VIÁTICO PARA TIEMPOS OSCUROS
"Estamos exiliados en tiempos oscuros".
Giorgio Cavalcanti
Quizás nunca somos realmente los únicos a los que estos tiempos en que vivimos les parecen algo oscuros. Un velo opaco, que difumina las formas y los colores, parece haber caído, como un temprano crepúsculo brumoso, sobre los seres y las cosas. Las ciudades se extienden llenas de fealdad, las verdaderas libertades se reducen en esas almas ignorantes de sí mismas que aspiran a gobernar nuestras costumbres y nuestros pensamientos más íntimos. El resentimiento y la queja, despóticos, reniegan de las horas felices y de la cantarina urbanidad cuya hermosa herencia florecía en iris y en lirios.
Paralizados frente a sus pantallas, como estatuas de sal, nuestros contemporáneos rinden culto a Hipnos, bañados en una luz lívida, y Mnemósine, abandonada, busca y encuentra, pero sólo en unos pocos afortunados, a sus aliados y amigos. El centelleante río del tradere pasa desapercibido, y a los que oyen su curso se los tiene por iluminados, malvados y locos. La titánica alquimia inversa, equipada con diferentes tecnologías, trabaja para cambiar el oro del tiempo en plomo —en tinieblas tenaces e inexpugnables.
Ni la misericordia concedida al pasado, ni el amor por el presente, ni la disposición providencial del futuro, ordenan ya los entendimientos humanos, oscurecidos por el reproche y el rencor. El arte del agradecimiento parece haberse perdido, y, con él, la noción de las felicidades frágiles. Nuestra civilización misma, en sus fastos y en sus debilidades, semejante a nuestras vidas fugaces, se aleja, y descuidamos lo que tiene de bello y de grande para comentar, con acusaciones histéricas, sólo sus errores y sus defectos.
Lo que quedará de esos estragos críticos serán sólo otros errores, adornados con virtudes morales pero, una vez quitada la película que los recubre, vengativos como lo fueron las Harpías y las Erinias, que, menos rutilantes que en el pasado, tienen su sitial en esas nuevas ligas de la virtud, donde la "benevolencia" por cualquier cosa se combina con el odio a sí mismo —menos individual, por lo demás, que colectivo; el moralista aprecia aún, como escribió La Rochefoucauld, el desprecio por sí mismo.
Nuestra lengua misma, que nos posibilitaba reinventarlo todo en medio de los peores desastres, está desfigurada y envilecida. El resentimiento marca el tono de toda ideología, y la alegría, entregada al mutismo, cede la palabra —la logorrea, deberíamos decir— a la queja y a la envidia. No basta con decir que esta época penal, penada y punitiva, ya no honra a los dioses, que son poderes; en realidad, se esfuerza por destruir en nosotros todo rastro de ellos, todo recuerdo. Un hombre que honra a los dioses está perdido para el culto de la tecnología y las finanzas —esos ídolos de los realistas a los que siempre se les escapará lo Real.
Tiempos oscuros, decíamos, pero se impone un matiz. Si bien nuestros tiempos son oscuros, no es en lo Oscuro de Heráclito donde se aventuran, ni en la sombra de Tanizaki, y menos todavía en la noche de Novalis. No son luces mortecinas de albas o atardeceres las que nos llegan, ya no es ni siquiera el Untergang, la crepuscular decadencia, a la que Baudelaire le encontraba su encanto y Oswald Spengler su necesidad, sino un nudo negro que se anuda en nosotros bajo la luz scialítica, como en un quirófano, del control universal. Este mundo es tan enemigo de las gloriosas epifanías como de las sombras secretas. En su odio por lo secreto, perfecciona lo que llama "progreso", que no es sólo, como escribió Cocteau, "el progreso de un error", sino el del achatamiento, el de la planificación global de los seres y las cosas.
El mensaje es claro: "Ustedes, que aún se distinguen por algunas fidelidades a las antiguas sapiencias, de las más humildes a las más altivas, se van a morir y dejarán únicamente, de eso nos ocupamos, la posibilidad de ser remplazados, al principio por bárbaros, y una vez que estos últimos hayan hecho su trabajo, por una ciberhumanidad, aumentada, chipeada, controlada. Desaparezcan cuanto antes, Hombres Antiguos, con sus vicios y sus virtudes entremezcladas, con sus sueños, sus ritos, sus canciones, sus reminiscencias, su tiempo ha pasado, están atascando las autopistas de la Información, están ralentizando los flujos financieros; el apego que ustedes tienen a sus tierras, sus cielos, sus obras, es una ofensa al Mejor de los Mundos; nosotros los haremos desaparecer porque somos el Bien en hipóstasis, somos el futuro sin Providencia, nuestra Benevolencia nos da el derecho y hasta el deber de matarlos". Conocer el discurso de las fuerzas contrarias, lo que pretende hacer con nosotros, es el primer viático, el que nos permite atrevernos a seguir un camino fuera del sendero común, una huida legítima.
La acusación permanente de toda belleza y de toda grandeza no es un accidente de la Historia, sino, de ahora en adelante, su significado. Así, tendremos que escapar de la Historia, pero no de la memoria; entrar en los secretos del Tiempo, que no es esa cosa lineal que querrían hacernos creer que es. La experiencia, por muy peligrosa que sea, es salvífica. Será lo que fue para Dante la "salutación angélica" a Beatriz. Cierta luz lateral encendida a su paso por la verdad secreta de los colores toca de repente nuestra frente y nuestros párpados, de modo que, incluso con los ojos cerrados, la percibimos, y el suave foco de oro que despierta en nuestras pupilas anuncia una Vita Nova, una vida nueva, o más exactamente, renovada. El tiempo vuelve a su base, que es el ritmo, el latido del corazón, o el triple movimiento susurrante de la ola que siempre vuelve a empezar.
La Feliz Anunciación triunfa sobre la Historia, todas las derrotas quedan abolidas, la resolución nueva entonces ya no es del orden de la voluntad, esa gran extraviadora, sino de la evidencia ligera. Sería muy vano querer vencer a este pesado mundo mediante otra pesadez, mediante algún despliegue de fuerzas titánicas, pues él mismo es súbdito del reino de los Titanes. Lo que se requiere es una ligereza divina, un entendimiento semejante al vuelo del polen, a las iridiscencias de las alas de una libélula, a la profundidad infinita de la contemplación de lo ínfimo —de lo casi indiscernible, que hace señas. ¿De qué noche de los tiempos provienen ese brillo, ese centelleo? Aquí está, protectora, como el vasto manto de las constelaciones.
En tiempos oscuros, en este exilio que amenaza con hacernos perder el sentido mismo del exilio —y no hay nada más fatal que un exilio olvidadizo de sí mismo—, es importante reconocer y honrar a nuestros aliados. La inmemorial distinción entre amigos y enemigos sigue siendo válida. Fuerza es reconocer que la gran reconciliación universal que hubiera podido esperarse, esa parusía, aún no se ha producido. Los tiempos son oscuros, ya que nuestros enemigos tienen por ahora más poder que nuestros amigos. Sin embargo, la enemistad que tenemos que enfrentar no es sólo la de los bárbaros puritanos, sino el Enemigo-en-sí, es decir que está también dentro de nosotros, y la enemistad de los bárbaros no está sólo en los lugares donde se manifiesta con fuerza, con su falsa piedad y sus reglamentaciones obtusas, sino también en las áreas en las que nuestra pusilanimidad se niega a discernirla y combatirla; no actúa entonces como una espada sino como un veneno, una tristeza que nos parece no tener causa —y de la que no podemos defendernos.
