jueves, 26 de septiembre de 2019

Jean Paulhan: Introducción a Sade



INTRODUCCIÓN A SADE
LA DUDOSA JUSTINA O LOS DESQUITES DEL PUDOR

El secreto
Ya se sabe, desde hace algunos años, a qué se debe el más grande éxito de librería que el mundo haya visto jamás, el éxito del Nuevo Testamento. Se debe a que este libro tiene su secreto. Se debe a que deja entender en cada página, en cada línea, algo que no dice, pero que por eso mismo nos intriga, nos retiene, nos ata. Y como no hemos de tratar aquí del Evangelio, nada nos impide, después de todo, revelar el secreto.
El secreto está en que Jesucristo es alegre. El Nuevo Testamento nos lo muestra grave y más bien reflexivo, y a veces irritado, y otras veces hasta con lágrimas y siempre serio. Pero adivinamos otra cosa, algo que el Nuevo Testamento no nos dice: que a veces Jesús está de broma. Que está lleno de humorismo. Que a veces discurre a tuertas y derechas para ver qué ocurre (cuando se dirige a las higueras, por ejemplo). En una palabra, que se divierte.
No querría herir a nadie comparando el Evangelio del Bien al Evangelio del Mal más ingenioso y a la vez más macizo que haya sido compuesto, con toda razón y conciencia, por un hombre en rebeldía. Hay que decirlo no obstante: si Justina ha merecido ser el libro de cabecera —por lo menos en cierta época de sus vidas— de Lamartine, de Baudelaire y de Swinburne, de Barbey d’Aurevilly y de Lautréamont, de Nietzsche, de Dostoievski y de Kafka (o bien, en un plano diferente, de Ewerz, de Sacher Masoch y de Mirbeau) se debe a que este libro, extraño en su simplicidad aparente, que los escritores del siglo XIX sin casi nombrarlo han pasado gran parte de su tiempo en anotar, aplicar, refutar; este libro que planteaba una cuestión tan grave que no bastó la obra de un siglo entero para contestarle (y no por entero), este libro tiene también su secreto. A él volveremos. Pero atendamos antes a la cuestión moral.

I. — De ciertos libros peligrosos
Uno cree que ya todo ha sido dicho sobre el beneficio de las penas y la ventaja de los castigos. Corren al respecto mil opiniones, se han publicado cien mil libros. Y sin embargo pienso que han descuidado lo esencial: quizá porque parecía demasiado evidente, porque no hacía falta decirlo. Pues bien, mejor será si se dice.
El primer punto es obvio: los criminales son de cuidado, ponen en peligro la sociedad y la especie humana misma. Desde este punto de vista, por ejemplo, más valdría que no hubiera asesinos. Si la ley dejara a cada uno de nosotros la libertad de matar a sus vecinos (ya menudo las ganas no nos faltan) y a sus padres (como todos los deseamos sordamente, según los psicoanalistas), no quedaría mucha gente sobre la tierra. Sólo quedarían los amigos. Y ni aun los amigos, ya que en fin de cuentas —aunque sea un detalle que nos olvidamos generalmente de considerar— hasta nuestros amigos son hijos, padres o vecinos de alguien. Paso al segundo punto: no es menos evidente, a poco que reflexionemos.
Los criminales son por lo común más interesantes que las personas honradas: más inesperados, dan más que pensar. Y aunque sólo digan trivialidades (como suele ocurrir) son más sorprendentes: precisamente a causa de ese contraste entre el fondo peligroso y la apariencia inofensiva. Lo saben muy bien los autores de folletines: en cuanto sospechamos que el buen notario o el farmacéutico han envenenado en otro tiempo a toda una familia, sus expresiones más chatas se nos antojan preciosas, y si afirman que el tiempo vuela, sospechamos que meditan un nuevo crimen. Dicen los moralistas que basta haber suprimido, aunque sea por descuido, una sola existencia humana, para sentirse transformado de la noche a la mañana. Con lo cual los moralistas cometen una imprudencia, pues todos tenemos ganas de sentirnos transformados. Es éste un sentimiento viejo como el mundo; a la postre, es más o menos la historia del árbol del bien y del mal. Y si en general la prudencia nos impide transformarnos hasta ese punto, al menos deseamos vivamente frecuentar a los que han pasado por una experiencia semejante, deseamos ser sus amigos, entrar en sus remordimientos (y en el saber que es su resultado). Sólo puede retenernos aquí esa actitud que he señalado antes: el asesino no es un individuo al que haya que alentar; cuando lo admiramos, participamos en un vasto complot contra el hombre y la sociedad. Y por poco que seamos escrupulosos, nos sentimos mortificados, tironeados a diestra y siniestra, privados a la vez de las ventajas de ambas conciencias: la sucia y la limpia. Aquí interviene el castigo.

Ventajas del castigo
Me atrevería a decir que todo lo concilia. Desde el momento en que el ladrón se encuentra él mismo robado —si no siempre de su dinero, por lo menos de algunos años de su vida, que valen dinero y aun más— y el asesino se encuentra asesinado, podemos frecuentarlos sin el menor escrúpulo y, mientras viven, llevarles, por ejemplo, naranjas a la prisión; podemos tomarles cariño y aun beber sus palabras: ya pagan, ya han pagado. Lo han sabido mejor que nosotros los reyes y reinas y santas que acompañaban y conducían a los criminales hasta el cadalso y llegaban a recoger, como Santa Catalina, algunas gotas de su sangre. (¿Y quiénes no se sentirían hoy agradecidos a ciertos hombres que nos enseñan, en su suplicio, el peligro, el sentido mismo, que habíamos perdido, de la traición?)
A esto quería llegar: es costumbre, desde hace ciento cincuenta años, el frecuentar a Sade por autores interpuestos. No leemos Los Crímenes del Amor sino, por ejemplo, La posada del Ángel Guardián, ni La Filosofía en el “boudoir” sino Más allá del Bien y del Mal, ni Los Infortunios de la Virtud sino El Castillo o El Proceso, ni Julieta sino Las diabólicas, ni La Nueva Justina sino El jardín de los Suplicios, ni La Carpeta de un hombre de letras (por otra parte, perdida) sino Las Memorias de Ultratumba. Esta timidez sólo se explica como efecto de los ya mencionados escrúpulos. Sí, es cierto que Sade era un hombre peligroso: sensual, violento, un bribón a veces y (por lo menos en sueños) atrozmente cruel. Pues no sólo nos invita a asesinar a padres y vecinos, sino también a nuestras mujeres. Más aún: vería con gusto la desaparición completa de la especie humana para dejar lugar a una nueva invención de la naturaleza. Además, poco sociable; y aún poco social. Rabioso de libertades. Pero son éstos escrúpulos que podemos aplacar.
Porque Sade ha pagado con creces. Pasa treinta años de su vida en las diversas bastillas, fortalezas o prisiones de la Monarquía, luego de la República, del Terror, del Consulado y del Imperio. “El espíritu más libre —decía Apollinaire— de que hasta hoy se tenga noticia”. En todo caso, el cuerpo más confinado. A veces se ha dicho que hay una clave única para todas sus novelas, que es la crueldad (visión, según creo, demasiado simple). Más seguro es que haya para todas sus aventuras y todos sus libros un final único, que es la prisión. Hasta hay un misterio en tantos arrestos y encierros.
Confrontemos el crimen y el castigo. Parece probado que Sade dió una paliza a una prostituta de París: ¿merece esto un año de prisión? Que dio pastillas de Richelieu(1) a unas mozas de Marsella: ¿merece esto diez años de Bastilla? Seduce a su cuñada Luisa: ¿merece esto un mes en la Conserjería? No deja de molestar a sus poderosos, a sus temibles suegros, el Presidente y la Presidenta de Montreuil: ¿merece esto dos años de fortaleza? Ayuda a evadirse (estamos en pleno Terror) a algunos moderados: ¿merece esto un año en las Madelonnettes? Se admite que publicó libros obscenos, que atacó a los amigos de Bonaparte; no es imposible que haya simulado estar loco. ¿Merece esto catorce años en Charenton, tres años en Bicêtre, un año en Santa Pelagia? ¿Cómo no pensar que todos los pretextos parecían buenos a los diversos gobiernos de Francia —¡cuántos no vio!— para encerrarlo; y a Sade —¡quién sabe!— para dejarse encerrar? Pero pasemos. Un punto al menos está claro: sabemos que Sade corrió sus peligros; que los aceptó, que los multiplicó. También sabemos que al leerlo corremos posiblemente los nuestros. Por eso somos más libres de pensar a nuestro antojo en lo que quizás hubo de bueno, y en todo caso de delicioso, en ese sobrino nieto de la casta Laura de Noves: en su extremada distinción; en sus ojos azules sobre los cuales, cuando niño, se inclinaban las damas; en ese blando no sé qué de su talle, en sus dientes, los más hermosos del mundo(2); en sus éxitos en la guerra; en su violenta afición al placer; en sus respuestas impetuosas pero agudas (no eran posibles sin jactancia, ni sin chorrera) ; en el joven señor provenzal cuyas manos besan los vasallos y a quien acompaña el amor fiel en demasía, el amor a pesar de todo, de la voluminosa Renée, un poco caballuna y ruidosa, mujer buena y tierna en el fondo.

