EL CASO DE DRIEU LA ROCHELLE
He optado siempre por llamar Testimonios a casi todo
lo que he escrito. Las páginas que voy a leerles no tienen más pretensión, ni
intención, que las de ser un testimonio verídico y necesario. Se trata de la
tragedia de un hombre, de un escritor. Y a un público de hombres que también
son escritores la traigo, pensando que es el que mejor puede entenderla. Pero
antes de comenzar, tengo que hacerles un ruego: concédanme, concédanle al
hombre cuyos problemas vitales e íntimos voy a confiarles, su simpatía, aunque
sea por un momento. Con la inteligencia sola no se entienden a fondo estos
dramas.
Amistad es ante todo elección. No elige uno a sus
padres, a sus parientes; tampoco elige uno siempre a su amor, y por amor entiendo,
en este caso, la atracción amorosa que arrastra a un hombre hacia una mujer o a
una mujer hacia un hombre. Pero uno elige siempre a sus amigos. La amistad, la
grande, está hecha, como el gran amor, de una suma de coincidencias
dificilísimas de darse. A ella se refiere Montaigne cuando escribe: “Parce que c’était lui, parce que c’était moi”.
Si nada hay más confortante y dulce que esta
comunión con el amigo, no hay quizá experiencia más cruel y rica que la de
encontrarse, de pronto, en el amigo que estimamos con ideas que no estimamos.
Digo que esta experiencia es rica porque nos enseña a dominar nuestras
indignaciones, nuestras impaciencias, nuestras cóleras, en suma, todas las
reacciones violentas que nacen de mutuas divergencias, mutuos desconocimientos,
mutuas irritaciones. Y además nos enseña, también, el respeto del adversario.
Si la mayor dicha que podemos tener en la vida es la
de contar con amigos dignos de amor, la mayor suerte es la de luchar contra
adversarios dignos de respeto.
El hombre, el escritor de quien me he propuesto
hablarles era un adversario digno de respeto. Sus amigos han sufrido mucho por
los desacuerdos ideológicos que tenían con él. Y él ha sufrido más que ellos
por esa situación.
En la conferencia que Albert Camus debió dar en
Buenos Aires decía: “Los verdaderos
artistas no son buenos vencedores políticos, pues son incapaces de aceptar con
ligereza la muerte del adversario. Son testigos de la carne, no de la ley. Por
vocación, están condenados a comprender hasta al enemigo’’. Y terminaba
asegurando que la vocación más profunda del artista es la de defender hasta el
fin el derecho que tienen sus adversarios a no estar de acuerdo con él. Y que
más vale equivocarse sin asesinar a nadie y dejando hablar a los demás, que
tener razón en medio del silencio de un osario.
Yo creo que Camus está en lo cierto. Por eso he
venido a hablarles del caso de Drieu.
Conocí a Drieu hace veinte años, en casa de Isabel
Dato, Avenue de la Bourdonnais, durante uno de esos almuerzos llamados íntimos:
cinco o seis personas que no se conocían, en un living-room blanqueado con cal.
Alfombra azul, sillones también azules, confortables; mesa de caoba antigua muy
lustrada en que brillaban los platos, las copas y los cubiertos; cuadros de
Dalí y de Miró colgados en las paredes austeras, sombreros de las mujeres
metidos hasta las cejas y cinturones sobre las caderas, todo indicaba que
estábamos en 1929, y que la dueña de casa no era tímida en sus gustos. Un
enorme ramo de flores ponía todo el esplendor de la Côte d’Azur en el gris
taciturno de aquella mañana de invierno parisiense. Cuando entré, un hombre
joven, que al principio tomé por un muchacho, examinaba, de pie, los cuadros.