¿Quiénes, en este desastre, serán nuestros aliados? Así como es importante discernir, en la confusión y el alboroto modernos, lo que quiere exactamente dañarnos, empezando por esa misma confusión, es importante reconocer a nuestros aliados allí donde estén o donde surjan. Una noche, recuerdo, un ave marina que pasaba por el cielo me salvó la vida. Se había producido una transferencia misteriosa, yo era ella y ella era yo. La tentación de arrojarme por la ventana en ese momento había quedado suspendida por el imponderable intercambio entre la magnífica criatura alada de alas plateadas en el azul del cielo matutino y mi persona, tambaleante, abrumada, ensordecida, con la garganta atenazada por el horror del mundo, y como empujada por una fuerza activa hacia la muerte, que siempre es banal.
Esa gaviota salvadora, ahora, mientras escribo estas líneas, lo recuerdo, me hacía también otro tipo de señas; me devolvía, sin que yo fuera consciente de ello en el momento en que se me apareció, para que yo siguiera viviendo, a un espacio-tiempo de la infancia, el de nuestras largas estadías en la costa de Liguria, en Alassio. Con mis jóvenes amigos italianos, habíamos recogido un gabbiano, varado en la playa, con las alas sucias de fuel-oil. Lo pusimos en el balcón del hotel, le limpiamos delicadamente las alas y lo alimentamos hasta que recobró fuerzas para volar de vuelta a su extraña patria de aire y de mar. El pájaro que, mucho más tarde, me envió su saludo desde lo profundo del cielo, era quizás un "Gracias" dirigido a mí desde lo profundo del Tiempo.
Así, lo profundo del tiempo volvió a ser una profundidad de cielo, y la muerte hacia la que me empujaba una decepción atroz quedó abolida. Lo que nos salva viene de lejos, de lejanías de las que no éramos lo bastante conscientes, de una lejanía perdida. Contemplé como el hermoso aliado desaparecía de mi vista del mismo modo en que había llegado, y la vida retomó su curso, Vita nova.
Algunas fechas son importantes, fue el 11 de marzo de 2018 —el genio numerológico de Dante descifrará su significado— cuando se me ocurrió la idea de la obra que estoy escribiendo en este momento, y, sobre todo, el ánimo para escribirla, más exactamente en Alassio, donde nos habíamos detenido en el camino que debía llevarnos a Florencia. El sonido del mar en la noche, frente a un altar floral dedicado a San Francisco de Asís, la impresión, bajo el manto de la noche que se iba llenando de estrellas, de haber encontrado refugio en una caracola del Tiempo, el puente entre la infancia y aquel día, con las Alas de Merced del gabbiano entre ambos, una alquimia imponderable que llegaba a su fin, un fruto del opus nigrum.
Cuando los aliados humanos flaquean, al menos los que son contemporáneos nuestros, y a los que no podemos, en estos tiempos desastrosos, reprochárselo mucho, otros vienen a nuestro rescate en la linde, allí donde, en palabras de Heráclito, “la naturaleza no muestra, no oculta, sino que hace señas”. Lo que nos hace señas es anterior a la visión, es el vacío del cielo antes de que aparezcan las alas —espera, atención. Entre el que ve y lo que se ve, ha surgido el signo que los armoniza en el secreto del corazón. Toda vida es espera y sacrificio —y cuando es posible esperar algo más que la muerte, y sacrificarse por algo más que el utilitarismo de los “realistas”, entonces los dioses se sienten felices porque supimos honrarlos.
Sin duda, todos somos exiliados de nuestra infancia. En la realidad adulterada que se nos brinda, estamos en el exilio de lo Real. Lo Real no es sólo "aquello con lo que tropezamos", como decía Lacan, sino una doble naturaleza, oculta-revelada, sombreada y clara, visible e invisible, interior y exterior. Lo Real es el adversario del mundo planificado, que se esfuerza por instaurar en todas partes lo no-real “realista”, la ficción común en la que deberíamos creer, y cuya naturaleza consiste en ignorar esas gradaciones, esos misterios, esas temporalidades circulares o transversales que escapan al tiempo del desgaste y nos invitan a recomenzar o a trascender. El mundo de los realistas —que hace de nuestra tierra una tierra de exilio— ya no es ni pagano ni cristiano, y sin embargo lo rodea una espantosa devoción, una devoción invertida, ya que la ficción que quiere imponer sólo existe gracias a la creencia, a la doxa más obtusa y menos proclive a la duda.
El Misterio de Delfos, el Misterio cristiano, seguían velando en nuestras fronteras temblorosas y dejaban a los que los experimentaban la sensación de su mañana profunda. A estas latitudes y longitudes del alma, el realista moderno opone una certeza tan totalitaria que ya no le parece una certeza que una incertidumbre podría contradecir o matizar, sino una evidencia, algo “fuera de toda duda”, un perpetuum mobile. El realista ignora el exilio; se encuentra plenamente en el lugar donde ha reducido el mundo, y si sufre por ello, no lo sabe. Lo idéntico es su fin último —y por tal motivo trabaja por la uniformización del mundo, para escapar de la experiencia fundamental, propia de la especie humana, que consiste en vislumbrar una profundidad del Tiempo en la que es tan posible perderse como reencontrarse. Sabiendo que siempre estamos perdiéndonos, nos damos, por medio de este conocimiento, la oportunidad de reencontrarnos.
La peor de las decadencias no es la desesperación, sino el olvido de lo que hemos perdido. El sentido del exilio es la posibilidad del reencuentro; el exilio del exilio nos aprisiona para siempre en la ilusión de que no existieron jamás, en ninguna parte, ni en la tierra ni en el cielo, los prados floridos, las orillas, los bosques, los jardines de una patria amada. Mientras el exilio del exilio, el olvido del olvido, no haya extendido su tiranía sobre todas las cosas y en todas las almas, la mayor de las esperanzas sigue viva, la que nos viene del Carro Alado, de la platónica reminiscencia.
Todo le resulta útil al mundo planificado y planificador para prohibir u oscurecer estos advenimientos. En las orillas del mundo moderno no se esperan Afroditas Anadiomenas, sino una resaca de botellas de plástico y charcos de fuel-oil. Todo lo que pueda perjudicar, desmoralizar, exacerbar el instinto de muerte, es favorecido, los medios de comunicación se encargan de ello. ¿Tenemos todavía en nosotros la predisposición a una expectativa feliz? El hombre sin nostalgia, el perfecto consumidor, será también un hombre sin presentimientos. Cuando un mundo perdido ya no brilla en los confines de la memoria, cuando una palabra perdida ya no palpita en el corazón del silencio anterior, somos, por el hecho de ignorar que estamos perdidos, como amnésicos extraviados en el horror de una zona comercial y que creen estar en casa.
Rodeados por los Siniestros y los Amargados, esos mayoritarios, ¿cómo no tener ese presentimiento de nostalgia, esa intuición de que hubo, y quizás habrá, un mundo más intenso y más ligero, un mundo de gradaciones felices y de matices que hacen soñar, como las nubes, allá en lo alto, sus hermanas etimológicas? Entre los diversos procesos de neutralización de las obras que son, en su esencia y en su manifestación, puentes que llevan a ese mundo perdido, el método psicologizante, después de las muchas excomuniones ideológicas, es el más común. Lo que se dice ya no es un aspecto de la palabra, un espejo del Verbo, sino un síntoma que hay que clasificar en tal o cual categoría.
Todo autor y toda obra y, más profundamente, toda distinción, se toman ahora en cuenta sólo para ser neutralizados. Los tiempos del exilio dentro del exilio, del olvido dentro del olvido, son fundamentalmente tiempos de neutralización, como atestiguan, por ejemplo, la llamada escritura inclusiva y sus teorías afines. Sin embargo, en el lenguaje de los servicios especiales y de los maleantes, "neutralizar" significa lisa y llanamente matar, y es efectivamente un instinto de muerte el que actúa en la uniformización de los estilos, el odio a toda distinción, a toda superioridad y a todo secreto. Todo ser vivo es la eclosión de un secreto.
