pecho, que el aire de la habitación era insuficiente para mantener encendidos los cirios; y entonces salieron.
Tres días después, una multitud de treinta mil personas acompañó el ataúd a la Lavra del monasterio de Alejandro Nevsky. Los monjes atravesaron las puertas del monasterio para recibirlo, honor generalmente reservado al zar. Toda esa noche los estudiantes velaron en la Iglesia del Espíritu Santo. Lo enterraron al día siguiente.
Un mes más tarde, los estudiantes arrojaron una bomba al zar, mientras regresaba éste al Palacio de Invierno después de una revista. Había empezado la larga noche de Rusia.
NOTA Daziaro era
un negocio de fotografías situado en la esquina de la Nevsky Prospekt y la
plaza del Almirantazgo. Se sabe que Stepan Khalturin se encontró con Zhelyabov,
el jefe del partido revolucionario
Narodnaya Volya, poco después de encendida la mecha. Khalturin,
habitualmente impasible, estaba nervioso y excitable cuando se encontró con
Zhelyabov, y era perfectamente capaz de divulgar su secreto. Es entonces
posible que Dostoievski haya alcanzado a oír la conversación sostenida entre
ellos.
Traducción
de María Raquel Bengolea
Revista Sur nº 263, marzo y abril de 1960