Era él. Bien vestido, toda su persona (zapatos, pelo, dientes, pañuelo, raya
del pantalón, nitidez de los puños de la camisa) denotaba una pulcritud poco
habitual en los escritores franceses. Este refinamiento en la indumentaria
suele despreciarse en las altas esferas intelectuales. No sólo a causa de la
estrechez económica que este vicio tan castigado, la inteligencia, arrastra
consigo, sino también por cierta tendencia al desaliño. En suma, el muchacho
tenía más de dandy que de bohemio. Alto, delgado, rubio, de aspecto nórdico,
miraba bajando un poco la cabeza con expresión a la vez tímida y burlona. Su
frente ancha recordaba un poco la de Rimbaud. Los párpados pesaban sobre los
ojos de color celeste tierno. La nariz muy francesa había crecido lo suficiente
para no ser respingada. La boca displicente, de labios carnosos, era infantil
en la sonrisa; la cara, más bien redonda; las manos largas y finas, parecían
hechas para dejar escurrir entre sus dedos la preciosa y huidiza arena de la
vida y de las pasiones sin tratar de retenerla. El andar y los ademanes
indolentes contrastaban con el espíritu “frondeur”
de cuanto decía la boca malhumorada, mientras el cigarrillo, pegado siempre a
los labios, enviaba su humo al ojo celeste haciéndolo pestañear. No había caso
de que la mano socorriera a la boca. Cuando nos sentamos a almorzar el
cigarrillo fue apagado, a Dios gracias, y el fumador se puso a comer y a hablar
de política (o del último chisme político, que viene a ser lo mismo) con no sé
qué ardor desapegado y qué cándido cinismo. Yo sólo escuchaba a medias, ajena a
los problemas que se debatían bajo mis narices y sorprendida del interés que
despertaban en ese novelista; pues la dueña de casa me había advertido, al presentarnos,
que Pierre Drieu La Rochelle acababa de publicar su segunda novela. El hecho es
que antes de esa mañana de enero yo nunca había oído su nombre, ni tenido
noticias de sus libros.
Al despedirme de mi amiga curiosa de conocer mis
impresiones, le dije que su escritor me parecía bastante exasperante, aunque no
desprovisto de atractivo. El título del libro ya publicado, que habían
comentado esa mañana, L’homme couvert de
femmes, me impresionó por lo presuntuoso, ridículo e imperdonablemente
fatuo. Pues el autor debía de reflejarse sin duda en el personaje de la novela,
como suele ocurrir con los novelistas. Me prometí hacerle una alusión al
respecto, si la ocasión se presentaba. Pronto se presentó. Dos días después
Drieu dejaba en mi casa un libro y una tarjeta en que me invitaba a beber un
cocktail en un bar de los Champs Elysées. Contesté que nunca bebía cocktails,
sino té, y en la rue de Rivoli. Así empezó, en Rumpelmayer, entre dos
desconocidos (porque tanto el uno como el otro ignorábamos nuestros
antecedentes), una amistad destinada a capear los peores temporales. Una
amistad que se desarrolló no sin choques, desde esa primera tarjeta hasta la
carta que Drieu me escribió al suicidarse. Esos Champs Elysées, esa rue de
Rivoli cuyos nombres están inscritos en los primeros “petits-bleus" que
cambiamos, fueron las salas en que más tarde tuvieron lugar nuestras más largas
conversaciones, porque nunca nos cansábamos de caminar por París, siendo ambos
infatigables peripatéticos. Preferíamos, para discutir, la calle y el
movimiento. “Me gustaba conversar con usted en los caminos, en las calles”, me
escribía Drieu ese año, después de mi partida de París. Y así es como lo veo,
metido en su gran sobretodo, el cigarrillo pegado a los labios, recorriendo a
grandes trancos esa ciudad (su ciudad) que adoraba, a la que su vida se prendía
con tenacidad de enredadera y contra la cual vociferaba sin cesar, como un
amante rencoroso y vengativo. Recuerdo que al principio me sentí muy chocada
por su agresividad verbal. Nuestros paseos nos llevaron a menudo a Notre-Dame,
a los muelles, a la isla Saint-Louis, donde él vivía y que prefería, creo, a
todos los otros barrios de París. El placer aún no agotado de tener bajo mis
ojos esos “fragmentos escogidos” de la más conmovedora capital de Europa me
reducía a simples exclamaciones. Imaginé, al comienzo, que Drieu se complacía
en aguarme la fiesta con sus reflexiones. “Todo
esto está podrido —me decía—, ¡Ruinas, sólo ruinas! ¡Ah, qué muertos estamos!