En el mundo moderno, los únicos secretos protegidos son los bancarios, y las únicas jerarquías son las del dinero y la técnica, que colocan precisamente en la cúspide a los que tienen el mayor poder de neutralización, e inmediatamente debajo de ellos, a los técnicos subalternos, al personal menor, a las manos menores de la neutralización, a los políticos, los periodistas, los semiintelectuales, los agentes de la actual papilla “cultural” y subvencionada que sólo existe para sofocar los escasos brotes de libertad de expresión y de belleza. Se promueve cualquier tontería, eso sí, una tontería totalitaria, vulgar y denigrante, siempre que tenga el poder de neutralizar el medio a través del cual algo se comunica, ya sea la palabra, la imagen o el sonido. Por consiguiente, la lengua francesa se escribirá en traducidodel, la imagen será elegida por su extrema fealdad y el sonido por su función ensordecedora o embrutecedora.
La civilización se ha convertido en nuestro pensamiento más impensado, el más neutralizado. Como las costumbres, la forma de reaccionar ante los seres y las cosas, ya no pueden remitirse a él, las llamadas ciencias humanas hacen todo lo posible para analizar el comportamiento humano en términos de psicología y sociología. Ahora bien, lo que le respondemos al mundo, e incluso las respuestas que éste nos da, dependen tanto o más de la civilización que heredamos como de nuestra particular complexión psicológica o nuestra clase social —las que a su vez adquieren significado por la manera en que las interpretamos, según nuestras propias modalidades civilizacionales. En una cultura determinada, el padre que degüella a su hija al ser sorprendida coqueteando salva su honor y el de su familia; en otra, sería considerado un criminal. El heredero de Rabelais, Montaigne, el Príncipe de Ligne o Pierre Louÿs no tiene la misma relación con el alma y el cuerpo que el salafista o el puritano anglosajón. Esta relación, menos estrecha, más suelta, nunca, como toda cosa humana, la peor o la mejor, resulta evidente por sí misma. Se aprende y se transmite, la inventa una libertad conquistada, no en abstracto, sino en el ejercicio espiritual y carnal, transmitido de persona a persona, que atenúa nuestros furores y refina nuestros matices.
Sin ánimo de hacerles tragar a los escritores su proverbial orgullo (recordaremos esta deliciosa frase de Montherlant, al final de un poema: “Dios me besó la mano cuando acabé de escribir esto”), y en un mundo mediocrático, algunos de ellos tienen mucha razón, frente a la arrogancia de todos, de enarbolar ese supuesto vicio que a menudo se confunde con la virtud del valor —fuerza es reconocer que nuestros buenos escritores, hasta en sus menores epítetos, sus comas más meditadas y, sobre todo, el ritmo que imprimen a sus frases, son ante todo, en especial los más singulares entre ellos, herederos de una civilización, a la que le deben sus imágenes y símbolos, los temas que tratan y su estilo.
Aquello a lo que pertenecemos —profundamente—, a pesar de todos los efectos superficiales deliberados, se revela en dos frases, de modo tal que las obras más “originales” no son más que una parte del follaje que extrae su savia y recibe su sol de una urbanidad más antigua, sin la cual sólo seríamos, por obra del Diablo, “Comunicadores”. Lo que nos es propio, nuestra persona, lo que en nosotros es irreductible, será, sepámoslo —sin que podamos hacer nada para evitarlo y cualesquiera sean nuestras transigencias, nuestras amabilidades—, objeto del odio más acérrimo. Por un instinto maligno, lo que nos funda será odiado, o nos será cuestionado, tanto como los seremos nosotros mismos, en nuestras particularidades adquiridas. Esa libertad de movimiento, ese porte, ese estilo que ya no se ajusta a las conveniencias mediático-mediocráticas, esas posibilidades de ejercer la vida durante nuestra breve estadía, fuera de las normas de la servidumbre voluntaria, despertarán voluntades que se unirán contra nosotros.
No son sólo los bárbaros los que devastan nuestra civilización, sino también nuestras abjuraciones más íntimas, que les dejan a los bárbaros el poder que ella extingue en nuestros propios corazones. Los “Derechos Humanos” (que, por lo demás, sólo se ejercen cuando no contradicen algún interés financiero o tecnomórfico) han sustituido, en la doxa común, a los derechos del Alma, y acaban siendo, en definitiva, en el reino de la cantidad, sólo la obligación de ser intercambiables. Ahora bien, cuando los hombres se vuelven intercambiables, el pensamiento les falla y la conciencia sorda de su miseria les hace inventar tenebrosas conspiraciones, causalidades maléficas, externas a ellos mismos, mientras que en un mundo planificado, un mundo literalmente neutralizado, los seres intercambiables sólo son dominados por otros seres intercambiables, y los agentes de la servidumbre ya no tienen identidad, como la que hace tiempo tenían en las novelas de Eugène Sue.
A partir de ahora, ya no son los hombres los que se comunican entre sí por medio de las máquinas, sino que es la Máquina la que se comunica consigo misma por medio de los hombres. El gran Controlador, que se ve a sí mismo como “jefe”, está controlado por el aparato al que sirve; lo que puede ganar, en dinero o en poderes ilusorios, es infinitamente inferior a lo que pierde: la relación sensible con los seres y las cosas —y su alma. Cada vez son más los que han perdido hasta tal punto su alma que ya no creen que nadie tenga una. Poco a poco se van haciendo a imagen y semejanza de su dios, que es Máquina, y sueñan con acoplarse, perpetuarse, aumentarse, como lo hacen las Máquinas. El alma negada subsiste en ellos como esa ausencia que los vuelve locos, con una locura insaciable. Pero, ¿qué es el Alma? El alma es vida, movimiento, literalmente “lo que anima”, es florecimiento y misterio, profundidad en la profundidad; el alma es una mañana de primavera en la que estamos en casa, de pronto, aunque sabemos que el mundo es nuestro exilio.
Cuenten ustedes las horas que pasan delante de una pantalla, es decir, lo más radicalmente separados del mundo que es posible. Cada una de esas horas es una plegaria sustraída a los recursos del alma — un triunfo de lo abstracto en detrimento de lo sensible. El primer viático para tiempos oscuros será mirar al lado y por encima de la pantalla, de todo lo que se interpone como pantalla, más allá de esa falsa perfección, hacia todo lo que es imperfecto y cambiante, hacia todo lo que descansa en su fragilidad original, hacia todas las potencias en proceso de eclosión, las del día que nace, las de las nubes que se deshacen y se juntan, las de la lluvia que golpea los cristales y, quizás, las del rostro del prójimo. Por muy pequeña que sea la pantalla, aunque quepa en la palma de la mano, hay ahora nuevas generaciones a las que les bastará para suprimir el mundo que las rodea.
El Diablo está en la falta de atención que nos separa del mundo y nos deja a disposición de los pensamientos venenosos que él nos inspira. Abstraídos del mundo, quedamos librados, indiscutiblemente, a su triste palabrería. Todas las envidias amargas y las quejas dolorosas que nos quiere inspirar nos ensordecen en un silencio de muerte. Abstraídos del mundo, quedamos indefensos ante las malas tentaciones de la tristeza. Esto significa comprender suficientemente que los tiempos oscuros están en primer término dentro de nosotros mismos, en forma de deprimentes pensamientos, por cierto, pero también en forma de un Tiempo cuya linealidad, la medida puramente cuantitativa, no le deja ninguna esperanza a lo que resplandece, ni a la calidad exquisita.
