martes, 14 de abril de 2020

Miguel de Unamuno: Notas sobre Carlyle

MAESE PEDRO
NOTAS SOBRE CARLYLE

NO hace mucho que he corregido las pruebas del tercero y último volumen de mi traducción de la “Historia de la Revolución francesa” (The French Revolution, a History) de Thomas Carlyle; todavía me retintinan en los oídos las frases del retórico inglés.
No es labor llevadera y fácil la de traducir a Carlyle, pues o se opta por interpretarle, glosándole más que traduciéndole, con lo que no se da ni leve remedo de la sensación que la lectura directa produce, o se violenta el castellano —y quien dice el castellano, dice respectivamente otro idioma cualquiera— como él violentaba el inglés, para reproducir en lo posible su expresión interrumpida, desmenuzada, llena del expediente tipográfico del punto y coma y su especial sintaxis en que a cada momento se sacrifica el orden que llamamos lógico al de la asociación de ideas, y en que con tanta frecuencia precede el consiguiente al antecedente, y la apódosis a la prótasis.
En casos tales, antes me decido por violentar el castellano que por violentar el estilo propio del autor a que traduzco.
La dificultad mayor que el lenguaje de Carlyle presenta, es que parece un lenguaje dictado y no escrito por el autor mismo, y dictado a trozos y con tono a las veces sibilítico. Es el estilo de un conversacionista, que al conversar predica.

La primera noticia que de Carlyle tuve, fue por el librito de Taine L’Idéalisme anglais, Étude sur Carlyle, librito sacado de su “Historia de la literatura inglesa”, y debo confesar que el gran falsificador francés me engañó una vez más en esto. He aquí cómo empieza su estudio sobre Carlyle:
“Cuando se pregunta a los ingleses, sobre todo a los que no han llegado a los cuarenta, quiénes son entre ellos los hombres que piensan, citan ante todo a Carlyle; pero a la vez os aconsejan que no le leáis, advirtiéndoos que no le entenderéis palabra. A esto apresúrase uno, como es natural, a coger los veinte volúmenes de Carlyle, crítica, historia, folletos, fantasías, filosofía; se los lee con emociones muy extrañas, y desmintiendo cada mañana el juicio que se formó la víspera. Descúbrese al fin que se está ante un animal extraordinario, residuo de una raza perdida, especie de mastodonte descarriado en un mundo que no está hecho para él. Alégrase uno por esta buena fortuna zoológica, y se le diseca con una curiosidad minuciosa, diciéndose que no se encontrará acaso otro como él”.
Excusado es decir que fui al punto en busca del mastodonte, y me encontré con que se le entiende perfectamente y sin gran esfuerzo, con que es un escritor muy de su país y muy de su tiempo, y con que no tienen la mayor novedad sus ideas. Es, sencillamente, un retórico puritano, una especie de Víctor Hugo que amontona metáforas, apóstrofes, epifonemas y prosopopeyas para hablarnos de la caducidad de las cosas y de cómo el río del Tiempo fluye sin descanso a perderse en el mar de la Eternidad. El Tiempo y la Eternidad —que los escribía así, con letra mayúscula— son sus dos preocupaciones. La mayor parte de la obra carlylesca es un comentario al tema encerrado en la primera de las coplas de nuestro Jorge Manrique. Cuando se le lee mucho, como a mí me ha sucedido en algún tiempo, acaba por encontrársele monótono, y gracias a que escribiendo mucho de historia la materia le imponía forzosamente cierta variedad.
Nada me sorprende que Taine me engañara, pues no conozco escritor más hábil para falsificar la realidad con datos exactos y verdaderos. Cada una de las noticias que da está escrupulosamente compulsada, certificados los hechos que aduce, los detalles son exactos; pero están noticias, hechos y detalles de tal modo seleccionados y agrupados, se da tal maña en la perspectiva, que el conjunto resulta casi siempre la justificación de una tesis previa. Es un caso típico de falsificación con noticias verdaderas, caso tan común en la historia.
