martes, 18 de mayo de 2021

Gabrielle de Villeneuve: La Bella y la Bestia

LA BELLA Y LA BESTIA
HISTORIA DE LA BESTIA

EL rey, mi padre, murió antes de que yo viniese al mundo. La reina no se hubiera consolado de su pérdida si el interés por el niño que llevaba en sus entrañas no hubiese combatido su dolor. Mi nacimiento le causó una inmensa alegría; la dicha que podía disipar su aflicción le estaba reservada al dulce placer de criar el fruto del amor de un esposo al que había amado tanto.

Los cuidados de mi educación y el temor de perderme fueron su única preocupación. Para esa tarea contó con el auxilio de un hada conocida suya, que se mostró solícita en preservarme de todo tipo de accidentes. La reina se lo agradeció infinitamente, pero no se sintió contenta cuando el hada le pidió que me entregase a ella. Aquella inteligencia no tenía fama de ser buena; se la consideraba caprichosa con sus favores; se la temía más de lo que se la amaba, e incluso si mi madre hubiera estado convencida de su bondad de carácter, no se habría decidido a perderme de vista.

Sin embargo, aconsejada por personas prudentes, y temiendo padecer los funestos efectos del resentimiento de aquella hada vengativa, no se le opuso del todo. Si me entregaba a ella voluntariamente, no era probable que me hiciera daño. La experiencia había demostrado que sólo se complacía en perjudicar a aquéllos que, a su parecer, la habían ofendido. La reina reconocía todo eso, y sólo rechazaba la idea de verse privada del placer de mirarme continuamente con sus ojos de madre, que le hacían descubrir en mí encantos que yo sólo debía a su buena intención.

Todavía dudaba de lo que tenía que hacer, cuando un vecino poderoso creyó que le sería fácil apoderarse de los estados de un niño gobernados por una mujer. Entró en mi reino con un ejército formidable. La reina reunió uno de prisa y, con un coraje que superaba al de su sexo, se puso a la cabeza de sus tropas y fue a defender nuestras fronteras. Entonces, obligada a dejarme, no pudo evitar confiarle al hada el cuidado de mi educación. Fui puesto entre sus manos después que ella juró, por lo que le era más sagrado, que, sin oponer ninguna dificultad, me llevaría de nuevo a la corte en cuanto la guerra terminase, cosa que, confiaba mi madre, ocurriría en un año a más tardar. Pero, a pesar de todos los triunfos que alcanzó, no le fue posible volver a ver tan pronto nuestra capital. Para sacarle réditos a su victoria, después de echar al enemigo de nuestro territorio, lo persiguió en el suyo.

Tomó provincias enteras, ganó batallas y, por último, redujo al vencido a solicitar una paz vergonzosa, que sólo obtuvo bajo durísimas condiciones. Después de esos afortunados logros la reina partió triunfante, saboreando de antemano el placer de volverme a ver. Pero, habiéndose enterado mientras estaba en camino de que el indigno enemigo, violando los pactos hechos, había pasado a degüello a nuestros soldados, logrando recuperar casi todos los lugares que había estado obligado a ceder, se vio obligada a volver sobre sus pasos. El honor pudo más que la urgencia que sentía de estar conmigo, y tomó la resolución de no terminar la guerra hasta no dejar a su enemigo en la imposibilidad de cometer nuevas traiciones.

El tiempo que empleó en esa nueva expedición militar fue enorme. [...]

Mientras tanto, el hada, de acuerdo con su promesa, había dedicado todos sus esfuerzos a mi educación. Desde el día en que me llevó de regreso a mi reino, se quedó junto a mí y no cesó de darme muestras de su atención en todo lo concerniente a mi salud y mis placeres. Yo le demostré, con mi respeto, lo sensible que era a sus atenciones; tenía para con ella la misma consideración y la misma solicitud que hubiese tenido para con mi madre, y el agradecimiento me inspiraba en su favor sentimientos igualmente afectuosos.

Durante cierto tiempo pareció satisfecha con ellos. Pero hizo un viaje que le llevó algunos años, por una razón secreta que no me comunicó, y a su regreso, llena de admiración por el resultado de sus cuidados, concibió por mí un cariño diferente del de una madre. Me había permitido que le diera ese nombre, pero a partir de ese momento me lo prohibió. Le obedecí sin averiguar las razones que podía tener para ello, y sin sospechar lo que exigía de mí.

Me daba cuenta muy bien de que no estaba contenta; pero ¿podía imaginar la razón de las quejas por mi ingratitud que me dirigía sin cesar? Me sentía tanto más sorprendido por sus reproches cuanto que no creía merecerlos. A éstos siempre les seguían o les precedían las más cariñosas atenciones. Yo tenía muy poca experiencia como para entenderlas. Fue necesario que se explicase: lo hizo un día en que le manifesté una pena mezclada de impaciencia por el retraso de la reina. Me hizo algunos reproches por eso, y como yo le aseguré que el cariño por mi madre no alteraba en nada el que le debía a ella, me respondió que no estaba para nada celosa de mi madre, a pesar de haber hecho mucho por mí y haber resuelto hacer más todavía. Pero agregó que, para dar libre curso a lo que se proponía hacer en mi favor, era necesario que me casara con ella, que no quería que la amara como a una madre sino como a una enamorada, que no dudaba que yo recibiría su propuesta con agradecimiento y sentiría una gran alegría al aceptarla; que de allí en adelante sólo se trataba de que me abandonase al placer que tenía que causarme la certeza de poseer un hada tan poderosa, que me protegería de todos los peligros y me procuraría una vida llena de encantos y colmada de gloria.