Al tiempo lineal, que nos aleja de cualquier patria amada, opongamos el tiempo en forma de rayos, de corolas, como supieron representarlos los rosetones de nuestras catedrales. A la cantidad omnipotente opongamos las cualidades de los seres y de las cosas y su irreductible misterio, y sus sabores que son sapiencia. “Los gustos y los colores no se discuten”, dice el proverbio. Si no se discuten, se interpretan a la manera del hermeneuta o del músico —es también una cuestión de gusto. Lo que una civilización desarrolla en nosotros es el gusto.
El progreso notorio de la vulgaridad se debe a que, constantemente, se la premia, como se hace también con el mal gusto y la mala fe. Vivimos en tiempos en los que toda distinción es vilipendiada en nombre de una moral que considera que toda virtud aristocrática es un mal en sí misma. El favor del que goza la vulgaridad es ideológico y supera la aprobación que los vulgares dan a sus semejantes. Para convencerse de ello, basta con encender la televisión: todo lo que es vil y degradante nos salta a la cara. Esa vulgaridad no es sólo la ausencia de distinción, es su destrucción duramente programada, establecida con determinación, con arrogancia absoluta.
¿Quizás sería conveniente detenerse en la naturaleza de lo que está condenado a desaparecer bajo la embestida? ¿Cuáles son ese gusto, esa ética, ese estilo, esa sapiencia que ya no interesan y que, según la buena moral en curso, hay que erradicar? ¿Cuáles son los criterios con los que el mundo utilitario, global, planificador identifica a esa urbanidad como el Enemigo? Para entenderlo cabalmente, sería necesario —y no es un ejercicio habitual— concebir lo que es a la vez lo más impersonal y lo más íntimo, y restablecer entre esos dos extremos una relación fulgurante.
Este mundo que nos exilia de nosotros mismos es en primer lugar un mundo de subjetividades en serie, separadas, abstraídas, no sólo de los demás sino de la misma corriente del río de la tradición, y lo que por ello nos falta no es tanto una “identidad” —el mundo moderno está plagado de ellas— como un armónico, una gradación de lo posible, cuyo ejercicio fue en un principio musical, incluso en el silencio de la letra y la contemplación de la imagen. Lo que nos falta, pero que entonces se manifiesta como un deseo creativo por medio de la ausencia así designada, un propósito de reconquista de un país perdido librado a los bárbaros, no es otra cosa que el coro de voces sensibles e intelectuales, tal como las encontramos intactas, sin embargo, como ejemplos entre otros, felizmente diversos, en las voces recibidas y transmitidas por Hildegarda de Bingen o también en las Novecientas conclusiones de Pico della Mirandola.
¿Qué nos dicen esas obras mayores, aunque un tanto secretas, sobre nuestra civilización? Nos dicen que los seres y las cosas no son sólo lo que parecen ser. La vida y la muerte no son sólo un proceso biológico y su terminación. Un rostro no es sólo una realidad morfológica. Un árbol no es sólo una planta, sino un símbolo. Los dioses son realidades a la vez interiores y exteriores. La aventura del alma es conocer las gradaciones entre lo sensible y lo inteligible, que velan y desvelan lo que es único, indivisible.
Las nociones más difundidas, discutidas y criticadas suelen ser las más incomprendidas y las menos indagadas. Así ocurre con el “individuo” —objeto de considerables disputas entre nuestros ideólogos. A los partidarios del individuo y de su libertad universal se oponen los críticos, de izquierdas y de derechas, a veces pertinentes dentro de sus propios límites, salvo que parecen olvidar que el individuo intercambiable del mundo global es el sujeto mismo del colectivismo más radical, cuyo triunfo es la indiferenciación.
¿Qué es un individuo? ¿En qué es característico de la cultura europea un determinado modo de ser individuado, con, por supuesto, todos los peligros inherentes a ese proceso de individuación? Tiene su importancia constatar que las diversas vertientes de la filosofía moderna —alzadas contra la filosofía estoica y platónica y contra la tradición teológica de Occidente—, desde el marxismo clásico hasta los filósofos de la "deconstrucción", se esforzaron en primer lugar en hacer la crítica del “sujeto” como individuo. Al rescate de estas teorías llegaron, más tarde, ideologías más ingenuas: “tribus” de la New Age, comunitarismos vindicativos, colectivismo empresarial o gerencial —todas con un mismo impulso dedicado a hacer desaparecer esa disposición frágil, inquieta, pero tanto más creativa cuanto que se halla perpetuamente en peligro, y matizada por su propia experiencia del nihilismo, que llamamos civilización—, como si no hubiera más, en nuestro horizonte político, que la notable oposición existente entre el individuo y lo colectivo, sea cual sea, y el individuo se limitara a ser sólo el sinónimo del liberalismo económico, cuando éste en realidad, en su modus operandi y en sus fines —el sometimiento a la producción y al consumo—, es un colectivismo como cualquier otro, y no el menor, ya que supone el sometimiento voluntario.
Algunos antiliberales argumentan que el liberalismo concede la libertad a los individuos sólo para quitársela a los pueblos, pero el argumento parece ingenuo, ya que la libertad concedida a los individuos no sólo es abstracta, sino que es un engaño. El individuo carente de lazos cae bajo el yugo del poder más evidente: el del dinero y la técnica, esos déspotas inflexibles. ¿En qué soy un sujeto libre, individuado, si no puedo decir ni manifestar nada de lo que heredo, y si mi lengua misma se reduce a ser sólo el vector del utilitarismo y de la comunicación de masas; o si, habiendo aprendido a leer, a pensar, con Montaigne o Valéry, ya nadie me comprende y, por lo tanto, quedo condenado a un exilio sin fin en mi propio uso del lenguaje?
El individuo verdaderamente diferenciado es lo indiviso, lo que en mí es irreductible y no puede dividirse, ese núcleo de ser que establece mi relación con el núcleo del ser, el fuego central del ser, según la fórmula de Dominique de Roux —que es a la vez lo más íntimo y lo más objetivo. ¿Qué se proponen las teorías de la deconstrucción, si no a hacer desaparecer lo indiviso en el flujo de la sociedad, en la indiferenciación global? Ahora bien, la sociedad, convertida en la enemiga de la civilización, no puede ser de ninguna ayuda contra el drama de la existencia insólita, aislada en la masa, que prohíbe la experiencia misma de la soledad esencial, la del contemplador del mar de nubes, la de Nietzsche que quiere librarse de su asco al ver a la canalla sentada junto a la fuente. La crítica al individualismo es de poco alcance cuando el individuo al que se dirige ya no es más que esa unidad intercambiable y perfectamente entrenada con la que soñaron, sin lograr alcanzarla, los totalitarismos de ayer. Lo verdaderamente indiviso no se divide ni se intercambia; se arraiga en la tierra y en el tiempo y se multiplica. Si nuestra herencia no nos aligera y aumenta nuestro poder, si no es más que cortezas muertas y peso atmosférico, es hora, no de rechazarla, sino de ir a buscar en ella, más lejos y más profundamente, el misterio que nos mantiene exiliados de nuestra verdad más abisal. “Conviértete en quien eres”, dice el adagio. Vamos, amigos míos, a Delfos y Eleusis, recibamos la enseñanza de los bosques y los mares, seamos artúricos y odiseanos hasta la locura, acordémonos de las Musas, para que ellas se acuerden de nosotros y nos protejan.