II. El divino marqués
Dejaré de lado la eficacia particular que hacía hablar a Duclos de los “libros que se leen con una sola mano”. No porque sea ininteresante, ni porque hasta cierto punto deje de ser sensacional; más de un escritor, por abstracto que fuere, sueña para sus obras con una influencia —con una resonancia— análoga (en otro plano, desde luego). Y además da poco que decir, pues por lo común es imprevisible. Todos admiten que el velo y la alusión (si os parece mejor, el donaire y la chocarrería) tienen más probabilidades de suscitarla que la obscenidad lisa y llana.
Ahora bien, en Sade hay pocos velos y alusiones. Ni el menor doble sentido. En realidad, quizá sea esto lo que se le reprocha. Nadie más lejos que Sade de esa especie de sonrisa suficiente, de sobrentendido malicioso que aparece en las historias de color subido de Brantôme, en los pasajes escabrosos de Voltaire o Diderot o en ese arte un poco contorneado que Crébillon, en sus cuentos de alcobas y sofáes, ha llevado a una perfección desesperante. Hay en la literatura una masonería del placer cuyos guiños, invitación a medias palabras, puntos suspensivos, conocemos todos. Pero Sade rompe con estas convenciones. Tan desligado de las leyes y reglas de la novela erótica como puede estarlo Edgar Poe de la novela detectivesca, Victor Hugo del folletín. Siempre es directo, explícito —trágico, además. Y si hubiera que clasificarlo a todo trance, sería más bien entre esos autores que nos castran (decía Montaigne). Asimismo, hay otra especie de atractivo que él no se permite.

Ni pornógrafo, ni literato
Sólo puede llamárselo el atractivo literario. El mérito de más de una obra célebre —y en todo caso su éxito— depende de un ingenioso sistema de alusiones. Voltaire en sus tragedias, Delille en sus poemas evocan a cada verso, y se complacen en evocar, a Racine o a Corneille, a Virgilio, Homero y compañía. Para sólo citar al rival inmediato de Sade (y que en el Mal, en cierto modo, le hace competencia), bien se ve que Laclos está podrido de literatura —de la cual saca, por otra parte, el partido más hábil: el más inteligente—. Las Relaciones peligrosas es la justa del amor cortés (todo el problema estriba en saber si Valmont sabrá merecer a Mme de Merteuil), conducida por heroínas racinianas (no faltan Fedra, ni Andrómaca), en la sociedad fácil de los Crébillon, Nerciat y Vivant-Denon (pues, al final, todo termina bastante pronto en la alcoba; por lo menos, todo se considera desde el punto de vista de la alcoba). Tal es la clave del misterio: Las Relaciones encierran, discretamente, un cursillo de historia literaria para personas mayores. Porque los autores más misteriosos son en general los más literarios; su extrañeza reside justamente en sus incongruencias: en este encuentro de personajes venidos de los ambientes —de las obras— más alejados, llenos de sorpresa al encontrarse. Por otra parte, Laclos nunca pudo repetir ese esfuerzo sobrehumano.
Pero Sade, con sus glaciares y sus abismos y sus castillos terroríficos, con el proceso sin fin que sigue contra Dios —contra el hombre mismo—, con su insistencia y sus repeticiones y sus espantosos lugares comunes, con su espíritu sistemático y sus raciocinios sin límite, con esa persecución testaruda de una acción sensacional pero de análisis exhaustivo, con esa presencia constante de todas las partes del cuerpo (ni una hay que no sirva), de todas las ideas del espíritu (ha leído tantos libros como Marx), con ese desdén extraño por los artificios literarios y a la vez, y en todo momento, esa exigencia de la verdad, con ese aire de un hombre que no cesara de moverse y al mismo tiempo de soñar uno de esos sueños indefinidos que a veces suscita el instinto, con esa gran dilapidación de fuerzas y esos gastos de vida que evocan temibles fiestas primitivas —o esas fiestas de otra especie que son, quién sabe, las grandes guerras—, con esas vastas tomas de posesión del universo o, mejor, con esa simple toma que es el primero en operar sobre el hombre (y que debemos llamar, sin juego de palabras, una toma de sangre), Sade nada tiene que ver con análisis y selecciones, con imágenes y efectos de teatro, con elegancia y amplificaciones. No distingue ni separa. Se repite y machaca de continuo. Hace pensar en los libros sagrados de las grandes religiones. Sigue creciendo, apenas detenido por instantes en alguna máxima:

Hay momentos peligrosos en que lo físico se abrasa en los errores de lo moral...
No hay medio mejor de familiarizarse con la muerte que asociarla a una idea libertina.
Declamamos contra las pasiones, sin pensar que en su antorcha la filosofía enciende la suya...

¡Y qué máximas! Ese murmullo gigantesco y obsesionante que sube a veces de la literatura, y quizá la justifica: Amiel(3), Montaigne, el Kalevala, el Ramayana. Si me objetáis que al menos se trata de un libro sagrado que no ha tenido su religión ni sus fieles, diré ante todo que tan feliz circunstancia sólo puede regocijarnos (pues nos deja en libertad para juzgarlo por sí mismo, no por sus efectos). Pensándolo bien, agregaré después que no estoy tan seguro de ello: que la religión de que se trata estaba condenada, por su naturaleza misma, al secreto y desde ese secreto dispuesta a lanzar de vez en cuando una queja hacia nosotros; tres versos de Baudelaire:

Et qui, cachant un fouet sous leurs longs vêtements,
Mêlent dans le bois sombre et les nuits solitaires
L’écume du plaisir aux larmes des tourments.(4)

Una salida de Joseph de Maistre:

Desdichada la nación que suprimiera la tortura...(5)

Una frase afortunada de Swinburne: El marqués mártir..., un grito de Lautréamont: ¡Delicias de la crueldad! Delicias que no pasan..., una reflexión de Puchkin: ...la alegría que nos da todo aquello que se acerca a la muerte. Más aún: desconfío del placer un poco turbio que siente Chateaubriand —entre otros— ante la agonía de las mujeres que lo amaron, los regímenes que defendió, la religión que cree verdadera. Y no sin razón —aunque sea una razón difícil de esclarecer— Sade ha sido llamado el divino marqués. Por otra parte, no tenemos la certeza de que fuera marqués. Pero no cabe duda de que cierto número de personas (y de apariencia respetable) lo han tenido por divino —o por verdaderamente diabólico, lo cual es del mismo orden.
Y hasta siento una inquietud al respecto. Me pregunto, cuando veo tantos escritores de hoy empeñados conscientemente en rechazar el artificio y el juego literario en beneficio de un acontecimiento inexpresable que se nos presenta a la vez como erótico y espantoso; preocupados en toda circunstancia de llevar la contra a la Creación; afanosos por buscar lo sublime en lo infame, lo grande en lo subversivo, y exigiendo además que una obra comprometa y defina para siempre a su autor según una especie de eficacia (que no deja de evocar la eficacia, puramente fisiológica y local, a la cual he aludido), me pregunto si en ese terror extremo no deberíamos reconocer un recuerdo más que una invención, un renacer más que un ideal; en resumen: si la literatura moderna, en su parte que nos parece más viva —en todo caso, la más agresiva— no se encuentra toda ella vuelta hacia el pasado y determinada precisamente por Sade, como lo estaban por Racine las tragedias del siglo XVIII.
Pero sólo quería hablar aquí de Justina.