Me sentí confuso ante esa propuesta. Como había sido educado en mi propio país, conocía lo bastante el mundo como para haber observado que entre las personas casadas había algunas que eran felices debido a la conformidad de edad y temperamento, y otras muy dignas de lástima porque circunstancias diferentes habían puesto entre ellas una antipatía que podía llegar a constituir un suplicio.

El hada vieja, fea y de carácter altivo no me permitía esperar una vida que fuese tan agradable como ella me lo prometía.

Yo estaba muy lejos de sentir por ella lo que hay que sentir por una persona con la que se quiere pasar agradablemente la vida. Por otra parte, no quería comprometerme siendo tan joven. Mi única pasión era el deseo de volver a ver a la reina y destacarme a la cabeza de sus ejércitos. Suspiraba por mi libertad; era lo único que podía halagarme, lo único que el hada me negaba.

A menudo le había suplicado que me permitiese ir a compartir los peligros en que sabía que la reina se precipitaba para defender mis intereses, pero mis ruegos habían sido inútiles hasta aquel día. Urgido a que respondiese a la sorprendente declaración que me hacía, me sentí confuso y le hice recordar que, a menudo, me había dicho que no me estaba permitido disponer de mí mismo sin las órdenes de mi madre y durante su ausencia. “Es lo que yo pienso”, repuso, “no querría obligarte a actuar de otro modo, me basta con que sigas la voluntad de la reina”.

Ya te he dicho, bella princesa, que yo no había podido lograr que aquella hada me diese la libertad de ir a encontrarme con mi madre la reina. El deseo que ella sentía de alcanzar la satisfacción que esperaba obtener la obligó a concederme, sin que yo volviera a pedírselo, lo que siempre me había negado; pero puso una condición que no me resultó agradable: que ella me acompañaría. Hice todo lo posible para lograr que cambiase de idea, pero me fue imposible y partimos seguidos por una numerosa escolta.

[...]

Poco tiempo después volvimos a emprender el camino hacia la capital, en la que entramos triunfantes. Las ocupaciones de la guerra y la presencia continua de mi vieja enamorada me habían impedido prevenir a la reina de este último incidente. Su sorpresa no tuvo límites cuando aquella harpía le dijo, sin rodeos, que estaba resuelta a casarse conmigo de inmediato. Esa declaración fue hecha en este mismo palacio, que no era tan soberbio como lo es hoy. Era la casa de recreo del difunto rey, y miles de ocupaciones le habían impedido que pensara en embellecerla. Mi madre, que sentía apego por todo lo que él había amado, lo había elegido preferentemente para descansar de las fatigas de la guerra.

Al oír la declaración del hada, incapaz de dominar su primer impulso y desconocedora del arte de fingir, exclamó:

—Señora, ¿has pensado en la extraña unión que me propones?

Es cierto que no podría haberse hallado otra más ridícula. Además de la decrépita vejez del hada, ésta era tan fea que daba miedo. No eran los años los que la habían afeado: si hubiera tenido belleza en su juventud, habría podido conservarla con el auxilio de su arte; pero, como era naturalmente fea, su poder apenas podía darle bellezas artificiales un solo día por año, y, una vez transcurrido ese día, volvía a su estado anterior.

El hada se sorprendió ante la declaración de la reina. Su amor propio le ocultaba lo horrible que era, y daba por descontado que su poder podía suplantar los atractivos de los que estaba desprovista.

—¿Qué quieres decir —le dijo a la reina— con eso de extraña unión? Piensa que es imprudente recordármelo cuando yo me digno olvidarlo. En lo único en que debes pensar es en alegrarte de tener un hijo lo suficientemente digno de ser amado como para que sus méritos me lo hagan preferir a los más poderosos genios de todos los elementos; y puesto que me digno rebajarme hasta él, recibe con respeto el honor que tengo la bondad de hacerte, sin darme tiempo a que cambie de idea.

La reina, tan altiva como el hada, nunca había entendido que había un rango que estaba por encima del trono. Le daba muy poca importancia al supuesto honor que le hacía la inteligencia. Como siempre había dado órdenes a cuantos se le acercaban, no ambicionaba en absoluto la ventaja de tener una nuera a la que debiese guardarle el respeto. De modo tal que, en lugar de responder, permaneció inmóvil y se contentó con mantener la mirada fija en mí. Yo estaba tan sorprendido como ella y, como la miraba del mismo modo en que ella lo hacía conmigo, no le resultó difícil al hada comprender que nuestro silencio expresaba de manera espontánea sentimientos sumamente opuestos a la alegría que creía inspirarnos.