Adelanto de su próximo libro, publicado con la autorización del autor
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán y Carlos Cámara
Viatique pour des temps obscurs
(Extrait d'un ouvrage à paraître)
« Nous sommes en exil dans des temps obscurs »
Giorgio Cavalcanti
Sans doute ne sommes-nous jamais entièrement seuls à trouver ces temps que nous vivons quelque peu obscurs. Un voile terne, qui estompe les formes et les couleurs, semble être tombé, comme un précoce crépuscule brumeux, sur les êtres et les choses. Les cités s'étendent dans la laideur, les véritables libertés se restreignent dans ces âmes ignorantes d'elles-mêmes qui prétendent à gouverner nos mœurs et nos plus intimes pensées. Le ressentiment et la plainte despotisent et renient les heures heureuses et la chantante civilité dont fleurissait, en lys et en iris, le bel héritage.
Figés devant leurs écrans, en statues de sel, nos contemporains rendent leur culte à Hypnos, dans une clarté blafarde, et Mnémosyne délaissée cherche, et trouve, mais seulement chez de rares heureux, ses amis et ses alliés. La scintillante rivière du tradere passe inaperçue et ceux qui entendent son cours passent pour des illuminés, des fous et des méchants. La titanesque alchimie à rebours, appareillée de technologies diverses, travaille à changer l'or du temps en plomb, — en ténèbres tenaces et inexpugnables.
Ni la miséricorde accordée au passé, ni l'amour du présent, ni la disposition providentielle de l'avenir n'ordonnent plus les entendements humains qu’obscurcissent le grief et la rancune. L'art de la gratitude semble s'être perdu, et, avec lui, le sens des bonheurs fragiles. Notre civilisation elle-même, dans ses fastes et ses défaillances, semblable à nos vies fugitives, s'éloigne et nous négligeons ses beautés et ses grandeurs pour n'en plus commenter, en accusations hystériques, que les erreurs et les fautes.
Ce qui subsistera de ces ravages critiques, ne seront que d'autres erreurs, parées de vertus morales, mais, la pellicule ôtée, vengeresses comme le furent les Mégères et les Erynnies, lesquelles, moins rutilantes qu'autrefois, siègent dans ces nouvelles ligues de vertus, où la « bienveillance » pour n'importe quoi se conjugue à une haine de soi, — moins individuelle au demeurant, que collective ; le moralisateur prise encore, selon le mot de La Rochefoucauld, de se mépriser.
Notre langue elle-même, qui nous donnait la chance de tout réinventer au cœur des pires désastres, est défigurée et avilie. Le ressentiment donne le la de toute idéologie, et, rendue mutique, la joie laisse la parole, la logorrhée devrait-on dire, à la plainte et à la jalousie. C'est peu dire que cette époque pénale, punie et punitive, n'honore plus les dieux, qui sont puissances; elle s'applique à en détruire en nous toute trace, tout ressouvenir. Un homme qui honore les dieux est perdu pour le culte de la technique et de la finance, — ces idoles des réalistes auxquels le Réel échappera toujours.
Temps obscurs disions-nous, mais une nuance s'impose. Si nos temps sont obscurs, ce n'est pas dans l'Obscur d'Héraclite qu'ils s'aventurent, ni dans l'ombre de Tanizaki, et moins encore dans la nuit de Novalis. Ce ne sont point des demi-jours d'aurore ou de tombée du soir qui nous viennent, ce n'est plus même l'Untergang, la crépusculaire décadence, à laquelle Baudelaire trouvait son charme et Oswald Spengler, sa nécessité, mais un nœud noir qui se noue en nous sous la clarté scialytique, comme dans une salle d'opération, du contrôle universel. Ce monde est l'ennemi tout autant des glorieuses épiphanies que des secrets ombrages. En sa haine du secret, il parachève ce qu'il nomme le « progrès », qui n'est pas seulement, comme l'écrivait Cocteau, « le progrès d'une erreur », mais celui de l'aplatissement, de la planification globale des êtres et des choses.
Le message est clair: « Vous qui vous distinguez encore par quelque fidélités aux anciennes sapiences, des plus humbles aux plus hautaines, vous allez mourir et ne laisserez, comme nous y veillons, que la possibilité de vous remplacer, dans un premier temps par des barbares, et ceux-ci ayant accompli leur travail, par une cyber-humanité, augmentée, pucée, contrôlée. Disparaissez au plus vite, Hommes Anciens, avec vos vices et vos vertus mêlées, vos songes, vos rites, vos chants, vos réminiscences, votre temps est passé, vous encombrez les autoroutes de l'Information, vous ralentissez les flux financiers, votre attachement à vos terres, vos ciels, vos œuvres, est une offense au Meilleur des mondes, nous vous ferons disparaître car nous sommes le Bien en hypostasie, nous sommes le futur sans Providence, notre Bienveillance nous donne le droit et même le devoir de vous tuer. » Connaître le discours des forces adverses, ce qu'il nous veut, est le premier viatique, celui qui permet d'oser un cheminement hors des sentiers communs, une fuite légitime.
La mise en accusation permanente de toute beauté et de toute grandeur n'est pas un accident de l'Histoire, mais son sens, désormais. Ainsi nous faudra-t-il échapper à l'Histoire, mais non à la mémoire; entrer dans les secrets du Temps, qui n'est point cette chose linéaire que l'on voudrait nous faire accroire. L'expérience, si périlleuse soit-elle, est salvatrice. Elle sera ce que fut pour Dante, la « salutation angélique » de Béatrice. Telle clarté latérale qu'allume sur son passage la vérité secrète des couleurs soudain touche notre front et nos paupières, si bien que, même les yeux fermés, nous la percevons et ce doux foyer d'or qu'elle éveille dans nos prunelles annonce une Vita nova, une vie nouvelle, ou, plus exactement, renouvelée. Le temps revient à sa base qui est le rythme, le battement du cœur, ou le triple mouvement bruissant de la vague qui toujours recommence.
L'Annonce heureuse est victorieuse de l'Histoire, toutes les défaites sont abolies, la résolution nouvelle alors n'est plus de l'ordre de la volonté, cette grande fourvoyeuse, mais de l'évidence légère. Ce monde lourd, il serait bien vain de le vouloir vaincre par une autre lourdeur, par quelque déploiement de forces titanesques, car il est lui-même sujet du règne des Titans. C'est une légèreté divine qui est requise, un entendement semblable à l'envol du pollen, aux irisations d'une aile de libellule, à la profondeur infinie de la contemplation de l'infime, — du presque indiscernable, qui fait signe. De quelle nuit des temps adviennent cet éclat, ce scintillement ? La voici, protectrice, telle le vaste manteau des constellations.
Par temps obscurs, dans cet exil qui menace de nous faire perdre le sens même de l'exil, — et il n'est rien de plus fatal qu'un exil oublieux de lui-même — il importe de reconnaître et d'honorer ses alliés. L'immémoriale distinction entre amis et ennemis demeure de bon usage. Force est de reconnaître que la grande réconciliation universelle que l'on eût espéré, cette parousie, n'est pas encore advenue. Les temps sont obscurs car nos ennemis, pour lors, ont plus de pouvoir que nos amis. Cependant l'inimitié à laquelle nous devons faire face n'est pas seulement celle des barbares puritains, mais l'Ennemi-en-soi, c'est dire qu'il est aussi en nous-mêmes, et l'inimitié des barbares n'a pas seulement pour espace les lieux où elle se manifeste en force, avec sa fausse piété et ses règlementations obtuses, mais aussi les aires où notre pusillanimité refuse de la discerner et de la combattre; elle agit alors non comme un glaive mais comme un poison, une tristesse qui nous semble sans cause, —et dont nous ne pouvons nous défendre.