Más verídico que Taine me parece Carlyle mismo, porque en éste la filosofía es algo sobrepuesto y como pegadizo, y no algo que encarne en el relato. Su extraordinaria visualidad, su afición a lo pintoresco, su gusto por la historia como mero arte, como espectáculo, le salva de tergiversar los hechos más de lo que los tergiversa. Hay un fondo homérico en este predicador puritano; la fantasía le domina, y describe la fiesta al Ser Supremo con la mayor objetividad. Mas de ordinario no puede resistir al deseo de meterse entre los muñecos que maneja y de salir a su escenario, y he aquí por qué le llamo Maese Pedro.

La “Historia de la Revolución francesa”, de Thomas Carlyle, me recuerda, en efecto, la titerera de Maese Pedro, o en general, un teatro guiñol. Arma su tinglado, monta las figuras, se coloca él, Carlyle, dentro, y empieza a traerlas y llevarlas y hacerlas accionar, viéndosele no pocas veces las manos, y a hablar por ellas remedando voces. De vez en cuando interrumpe la representación, y asomando la cabeza por detrás del tinglado suelta a los espectadores un sermón en que hay mucho de “lúgubre”, “sombrío”, “preternatural”, “limbo”, “misterio fuliginoso”, “Orco”, “Tártaro”, “Caos”, “negruras sulfurosas de eternas tinieblas”, “monstruo”, “prodigio”, “frenesí”, “terror”, “horror”, “pavor”, “rumor”, y sobre todo, “TIEMPO”, escrito así, en letras mayúsculas todo él, y “Eternidad” o la “eterna noche”. Y vuelve a meter la cabeza para continuar su cuento.
Cuando retira para siempre a alguno de sus muñecos, no deja de decirnos que “se desvanece volviendo a la nativa noche”, o algo así por el estilo, y le dirige unas cuantas palabras de despedida, porque acostumbra a hablar con sus títeres y no sólo por ellos. Cuando cogen preso a Mr. de Cazotte, le dice: “¿Por qué, oh Cazotte, abandonaste el noveleo y el Diable amoureux por una realidad como ésta?” (Vol. II, lib. I, cap. II.)
A cada momento se dirige a sus muñecos para animarles, consolarles, reprenderles o prevenirles, ejerciendo de profeta a posteriori. “¡Oh, despierto Dumouriez Polimetis, el de la fecunda cabeza, que los dioses te sean propicios!” (Vol. III, lib. I, cap. III.) A Maillard, el guión de las mónadas, como le llama: “¡Esperaba uno, oh Estanislao, encontrarte en otro sitio que no aquí, astuto ujier montado, con tinte de ley! Tienes que llevar a cabo esta obra, y luego... desaparecer para siempre de nuestra vista”. (Vol. III, lib. I, capítulo IV.) Cuando al representar el asedio de Lille, saca al barbero aquel que al estallar una bomba cogió un casco de ella, metió en él jabón y espuma, y gritando: voilà mon plat a barbe, “he aquí mi bacía”, afeitó en el sitio a catorce personas, no puede menos que decirle: “¡Bravo, buen rapista, digno de afeitar al viejo y espectral Caparroja y de hallar tesoros!” (Vol. III, lib. I, capítulo VII.) Después de haber puesto en escena la muerte de Marat a manos de Charlotte Corday, exclama: “¡Oh vosotros dos, desdichados, que os extinguisteis mutuamente, la hermosa y el escuálido, dormid en paz, en el seno de la madre que os parió a ambos!” (Vol. III, lib. IV, cap. I.) “¡A esta conclusión has venido, desgraciado Luis!” le dice a Luis XVI, o Capeto Veto, como gusta llamarle cuando queda votada su muerte.
Agréguese que juega Maese Pedro con los pronombres personales hasta tal punto, que no se sabe a punto fijo quiénes somos nosotros, quiénes vosotros y quiénes ellos. Pónese unas veces de parte de los unos, y fingiéndose de ellos, dice: “Vamos a hacer esto o lo otro, apresurémonos, tomemos tal o cual resolución”, y al poco rato ya está de la otra parte, y los hasta aquí vosotros hanse convertido en nosotros. Veces hay en que se le ocurre fingirse uno de sus muñecos, y decir por boca de éste lo que respecto a él se le ocurre, como cuando hace decir a Desmoulins: “Casi llego a conjeturar que yo, Camilo mismo, soy un conspirador y muñeco con hilos”.