III. — Las sorpresas del amor
Pues bien, Justina tiene todas las virtudes y cada virtud le vale un castigo. Compasiva, un mendigo la desvalija. Piadosa, un monje la viola. Honrada, un usurero la arruina. Se resiste a ser cómplice de un hurto, de un envenenamiento, de un ataque a mano armada (¡pues la mala suerte y la pobreza la llevan a frecuentar cada ambiente!) para luego ser tenida ella, la infeliz, por culpable del robo, el ataque o el asesinato. Lo demás por el estilo. Sin embargo, Justina sólo sabe oponer un alma recta y un espíritu sensible a las maldades de todo género. Más aún: trae suerte a los que abusan de ella, y los monstruos que la atormentan llegan a ministros, cirujanos del rey, millonarios. De ahí que Justina se asemeja a esas obras morales donde el vicio tiene siempre su castigo; la virtud, su recompensa. Sólo que aquí ocurre lo contrario; pero su defecto, desde el punto de vista puramente novelesco (o sea el nuestro), es el mismo: siempre sabemos lo que ocurre al final. Este final ni siquiera ofrece la trivialidad que hace a la larga de una conclusión demasiado virtuosa una de las convenciones de la novela, apenas más aparente que la división en capítulos o en episodios. Sade, sin duda, toma terriblemente en serio sus tristes desenlaces, se muestra sorprendido cada vez. Cosa aún más rara, nos sorprendemos con él.
Esta sorpresa plantea un problema singular. Singular porque Sade no se permite los expedientes entonces en boga entre sus rivales, los novelistas negros. Es demasiado fácil asombrar cuando se recurre, como Radcliffe o Lewis, a fantasmas, quimeras góticas, espectros del infierno y otras brujerías en que la sorpresa es parte esencial. En cambio Sade sólo quiere habérselas con el hombre; agrega: con el hombre natural, tal como lo pintan, por ejemplo, Richardson o Fielding(6) Por lo tanto, nada de ogros ni de magos, nada de ángeles ni de demonios —sobre todo, ¡nada de dioses!— pero sí la única facultad en el hombre que forja esos dioses, ángeles o demonios; pero sí los vicios o virtudes que al provocar nuestra sorpresa ponen esa facultad en movimiento. El enigma así presentado consta de dos o tres palabras; la primera es del todo simple y común: el pudor.

Sade, pintor del pudor
Es curioso que el siglo XVIII, al que debemos los cuadros de costumbres más cínicos de nuestra literatura, nos haya dado también dos grandes pintores del pudor: uno de los dos, como sabemos, es Marivaux. El otro, no sé porqué nos obstinamos en ignorarlo, es Sade. Es curioso o, más bien, no tiene nada de curioso. Tanto miedo ante el amor y tantos retos al miedo, tantos orgullos y huidas, tanto replegarse sobre sí mismo, y ese rehusarse a ver y a oír que traiciona y protege a la vez, todo aquello que más tarde habría de llamarse marivaudage —pues Marivaux comparte con Sade el dudoso privilegio de haber dado su nombre a cierta conducta amorosa; y por otra parte, no estoy seguro de que la atribución sea mucho más exacta ni mejor entendida en el caso de Sade que en el de Marivaux; este azoramiento y este temor de una herida sólo se explican, sólo se comprenden si hay posibilidad de herida, y si el amor, en fin, es peligroso. Las heroínas de Marivaux son púdicas como si hubieran leído Justina. La misma Justina...
Cualquier cosa que le suceda, Justina se asombra siempre. La experiencia nada le enseña. Su alma sigue ignorante, su cuerpo más ignorante aún. Ni siquiera se atreve uno a suponerle aquí o allá un leve movimiento de cabeza, unos ojos entrecerrados. Nunca dará el primer paso. Aun enamorada, no se le pasa por la cabeza abrazar a Bressac. Dice: “Si alguna vez mi imaginación se había perdido entre estos placeres, es que los creía castos como el dios que los inspiraba, otorgados por la naturaleza para consuelo de los humanos, nacidos del amor y de la delicadeza ; bien lejos estaba de creer que el hombre, como las bestias...”(7) Sorprendida, cada vez que se libran sobre ella a maniobras de las que sospecha apenas el sentido y en modo alguno el interés. Forma la imagen de la virtud más desgarradora —¡ay!, más desgarrada. “El pudor, decían entonces, es una virtud que se prende con alfileres...” Pero sobre Justina los alfileres están prendidos en la carne, que hacen sangrar cuando le arrancan el vestido. ¿Diremos que el lector necesita no poca buena voluntad para dejarse sorprender y herir con ella? No. Ante todo, allá el lector si entiende como desgarramientos morales y sensibles todo lo que le proponen como desgarramientos físicos. Justina se desenvuelve con el ritmo de los cuentos de hadas donde leemos que Cenicienta lleva pantuflas de cristal —y entendemos en seguida (a menos de ser un poco romos) que no son pantuflas de marta(8), sino que Cenicienta apoya su pie con infinita delicadeza. Por lo demás, vivimos al borde de lo extraño. ¿Hay algo más sorprendente que llevar en el extremo de los brazos estos raros órganos prensiles, no poco rojizos y arrugados, las manos, y estas piedrecillas (además transparentes) en los extremos divergentes de las manos? A veces nos sorprendemos en el acto de comer, ocupados en triturar, entre otras piedras que erizan nuestra boca, fragmentos de animales muertos. Quizá ni uno solo de nuestros actos tolera una atención prolongada. Pero hay un territorio, al menos, donde la extrañeza no es casual ni excepcional, donde es ley.

Amor y placer son imprevisibles
Pues comer, en suma, nos desconcierta bastante poco: tenemos (vagamente) la impresión de que nuestra comida de hoy prolonga mil comidas anteriores, a las que se parece mucho y que le sirven de garantía. En cambio, como sabemos, todo amor nuevo nos hace pensar —a tal punto cada rasgo de la mujer amada se nos antoja único e inefable— que nunca habíamos amado antes. En vano hablan aquí los poetas de fuentes de frescura, de nidos de pájaros, de jacintos y de rosas: apenas evocan débilmente la más viva sorpresa que nos procura la vida.
Es la misma sorpresa que evidencia en otro plano el lenguaje común, con sus locuciones y proverbios sobre los órganos secretos: el hermanito, el hombrecillo, el amiguito, el segundo o también “el animal que vive bajo la ropa y se alimenta de simientes”. ¿Qué nos han hecho pues estos órganos para que no podamos mencionarlos con simplicidad? Por lo menos, negarse a la costumbre. ¿Sólo queda al prosista atestiguar la sorpresa y el desconcierto que le causan?
Sin duda. O si no renovar cada vez los motivos de esa sorpresa, de suerte que no pueda resultar trivial —domesticada— al lector, e imponerle el desconcierto más bien que decírselo. Así procede Sade a su modo. Pues ¿qué significan tantas manipulaciones diferentes, tantas maneras barrocas de buscar el placer y hacer el amor sino que el amor y el placer no dejan de parecemos asombrosos, imprevisibles?
Ya lo he dicho: Justina se lee, o debiera leerse, como un cuento de hadas. Añádase que en ella se trata únicamente de ese rasgo de amor, paradojal y en sí casi del todo increíble, que induce a los amantes, decía Lucrecio, a torturar el cuerpo de sus amadas.
Sin embargo, el enigma tiene una última palabra.