La maleza invade ya, para mí, estas calles que a usted la maravillan, y esta
catedral, y estos palacios”.
Sólo después de leer los libros de Drieu comprendí
hasta qué punto esta actitud formaba parte de su “filosofía”, o más bien de su
“way of thinking”, de su “way of life” quizá: escupir sobre lo que
quería. Destruirlo de antemano, por temor de asistir pasivamente a su destrucción. Proclamarlo destruido,
proclamarse destruido de antemano: “Sólo
en las viejas bicocas —escribía— he
encontrado ese signo que yo llamo belleza, y esa inicial estaba enlazada con la
inicial de la muerte en un monograma cuya marca me ha quedado sobre la frente...”
En la época en que me encontré con Drieu él acababa
de publicar su novela Blèche, en la
que muy pronto hallé párrafos dignos de subrayarse, por diferentes motivos,
tales como: “Notre-Dame parecía un viejo
bosque seco, junto a un arroyo de plomo bordeado de tristes factorías: la
Municipalidad y la Prefectura. Pensaba en el fin de las civilizaciones cuando
las malezas aparecen en filas cerradas en cada bocacalle y los cuarteles vacíos
se derrumban”. Eso mismo le había oído repetir durante nuestros paseos. “En mi cuarto de la rue Chanoinesse, en el
punto muerto de la Cité, en el flanco de Notre-Dame, en la sombra de una
sombra...” A través de Blaquan, el héroe de Blèche, yo oía la voz de Drieu. La rue Chanoinesse era, en
realidad, la rue Saint Louis-en l’Isle, calle en que él vivía, en el corazón de
la isla Saint Louis. A esta isla y la de la Cité —lugares en que empezó París—
unidas por un puente que parte en línea recta de la rue Saint Louis-en-l’Isle,
llamaba Drieu su “promenoir” favorito
y su claustro. La descripción del cuarto en que vivía el principal personaje de
Blèche era también la de uno de los
cuartos de Drieu, alquilados en una vieja casona del siglo XVII (creo): “Era perfectamente cuadrado; ese cuadrado
estaba proporcionado al gran tamaño de una sola ventana y el techo era bastante
alto para recordar el de un majestuoso palacio genovés. El hecho de que esta
pieza era única y perfecta hacía nacer en mí una noción de homogeneidad feliz y
triunfante... Hice blanquear el techo con cal y cubrí el resto de gris: telas y
alfombras. Entre la puerta y la chimenea, entrando a la derecha, puse un diván
cubierto de la misma tela que las paredes. Entre el calorífero y la ventana,
hice colocar un pupitre en que escribía de pie mis artículos... Entre la
chimenea y la ventana tengo que colocar todos mis libros, de manera que sólo
guardo los mejores. Nada de cuadros; únicamente, sobre el diván, cuatro
almohadones color rojo carmín. Nada de cortinas en la ventana; sobre el vidrio,
un tul liso. Nada de asientos, salvo el diván sobre el que duermo envuelto en
una hermosa manta...”
Así era el cuarto en que Drieu trabajaba, en que me
leyó Une femme à sa fenêtre y poemas
de su querido Rimbaud. Sus proporciones admirables bastaban para amueblarlo,
para hacerlo hospitalario y misteriosamente seductor. La casa en sí estaba muy
deteriorada. Pero en su descripción de Blèche,
Drieu no ha mencionado una especie de vestíbulo en cuya pared había apoyado,
único adorno, junto a los estantes de una biblioteca baja, dos banderas
francesa e inglesa. Dos grandes banderas desplegadas, como las que ponemos en
las ventanas los días de fiesta nacional. Creo que Drieu me explicó que era por
los colores.
¿Era por los colores? ¿No le recordarían esas banderas
Verdun, Charleroi, su guerra, la guerra en que había temblado a los veinte
años? ¿La guerra en que lo condecoraron?