Se ha visto que a Maillard le llama el “guión de las mónadas”, a Dumouriez “Dumouriez Polimetis”, a Luis XVI “Capeto Veto”. El poner motes es, en efecto, una de sus gracias; apenas hay muñeco a quien no le conozca por algún alias o motejo. A Beaumarchais le llama “Carón de Beaumarchais”, a Roland “el veto de los bribones”; rara vez nombra a Robespierre como no sea llamándole “el cetrino incorruptible”, a Marat “el Amigo del Pueblo”, a Clootz “el orador de la Humanidad”, etc., etc. No debe, pues, extrañar que, aplicándole su propia medida, le llame yo Maese Pedro. Los nombres propios le parecen algo incoloro e insignificativo, algo convencional (véase lo que acerca de los nombres dice en el cap. I del libro II del Sartor Resartus), y prefiere los motes puestos en vista de alguna cualidad del personaje o en recuerdo de alguna de sus hazañas u ocurrencias.
Persigue siempre lo pintoresco; en la escena de su Guiñol la mise en scène, las decoraciones, el attrezzo, son de grandísima importancia. Siente como pocos la importancia de los más menudos detalles. Cuando representa en su titerera la fiesta del Ser Supremo, de Mumbo-Jumbo (así se titula el cap. IV del lib. VI en que la describe), no deja de presentarnos a “Mahoma Robespierre con chupa azul celeste y calzones negros, rizado y empolvado a perfección, llevando en la mano un ramillete de flores y espigas de trigo”; y cuando saca a Luis XVI para llevarle al patíbulo, no olvida vestirle como se debe, con “chupa oscura, calzones grises y medias blancas”. Es un excelente director de escena; no descuida gesto, mueca, tic, peculiaridad alguna de vestido, porte o lenguaje. En tal respecto es un historiador artista, interesado en su relato por el relato mismo. La filosofía que extrae de los hechos es una filosofía que parece, ya lo he dicho, sobrepuesta a ellos; el relato mismo y las enseñanzas que de él saca son dos cosas distintas, no siempre bien ligadas. De aquí su constante digresionar.
Las digresiones son, en efecto, frecuentísimas; a cada momento interrumpe la representación para encarecernos alguna de ellas. A las veces son de carácter concreto, se refieren a alguna circunstancia que la asociación de ideas le trae a las mientes. Así, al dar cuenta de los nobles ancianos a quien se llevaba a la guillotina en los cajones, al anciano Malesherbes, con sus parientes, hijas, hijos y nietos, sus Lamoignons y Chateaubriands, acuérdase del autor de las “Memorias de Ultratumba” y exclama: “Sólo un joven Chateaubriand queda viajando entre los Nachez, junto al rugir de las cataratas del Niágara, al gemir de las inmensas selvas. ¡Salud, gran Naturaleza, salvaje, pero no falsa, no mala ni inmaternal; tú no eres fórmula ni rabiosa disputa de hipótesis, de elocuencia parlamentaria, de construcción de constituciones y de guillotina! ¡Háblame tú, Madre, y canta a mi corazón enfermo tu mística y eterna canción de cuna y quede lo demás lejos!” (Vol. III, libro VI, cap. III.)
Mas de ordinario sus digresiones son de un género más general y abstracto y se reducen a glosas y comentarios de unos cuantos temas, entre ellos el de la caducidad de las cosas y la vanidad de las fórmulas.