IV. — Justina, o el nuevo Edipo
Sade no esperó a estar preso para leer. Ha devorado los libros favoritos de su siglo. Se sabe de memoria la Enciclopedia. Siente por Voltaire y Rousseau una mezcla de simpatía y horror. Justamente, un horror lógico: los juzga poco coherentes. Poco consecuentes, como se dice. Al menos acepta sus principios, su exigencias, sus prejuicios. He aquí el principal.
El siglo XVIII acababa de descubrir, y estaba no poco orgulloso por ello, que un misterio no es una explicación. No, y un mito tampoco. Muy por el contrario, se ve que al mito recién forjado le hace falta otro mito que venga a respaldarlo. Una tortuga —dicen los hindúes— sostiene la tierra sobre su espalda. Sea, pero ¿quién sostiene la tortuga? Dios ha creado el mundo. Sea, pero ¿quién ha creado a Dios? Por otra parte, el descubrimiento (para halagarlo con este nombre) venía de más lejos. Pero no hay como los Enciclopedistas para darle una forma popular y a la vez mundana. Ya sólo se hablará por fórmula de un Dios al que Voltaire —y más tarde Sade— oponen únicamente el hombre: el hombre (dicen también) que no es sino un hombre. El hombre (agrega Voltaire) que no es noble. El hombre natural, sin la Fábula.
Era rehusar, desde un comienzo, todo el encanto consabido —todas las facilidades— de la literatura; era también exponerse a una nueva dificultad. Pues, en suma, este hombre solo ha tenido sin embargo que inventar a Dios, y los genios, y los sátiros, y el Minotauro. Poco habremos adelantado en su conocimiento hasta no explicar mediante los rasgos de la naturaleza humana, no sólo nuestras sociedades reales y las pasiones que en ellas se agitan, sino también esas vastas sociedades fantásticas que las acompañan como su sombra. Tal es el peso con que gravitaba súbitamente sobre las letras la muerte de Dios. Voltaire es humano, sea. Hasta un buen tipo del hombre corriente. Sin embargo no podemos no pensar que han habido guerras y grandes religiones y migraciones e Imperios y la Santa Inquisición y los sacrificios humanos, y que muy a menudo los hombres no se han parecido a Voltaire.
“No importa —responde la Enciclopedia—. Somos modestos. Tendremos la paciencia necesaria. Por lo menos, tenemos al hombre. Está ahí ante nuestros ojos. Somos compañeros de exilio (si de un exilio se trata). Sólo queda observarlo sin prejuicios, someterlo a nuestro cuestionario. Tendrá que terminar por confesarlo todo. Si consigue disimular (pues es de cuidado) tal o cual de sus inclinaciones, ya la descifrarán nuestros nietos. El tiempo está con nosotros. Por el momento, llenemos nuestras fichas y organicemos nuestras colecciones.”

Voltaire y Juan Jacobo hacen trampas
Sade es bien de su época. También él comienza por el análisis y las pacientes colecciones. Se creyó mucho tiempo que ese gigantesco catálogo de perversiones, Las 120 Jornadas, era la coronación de su obra. En modo alguno. Es su base y el primer peldaño. Un peldaño que no hubiera desaprobado la Enciclopedia. Sade llega a imponerse un rigor que no conocían los Enciclopedistas; todos —piensa— se ven muy pronto obligados a trampear: unos, como Rousseau (quien, además, hace banda aparte), porque son de naturaleza tímida y llanto fácil: siempre trabados por la presencia de los demás, prontos a huir de ese hombre a quien ven y tocan y con quien conversan en pro de sabe Dios qué buen salvaje (desmentido mil veces por la historia de los pueblos). Otros, como Voltaire, porque son ellos mismos de carácter seco e insensible, y además incapaces de creer en la verdad de las pasiones que no experimentan. O bien, como Diderot, porque son ligeros y saltan de una idea a otra. El hombre de Voltaire acaso explica que la humanidad haya inventado el azadón; el hombre de Rousseau, los herbarios; el de Diderot, la conversación. Pero ¿y los ogros y las inquisiciones y las guerras? “¡Ah!, —contesta Voltaire— los pobres no son juiciosos”. “Eso es precisamente lo que llamo hacer trampas” —dice Sade—. Se trataba de conocer al hombre. Y ya lo queréis cambiar”.
Preciso es confesarlo: este rigor —ganas tengo de llamarlo heroísmo— hubiera podido descarriar a Sade (como descarrió por entonces a ese impetuoso majadero, por lo demás buen escritor, Restif de la Bretonne). Pero no hay tal cosa. Un Krafft-Ebing consagra, al repetirlas en diez volúmenes atiborrados de ejemplos, las categorías y distinciones del divino marqués. Un Freud retomará más tarde su método y sus principios mismos. Único ejemplo en nuestras letras, creo, de algunas novelas —pues son novelas— que fundan, cincuenta años después de publicadas, toda una ciencia del hombre. También debe admitirse que Sade, en sus épocas de libertad, había dedicado aún más tiempo a observar que a leer. O bien que cierto ardor de su naturaleza le hacía probar —le hacía adivinar, asimismo— pasiones muy diversas. Me sorprende que no le hayan guardado por ello más gratitud. Dicho esto, es evidente que el rigor científico en tales asuntos comporta siempre peligros: lleva a dar un lugar demasiado grande, y demasiado exclusivo, a las pasiones, a la física del amor (como al interés individual en economía social). Cualquiera puede negar la existencia del alma, y aun la del espíritu, pero no la del acto sexual.
Y Sade rechaza no menos severamente esta nueva facilidad. Hemos visto lo que tienen la mayoría de los libros eróticos, y que a los suyos falta: cierto tono de superioridad (que también podría llamarse de inferioridad), cierto empaque de suficiencia (también diríamos muy insuficiente). Con más precisión, cierto tono de extrañeza, un brusco echarse atrás: pues la literatura, y casi el lenguaje, se detiene ante un acontecimiento (a veces denominado animal, o bestial) que parece ajeno al espíritu; uno se limita pues a dejar constancia, ya con divertida satisfacción, como Boccaccio o Crébillon; ya con ciertas reservas, como Margarita de Navarra o Godart d’Aucourt. Pero esta diferencia de tono, este apartarse repugna a Sade. “El hombre es uno y lúcido —dice—. Nada hace sin razonar”. Por eso sus héroes se aceptan constantemente a sí mismos aun en sus aberraciones, y se siguen con el espíritu. “Nosotros, los pícaros —afirma uno de ellos (pero todos lo repiten)—, nos jactamos de franqueza y exactitud en nuestros principios”(9) Lo que les pone en movimiento son reflexiones y palabras.
Por eso son débiles. Pues también las reflexiones y las palabras podrían apaciguarlos. No hay argumento, por sólido que sea, que no acepte de antemano ceder al argumento contrario si lo reconoce más sensato. Así la Lénore de Alina y Valcour escapa a más de una violación por los pretextos excelentes que improvisa. La misma Justina es invitada a cada momento a refutar a sus perseguidores. Nunca la toman a traición: “Nada de arrebatos —dice uno de ellos—. Razones. Me rendiré si son buenas”(10). Y Justina no es tonta. Le presentan un problema planteado con tanta honradez —tan detallado, tan explícito— que a cada instante esperamos que descubra la solución. Justina, o el nuevo Edipo.