—¿Qué significa lo que estoy viendo? —dijo con acritud—. ¿A qué se debe que la madre y el hijo no digan nada? ¿Esta agradable sorpresa los ha privado del uso de la voz, o es que son tan ciegos y temerarios como para no aceptar mi ofrecimiento? Habla, príncipe —me dijo—. ¿Serás tan ingrato y tan imprudente como para despreciar mis bondades? ¿No aceptas, en este mismo momento, darme tu mano?

—No, señora, te lo aseguro —repuse con precipitación—. Aunque sienta un sincero agradecimiento por todo lo que te debo, no puedo decidirme a pagar mi deuda de esta forma; y, si la reina me lo permite, no quiero perder tan pronto mi libertad. Dame cualquier otro medio de reconocer tus bondades: ninguno me parecerá imposible. Pero, en cuanto al que me propones, dispénsame, te lo ruego, de hacer uso de él, porque…

—¡Cómo, miserable criatura —me interrumpió con furor—, te atreves a resistirme! ¡Y tú, estúpida reina, contemplas sin indignarte un orgullo semejante! Pero ¿qué digo indignación? ¡Si es de tu mirada insolente de donde ha sacado la audacia de su respuesta!

La reina, ya disgustada por las expresiones despectivas que el hada había usado, no pudo contenerse más y, mirando casualmente un espejo delante del que nos encontrábamos mientras el hada malvada seguía hostigándola, le respondió:

—¿Qué puedo decirte que no hayas debido decirte a ti misma? Dígnate mirar sin prejuicios las imágenes que este espejo te presenta, él te responderá por mí.

El hada comprendió fácilmente lo que la reina quería decirle.

—¿Es, entonces, la belleza de este precioso hijo tuyo la que te vuelve tan vanidosa —le dijo—, y es eso lo que me expone a un vergonzoso rechazo? Te parezco indigna de él: pues bien —prosiguió, alzando la voz en tono furioso—, después de haber prodigado todos mis cuidados para volverlo tan encantador, tengo que coronar mi obra y hacerles a ambos un regalo tan nuevo como perceptible, para que se acuerden de todo lo que me deben. ¡Vamos, desdichado —me dijo—, vanaglóriate de haberme negado tu corazón y tu mano, ofréceselos a aquélla que te parezca más digna de recibirlos que yo!

Diciendo estas palabras, mi terrible enamorada me dio un golpe en la cabeza. Tan rudo fue que di con la cara en el suelo y creí que me había aplastado una montaña. Enojadísimo con ese insulto, quise ponerme de pie, pero me resultó imposible: el peso de mi cuerpo era tan grande que me lo impidió; lo único que pude hacer fue sostenerme con las manos, que en un instante se habían transformado en patas horribles; me bastó verlas para darme cuenta de mi cambio; era el aspecto que tenía cuando me hallaste. En el acto, le eché una mirada al fatal espejo y ya no puede dudar de mi cruel y súbita metamorfosis.

El dolor que sentí al ver aquello me dejó inmóvil; la reina, ante el trágico espectáculo, estaba fuera de sí. Para coronar su barbarie, aquella hada furiosa añadió en tono burlón:

—Vete ahora a hacer conquistas ilustres, y más dignas que una augusta hada. Y como no se necesita inteligencia cuando uno es tan hermoso, te ordeno que parezcas tan estúpido como horrible, y que esperes en este estado, para volver a tu forma primera, a que una muchacha bella y joven venga voluntariamente hasta ti, aunque esté persuadida de que vas a devorarla, y que, una vez que haya dejado de temer por su vida, llegue a tenerte tanto afecto que te proponga que te cases con ella. Hasta que no hayas encontrado a esa persona tan poco común, quiero que seas motivo de horror para ti mismo y para todos aquéllos que te vean… Y en cuanto a ti, felicísima madre de un hijo tan encantador —le dijo a la reina—, te advierto que, si declaras a alguien que este monstruo es tu hijo, nunca podrá cambiar de aspecto. Tendrá que dejarlo sin la ayuda del interés, de la ambición y de los encantos de su inteligencia. Adiós. No pierdan la paciencia, no tendrán que esperar mucho tiempo. Es lo bastante bonito como para encontrar pronto un remedio a sus males.

—¡Ah, cruel —exclamó la reina—, si mi rechazo te ha ofendido, véngate en mí! Quítame la vida, pero no destruyas tu obra, te lo suplico…

—Qué idea, gran princesa —repuso el hada en tono irónico—, te rebajas demasiado, no soy lo bastante bella como para que te dignes hablarme; pero mis decisiones son firmes. Adiós, poderosa reina; adiós, bello príncipe, no es justo que te canse aún más con mi odiosa presencia. Me retiro, pero tengo todavía la caridad de advertirte —dijo, volviéndose hacia mí— que tienes que olvidar quién eres. Si te dejas lisonjear por vanos respetos o títulos fastuosos, estás perdido sin remedio, y te perderás también si te atreves a hacer uso de tu inteligencia para agradar en la conversación.