Y así exclama, v. gr., al hablar de los debates de la Convención y recordando las tumultuosas asambleas de los antiguos galos:
“Reñían en lengua céltica aquellos Brenos y no eran sansculotes, sino más bien eran las bragas (bracae, de fieltro o cuero crudo, se dice), lo único que tenían, estando, como atestigua Tito Livio, desnudos hasta los muslos; ¡y ved que son todavía la misma especie de obra y de hombres, ahora que se han hecho con trajes y hablan nasalmente una especie de latín corrompido! Pero, en resolución, ¿no envuelve el TIEMPO a esta Convención nacional presente, como envolvió a aquellos Brenos y antiguos Senados augustos, de bragas de fieltro? El Tiempo, sí, y también la Eternidad. Sombrío crepúsculo del Tiempo —o mediodía que se hará crepúsculo—, y luego noche y silencio; y el Tiempo, con sus vanos ruidos todos, es tragado en el tranquilo mar. Compadécete de tu hermano, hijo de Adán. ¡La más irritada y vana jerga de que se sirve no es propiamente más que el llanto de un niño que no puede decir lo que le molesta, pero que se siente mal por dentro, y ha de seguir llorando y berreando hasta que le coja su madre y le lleve a dormir!” (Vol. III, lib. II. cap. I.) Por este estilo son las más de sus digresiones.
Otro de sus temas favoritos es convencernos de que todo lo que en su tinglado nos presenta es representación de realidad y no de ficción, de positiva y sólida realidad en el más hondo sentido de la palabra. Jamás he podido comprender cómo Taine llamó idealismo y hasta ultra-idealismo a la especie de filosofía que para comentar sus historias gastaba Carlyle, pues yo la llamaría más bien ultra-realismo. Verdad es que nada hay más confuso e incierto que esa distinción entre idealismo y realismo, a tal punto, que para muchos es Berkeley el representante del más genuino realismo, y acaso tengan razón en ello.
Todo puede atribuírsele a Carlyle menos propensión al fenomenismo; más bien se le podría suponer adepto de cierto realismo un tanto tosco, en que se siente con fuerza la personalidad concreta, el hombre de carne y hueso que ha de salvarse o perderse para siempre, y no en la memoria de los demás hombres tan sólo. El idealismo trascendente germánico no era en el espíritu de Carlyle más que superficial; por debajo latía el alma misma de Bunyan, la de los sombríos puritanos obsesionados por el problema de su propia justificación personal y de la salvación eterna de su alma. Teniendo en escena a Marat y a los que en la Convención le acusan, exclama: “Gritad vosotros, los setecientos cuarenta y nueve; es Marat, él y no otro. No es Marat un fantasma del cerebro o mero impreso de tipos de imprenta, sino una cierta cosa material, de carne y hueso, de baja estatura. Ahí le tenéis en su negrura, en su sombría escualidez, viviente fracción del Caos y de la vieja Noche, en carne visible, deseoso de hablar”. (Vol. III, lib. II, cap. I.) Y para recalcar más esto de que era Marat un hombre de carne y hueso como los demás, con su historia, al contarnos cómo una vez muerto a manos de Charlotte Corday, llegó de Neuchâtel un hermano suyo a pedir a la Convención el mosquete del difunto Jean-Paul Marat, nos dice: “Porque Marat tenía también un hermano y afectos naturales, y estuvo alguna vez envuelto en mantillas y durmió tranquilo en una cuna, como el resto de nosotros”. (Volumen III, lib. IV, cap. I.)
Y tan fuerte es su realismo, que llega a la más aguda expresión de lo que en filosofía escolástica se llamaba realismo, contraponiéndolo al nominalismo. Es uno de los más frecuentes artificios de Maese Pedro el de emplear el abstracto por lo colectivo, proceso que las lenguas lo cumplen naturalmente. Para él “la respetabilidad” son las personas respetables, “el patriotismo” los patriotas, “el realismo” los realistas (partidarios del rey). Su realismo no excluye nada; tan palpable le parece una idea como un hombre, ya que en su escenario han de tomar las ideas forma concreta. El teatro no admite entidades abstractas, y en Carlyle todo es teatral.