V. — Tres enigmas
La mayoría de estos enigmas han hecho fortuna después de Sade. Lo peligroso es que hoy los consideramos separadamente, mientras que Sade los plantea todos a la vez; también que nos sean, separados, demasiado familiares, y la respuesta —o la dificultad de responder— demasiado evidente. Pero miremos de cerca los textos.
“Ante todo, precisemos —dice Sade—. ¿Quién eres y qué buscas en este mundo? Hay momentos demasiado frecuentes en que duermes, inerte, o bien te dejas vivir, yendo y viniendo como una estatua organizada. Esa estatua ¿eres tú? No, te quieres consciente, hasta donde es posible, y razonable. Buscas la felicidad que multiplica conciencia y razón. ¿Qué clase de felicidad? Generalmente se la coloca en el placer, el amor. Sea. Pero trata de no confundir el uno con el otro. Hay una diferencia esencial entre amar y gozar: la prueba es que se ama todos los días sin gozar y que aun más a menudo se goza sin amar. Entonces, si el goce entraña un placer evidente, confesarás que el amor se acompaña de mil conflictos y confusiones. “Pero ¿y los placeres morales?...”, dices. Cierto. ¿Conoces uno solo que no provenga de la imaginación? Concédeme que esta imaginación se nutre de libertad y que los goces que dispensa son tanto más vivos cuanto más desligada está aquélla de frenos y de leyes. ¿Qué norma anticipada podríamos fijarle? Y ¿puede hablarse de tal cosa? ¿No sería imprudente? Dejémosla volar a su antojo.
Hablábamos del placer. También hay que distinguir el deleite que sientes del que crees proporcionar. Ahora bien, la naturaleza nos instruye perfectamente sobre nosotros mismos, bastante mal sobre los otros. ¿Tienes la certeza de que la mujer que oprimes en tus brazos no finge el placer? En cuanto a la mujer que ofendes, ¿estás seguro de que no recoge de la ofensa una satisfacción turbia y dudosa? Concretémonos a la evidencia: la delicadeza, las atenciones, la preocupación por otro perjudica en todos los casos nuestro propio placer a cambio de un resultado incierto. ¿Acaso lo normal en un hombre no es preferir lo que siente a lo que no siente? ¿Y hemos sentido nunca un solo impulso de la naturaleza que nos llevase a preferir los demás a nosotros mismos?
—Sin embargo —responde Justina—, la moral...
—¡Eso es, hablemos de moral! —prosigue Sade—. ¿No sabes, pues, que el asesinato ha sido honrado en China, el estupro en Nueva Zelandia, el robo en Esparta? ¿Qué ha hecho este hombre que ves en la plaza descuartizado por cuatro caballos? Quiso practicar en París una virtud del Japón. ¿Cuál es el crimen de ese otro, que dejamos pudrir sobre la paja húmeda? Ha leído a Confucio. No, Justina, esas palabras de vicio y virtud a las que tanta importancia concedemos sólo pueden darte ideas locales. A lo sumo y bien miradas, te indicarán el país en que hubieras debido nacer. La moral es una geografía mal entendida.
—Pero nosotros, que hemos nacido en Francia... —dice Justina.
—A eso iba. Cierto que desde niños nos calientan las orejas con ideas de beneficencia y bondad. Los cristianos, como todos sabemos, fueron los primeros en inventar esas virtudes. ¿Por qué? Porque siendo ellos esclavos y desprovistos de todo, sólo podían obtener el placer —y hasta la subsistencia— de la caridad de sus amos. Mucho les iba en convencer a esos amos. Para ello emplearon sus parábolas, sus leyendas, sus proverbios, todo su arte de seducción. Los amos se dejaron subyugar. ¡Imbéciles! Peor para ellos. Nosotros, los filósofos, más avisados, haremos, buscando el placer a nuestro modo y sin ahorrar esfuerzo, lo mismo que hacían los esclavos que admiras, Justina, no lo que predicaban.
—¿Y el remordimiento? —aventura Justina—. ¿Qué hacéis con él?
—¿No lo has observado tú misma? El hombre sólo se arrepiente de lo que no tiene por costumbre hacer. Si creamos el hábito, el remordimiento se desvanece; si un crimen nos perturba, diez, veinte crímenes no lograrán quitarnos el sueño.
—No hice la prueba.
—¿Y qué esperas? Nos lo demuestra diariamente el ejemplo de los ladrones y bandoleros —como tan justamente se dice—empedernidos. El embrutecimiento predispone a la fe; el crimen repetido nos vuelve impasibles. ¿Qué mejor prueba de que la virtud sólo es en el hombre un principio superficial?
—No obstante —insinúa Justina—, si hubiera habido en otra época algún compromiso de hombre a hombre, algún entendimiento al cual debiéramos permanecer fieles por honor o interés...
—¡Ah, ah! —dice Sade—, promueves toda la cuestión del contrato social. Es posible. Pero me temo que la hayas entendido mal. Razonemos. Supones que los hombres, en el comienzo de sus sociedades, han concluido este pacto: “No te haré mal si tú no me lo haces”.
—Puede haber sido un pacto tácito —hace notar Justina—. Y no veo qué sociedad podría fundarse, ni aun subsistir sin él.
—De acuerdo. Es un pacto que hay que empezar de nuevo a cada momento, y como firmar de nuevo.
—¿Por qué no?
—Considera esto solamente: un pacto de tal naturaleza supone la igualdad de los contratantes. He renunciado a hacerte mal: o sea, estaba en libertad de hacértelo. Renuncio ahora: o sea, había conservado esa libertad.
—¿Y bien?
—Imagina en cambio que me seas entregada como una esclava a su dueño, como un prisionero a su verdugo. ¡Cómo se me ocurriría concluir contigo un acuerdo que te reconozca derechos quiméricos y me prive de mis derechos reales! Si no puedes dañarme, ¿por qué quieres que te tema y me moleste por ti? Pero vayamos más lejos. Me concederás que cada uno goza con el ejercicio de sus facultades y de sus dones particulares: el atleta, con la lucha; el generoso, con sus bondades; así el violento, con su violencia. Si te sometes a mí por entero, a tu opresión deberé mis mayores goces.
—¿Es posible? —pregunta Justina—. ¿Es humano?
—No pondría la mano en el fuego de que el hombre sea humano. Sin embargo, observa esto: así como el fuerte goza al ejercitar su fuerza, así el tierno o el débil se complace en su compasión. Se entrega al placer por su lado. Allá él. ¿Por qué diablos tendría yo que recompensarlo encima por los placeres que se proporciona?
—Vemos, pues —dice Justina—, que hay mil variedades de fuerza y de debilidad.
—Sin duda. Cierto que la civilización ha cambiado el aspecto de la naturaleza; al menos, ha respetado sus leyes. Los ricos de hoy no se encarnizan menos en explotar a los pobres que los violentos de ayer en vejar a los indefensos. Todos esos financieros y señores que ves, sangrarían a un pueblo entero si esperaran encontrar en su sangre partículas de oro.
—Es horrible —reconoce Justina—, pero debo confesar que he visto más de un ejemplo”.

VI. — Tres nuevos enigmas
Ni un sólo ideólogo del siglo XVIII niega que la religión, la moral establecida, la sociedad misma sean de esas invenciones malignas que permiten a ciertos hombres —a los más fuertes, precisamente— atormentar a los pueblos. El prudente y modesto Vauvenargues reclama en nombre de la naturaleza. Voltaire le echa la culpa a la religión, Juan Jacobo, a la sociedad, Diderot, a la moral. Y Sade a todas a la vez. Sí, las leyes son duras, la represión implacable, la autoridad despótica. (Corremos, dice Sade —y es el único en decirlo—, a la Revolución(11). Bien. ¿Qué debe hacer un hombre que ha comprendido esta verdad y no puede sin embargo sacudir de golpe tantas opresiones?
Puede cuando menos deshacerse de ellas ante sí mismo y en secreto. Grimm, Diderot, Rousseau, Mademoiselle de Lespinasse o Madame d’Épinay se atienen, en lo que a moral se refiere, a un solo artículo, a veces confesado, disimulado otras veces: que en todo caso hace falta descubrir, y luego seguir, el primer impulso del corazón, el más espontáneo; a fuerza de paciencia y desasimiento restaurar en nosotros al hombre primitivo. Agregan: la bondad natural.

