viernes, 2 de agosto de 2019

Jaime Balmes: Apuntes sobre Chateaubriand

APUNTES SOBRE CHATEAUBRIAND

Cuán lamentable sea que un hombre como Chateaubriand haya llamado ahora la atención de Europa sobre las pequeñeces de su vanidad, bastante lo lleva demostrado la vigorosa pluma de Fonfrède, adversario temible que, afianzado en la certeza de los hechos, hechos que, además, ha sabido presentar con habilidad y maestría, estrecha a Chateaubriand con robusto raciocinio y escogidas reflexiones y, dejando correr su crítica con agradable desenfado, ha cubierto al ilustre autor de ridículo, sazonando sus artículos con la sal de un satírico gracejo. Desmedida es por cierto la vanidad de Chateaubriand cuando se apellida el restaurador de la religión, y si el señor A., autor del artículo inserto en La Paz del 18 de junio, se hubiese contentado con echarle en cara ese culpable desvanecimiento, sus sentidas palabras, hijas sin duda de una loable intención y de un sentimiento generoso, hubieran sentado muy bien en la pluma de un escritor apreciable. Pero decir que Chateaubriand no haya hecho más que crear ese espíritu frívolo, esa religión de moda que tanto se acerca a la impiedad, soltar las expresiones de flores retóricas, de palabras huecas, y eso hablando del autor de El genio del cristianismo y del cantor de Los mártires, me parece una exageración inexcusable, a no alegarse la rapidez y premura con que suelen redactarse ese linaje de escritos.
Chateaubriand es uno de aquellos nombres que envuelven en sí una historia: es un escritor que es necesario conocer a fondo, porque sus escritos son la expresión de una gran crisis de la sociedad francesa, de esa sociedad verdadero corazón de Europa, cuyas pulsaciones conviene mucho observar, pues de ellas depende tiempo ha y dependerá tal vez por largo trecho, o el sosiego y tranquilidad, o el sacudimiento y los trastornos de la sociedad europea.
¿Qué es El genio del cristianismo? ¿Qué es el poema de Los mártires? Para comprenderlo veamos cuál era la posición del autor; o más bien, veamos cuál era la situación de la Francia en materias religiosas: echemos una ojeada sobre la época que precedió a la publicación de aquellas obras, pues sólo de esta manera podremos conocer el origen de ellas, penetrar su espíritu, su tendencia, y calcular su influjo. Desde muy largo tiempo muchos y muy poderosos elementos se iban combinando en Francia en contra de las creencias religiosas: al nacer el siglo XVIII un observador profundo hubiera notado ya síntomas muy alarmantes; hubiera visto en la sociedad francesa un enfermo atacado por una terrible dolencia, pero que tiene cuidado de encubrirla, hermoseando su tez con colores mentidos, ataviándose con brillantes ropajes y rodeándose de un ambiente aromático y fragante. La época de la regencia y el reinado de Luis XV pasaron sobre la Francia como aquellas constelaciones aciagas que viene a desarrollar el veneno de una atmósfera preñada de gérmenes malignos, apareciendo sobre el horizonte literario Voltaire como uno de aquellos siniestros resplandores, presagios de terrible tormenta. Desde entonces ni paz ni tregua: la política, las ciencias, las artes, todo se puso en juego para arrancar de cuajo la creencia cristiana, y colocado el poeta filósofo a la cabeza de la conspiración más nefanda que jamás concibiera la insensatez y el orgullo, seguido de un brillante cortejo en que la corrupción de costumbres, la ambición y el desvanecimiento del falso saber, andaban disfrazados con ostentosos nombres y atavíos deslumbrantes, acaudillando siempre la empresa con increíble obstinación, con encarnizamiento inconcebible; llevó tan adelante su obra de iniquidad que, merced a sus sátiras indecentes y sarcasmos crueles, la religión quedó en Francia cubierta de ridículo y la turba de fanáticos prosélitos del filósofo de Ferney no reparaba en declararla a voz en grito como irreconciliable enemiga de la civilización y cultura.