Quels, dans ce désastre, seront nos alliés ? De même qu'il importe de discerner, dans la confusion et le brouhaha moderne, ce qui veut exactement nous nuire, à commencer par cette confusion elle-même, il importe de reconnaître, là où ils se trouvent ou adviennent, nos alliés. Un soir, il m'en souvient, un oiseau marin passant dans le ciel, me sauva la vie. Une translation mystérieuse s'était opérée, j'étais lui et il était moi. La tentation de me jeter par la fenêtre à ce moment-là avait été suspendue par cet impondérable échange entre la magnifique créature ailée aux ailes argentées dans le bleu du ciel au matin et ma personne, chancelante, accablée, assourdie, prise à gorge par l'horreur du monde, et comme poussée par une force active vers la mort, qui est toujours banale.
Cette mouette salvatrice, il m'en souvient maintenant, alors que j'écris ces lignes, me faisait signe aussi d'une autre façon; me ramenant, sans que j'en eusse conscience au moment où elle m'apparut, pour que je vive, à un espace-temps de l'enfance, celui de nos longs séjours sur la côte ligure, à Alassio. Avec mes jeunes amis italiens, nous avions recueilli un gabbiano, échoué sur la plage, dont les ailes avaient été souillé par du mazout. Nous l'avions installé sur le balcon de l'hôtel, nettoyé délicatement ses ailes et nourri jusqu'à ce que lui vint l'allant de s'envoler vers son étrange patrie d'air et de mer. L'oiseau qui, bien plus tard, m'avait adressé son salut, du fond de l'azur, était peut-être un "Merci" qui m'était adressé du fond du Temps.
Ainsi le fond du temps redevenait une profondeur de ciel, et la mort vers laquelle une déconvenue atroce me poussait, se trouvait abolie. Ce qui nous sauve vient de loin, d'un lointain dont nous n'avions pas assez conscience, d'un lointain perdu. Je contemplais le bel allié disparaître de ma vue comme il était venu, et la vie repris son cours, Vita nova.
Quelques dates sont importantes, c'est le 11 Mars 2018, — le génie numérologique de Dante en déchiffrera le sens, — que l'idée me vint de l'ouvrage que j'écris en ce moment, et surtout, le courage de l'écrire, plus exactement à Alassio, où nous nous étions arrêté sur la route qui devait nous conduire à Florence. Le bruit de la mer la nuit, en face d'un autel floral dédié à Saint-François d'Assise, l'impression, sous le manteau de la nuit qui s'étoilait progressivement, d'avoir trouvé refuge dans une conque du Temps, la passerelle entre l'enfance et ce jour-là, avec, entre les deux les Ailes de Mercy du gabbiano, une alchimie impondérable s'accomplissait, une sortie de l'œuvre-au-noir.
Lorsque les alliés humains défaillent, ceux du moins qui nous sont contemporains, et auxquels on ne saurait, par ces temps désastreux, trop le reprocher, d'autres viennent à notre rescousse sur l'orée, là où, selon la formule d'Héraclite, « la nature ne montre pas, ne dissimule pas, mais fait signe ». Ce qui nous fait signe est antérieur à la vision, il est ce vide du ciel avant que les ailes n'y paraissent, —attente, attention. Entre celui qui voit et la chose vue, le signe a surgi, qui les accorde dans le secret du cœur. Toute vie est attente et sacrifice —et quand il est possible d'attendre autre chose que la mort, et de se sacrifier à autre chose qu'à l'utilitarisme des « réalistes », alors les dieux sont heureux car nous sûmes les honorer.
Sans doute sommes-nous tous les exilés de notre enfance. Dans la réalité adultérée qui nous est faite, nous sommes en exil du Réel. Celui-ci n'est pas seulement « ce à quoi l'on se heurte » selon le mot de Lacan, mais une double-nature, cachée-révélée, ombrée et claire, visible et invisible, intérieure et extérieure. Le Réel est l'adversaire du monde planifié, lequel s'efforce d'établir partout le non-réel « réaliste », la fiction commune à laquelle il faudrait croire, et dont le propre est d'ignorer ces gradations, ces mystères, ces temporalités circulaires ou transversales qui échappent au temps de l'usure et nous invitent au recommencement ou à la transcendance. Le monde des réalistes, — qui fait de notre terre une terre d'exil, — n'est plus ni païen, ni chrétien, et cependant une effroyable dévotion, une dévotion inversée, l'entoure, car la fiction qu'il veut imposer n'existe que par la croyance, la doxa la plus butée et la moins encline au doute.
Le Mystère de Delphes, le Mystère chrétien veillaient encore sur nos frontières tremblantes et laissaient à celui qui les éprouvait le sentiment de son matin profond. À ces latitudes et ces longitudes de l'âme le réaliste moderne oppose une certitude si totalitaire qu'elle ne lui apparaît plus comme une certitude qu'une incertitude pourrait contredire ou nuancer mais comme une évidence, une chose « qui va de soi », perpetuum mobile. Le réaliste ignore l’exil ; il est entièrement là où il a réduit le monde, et s'il en souffre, il ne le sait pas. L'identique est sa fin dernière, — et c'est ainsi qu'il travaille à l'uniformisation du monde, afin d'échapper à cette expérience fondamentale, propre de l'espèce humaine, qui est d'entrevoir une profondeur du Temps dans laquelle il est tout aussi possible de se perdre que de se retrouver. Sachant que nous ne cessons de nous perdre, nous nous donnons, par ce savoir, une chance de nous retrouver.
La pire déchéance n'est pas le désespoir mais l'oubli de ce que nous avons perdu. Le sens de l'exil est la chance des retrouvailles; l'exil de l'exil nous incarcère à jamais dans l'illusion qu'il n'y eut jamais, nulle part, ni sur la terre, ni au ciel, les prairies fleuries, les rives, les forêts, les jardins d'une patrie aimée. Tant que l'exil de l'exil, l'oubli de l'oubli n'a pas étendu sa tyrannie sur toute chose et dans toute âme, la plus grande espérance demeure vive, elle qui nous vient de l'Attelage Ailé, de la platonicienne réminiscence.
Tout est bon au monde planifié et planificateur pour nous interdire ou obscurcir ces advenues. Sur les rivages du monde moderne, ce ne sont pas des Aphrodites Anadyomènes qui sont attendues mais un ressac de bouteilles en plastique et de flaques de mazout. Tout ce qui peut nuire, démoraliser, exacerber l'instinct de mort, est favorisé, les médias s'en chargent. Avons-nous encore, en nous, la disposition d'une attente heureuse ? L'homme sans nostalgie, le parfait consommateur, sera aussi un homme sans pressentiment. Lorsqu'un monde perdu ne luit plus aux confins de la mémoire, lorsqu'une parole perdu ne palpite plus au cœur du silence antérieur, nous sommes, de ne plus nous savoir perdus, semblables à des amnésiques égarés dans l'horreur d'une zone commerciale, et croyant qu’ils sont chez eux.
Entourés des Sinistres et des Rabat-joie, ces majoritaires, comment n'aurions-nous pas ce pressentiment de nostalgie, cette intuition qu'il y eut, et qu'il y aura peut-être, un monde plus intense et plus léger, un monde de gradation heureuses et de nuances qui font rêver, comme les nuées, là-bas, leurs sœurs étymologiques ? Parmi divers processus de neutralisation des œuvres qui sont, dans leur essence et dans leur manifestation, des passerelles vers ce monde perdu, la méthode psychologisante, après les nombreuses excommunications idéologiques, est la plus courue. Ce qui est dit n'est plus un aspect de la parole, un miroir du Verbe, mais un symptôme à classer dans telle ou telle catégorie.