Drieu, nacido en 1893, y a pesar de ser normando,
pasó la mayor parte de su infancia en París. Su primer libro fue un tomo de
poemas, Interrogations, publicado por
la N. R. F. en 1917. En él encontramos À
vous Allemands, poema de corte claudeliano dedicado a sus enemigos con
quienes había luchado cuerpo a cuerpo y que lo habían herido en su carne. Me
parece que todo lo que ha sucedido más tarde en la vida de este hombre tiene
por punto de partida ese poema y puede ser estudiado en él.
“Nunca os he
odiado”, dice a esos otros muchachos que mató en la batalla. “Os he combatido a muerte, con la recia
voluntad de matar a muchos de vosotros”. Y ahora la palabra reveladora: “Pero sois fuertes. Y no he podido odiar en
vosotros la Fuerza, madre de las cosas. Me he regocijado de vuestra Fuerza”.
La mayúscula es ya significativa. Drieu, todo inteligencia y fineza, hecho ante
todo y por encima de todo para los matices, se deja encandilar por lo que menos
se le parece: la Fuerza con mayúscula. La Fuerza que siempre quedará unida en
él a la imagen que conserva de los alemanes en el campo de batalla. Esa Fuerza
cuyo desencadenamiento soportó carnalmente, y que hundió su cuerpo limpio y
joven en el barro, la sangre y el dolor. Aquella experiencia le arrancó frente
a los alemanes esta declaración: “Car ce
que j’aime en vous, c’est ce qui n’est pas moi”.
Desde ese momento decisivo Drieu se enamorará de la fuerza
y sentirá horror por la debilidad. En un artículo publicado en La Table Ronde (junio de 1949) Mauriac
escribe, refiriéndose a esa actitud: “Es
el crimen de las naturalezas hembras: no porque la de nuestro Drieu “couvert de
femmes” lo fuera en el sentido abyecto; entiéndase lo que quiero decir: su
falta, su pecado lo cometió desde el principio...” En efecto, desde el
principio, desde la guerra de 1914, en que luchó tan duramente, Drieu se
interna en un callejón sin salida, sin más escape que la muerte. La muerte que
él mismo se dio.
Desde la guerra del 14 Drieu quedará horrorizado y
fascinado por Verdun y Charleroi. “Je ne
renierai pas Charleroi” dice. Y recuerdo haber oído de su boca —y Drieu no
era sanguinario— que no conocía momento de exaltación más apasionante que el de
una carga a la bayoneta. Encontraremos afirmaciones del mismo orden en más de
un libro moderno sobre la guerra. Y últimamente en The naked and the dead, de Norman Mailer, joven norteamericano ya
célebre. En su novela, que se desarrolla en el lugar más siniestro de la
guerra, las islas del Pacífico, veremos que el teniente Hearn, hombre educado
en un medio culto, experimenta una curiosa euforia cuando sale al descampado
bajo una lluvia de metralla, al mando de un pelotón.
Drieu llamará ese momento “l’indéniable minute”. El teniente Hearn lo llamará “excitación
única”, “éxtasis único”. Tanto da.
Los hombres han nacido para la guerra y las mujeres
para los niños, repite Drieu. Yo no podía estar de acuerdo con esas
declaraciones cavernícolas. Si las guerras son para los hombres, también tienen
que compartir el sufrimiento las mujeres. Si los niños son para las mujeres,
también son de y para los hombres. No existen compartimientos estancos en estas
cosas. Pero la sola guerra a que las mujeres debieran prestar su ayuda y su
pleno consentimiento no es la guerra del hombre contra el hombre. Es la guerra
del hombre contra las plagas, contra los elementos, contra las enfermedades del
cuerpo y del alma. No es poco programa de guerra. No es poco programa de
heroísmo para el que quiera sacrificarse. Algo de esto pensaba también Drieu
cuando escribía en su poema a los alemanes: “Ils ne sont point subtils ceux qui n’ont loué que la guerre manifestée”.
Sí; son poco sutiles quienes sólo exaltan la guerra manifiesta, la guerra que
mata o deja hombres enfermizos y maltrechos. La grande y saludable guerra es la
otra. La que se lleva a cabo en cualquier sitio del planeta donde exista un
hombre capaz de defender, sin matar al prójimo, ni siquiera amedrentarlo, la
justicia y la verdad.