Estalló por fin la revolución, y, aplicadas a la sociedad, las doctrinas de tan insensata escuela inundaron de sangre a la Francia, cubriéronla de escombros y ruinas, y abortando catástrofes inauditas que llenaron de espanto y terror a la humanidad, presentaron el terrible fenómeno de un gran pueblo que, habiendo llegado poco antes al más alto grado de civilización y adelanto, de repente, y al solo influjo de doctrinas disolventes, se hundía en el abismo de la degradación y barbarie. No tardó la Francia en recobrarse de su sorpresa y en lanzar una mirada de indignación sobre aquellos monstruos que convertían la sociedad en orgía de sangre; pero la sociedad estaba disuelta; ¿y cómo reorganizarla? Abundaban aún en Francia aquella casta de hombres para quienes la historia es muda y la experiencia estéril; y creyendo que las grandes instituciones de un pueblo, esas obras de la sabiduría y de los siglos, podían improvisarse como un discurso oratorio, se afanaban en exprimir el más precioso jugo de sus caras teorías; raza de hombres imbéciles semejante al mentecato facultativo que, siendo llamado para asistir a un infeliz que expirase en medio de violentas convulsiones y punzantes dolores, creyese remediar al paciente extendiendo a toda prisa una extensa memoria sobre la teoría de la enfermedad que le aqueja. Afortunadamente el linaje humano no es tan insensato como los filósofos, y le basta el sentido común para conocer que el sostén de la sociedad no puede ser un pedazo de papel y que, para reconstruirla cuando esté disuelta, algo más se necesita que pomposas frases y declamaciones vacías. Una mano robusta que empuñara las riendas del poder y la religión que, con su poderoso y suave influjo, restableciese los lazos sociales: he aquí las dos ideas, las dos necesidades que se ofrecieron a todos los ánimos, conmoviéndolos, estrechándolos con apremiadora exigencia; y he aquí por qué la Francia colocó sobre el trono de Clodoveo al vencedor de Lodi y de Arcola: he aquí por qué Napoleón se apresuró a restablecer el culto católico a despecho de los discípulos de Voltaire.
La literatura es la expresión de la sociedad; y siempre que ésta revuelva en su mente algún sentimiento elevado, siempre que sienta latir en su pecho algún sentimiento grande y poderoso, bien puede asegurarse que no le faltará un genio sublime que la comprenda. ¡Cosa admirable! Siempre en las grandes crisis de la sociedad esa mano misteriosa que rige los destinos del universo tiene siempre en reserva un hombre extraordinario; llega el momento: el hombre se presenta; marcha: él mismo no sabe adónde; pero marcha a cumplir el destino que el Eterno ha señalado en su frente.
El ateísmo anegaba la Francia en un piélago de sangre y de lágrimas, y un hombre desconocido atraviesa en silencio los mares, mientras el soplo de la tempestad despedaza las velas de su navío él escucha absorto el bramar del huracán y contempla abismado la majestad del firmamento. Extraviado por las soledades de América pregunta a las maravillas de la creación el nombre de su Autor, y el trueno le contesta en el confín del desierto, y la bella naturaleza le responde con cánticos de amor y de armonía. Embriagado con los grandes sentimientos que le ha inspirado el espectáculo de la naturaleza, pisa de nuevo el suelo de su patria y encontrando por todas partes la huella sangrienta del ateísmo, recordando la majestad de los antiguos templos, a la sazón devorados por el fuego o desplomados a los golpes de bárbaro martillo, vagando su mente por en medio de los sepulcros cuya lobreguez ofreciera poco antes un asilo al cristiano perseguido; al ver que la religión descendía de nuevo sobre la Francia como el soplo de vida para reanimar un cadáver, oye por todas partes un concierto de célica armonía; y enajenado y extático canta con lengua de fuego las grandes bellezas de la religión, revela las íntimas y secretas relaciones que tiene con la naturaleza, y, hablando un lenguaje superior y divino, muestra a los hombres asombrados la misteriosa cadena de oro que une el cielo con la tierra. Sí, antes de Chateaubriand se habían conocido también las bellezas de la religión, pero nadie como él había notado sus relaciones de armonía con cuanto existe de bello, de tierno, de grande y de sublime; nadie como él había hecho sentir el inmenso raudal de beneficios con que esa hija del cielo inunda esa tierra de infortunio; nadie como él se había dirigido a la vez al entendimiento, a la fantasía y, sobre todo, al corazón, dejando en el fondo del alma, al par de robustas convicciones, sentimientos elevados y profundos.