Dichas estas palabras, desapareció y nos dejó, a la reina y a mí, en un estado que no se puede describir ni imaginar. Las quejas son el consuelo de los desdichados; para nosotros sólo eran un débil socorro: mi madre decidió apuñalarse, y yo, ir a tirarme a un canal cercano. Íbamos ambos, sin habérnoslo dicho, a llevar a cabo un propósito tan funesto, cuando una persona de porte majestuoso, y cuyo aspecto inspiraba un profundo respeto, llegó para hacernos comprender que es cobarde sucumbir ante los mayores accidentes, y que con tiempo y coraje no hay desdicha que no pueda ser vencida. Pero la reina no tenía consuelo, sus ojos vertían lágrimas en abundancia y, sin saber cómo comunicarles a sus súbditos que su soberano se había transformado en una horrible Bestia, sólo le quedaba el recurso de una atroz desesperación. El hada (ya que era un hada, y la misma que ves aquí), consciente de su dolor y su desconcierto, le recordó a la reina la obligación indispensable que tenía de ocultarle a su pueblo esa horrenda aventura; le hizo ver que, sin abandonarse a la desesperación, era preferible buscar algún remedio a sus males.

—¿Existe acaso alguno —exclamó la reina— que sea lo bastante poderoso como para impedir que se haga la voluntad de un hada?

—Sí, señora —respondió el hada—, hay remedio para todo. Soy hada, al igual que aquélla cuyo furor acabas de padecer; no tengo menos poder que ella; es cierto que no puedo reparar de inmediato el daño que te ha hecho, ya que no nos está permitido oponernos directamente a nuestras respectivas voluntades. La que causa tu infortunio ha vivido más que yo; entre nosotras, la ancianidad es un título respetable. Como no pudo evitar poner una condición capaz de hacer cesar el encantamiento funesto, te ayudaré a cumplirla. Confieso que es difícil acabar con este encantamiento, pero la cosa no me parece imposible; veré qué puedo hacer por ti si me ocupo por entero de esta cuestión.

Entonces sacó un libro de su vestido y, después de dar unos pasos misteriosos, se sentó a una mesa y leyó durante un tiempo considerable, con una aplicación que la hacía transpirar. Luego cerró el libro y se sumió en una profunda meditación. Tenía un aire tan serio que, durante un rato, nos hizo pensar que mi desgracia era irreparable. Pero salió de su éxtasis, su fisonomía recuperó su belleza natural y nos indicó que tenía un remedio para nuestros males.

—Será lento —me dijo—, pero será seguro. Guarda tu secreto, que nadie lo descubra, y que nadie sepa que estás oculto debajo de ese horrible disfraz, ya que me sacarías el poder de librarte de él. Tu enemiga da por descontado que lo divulgarás, por eso no te ha privado del habla.

A la reina le pareció que esa condición era imposible de respetar, porque dos de sus doncellas habían presenciado la fatal aventura y ambas habían salido horrorizadas, lo que no habría dejado de excitar la curiosidad de la guardia y de los cortesanos. Imaginaba que toda la corte estaba al tanto de lo ocurrido, y que su reino e incluso todo el universo pronto lo sabrían; pero el hada tenía un medio para impedir que el misterio se revelara. Hizo entonces algunos pases, a veces lentos y a veces precipitados; los acompañó con palabras que no entendimos y terminó levantando la mano, con el aspecto de una persona que ordena con un poder absoluto. Ese gesto, unido a las palabras que había pronunciado, fue tan poderoso que todos los que respiraban en el castillo quedaron inmóviles y fueron transformados en estatuas. Todavía están en el mismo estado. Son las figuras que has visto en distintos lugares, y en las mismas actitudes en que las órdenes perentorias del hada los sorprendieron.

La reina, que en ese momento echó una mirada al gran patio, percibió el cambio sufrido por un número prodigioso de personas.

El silencio que de pronto siguió a la agitación de una muchedumbre hizo nacer en el corazón de la reina sentimientos de compasión por tantos inocentes que perdían la vida por mi causa. Pero el hada la tranquilizó diciéndole que dejaría a sus súbditos en ese estado sólo mientras se necesitase su discreción. Era una precaución que había que tomar, pero el hada prometió que los recompensaría y que el tiempo que pasaran así no les sería descontado de la suma de sus días.

 

GABRIELLE DE VILLENEUVE

Fragmento del capítulo II de La Bella y la Bestia

Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

Ediciones de La Mirándola, 2012, 2016, 2021

 

HISTOIRE DE LA BÊTE

LE roi mon père, avant que je vinsse au monde, était mort. La reine ne se fut pas consolée de sa perte, si l’intérêt de l’enfant qu’elle portait n’eût combattu sa douleur. Ma naissance lui causa une joie extrême ; ce fut à la douceur d’élever le fruit de l’amour d’un époux si chèrement aimé que le bonheur de dissiper son affliction était réservé.