La mentalidad primitiva
La sociología moderna ha dado buena cuenta de los diversos Salvajes de Tahití, Viajes de Bougainville, Historia de los Severambos, Suplementos a los Viajes y Suplementos a los Suplementos con que se nutrían, hacia 1760, las almas sensibles. Nada quedó de los cuentos azules. Era de prever.
No ignoro que los Salvajes de Tahití no conocen nuestras leyes, ni nuestros códigos morales. Pero ¿y si conocieran otros, no menos severos? Más crueles aún, quizá. (Aquí se ejercitó más tarde la sagacidad de los viajeros. Sabemos que fue colmada.) Adelante. No ignoro que no tienen nuestras carrozas, ni nuestros cañones. ¿Y si fuera adrede? ¿Si hubieran conocido nuestra civilización y hubieran renunciado a ella (como vosotros estáis tentados de hacerlo)? Se dice que los chinos habían inventado la pólvora y los romanos el ascensor. Los tahitianos que veis son quizá los últimos vestigios de una sociedad próspera y gloriosa, con sus palacios y sus fastos —y que después conoció la vanidad de los palacios y de los fastos. Meillet señala que no hay una lengua de la que pueda decirse con certeza que está más cerca que otra de sus orígenes. Del mismo modo no hay un solo pueblo que con toda honradez pueda llamarse primitivo.
—¡Cómo —responde Juan Jacobo—, me basta con sentir en mí ese hombre primitivo! Y sé que es bueno.
—No estoy tan seguro, replica Sade.

Placeres de la crueldad
Todo el mundo lo ha dicho, y debo reconocerlo: hay demasiadas torturas en Justina, cien veces más en La Nueva Justina. Demasiadas espadas y estrapadas, patíbulos y poleas, perchas y látigos. Pero no seamos hipócritas. Existe otro libro muy apreciado en nuestra literatura europea que contiene (incluyendo los grabados) aun más torturas que toda la obra de Sade y más refinamiento en las torturas y más obstinación en el refinamiento: no treinta o cuarenta sino cien mil mujeres envueltas en paja seca para ser quemadas a fuego lento (amordazadas primero para oír menos sus gritos) ; y otras descuartizadas sobre lechos de clavos, violadas delante de sus maridos empalados; príncipes y princesas asados lentamente sobre carbones ardientes; campesinas encadenadas (pobres ovejas, dice el autor) a las que se deja morir de hambre bajo los golpes y el látigo. Al final, las víctimas no se cuentan por decenas (como en La Nueva Justina) sino por millones. Veinte millones exactamente, dice el autor. Es un autor respetable y corroborado por historiadores fidedignos (como Gomara o Fray Luis Beltrán), pues no ha escrito una novela sino un reportaje liso y llano: la Muy breve Relación del padre Bartolomé de las Casas, a quien nadie seguramente acusará de halagar nuestros malos instintos. Y tampoco los soldados españoles que partían para el Nuevo Mundo habían sido elegidos por su crueldad. Curiosos. Simples aventureros, como vosotros y yo. Pero ¡qué queréis!, pueblos enteros estaban sometidos a su arbitrio.
No sé bien qué cobardía nos hace generalmente disimular un hecho obvio: que el hombre pueda sentir un vivo placer al despedazar al hombre (y a la mujer), y antes —y sobre todo, quizá— al imaginarse que lo despedaza. A la postre nada hay en este hecho que pueda desmentir la fe cristiana —ni tampoco la musulmana o la taoísta—, la cual sostiene que el hombre se separó un día de Dios. En cuanto al incrédulo, ¿con qué derecho se niega a observar sin prejuicios a este hombre?
Vemos, sin embargo, que se niega a ello no bien necesita construir, a poca costa, una filosofía natural (el siglo XIX dirá: una moral laica), libre de leyes y de autoridad, libre de Dios. Desde este momento ya no le importan las trampas. De ahí que Sade nos sea precioso para refutar la mentira y las trampas. Se me dirá que pone un ardor un tanto excesivo en refutarlas. Ah, Sade no es muy paciente. ¿Y creéis que los demás, con sus éxtasis ante la naturaleza, sus llantos ante las cascadas, su estremecimiento sobre la hierba tierna, no lo exasperan? Hacía falta un contraveneno a tanta inepcia.
El mundo absurdo
“—Bonito contraveneno —dice Justina—. ¿Y qué vida será la
mía?
—Una vida absurda —responde Sade—. Mira si no”.
El teatro de los hechos es generalmene un castillo salvaje y casi del todo inaccesible. Algún monasterio perdido en el fondo del bosque. Justina se encuentra prisionera en una torre, y con ella tres mozas: la grave Onfalia, la aturdida Florette, la inconsolable Cornelia, esclavas de monjes perversos. ¿Ellas solas? Por el contrario, todo indica que en ese claustro hay otras torres, otras mujeres. A veces una de las esclavas desaparece. ¿Qué ha sido de ella? Todo hace pensar que abandona la vida y el monasterio a la vez. ¿Por qué la hicieron desaparecer? Imposible saberlo. No es cuestión de edad. “He visto aquí —dice Onfalia a Justina— una mujer de setenta años y, mientras que a ella la conservaban, he visto licenciar una docena que apenas habían cumplido los dieciséis”. Ni la edad, ni la conducta. “He visto algunas que se desvivían por complacerlos y que partían al cabo de seis semanas; otras, malhumoradas y caprichosas, continuaban prisioneras por muchos años”. Mozas, además, bien vestidas y alimentadas. Si supieran por lo menos a qué atenerse, qué conducta... Pero no. “Aquí no es excusa decir: no me castiguéis, ignoraba la ley. No hay advertencia previa, y por todo se recibe un castigo... Ayer te condenaron al látigo sin razón. Mañana lo recibirás por tu culpa. Sobre todo no imagines nunca que eres inocente”. (De este modo, a lo largo de Justina, se entrelazan el tema del Castillo y el tema del Proceso). Onfalia agrega: “Lo esencial es no rehusarse nunca a nada..., adelantarse a todo, y aun así, por bueno que sea este método, no siempre está uno muy seguro”(12).
¿Qué remedio a tantos males? Sólo uno. Los desdichados se consuelan viendo de cerca a otros infelices, atormentados por los mismos enigmas, víctimas del mismo absurdo.
Sería ingenuo suponer que en esta aventura Sade sólo se preocupa por cuatro ovejas descarriadas.