Pero, prosigue el señor A., mal pueden parangonarse las fiestas de Venus con el misterio de la Cruz. ¡Y qué! ¡Achacaréis, pues, a Chateaubriand como un exceso lo que forma su mérito más distinguido, lo que sirve de pedestal a la inmortalidad de su nombre! ¿Cómo parangona Chateaubriand las divinidades de la fábula con la religión de Jesucristo? ¿Y por qué lo hace? ¿Queréis saberlo? Escuchad al cantor de Los mártires:
“Voy a contar los combates de los cristianos y la victoria que los fieles consiguieron sobre los espíritus del abismo por medio de los esfuerzos gloriosos de dos esposos mártires.
”Musa celestial que inspiraste al poeta de Sorrento y al ciego de Albión, que colocas tu trono solitario sobre el Tabor, que te complaces con los pensamientos serios, con las meditaciones graves y sublimes, ahora imploro yo tu auxilio. Acompaña con el arpa de David los cánticos que he de entonar; y sobre todo dales a mis ojos algunas de aquellas lágrimas que Jeremías derramaba sobre las desgracias de Sión: ¡yo voy a contar los dolores de la Iglesia perseguida!
”Y tú, doncella del Pindo, hija ingeniosa de la Grecia, desciende también de la cima de Helicón: yo no despreciaré las guirnaldas de flores con que cubres los sepulcros, ¡oh divinidad risueña de la fábula, que ni aun de la muerte y de la desgracia has podido hacer una cosa seria! Ven, musa de las mentiras, ven a luchar con la musa de las verdades. Un tiempo hubo en que, a nombre tuyo, le hicieron padecer grandes trabajos: adorna hoy su triunfo con tu derrota y confiesa tú misma que ella era más digna que tú de reinar sobre la lira.”
Inútil fuera todo comentario. La religión no necesita restauradores poetas, y en esto dice muy bien el señor A., porque la obra de Dios no necesita la débil mano del hombre; pero acepta sus cánticos como una ofrenda agradable; que no puede, no, disgustarle el que resuenen en la boca de los desgraciados mortales los ecos de las bellas y sublimes inspiraciones que ella misma a manos llenas derrama de continuo sobre ese valle de peregrinación y de lágrimas. ¿Y a qué viene decir en contra de Chateaubriand que el símbolo de la religión cristiana es el dolor? ¿Ignórase acaso que la musa es el dolor, vate el que llora? ¿Ignórase acaso que la verdadera poesía puede apenas avenirse con la alegría y la dicha, porque la alegría es frívola y es poco menos que imposible el despojar a la dicha de cierto aire vano y distraído que le comunica su cortejo de juegos y sonrisas? Pero la tristeza cristiana, ese sentimiento austero y elevado que se pinta en la frente del cristiano como un recuerdo de dolor en la sien de un ilustre proscripto, ese pensamiento sublime que templa los gozos de la vida con la imagen del sepulcro, que ilumina las sombras de la tumba con la luz de la esperanza, esa tristeza, ese dolor, es grande, es poético en grado eminente; la religión no necesita al poeta, pero, en oyendo los acentos sublimes de la lira de Chateaubriand o del arpa de Lamartine, les dirige una mirada bondadosa y les dice: Vosotros me habéis comprendido.

Primeros escritos (1835-1841)