Tout auteur et toute œuvre, et, plus profondément, toute distinction, ne sont désormais pris en considération que pour être neutralisées. Les temps de l'exil dans l'exil, de l'oubli dans l'oubli sont, fondamentalement des temps de neutralisation, comme en témoignent, par exemple, l'écriture, dite inclusive, et ses théories afférentes. Cependant, dans la langue des services spéciaux et des malfrats, « neutraliser » veut bien dire tuer, et c'est bien un instinct de mort qui est à l'œuvre dans l'uniformisation des styles, la haine de toute distinction, de toute supériorité et de tout secret. Toute chose vivante est l'éclosion d'un secret.
Dans le monde moderne, les seuls secrets protégés sont bancaires et les seules hiérarchies, celles de l'argent et de la technique qui mettent précisément au plus haut ceux qui ont le plus grand pouvoir de neutralisation et juste en dessous, les techniciens subalternes, le petit personnel, les petites mains de la neutralisation, politiciens, journalistes, semi-intellectuels, agents de l'actuelle bouillie « culturelle » et subventionnée qui n'existe que pour étouffer les rares surgissements de la parole libre et de la beauté. Tout ce qui peut être produit de niais, mais d'une niaiserie totalitaire, de vulgaire et d'avilissant est promu, à la condition de disposer du pouvoir de neutraliser le médium par lequel quelque chose est communiqué, que ce soit le mot, l'image ou le son. La langue française sera ainsi écrite en traduidu, l'image choisie pour sa hideur et le son pour sa fonction assourdissante ou abrutissante.
La civilisation est devenue notre plus impensé, notre pensée la plus neutralisée. Les mœurs, la façon de réagir aux êtres et aux choses, ne pouvant plus lui être rapportée, les sciences dites humaines s'évertuent à analyser les comportements humains en fonction de la psychologie et la sociologie. Or, ce que nous répondons au monde, et même les réponses que nous en recevons, tiennent tout autant, sinon plus, à la civilisation dont nous héritons qu'à notre complexion psychologique particulière ou à notre classe sociale, — qui elles-mêmes prennent sens par la façon dont nous les interprétons, selon nos propres modalités civilisationnelles. Dans telle culture, le père qui égorge sa fille surprise à fleureter, sauve son honneur et celui de sa famille; dans telle autre, il serait considéré comme criminel. L'héritier de Rabelais, de Montaigne, du Prince de Ligne ou de Pierre Louÿs n'entretient pas les mêmes relations avec l'âme et le corps que le salafiste ou le puritain anglo-saxon. Cette relation moins nouée, plus déliée, ne va, comme toute chose humaine, la pire ou la meilleure, jamais de soi. Elle est apprise et transmise, inventée par une liberté conquise, non dans l'abstrait mais dans l'exercice spirituel et charnel, de proche en proche, qui atténue nos rages et affine nos nuances.
Sans vouloir en rabattre à l'orgueil proverbial des écrivains (on se souviendra de cette phrase délicieuse de Montherlant, à la fin d'un poème: « Dieu baisa ma main lorsque j'eus écrit ceci ») et dans un monde médiocratique, certains ont bien raison, face à l'arrogance de tous, de faire flamber haut ce soi-disant vice qui, souvent, se confond avec la vertu du courage, — force est de reconnaître que jusqu'en leurs moindres épithètes, leur virgule la mieux méditée, et surtout dans le rythme qu'ils impriment à leurs phrases, nos bons écrivains sont d'abord, et les plus singuliers d'entre eux, héritiers d'une civilisation, à laquelle ils doivent leurs images et leurs symboles, les sujets dont ils traitent et leur style.
Ce à quoi nous appartenons — en profondeur, — en dépit de tous les effets de surface voulus, se trahit en deux phrases, si bien que les œuvres les plus « originales » ne sont encore qu'une part de la frondaison qui vient puiser sa sève et recevoir son soleil d'une civilité plus ancienne, et sans laquelle nous ne serions, par le Diable, que des « Communiquants ». Ce qui nous est propre, notre personne, ce qui, en nous, est irréductible, sachons-le, sera sans que nous n'y puissions rien, et quelles que soient nos transigeances, nos douceurs, l'objet de la haine la plus noire. Par un instinct malfaisant, ce qui nous fonde sera haï, ou nous sera contesté, autant que nous le serons nous-mêmes, dans nos particularités acquises. Ce mouvement dégagé, cette allure, ce style qui ne convient plus aux convenances média-médiocratiques, ces possibilités d'exercer la vie durant notre bref séjour, hors des normes de la servitude volontaire, suscitera contre nous des volontés agrégées.
Notre civilisation est dévastée non seulement par les barbares, mais par nos reniements les plus intimes, lesquels laissent aux barbares la puissance qu'elle éteint dans notre propre cœur. Les « Droits de l'homme » (qui au demeurant ne sont exercés que lorsqu'ils ne contredisent pas quelque intérêt financier ou technomorphe) ont remplacés, dans la doxa commune, les droits de l'Âme, et finissent par ne plus être, somme toute, dans le règne de la quantité, que le devoir d'être interchangeables. Or, lorsque les hommes sont devenus interchangeables, la pensée leur fait défaut et la conscience sourde de leur misère leur fait inventer de ténébreuses conspirations, des causalités maléfiques, extérieures à eux-mêmes alors que dans un monde planifié, un monde littéralement neutralisé, les interchangeables ne sont jamais dominés que par d'autres interchangeables, et que les agents de la servitude n'ont plus d'identité, comme ils en eurent naguère dans les romans d'Eugène Sue.
Désormais ce ne sont plus les hommes qui communiquent entre eux par l'entremise des machines mais la Machine qui communique avec elle-même par l'entremise des hommes. Le grand Contrôleur qui se figure lui-même « en chef » est lui-même contrôlé par le dispositif qu'il sert ; ce qu'il peut y gagner, en argent ou en pouvoirs illusoires, est infiniment inférieur à ce qu'il y perd: le rapport sensible avec les être et les choses, — et son âme. De plus en plus nombreux sont ceux qui ont tant et si bien perdu leur âme qu'ils ne croient plus en son existence pour personne. Ils se font progressivement à l'image de leur dieu, qui est Machine, et rêvent de s'appareiller, de se perpétuer, de s'augmenter, comme le font les Machines. L'âme niée demeure cette absence en eux qui les rend fou, d'une folie insatiable. Mais qu'est-ce que l'Âme ? L'âme est vive, mouvement, littéralement « ce qui anime », elle est floraison et mystère, profondeur dans la profondeur; l'âme est un matin de printemps où nous sommes chez nous, soudain, alors même que nous savons que le monde est notre exil.
Comptez les heures que vous passez devant un écran, c'est dire aussi radicalement séparés du monde que possible. Chacune de ces heures est une prière ôtée aux ressources de l'âme, — un triomphe de l'abstrait au détriment du sensible. Le premier viatique par temps obscurs sera de regarder à côté et au-dessus de l'écran, de tout ce qui fait écran, par-delà cette fausse perfection, vers tout ce qui est imparfait et changeant, vers tout ce qui repose dans sa fragilité originelle, vers toutes les puissances en train d'éclore, celles du jour qui point, des nuages qui se défont et s'assemblent, de la pluie qui heurte la vitre, et, peut-être, du visage de son semblable. Si petit que soit l'écran, tenant au creux de la main, voici de nouvelles générations auquel il suffira pour abolir le monde autour d'eux.
Le Diable est dans l'inattention qui nous sépare du monde et nous laisse à disposition des pensées venimeuses qu'il nous inspire. Abstraits du monde, nous sommes livrés, sans contredits, à ses tristes palabres. Ce qu'il veut nous inspirer de jalousies amères et de griefs lancinants nous assourdit dans un silence de mort. Abstraits du monde, nous sommes sans défenses face aux mauvaises tentations de la tristesse. Est-ce assez comprendre que les temps obscurs sont d'abord en nous-mêmes, sous forme d'attristantes pensées, certes, mais aussi sous la forme d'un Temps dont la linéarité, la mesure purement quantitative ne laisse aucun espoir à ce qui rayonne, ni à la qualité exquise.