Les soins de mon éducation et la peur de me perdre l’occupèrent uniquement. Elle fut secondée dans ses vues par une fée de sa connaissance, qui lui marqua n’avoir que de l’empressement à me préserver de toutes sortes d’accidents. La reine lui en sut un gré infini ; mais elle ne fut pas contente quand elle lui demanda de me remettre en ses mains. Cette intelligence n’avait pas la réputation d’être bonne ; elle passait pour capricieuse dans ses faveurs ; on la craignait plus qu’on ne l’aimait, et quand ma mère eût été même convaincue de la bonté de son caractère, elle ne se serait pas déterminée à me perdre de vue.

Cependant, conseillée par des personnes prudentes, de peur d’essuyer les funestes effets du ressentiment de cette fée vindicative, elle ne la refusa pas tout à fait. En me livrant à elle volontairement, il n’y avait pas d’apparence qu’elle me fît du mal. L’expérience avait fait connaître qu’elle ne se plaisait à nuire qu’à ceux de qui elle se croyait offensée. La reine en convenait, et elle n’avait que la répugnance de se voir privée du plaisir de me regarder continuellement avec des yeux de mère, qui lui faisaient découvrir en moi des grâces que je ne devais qu’à sa prévention.

Elle était encore irrésolue sur ce qu’elle avait à faire, lorsqu’un voisin puissant crut qu’il lui serait facile de s’emparer des États d’un enfant gouvernés par une femme. Il était entré dans mon royaume avec une armée formidable. La reine en leva une à la hâte, et avec un courage au-dessus de son sexe, elle se mit à la tête de ses troupes et alla défendre nos frontières. Ce fut alors que, forcée de me quitter, elle ne put se dispenser de confier à la fée le soin de mon éducation. Je fus remis entre ses mains, après qu’elle eût fait le serment le plus sacré pour elle, que sans aucune difficulté elle me ramènerait à la cour aussitôt que la guerre serait finie, que ma mère comptait être terminée dans un an au plus tard. Mais malgré tous les avantages qu’elle remporta, il ne lui fut pas possible de revoir sitôt notre capitale. Pour profiter de sa victoire, après avoir chassé l’ennemi hors de nos États, elle le poursuivit dans les siens.

Elle prit des provinces entières, gagna des batailles, et réduisit enfin le vaincu à demander une paix honteuse, qu’il n’obtint qu’à des conditions fort dures. Après ces heureux succès, la reine partit triomphante et goûta d’avance le plaisir de me revoir. Mais ayant appris sur sa route que, contre la foi des traités, l’indigne ennemi avait fait égorger nos garnisons et repris presque toutes les places qu’il avait été obligé de céder, elle fut contrainte de retourner sur ses pas. L’honneur l’emportait sur l’empressement qui la rappelait auprès de moi, et elle forma la résolution de ne point finir la guerre, qu’elle n’eût mis son ennemi hors d’état de lui faire de nouvelles trahisons.

Le temps qu’elle employa à cette seconde expédition fut fort considérable. [...]

Cependant la fée, conformément à sa parole, avait donné tous ses soins pour mon éducation. Depuis le jour qu’elle m’avait reconduit dans mon royaume, elle était restée auprès de moi et n’avait cessé de me donner des marques de son attention sur ce qui concernait ma santé et mes plaisirs. Par mon respect, je lui marquai combien j’étais sensible à ses bontés ; j’avais pour elle les mêmes égards et les mêmes empressements que j’eusse eu pour ma mère, et la reconnaissance m’inspirait en sa faveur des sentiments aussi tendres.

Pendant quelque temps, elle en parut satisfaite. Mais elle fit un voyage de quelques années, dont elle ne me communiqua point le secret, et à son retour, admirant l’effet de ses soins, elle conçut pour moi une tendresse différente de celle d’une mère. Elle m’avait permis de lui donner ce nom, mais alors elle me le défendit. J’obéis sans m’informer des raisons qu’elle pouvait avoir, ni la soupçonner de ce qu’elle exigeait de moi.

Je voyais bien qu’elle n’était pas contente : mais pouvais-je imaginer la raison des plaintes qu’elle me faisait sans cesse sur mon ingratitude ? J’étais d’autant plus surpris de ses reproches, que je ne croyais pas les mériter. Ils étaient toujours suivis ou précédés des plus tendres caresses. J’avais trop peu d’expérience pour les entendre. Il fallut qu’elle s’expliquât : elle le fit un jour que je lui témoignais un chagrin mêlé d’impatience, touchant le retardement de la reine. Elle m’en fit quelques reproches. Et sur ce que je l’assurais que ma tendresse pour ma mère n’altérait en aucune manière celle que je lui devais, elle me répondit qu’elle n’en était point jalouse, quoiqu’elle eût fait beaucoup pour moi, et qu’elle eût résolu de faire encore davantage. Mais elle ajouta que pour donner un libre cours aux desseins qu’elle formait en ma faveur, il fallait que je l’épousasse, qu’elle ne voulait pas être aimée de moi comme une mère, mais comme une amante, qu’elle ne doutait pas que je ne reçusse sa proposition avec reconnaissance, et que je n’eusse beaucoup de joie à l’accepter ; qu’il n’était donc plus question que de m’abandonner au plaisir que devait me causer la certitude de posséder une si puissante fée, qui me garantirait de tous les dangers et me procurerait une vie pleine de charmes et comblée de gloire.