Se ha dicho que el teatro es el arte de las preparaciones, y lo cierto es que Maese Pedro se preocupa de preparar las escenas que han de venir. Y uno de sus procedimientos es el de la profecía. Creo que ha sido D. Juan Valera quien ha dicho que la filosofía de la historia es el arte de vaticinar lo pasado, y la frase es muy feliz y muy graciosa. Maese Pedro acostumbra, cuando saca a escena a alguno de sus muñecos, a decirnos: “éste va a acabar mal”, para añadir más tarde: “¡ya os dije que no podía acabar bien este sujeto!” Cuando el rico Lepelletier Saint-Fargeau tiene que pronunciar su voto respecto al castigo a Luis, y exclama: “¡muerte!”, añade Maese Pedro por su cuenta: “palabra que puede costarle cara”, porque ve en el papel que Lepelletier morirá asesinado; cuando presenta a Chalier, de Marsella, añade: “un hombre que no es probable que acabe bien”; y cuando el tribunal le sentencia a muerte, dice Carlyle desde detrás de su tinglado: “ya dijimos que no podía acabar bien”.
Entre este chaparrón de metáforas, prosopopeyas, epifonemas, vaticinios y digresiones, no faltan patochadas que podían haber ido a la colección de Flaubert. Una vez exclama solemnemente: “Hoy no es ayer, ni para el hombre ni para las cosas”. (Vol. II, lib. III, cap. I.) En esto de las patochadas y solemnidades perogrullescas dudo que se le encuentre rival más digno que Víctor Hugo, que es acaso el escritor al que más se parece, aunque Carlyle con alguna más metafísica que éste.
Hay ocasiones, sin embargo, en que el mismo Carlyle comprende lo enfático, falso y absurdo de su posición, adoptando entonces el cómodo artificio de poner en boca de algún supuesto personaje lo que de propia cuenta dice. Tiene un muñeco que le representa en tablas, cuando no se atreve a hablar por sí desde su escondrijo. En una de estas ocasiones, al final de su Historia de la Revolución Francesa —obra a que se contraen estas notas—, cuando quiere cerrar el drama con una especie de epílogo, se cita a sí mismo, reproduciendo un pasaje de su Collar de diamantes (en las Misceláneas), y al citarlo dice: “En resumen, ¿no se ha cumplido lo que había profetizado ex post-facto, es cierto, el archi- charlatán Cagliostro u otro?” Y aquí sigue una larga cita, que no reproduzco, pero que debe leerse como de lo más típico carlylesco, una cita en que entran ángeles. Uriel, Anaquiel, el Pentágono de Rejuvenecimiento, el Pecado Original, la Tierra, los Cielos, el Limbo Exterior (todo con letra mayúscula), la Impostura, los Tronos, las Mitras, el Carro de Faraón, el Mar de Fuego, el Rey, la Reina, Iscariote Égalité (Felipe de Orleáns), de Launay, la Bastilla... y qué se yo qué más. De todo esto habló “en arrebatada visión y asombro” (in rapt vision and amazement) el archicharlatán Cagliostro u otro. ¡Archicharlatán! ¡Archquack!
¡Archquack! ¡Archicharlatán! He aquí la calificación que mejor cuadra a Maese Pedro y la que se dio a sí mismo. Y con todo y con esto, ¡qué fuente de sugestiones, de enseñanzas, de emociones y de ideas, una obra de Carlyle! ¡Cómo entretiene y cómo enseña la titerera de Maese Pedro! Momentos hay en que el muñeco se agranda a nuestros ojos, cobra vida, se anima, y vemos, no a un perfecto actor que representa a Danton, verbigracia, sino a Danton mismo, en cuanto nos sea dado verlo. Y por otra parte, esta manera de presentarnos la historia, imaginada, rompe a las veces la serie temporal en que de ordinario la vemos presa, y parece que la sucesión se convierte en simultaneidad y el tiempo en espacio, y que conviven y obran y reobran unos sobre otros los hombres de todos los tiempos. Pocos historiadores han sentido más vivamente lo de que la eternidad es la sustancia del tiempo y no el conjunto del ayer, hoy y mañana, que no es la serie infinita, sin principio ni fin, de los movimientos todos, sino la inmutabilidad sobre que éstos se sustentan. Lo único real son la eternidad y la idealidad que en el tiempo y en la realidad se nos muestran; tal es la filosofía toda de Maese Pedro Carlyle, filosofía a que llegó en fuerza de visión de lo temporal y concreto.


Mayo de 1902.

MIGUEL DE UNAMUNO
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