Au temps linéaire, qui nous éloigne de toute patrie aimée, opposons le temps en rayons, en corolles, telles que surent les figurer les rosaces de nos cathédrales. À la quantité omnipotente opposons les qualités des êtres et des choses et leur irréductible mystère, et leurs saveurs qui sont sapience. « Les goûts et les couleurs ne se discutent » dit le proverbe. S'ils ne se discutent, ils s'interprètent à la façon de l'herméneute ou du musicien, — c'est encore une affaire de goût. Ce qu'une civilisation développe en nous, c'est le goût.
Les progrès notoires de la vulgarité tiennent à ce qu'elle ne cesse d'être récompensée, comme le sont aussi le mauvais goût et la mauvaise foi. Nous vivons ces temps où toute distinction est honnie au nom d'une morale qui tient toute vertu aristocratique pour un mal en soi. La faveur dont jouit la vulgarité est idéologique et dépasse l'assentiment que les vulgaires donnent à leurs semblables. Pour s'en convaincre, il suffit d'allumer le poste : tout ce qu'il y a de vil et d'avilissant nous saute au visage. Cette vulgarité n'est pas seulement l'absence de distinction, elle est sa destruction âprement programmée, voulue avec détermination, avec une arrogance absolue.
Peut-être conviendrait-il de s'attarder sur la nature de ce qui est ainsi voué à disparaître sous l'assaut ? Quel est ce goût, cette éthique, ce style, cette sapience dont on ne veut plus, et qu'il convient, selon la bonne morale en cours, d'éradiquer ? À partir de quels critères cette civilité est-elle reconnue comme l'Ennemie par le monde utilitaire, global, planificateur ? Pour bien le comprendre, il faudrait, et l'exercice n'est pas coutumier, concevoir ce qui est à la fois le plus impersonnel et le plus intime et rétablir entre ces deux extrêmes une relation fulgurante.
Ce monde qui nous exile de nous-mêmes est d'abord un monde de subjectivités en série, séparées, abstraites, non seulement d'autrui mais du courant même de la rivière de la tradition, et ce qui nous en vient à manquer, ce n'est pas tant une « identité », le monde moderne en pullule, qu'une harmonique, une gradation des possibles dont l'exercice fut d'abord musical, y compris dans le silence de la lettre et la contemplation de l'image. Ce qui nous manque, mais se manifeste alors comme un désir créateur par l'absence ainsi désignée, un dessein de reconquête d'un pays perdu livré aux barbares, n'est autre que le chœur des voix sensibles et intellectuelles, telles que nous les retrouvons intactes cependant, exemples parmi d'autres, diverses avec bonheur, dans les voix reçues et transmises par Hildegarde de Bingen ou encore, dans les Neufs cents conclusions de Pic de la Mirandole.
Que nous disent ces œuvres majeures, mais secrètes quelque peu, de notre civilisation ? Elles nous disent que les êtres et les choses ne sont pas seulement ce qu'ils paraissent être. La vie et la mort ne sont pas seulement un processus biologique et sa cessation. Un visage n'est pas seulement une réalité morphologique. Un arbre n'est pas seulement une plante, mais un symbole. Les dieux sont des réalités à la fois intérieures et extérieures. L'aventure de l'âme est de connaître les gradations entre le sensible et l'intelligible, qui voilent et dévoilent ce qui est unique, indivisible.
Les notions les plus généralement répandues, traitées, critiquées sont souvent les plus incomprises et les moins interrogées. Ainsi en est-il de « l'individu », — objet de notables disputes de la part de nos idéologues. Aux adeptes de l'individu et de sa liberté universelle s'opposent les critiques, de gauche et de droite, parfois pertinentes dans leurs limites propres, sinon qu'elles semblent oublier que l'individu interchangeable du monde global est le sujet même du collectivisme le plus radical, dont le triomphe est l'indifférenciation.
Qu'est-ce qu'un individu ? En quoi une certaine façon d'être individué, est-il le propre de la culture européenne, avec, certes, tous les périls inhérents à ce processus d'individuation ? Il n'est pas indifférent de constater que les occurrences diverses de la philosophie moderne, — dressées contre la philosophie stoïcienne, platonicienne, et contre la tradition théologique de l’Occident, — du marxisme classique aux philosophes de la « déconstruction », se sont d'abord évertuées à la critique du « sujet » en tant qu'individu. À la rescousse de ces théories sont venues, par la suite, des idéologies plus naïves : « tribus » new âge, communautarismes vindicatifs, collectivisme entrepreneurial ou managérial, — tout cela dans un même mouvement appliqué à faire disparaître cette disposition fragile, inquiète, mais d'autant plus créatrice que perpétuellement en péril, et nuancée par sa propre expérience du nihilisme, que l'on nomme une civilisation, — comme s'il n'y avait plus, sur notre horizon politique, que cette notable opposition entre l'individu et le collectif, quel qu'il soit, et que l'individu se bornait à n'être que la figure du libéralisme économique, alors que celui-ci, dans son mode opératoire et ses fins, — l'asservissement à la production et à la consommation, — est un collectivisme comme les autres, et non le moindre car il suppose la servitude volontaire.
Certains anti-libéraux arguent du fait que le libéralisme n'accorde la liberté aux individus que pour l’ôter aux peuples, mais l'argument semble naïf, car la liberté accordé aux individus n'est pas seulement abstraite, elle est un leurre. L'individu irrélié tombe sous le joug du pouvoir le plus évident: celui de l'argent et de la technique, ces despotes sans défaillances. En quoi suis-je libre, individué, si rien de ce dont j'hérite ne peut plus être dit ni manifesté, et si ma langue elle-même se réduit à n'être que le vecteur de l'utilitarisme et de la communication de masse ; ou si, ayant appris à lire, à penser, avec Montaigne ou Valéry, je ne suis plus compris de personne, et condamné ainsi à un exil sans fin dans mon propre usage de la langue ?
L'individu véritablement différencié est l'indivis, ce qui, en moi, est irréductible et ne peut être divisé, ce noyau d'être qui établit ma relation avec le noyau de l'être, le feu central de l'être, selon la formule de Dominique de Roux, — qui est à la fois la chose la plus intime et la plus objective. À quoi visent les théories de la déconstruction, sinon à fondre l'indivis dans le flux de la société, dans l’indifférenciation globale ? Or, la société, devenue l'ennemie de la civilisation, ne saurait être d'aucun recours contre le drame de l'existence insolite, isolée dans la masse, qui interdit l'expérience même de la solitude essentielle, celle du contemplateur de la mer de nuages, celle de Nietzsche qui veut se délivrer de son dégoût à voir la canaille assise près de la fontaine. La critique de l'individualisme tourne court dès lors que l'individu qu'elle vise n'est déjà plus que cette unité interchangeable, parfaitement rodée, que rêvèrent, sans pouvoir la réaliser, les totalitarismes de naguère. Le véritable indivis, ne se divise ni ne s'interchange, il s'enracine dans la terre et le temps et se démultiplie. Si notre héritage ne nous allège et n'accroît notre puissance, s'il n'est qu'écorces mortes et pesanteur atmosphérique, il est temps, non de le renier, mais d'aller chercher en lui, plus loin, plus profond, jusqu'au mystère, qui nous tient en exil de notre plus abyssale vérité. « Deviens qui tu es » dit l'adage. Allons, mes amis, vers Delphes et vers Éleusis, recevons l'enseignement des forêts et des mers, soyons arthuriens et odysséens à la folie, souvenons-nous des Muses, afin qu'elles se souviennent de nous et nous protègent.