À cette proposition, je fus embarrassé. Élevé dans mon propre pays, je connaissais assez le monde pour avoir observé parmi les personnes mariées qu’il y en avait d’heureuses par la conformité d’âge et d’humeur, et d’autres très à plaindre, parce que ces circonstances différentes avaient mis entre elles une antipathie qui pouvait faire leur supplice.

La fée vieille, laide et d’un caractère hautain, ne me faisait pas espérer une destinée aussi agréable qu’elle me la promettait. J’étais bien éloigné de sentir pour elle ce qu’il faut sentir pour une personne avec qui l’on veut passer agréablement sa vie. Je ne voulais pas d’ailleurs m’engager dans un âge si peu avancé. Je n’avais d’autre passion que celle de revoir la reine et de me signaler à la tête de ses armées. Je soupirais après ma liberté, c’était la seule chose qui pouvait me flatter, la seule qu’elle me refusait.

Je l’avais souvent suppliée de me permettre d’aller partager les périls où je savais que la reine se précipitait pour mes intérêts, mais mes prières jusqu’à ce jour furent inutiles. Pressé de répondre à l’étonnante déclaration qu’elle me faisait, je fus embarrassé, je la fis ressouvenir qu’elle m’avait dit souvent qu’il ne m’était pas permis de disposer de moi sans les ordres de ma mère et pendant son absence. « C’est comme je l’entends, reprit-elle, je ne voudrais pas vous obliger d’en user autrement : il me suffit que vous vous en rapportiez à la reine. »

Je vous ai déjà dit, belle princesse, que je n’avais pu obtenir de cette fée la liberté d’aller trouver la reine ma mère. Le désir qu’elle avait d’avoir son consentement, qu’elle s’attendait d’obtenir, l’obligea de m’accorder, sans même lui demander, ce qu’elle m’avait toujours refusé, mais elle y mit une condition qui ne me fut pas agréable : ce fut de m’accompagner. Je fis mes efforts pour l’en détourner, il me fut impossible, et nous partîmes suivis d’une nombreuse escorte.

[...]

Peu de temps après, nous reprîmes le chemin de la capitale, où nous entrâmes en triomphe. Les occupations de la guerre, et la présence éternelle de ma vieille conquête, m’avaient empêché de prévenir la reine sur cet incident. Elle eut la surprise entière, lorsque cette mégère lui dit sans détour qu’elle était résolue de m’épouser incessamment. Cette déclaration se fit dans ce même palais, non pas aussi superbe qu’il l’est aujourd’hui. C’était la maison de plaisance du feu roi, à l’embellissement de laquelle mille occupations n’avaient pu lui permettre de penser. Ma mère, qui chérissait ce qu’il avait aimé, le choisit par préférence pour s’y délasser des fatigues de la guerre.

À la déclaration de la fée, ne pouvant se rendre maîtresse de son premier mouvement, et ne sachant pas l’art de feindre, elle s’écria : « Songez-vous, madame, au bizarre assortiment que vous me proposez ? » Il est vrai qu’il était impossible d’en trouver un plus ridicule. Outre la vieillesse presque décrépite de la fée, elle était laide à faire peur. Ce n’était pas les années qui l’avaient enlaidie, si elle eût eu de la beauté dans sa jeunesse, elle aurait pu la conserver par le secours de son art ; mais laide naturellement, sa puissance ne lui pouvait donner des beautés artificielles pour plus d’un jour tous les ans, et ce jour passé, elle revenait dans son premier état.

La fée fut surprise de la déclaration de la reine. Son amour propre lui cachait tout ce qu’elle avait d’affreux, et elle comptait que sa puissance devait suppléer aux appas dont elle était dépourvue. « Qu’entendez-vous, dit-elle à la reine, par ce terme de bizarre assortiment ? Songez qu’il y a de l’imprudence à m’en faire souvenir, lorsque je daigne l’oublier. Vous ne devez penser qu’à vous féliciter d’avoir un fils assez aimable pour que son mérite me le fasse préférer aux plus puissants génies de tous les éléments ; et puisque je daigne m’abaisser jusqu’à lui, recevez avec respect l’honneur que j’ai la bonté de vous faire, sans me donner le temps de m’en dédire. »

La reine, aussi fière que la fée, n’avait jamais compris qu’il y eût un rang au-dessus du trône. Elle faisait peu de cas de l’honneur prétendu que lui offrait l’intelligence. Ayant toujours commandé à ce qui l’approchait, elle n’ambitionnait point l’avantage d’avoir une belle-fille à qui il fallût rendre des respects. Ainsi, loin de répondre, elle resta comme immobile et se contenta d’avoir les yeux fixés sur moi. J’étais aussi surpris qu’elle et, la regardant du même air qu’elle me regardait, il ne fut pas difficile à la fée de connaître que notre silence exprimait naïvement des sentiments fort opposés à la joie qu’elle voulait nous inspirer.