VII. — El desengaño de Sade
En 1791 Sade debió tener su hora, y sus meses, de triunfo. Pues la Revolución, que lo reconoce por uno de sus Padres, lo libera y lo cubre de honores. La Comedia Francesa pone en escena El Conde Oxtiern; el pueblo canturrea por las calles una cantata, en honor del divino Marat, cuyo autor es el divino marqués. El brillo de su conversación, la extensión de su saber, la fuerza de su odio, todo promete a Sade una carrera luminosa y segura. A penas si difiere en dos o tres puntos de sus nuevos amigos: por ejemplo, desea, como Marat, un Estado comunista(13); pero también querría conservar un príncipe que velara por la aplicación de las nuevas leyes. Y esto es lo grave: tales leyes serán suaves y moderadas. La pena de muerte queda abolida. Si el ardor de las pasiones humanas justifica a veces el crimen, nada lo disculparía en los códigos...
“...que por definición son de naturaleza fría y razonable. Pero éstas son distinciones delicadas —agrega— que escapan a muchos, quienes, por lo visto, no saben reflexionar ni contar. ¡Cómo! ¡Matáis a un hombre porque ha matado a otro! Esto hace dos hombres de menos en vez de uno”(14).
Así habla, en la Sección de Picas y no sin insolencia, el ciudadano secretario Brutus Sade. Me parece verlo y oírlo. De las mazmorras del tirano ha salido un poco encorvado, un poco obeso. Pero conserva siempre su prestancia. Cordial con cierta obsequiosidad. Y hasta sonriente.
Sonríe, como todos los desengañados. Está desengañado. En la vida no basta ser libre. De todos lados empiezan a caerle piedras. Su notario, el repugnante Gaufridy, reclama dinero; sus hijos hacen como si no existiese; quieren demoler sus castillos de Provenza, que son saqueados mientras tanto. En la Sección misma, bien ve que los ciudadanos lo tienen entre ojos. Esperaban otra cosa del feroz Sade; no esta asiduidad, estas cantatas, esta cortesía. (Cuando el enemigo nos cerca por todos lados; cuando la quinta columna nos arruina y nos mata de hambre.) Además, no es una situación ser secretario —y un poco más tarde hasta presidente— de las Picas. Sade reclama una biblioteca. No hay respuesta. Los teatros rechazan sus nuevas comedias, carentes de civismo, según parece. “Ya te daré yo civismo” —gruñe Sade, en su mesa de presidente. Entonces entra en el local un extraño vejete: un ex-noble que querría ser admitido (dice el secretario). Siéntase en un rincón. Parece muerto de miedo. Hace girar estúpidamente su bastón entre los dedos; de buena gana se lo probaría uno en el hocico. Es el Presidente de Montreuil. ¡El enemigo, el perseguidor, a quien Sade debe trece años de Bastilla!
Y bien, Sade se le acerca sin más y le estrecha la mano. Para darle un poco de ánimo. Lo admitirán allí. No tiene por qué inquietarse. Además, ¡si cree que va a divertirse mucho en la Sección! ¡Pobre Montreuil, como si pensara en divertirse! Tres días más tarde comparece ante Sade un oficial del ejército del Somme, el capitán Ramand(15). “¿Favoreció usted la evasión de emigrados? —pregunta Sade—. —En efecto. —Es la muerte, usted lo sabe. —Lo sé, dice el buen capitán. —Tome, dice Sade. Trescientas libras y sus papeles. Lárguese”. Pocos días más tarde, Ramand está en provincias. Sade en las Madelonnettes. Escapa por un pelo a la muerte porque, entre tanto, han matado a Robespierre. De todos modos, pronto volverá a la prisión. Esta vez, por haber escrito un libelo contra Josefina. ¿Por qué un libelo, por qué contra Josefina? Bah, quizá por la misma razón, sin duda, que lo hacía acoger a Montreuil y soltar al capitán.

Sade vuelve a la cárcel
Pensamos primero en la explicación más simple. Sade se había hecho escritor en la cárcel. Claro que ya había tenido sus escarceos, aquí y allá. Buena pluma, como se dice; un poco a lo trovador (justamente es provenzal). Pero en la cárcel su afición a escribir se le aparece como una especie de revelación.
Es imposible evocar, ni siquiera vagamente, la amplitud de una obra perseguida de la cual apenas conocemos su cuarta parte: el resto ha sido quemado, confiscado, perdido. Si queréis imaginar el furor —la rabia— con que escribe Sade, pensad en Los Infortunios de la Virtud; traza detalladamente su plan, la escribe una, dos, tres veces tomando en cuenta cada detalle, corrigiendo la menor frase o, mejor dicho, inventándola de nuevo; y el segundo relato es el doble del primero; el tercero —quinientas páginas— el triple del segundo. Esta manía de escribir es peor que un vicio o una droga. Participa a la vez de la pasión y del deber. Pues bien: apenas en libertad, todo conspira contra ello: la política, los hijos, los negocios. ¿Cómo vivir de las letras? Parásito, chulo, chantajista, todos los medios son buenos para el que necesita escribir. Y al desdichado que para ser independiente —dice— ejerce un “segundo” oficio (pero entonces ¿cuál era el primero?) sólo le queda (periodista, funcionario, agente de seguros) un recurso: declararse enfermo. Sade, en cambio, se declara culpable. ¿Encarcelan ese año a los revoltosos? Entre ellos está Sade. ¿A los indulgentes? “Puedo, si se me da la gana, poner en libertad a esos cretinos”. ¿A los conspiradores? ¿Por qué no? ¿A los impíos y libertinos? Ésa es cuestión mía. Si todo se desmorona, siempre queda la locura. Es que se podía leer y aun escribir con amplia libertad —ayudado por el furor de estar preso— en los asilos y bastillas del siglo XVIII, bastante benignos, además, para un aristócrata cuyo delito no estaba muy claro. “Y ése ¿de dónde sale? —se preguntaban los guardianes de Sade—. Parece que ha conspirado contra Dios—. ¡Te das cuenta!”

Causas de un desengaño
Sí, el motivo es plausible. Pero vayamos más lejos. Un hombre puede perseguir la fama, el amor, la independencia, con impulso tal que deje atrás su meta, con pasión tan viva y celosa que llegue a despreciar su primer objetivo. ¿Cómo? La gloria, entonces, ¿era esto? ¿Habladurías de los diarios, elecciones de Academia, entrevistas y alguna canción popular cuyo autor ya nadie ni siquiera conoce? La libertad: ¿esos muy pocos aplausos de la platea, esas aprobaciones reticentes, esos votos que mañana se volverán contra uno? No, no es orgullo lo que haría falta para contentarse con ello sino la vanidad más chata. La vanidad y no sé qué afición al engaño, qué deseo de ser cornudo. Entonces las fuerzas del alma cambian misteriosamente de sentido y el conquistador se siente vencido por su presa, el amante huye de la amada y el avaro ve en la miseria el símbolo mismo de la fortuna. El vanidoso goza y se exaspera a la vez del silencio que hacen a su alrededor sus pretensiones insensatas; el amante de la libertad regresa a la cárcel. Justamente asqueado.
Sí, la explicación es plausible. Pero no puedo decir que me seduzca. Volvamos a nuestras ovejas.

VIII. — Sade en persona, o la clave del enigma
Muchos diarios y libros serios hablan hoy de sadismo. Y hacen muy bien. Es un rasgo natural e inmediato del hombre, conocido desde siempre; por otra parte, puede resumirse en pocas palabras: exigimos ser felices; exigimos también que los demás no lo sean del todo. Dicho esto, que tal rasgo pueda degenerar, bajo el peso de las circunstancias, en manías horribles, es cuestión de los psiquiatras. No mía. Ignoro si Sade era sádico: los procesos no aclaran demasiado el asunto; en el que conocemos mejor, el proceso de Marsella, se muestra masoquista: o sea lo contrario. Allí veo que se negó a ser sádico cuando todo lo incitaba a ello: sus rencores, las pasiones del momento y la Sección de Picas. Todavía hay algo más que discutir: el sádico verdadero es quizás el que rechaza las facilidades del sadismo y no admite que nadie lo incite a cultivar su manía. Cada cual es orgulloso a su manera. He aquí algo más singular.
Desde hace unos cincuenta años nos hemos habituado a hablar de masoquismo (según acabo de hacerlo) como hablamos de sadismo. Con igual naturalidad. Como si se tratara de otro rasgo no menos simple y necesario. No menos susceptible, por lo demás, de volverse manía. Me parece bien. Pero si es un rasgo natural, hay que confesar que es barroco, que es punto menos que increíble y que hace falta mucha buena voluntad para llamarlo natural.
Si nos atenemos al ojo, por ejemplo, notamos que está expuesto a más de una anomalía. Puede ser présbita o miope. Puede tener defectos más raros y (como el sadismo) más distinguidos: la amaurosis o la diplopia. Hasta puede ocurrir que haga de su vicio virtud: que sea nictálope, y encantado de serlo. (Así como el sádico saca partido de su sadismo: después de todo, en una sociedad bien organizada también hacen falta verdugos; en todo caso magistrados, enfermeras, cirujanos.) Vaya y pase. Pero nunca, lo que se dice nunca, se ha descubierto hasta ahora un ojo aquejado por zumbidos, hiperacusia, o audición coloreada. Ahora bien: esto es —salvando las diferencias— lo que extrañamente se pretende descubrir en el masoquismo.