A medida que pasaba el tiempo, el tema de la
política volvía con mayor frecuencia en nuestras conversaciones o nuestras
cartas. No porque yo lo buscara, sino porque Drieu, continuamente obsesionado
por él, lo suscitaba. A mí no me gustaban sus novelas, y él lo sabía. Sus
ensayos, llenos de observaciones agudas, me interesaban mucho, aunque rara vez
estaba de acuerdo con las tendencias que veía en ellos. En cuanto a la
política, cuando él decía blanco yo pensaba negro. Drieu terminaba siempre por
echarme en cara que de política yo no entendía nada, pero nada de nada. Y yo
por gritarle que la política, tal como la veía practicar, me parecía una cosa
rastrera y putrefacta. Una sola política y un solo político me inspiraban
admiración y respeto: Gandhi, que no era precisamente un adorador de la fuerza.
En Le jeune
Européen Drieu declaraba: “El
compromiso en que me marchitaba [se refiere a su indecisión política] desde hacía tanto tiempo me parecía la
mediocridad misma; persistía a causa de mi temor, tan pronto vuelto hacia un
lado, tan pronto hacia el otro, de la crueldad que siempre debe infligirse un
hombre cuando se ha decidido por un modo de vida”.
Estos dos lados a que alude son el fascismo y el
comunismo. Su posición se aclara en una carta que me envió en octubre de 1937: “...So
pretexto de que no estamos de acuerdo con los unos no debemos prestarnos a
medias a los otros. Es necesario rehusarse íntegramente a los unos y a los
otros, o darse íntegramente a los unos contra los otros.
“La primera
actitud tiene su grandeza y la admito perfectamente cuando es entera [se
refiere a los que repudian tanto el comunismo como el fascismo]. Esta actitud está llamada a conocer cada vez
más la grandeza del martirio en nuestra época, que es la de un duelo a muerte
entre dos conceptos primos hermanos, y tanto más enemigos por el parentesco.
“Supongo que
es la que tú adoptas. En cuanto a mí, en algún momento he sido sensible a esa
actitud —y lo recordarás: era cuando me parecía imposible adherir a esto o a esto otro [yo me burlaba de
Drieu en aquella crisis diciéndole que por naturaleza no llegaría nunca a
adherirse a nada]. Pero no he podido
mantenerme en ella cuando los acontecimientos me arrinconaron. La pasión me
arrastró de un solo golpe.
“Volví a mi
primera idea de después de la guerra. Puesto que no soy comunista, puesto que
soy anticomunista, soy fascista. Ya que indirectamente ayudo a los fascistas,
más vale tomar una posición más neta.
“Políticamente
creo que sólo se puede ser fascista o comunista —lo demás está pulverizado
(democracia, radicalismo, liberalismo, catolicismo, conservadorismo moderado,
etc.). No podemos repudiar el fascismo y el comunismo sino poniéndonos en otro
plano que el de la política. Es muy difícil. Pero creo que una mujer puede
hacerlo mejor que un hombre.
“Dicho esto,
como las semejanzas entre fascismo y comunismo son grandes, me preguntarás por
qué prefiero el uno al otro. Porque los fascistas son los cínicos y los
comunistas son los hipócritas. Los fascistas confiesan sus violencias, sus
tiranías, mientras que los comunistas niegan descaradamente las suyas. Los
fascistas saben que el socialismo es imposible en un cien por ciento. Los
comunistas, que ya han renunciado a él en Rusia, lo ocultan tanto como pueden.
“Dicho esto,
casi no hay fascismo en Francia. Y pertenezco a un grupo que no es
verdaderamente fascista —por lo menos en este momento.
“La máscara de
democracia y patriotismo que toman los comunistas muestra cada vez más que el
fascismo está instalado en Moscú. Es un fascismo rojo e hipócrita”.
Esto es lo que pensaba Drieu en la primavera de
1939, víspera de la guerra. En el otoño de 1938, estuve de paso en París
mientras las cuatro potencias conferenciaban en Munich y la catástrofe parecía
inevitable. Venía de Italia e iba a Londres. Drieu me esperaba en la estación
con la cara atormentada. Le pregunté cómo andaban las cosas. Me contestó con el
aire de un hombre que teme lo peor.