« Que signifie ce que je vois ? dit-elle avec aigreur, d’où vient que la mère et le fils ne disent rien ? Cette agréable surprise vous a-t-elle enlevé l’usage de la voix, ou seriez-vous assez aveugles et assez téméraires pour ne pas accepter mes offres ? Parlez, prince, me dit-elle, serez-vous assez ingrat et assez imprudent pour mépriser ma bonté ? Ne consentez-vous pas dès ce moment à me donner la main ?

— Non, madame, je vous assure, repris-je avec précipitation. Quoique j’aie une sincère reconnaissance de ce que je vous dois, je ne puis me résoudre à m’en acquitter de cette sorte, et avec la permission de la reine, je ne veux pas sitôt perdre ma liberté. Donnez-moi tout autre moyen de reconnaître vos bontés ; je n’en trouverai point d’impossible. Mais pour celui que vous me proposez, dispensez-moi, s’il vous plaît, de l’employer, car... Comment ! chétive créature, interrompit-elle avec fureur, tu oses me résister ? et vous, stupide reine, vous voyez sans indignation un tel orgueil ! Que dis-je sans indignation ? c’est vous-même qui l’autorisez, puisque c’est dans vos regards insolents qu’il a puisé l’audace de sa réponse. »

La reine, déjà piquée des expressions méprisantes dont la fée s’était servie, ne fut plus maîtresse de se contenir, et jetant par hasard les yeux sur une glace devant laquelle nous étions dans le temps que cette méchante fée la pressait encore : « Que puis-je vous dire, reprit-elle, que vous n’eussiez dû vous représenter vous-même ? Daignez donc considérer sans prévention les objets que cette glace vous présente, elle vous répondra pour moi. » La fée comprit aisément ce que la reine voulait dire. « C’est donc la beauté de ce précieux fils qui vous rend si vaine, lui dit-elle, et c’est ce qui m’expose à un refus honteux ; je vous parais indigne de lui. Eh bien, poursuivit-elle en élevant sa voix d’un ton furieux, après avoir donné tous mes soins à le rendre si charmant, il faut que je couronne mon ouvrage et que je vous donne à tous deux une matière aussi nouvelle que sensible pour vous faire souvenir de ce que vous me devez. Va, malheureux ! me dit-elle, vante-toi de m’avoir refusé ton cœur et ta main, fais-en le sacrifice à celle que tu trouveras en être plus digne que moi. »

En disant ces mots, ma terrible amante me donna un coup sur la tête. Il fut si pesant que je tombai la face contre terre, et que je me crus accablé par la chute d’une montagne. Tout courroucé de cette insulte, je voulus me relever, mais il me fut impossible : le poids de mon corps était si lourd, qu’il m’en empêcha ; tout ce que je pus faire, fut de me soutenir sur mes mains, devenues en un instant d’horribles pattes dont la vue me fit apercevoir de mon changement ; c’est le même sous lequel vous m’avez trouvé. Dans l’instant, je jetai les yeux sur la fatale glace, et il ne me fut plus permis de douter de ma cruelle et subite métamorphose.

La douleur que j’en ressentis me rendit immobile ; la reine, à ce tragique spectacle, fut hors d’elle-même. Pour mettre le dernier sceau à sa barbarie, cette furieuse fée me dit encore d’un air moqueur : « Va faire des conquêtes illustres, et plus dignes de toi qu’une auguste fée. Et comme on n’a point besoin d’esprit quand on est aussi beau, je t’ordonne de paraître aussi stupide que tu es affreux, et d’attendre dans cet état, pour reprendre ta première forme, qu’une fille belle et jeune vienne volontairement te trouver, quoiqu’elle soit persuadée que tu la doives dévorer. Il faut aussi, continua-t-elle, qu’après qu’elle ne craindra plus pour sa vie, elle prenne une assez tendre affection pour te proposer de l’épouser. Jusqu’à ce que tu rencontres cette rare personne, je veux que tu sois un sujet d’horreur pour toi-même et pour tous ceux qui te verront... Pour vous, trop heureuse mère d’un si aimable enfant, dit-elle à la reine, je vous avertis que si vous déclarez à quelqu’un que ce monstre est votre fils, il ne changera jamais de figure. C’est sans le secours de l’intérêt, de l’ambition et des charmes de son esprit qu’il la doit quitter. Adieu, ne vous impatientez point, vous n’attendrez pas longtemps. Il est assez mignon pour rencontrer bientôt un remède à ses maux. »

« Ah, cruelle ! s’écria la reine, si mon refus vous a offensée, vengez-vous sur moi. Prenez ma vie, mais ne détruisez pas votre ouvrage, je vous en conjure... — Vous n’y pensez pas, grande princesse, reprit la fée d’un ton ironique, vous vous abaissez trop, je ne suis pas assez belle pour que vous daigniez m’entretenir ; mais je suis ferme dans mes volontés. Adieu, puissante reine ; adieu, beau prince, il n’est pas juste que je vous fatigue davantage de mon odieuse présence. Je me retire, mais il me reste encore la charité de t’avertir, en se tournant de mon côté, qu’il faut oublier qui tu es. Si tu te laisses flatter par des vains respects ou par des titres fastueux, tu es perdu sans ressource, et tu te perds encore si tu oses faire usage de ton esprit pour plaire dans la conversation. »