El masoquismo es incomprensible
Que el dolor ajeno me dé placer, es sin duda un sentimiento singular y, sin duda, condenable. Pero en todo caso es un sentimiento claro y accesible que la Enciclopedia puede registrar en sus fichas. Pero que mi propio dolor me dé placer, que mi humillación me enorgullezca, ya no es condenable ni singular: es simplemente oscuro; en vano respondo: si es dolor, no es placer; si es orgullo, no es humillación. Si es... Et sic de caetera. Sin embargo, nadie lo duda: existe algo que bien podemos llamar masoquismo. Con más precisión, existen hombres y mujeres que debemos llamar masoquistas (si se quita a la palabra lo que tiene de excesivamente erudito).
Pues vemos gente que nada busca tanto como las befas y el ridículo y que se alimenta de vergüenza mejor que de pan y vino: Felipe de Neri, que bailaba en las calles y se afeitaba la mitad de la barba, prefería pasar por loco que por santo; el jeque Abu Yazid al Bisthami daba a los chicos de los zocos dos nueces a cambio de una bofetada. No faltan hombres que deseen a sus amigos —y al primero de sus amigos: a sí mismos— “sufrimiento, abandono, enfermedad, malos tratos, deshonor, profundo desprecio de sí y el martirio de la auto-desconfianza”(16). Y otros que dicen, con la portuguesa: “Hacedme sufrir mayores males”. A quien replicara que se trata en todo caso de una astuta tentativa para asegurarse el bien que sigue al mal y el honor al deshonor y el triunfo de la confianza al martirio del desdén, según la ley natural de las compensaciones, habría que responder (cortésmente) que no ha comprendido muy bien de qué se trata. Adelante.

El masoquismo es un sentimiento común
Otros hay que corren al encuentro de vejámenes y torturas, extraordinariamente alertas y como sensibilizados por algún instinto infalible, y sea donde fuere, a la presencia de un posible verdugo; fascinados de antemano, atraídos por ese verdugo que adivinan y que para el vecino es un buen hombre sin importancia (Justina, precisamente...), o bien que se precipitan con extraña obstinación allí donde les espera la cárcel, los procesos y la muerte. (Sade, justamente...)
No pretendo aclarar, ni mucho menos explicar, un hecho difícil: hecho misterioso que se opone al análisis. No. Antes bien, guiado por la experiencia, me inclinaría a adoptar el partido contrario: reconocer que se trata de un sentimiento sin duda verídico, pero incomprensible: mejor aún (usemos el término más vago) de un acontecimiento frecuente, quizá, pero en todo caso oscuro y que permanece opaco a mi razón. (Después de todo, no comprendo en absoluto a esa gente.) En resumen: doy al misterio lo suyo. Y es esto lo más curioso: inmediatamente veo mi modestia recompensada. Ni siquiera me refiero —y no lo hago porque la respuesta sería demasiado fácil— al orgulloso que busca el silencio o al avaro que busca la miseria (debo confesar que mi explicación de hace un momento era —además de trivial— un poco traída de los pelos: el orgulloso, el avaro o el libertario ya conocían de antemano los signos de la gloria, la riqueza, la libertad, y mal podían quejarse).

Donde se aclaran los enigmas
Pues si ocurre también que el hombre deba admitir lo que no es enteramente humano, gracias a lo cual no hay hábito ni costumbre que valga —pero entonces el hombre natural no es sino el civilizado, ni yo soy otro que los demás, ni la bondad otra cosa que la perfidia, ni el dolor otra cosa que el placer—, el sadismo, en suma, no es sino el poner en práctica una verdad torpe, quizá, seguramente detestable, y tan difícil y misteriosa que, una vez admitida, nuestras dificultades de hace un momento —y aun los enigmas que Sade propone a Justina— se disipan de golpe y se aclaran maravillosamente. Como si para ver claro (en las cuestiones —y desde luego en el mundo— más intrincadas, más absurdas) sólo hiciera falta haber hecho, una vez por todas, su parte a la oscuridad.
Diréis con justicia que es una verdad harto difícil y que escapa a nuestro lenguaje como a nuestra razón. Sin duda, y advertiréis que intento sencillamente, una vez que le he asignado su lugar, más bien que expresarla, acosarla, rodearla. Al hombre que ha pasado por ella, que la ha sufrido una y mil veces, sólo le queda, a falta de decirla o de pensarla, el recurso de vivirla, de ser esa verdad. Y comprendo al fin en qué sentido Sade ha pagado, como Pascal, Nietzsche o Rimbaud; en qué sentido también pudo merecer el ser llamado divino por ese lenguaje popular que a veces expresa decisiones más justas que las decisiones de los críticos y que encuentra imágenes más aterradoras que los versos de los poetas.
Queda, además, otro recurso.

La cómplice
Existe un curioso libro de Crébillon, las Cartas de la Marquesa de M., donde se pintan con gran delicadeza la ternura y los celos, la necesidad de amor y la añoranza, el deseo y la coquetería, sin que el lector, en ningún momento, esté seguro de que la marquesa se haya entregado al conde. Pero Los Infortunios de la Virtud son todo lo contrario. Y las caídas —muy diversas, muy involuntarias— de Justina nos son mostradas en sus menores detalles sin que nunca, absolutamente nunca, sospechemos lo que puede sentir —deseo, amor, horror, indiferencia— nuestra heroína. En verdad, era difícil saberlo. Y Sade lo sabe demasiado. Lo sabe demasiado porque Justina es él.
¡Extraño secreto el de Justina! Y difícil, no porque sea indecible. Al contrario: ha sido dicho, harto dicho, quizá; expresado muchas veces con el nombre de ese buen novelista austríaco que vino al mundo cien años después de Sade y cuyas crueles heroínas llevaban una fusta y en ocasiones un abrigo de visón. Bien sé que todos los gustos se dan en la naturaleza, y todas las manías. Ésta no es más arriesgada ni más desagradable que otras. Ni menos, tampoco. Pero como misteriosa, ¡vaya si lo es! Justamente, es la única manía que no podemos castigar sin satisfacer, ni condenar sin retribuir. Algo perfectamente incomprensible: absurdo. Claro que gracias a ese absurdo el crítico puede (como se dice) avenirse a razones.
Sade eligió una cómplice discreta, púdica, abrumada: Justina.

Revista Sur, año XVI, abril de 1948.
(Traductor no identificado.)
NOTAS
1. Simples bombones de cantárida.
2. No poseemos un solo retrato de Sade. Estos rasgos los tomo de cartas, de datos policiales, también de la imagen que en Valcour diera de sí mismo.
3. Ya se sabe que la obra publicada de Amiel representa alrededor de la vigésima parte de su obra real.
4. Y que ocultando un látigo bajo sus largos ropajes, / Mezclan, en el bosque sombrío y las noches solitarias, / La espuma del placer con las lágrimas de los tormentos.
5. Cf. “La sumisión del pueblo sólo se debe a la violencia y la extensión de los suplicios...” (La Nueva Justina, IV.)
6.  Cf. Ideas sobre las Novelas.
7. Los infortunios de la virtud.
8. Juego de palabras entre verre (vidrio) y vair (marta). N. del T.
9. La filosofía en el “boudoir”, II, pág. 37.
10. Justina, II, pág. 31.
11. En Alina y Valcour.
12. Los infortunios de la virtud.
13. Parece que las teorías de Zamé, en Alina y Valcour, reflejan bastante bien las opiniones políticas de Sade.
14. Cf. La Filosofía en el Boudoir: “Franceses, un esfuerzo más...”
15. Cf. Ramand, citado por Jean desbordes (El verdadero rostro del Marqués de Sade). “Querían hacerme cometer una falta de humanidad. Nunca me avine a ello”, dirá Sade más tarde en una carta a Gaufridy.
16. Nietzsche: La Voluntad de Poder.