Après ces mots, elle disparut et nous laissa, la reine et moi, dans un état qui ne se peut ni décrire ni imaginer. Les plaintes sont la consolation des malheureux ; c’était pour nous un trop faible secours : ma mère prit le parti de se poignarder, et moi, d’aller me précipiter dans le canal voisin ; nous allions l’un et l’autre, sans nous l’être communiqué, exécuter un si funeste dessein ; mais une personne d’une taille majestueuse, et dont l’air inspirait un respect profond, vint nous faire connaître qu’il y a de la lâcheté à succomber aux plus grands accidents, et qu’avec du temps et du courage il n’est point d’infortune qu’on ne puisse vaincre. Mais la reine était inconsolable, ses yeux versaient abondamment des larmes, et ne sachant comment apprendre à ses sujets que leur souverain était changé en une horrible Bête, elle n’avait pour unique ressource qu’un désespoir affreux. La fée (car c’en était une, et la même que vous voyez ici), sachant et sa douleur et son embarras, la fit souvenir de l’obligation indispensable ou elle était de cacher à ses peuples cette effroyable aventure ; elle lui remontra que, sans s’abandonner au désespoir, il valait mieux chercher un remède à ses maux.

« En est-il, s’écria la reine, qui soit assez puissant pour empêcher que les volontés d’une fée n’aient leur exécution ? — Oui, madame, répondit la fée, il y a des remèdes à tout. Je suis fée, comme celle de qui vous venez d’éprouver la fureur ; je n’ai pas moins de pouvoir ; il est vrai que je ne puis réparer à l’instant le mal qu’elle vous a fait, car il ne nous est pas permis de nous opposer directement à la volonté des unes et des autres. Celle qui cause votre infortune a plus vécu que moi ; parmi nous, l’ancienneté est un titre respectable. Comme elle n’a pu s’empêcher de mettre une condition qui peut faire cesser le charme funeste, je vous y servirai. J’avoue qu’il est difficile de terminer cet enchantement, mais la chose ne me paraît pas impossible ; en y donnant tous mes soins, voyons ce que je puis faire pour vous. »

Alors, elle tira un livre de sa robe, et après avoir fait quelques pas mystérieux, elle s’assit devant une table et lut pendant un temps considérable, avec une application qui la faisait suer. Ensuite elle ferma son livre et rêva profondément. Elle avait un air si sérieux, qu’elle nous donna lieu de croire pendant quelque temps que mon malheur était irréparable. Mais revenue de son extase, et sa physionomie reprenant sa beauté naturelle, elle nous apprit qu’elle avait un remède à nos maux. « Il sera lent, me dit-elle, mais il sera certain. Gardez votre secret, qu’il ne transpire pas et qu’aucun ne sache que vous êtes caché sous cet horrible déguisement, car vous m’ôteriez le pouvoir de vous en délivrer. Votre ennemie se flatte que vous le divulguerez, c’est pour cela qu’elle ne vous a pas ôté l’usage de la parole. »

La reine trouva cette condition impossible, parce que deux de ses femmes avaient été présentes à cette fatale aventure, et qu’elles étaient sorties toutes effrayées, ce qui n’aurait pas manqué d’exciter la curiosité des gardes et des courtisans. Elle s’imaginait que toute sa cour en était informée, et que son royaume et même tout l’univers en serait bientôt instruit ; mais la fée savait un moyen pour empêcher que ce mystère n’éclatât. Elle fit alors quelques tours, tantôt gravement, quelquefois précipités ; elle y joignit des mots que nous ne comprîmes pas, et finit par lever la main de l’air d’une personne qui commande avec un pouvoir absolu. Ce geste, joint à ce qu’elle avait prononcé, fut si puissant, que tous ceux qui respiraient dans le château devinrent immobiles et furent changés en statues. Ils sont encore dans le même état. Ce sont les figures que vous voyez en différents lieux, et dans les mêmes attitudes où les ordres pressants de la fée les ont surpris.

La reine, qui dans ce moment jeta les yeux sur la grande cour, s’aperçut du changement d’un nombre prodigieux de personnes.

Le silence qui succéda tout d’un coup à l’agitation d’un grand peuple, fit naître en son cœur des mouvements de compassion pour tant d’innocents qui perdaient la vie à cause de moi. Mais la fée la rassura en lui disant qu’elle ne laisserait ses sujets en cet état qu’autant que leur discrétion serait nécessaire. C’est une précaution dont il fallait user : mais elle promit qu’elle les dédommagerait, et que le temps qu’ils passeraient ainsi ne serait pas compté sur leurs jours.

 

Fragment du chapitre II de La Belle et la Bête

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