Desde hacía algún tiempo, hablar de política era
para nosotros como caminar sobre brasas. Drieu tenía la impresión de que yo lo
juzgaba mal por ignorancia de los problemas políticos de la época, y yo de que
él comulgaba con ruedas de molino. A propósito de una declaración publicada en
el número 35 de SUR, contestando a un ataque de la revista católica “Criterio”,
me escribía, para hacerme notar que no nos quedábamos al margen de la política
como pretendíamos: “Desapruebo la
declaración porque no es una separación neta con la política. Tomar el partido
de la democracia, decir que el cristianismo va con la democracia es una
afirmación política. Además, hay en ello una condenación velada del fascismo
pero no del comunismo. Sois, pues, demócratas o cristianos del frente popular,
esos aliados indirectos del comunismo, que es un enemigo aun más terrible de la
democracia que el fascismo porque es más hipócrita”.
Sin embargo, en nuestra declaración de SUR decíamos:
‘‘Estamos contra todas las dictaduras,
contra todas las opresiones...” Y también: “Todas las persecuciones sectarias —sean de raza, sean de política, sean
injustas persecuciones disimuladas bajo formas codificadas y legales— nos
parecen igualmente monstruosas”. Resultaba evidente, por lo menos para mí
(que no entiendo nada de política, quizá, pero que tengo ojos para ver y oídos
para oír), que tanto la dictadura roja como la dictadura parda y negra eran
repudiadas en esa declaración.
El hecho es que poco tiempo después el nombre de
Drieu fue borrado a pedido suyo del Comité de Colaboración de SUR.
Esto no impidió a Drieu venir a verme muy a menudo
en París, en 1939. El incidente no alteró fundamentalmente nuestra amistad,
pero nuestras discusiones eran cada vez más amargas. Por primera vez, después
de diez años de amistad, me fui de París, en junio de 1939, sin despedirme de
él. Refiriéndose a esto me escribió: “No
creo en las ceremonias de despedida y no quería hacer esfuerzos por salir del
estado melancólico que me producías en esos días... Veía tan claro lo que iba a
ocurrir como una fatalidad de la política europea que no podía soportar hablar
de ello con los que no tienen la costumbre de ver las cosas desde el ángulo
político y que se sienten heridos por la política”. Esta carta estaba
fechada en el mes de septiembre del mismo año. Unas semanas más tarde recibí
otra en que me decía: “Escribo un gran
ensayo titulado El espíritu del siglo XX. Ah, cómo he sufrido este invierno [hablaba del invierno parisiense
de 1939] por no poder comulgar contigo.
¿Cómo tú, que has leído y soñado, que eres la mujer que eres, no admites que
este siglo, como los otros, sea complejo, contradictorio y atormentado? Tú, que
sientes y comprendes las pasiones, ¿cómo no las admites en sus prolongaciones
políticas? Me respondes: “Reprimo mis pasiones.” ¿A beneficio de una de ellas?
Eres toda pasión. Mussolini, Hitler y Stalin también. Y en suma Daladier y
Chamberlain también. (Pues de otro modo darían o habrían dado colonias a los
alemanes como quería toda la gente de izquierda entre 1920 y 1930 —y también tu
servidor) ...
“Esto no me
impide leer a Platón, ni elevar mi alma hacia círculos más amplios. Pero jamás
admitiré que los círculos más amplios oculten los pequeños. La razón no estará
nunca, para mí, contra la pasión: será tan sólo su sublimación. Lo que amo en
el comunismo y en el fascismo es esta pasión que los animaba en sus comienzos,
cuando eran jóvenes, pobres y perseguidos. Se están sobreviviendo a sí mismos,
como todos nosotros”.
Justamente, lo que yo no admitía era que los
pequeños círculos estuviesen en flagrante contradicción con los grandes. Que en
los pequeños, el fin justificara los medios, mientras que en los grandes tal
principio resultara altamente repudiable. En el caso de Drieu, los medios con
los que yo no estaba de acuerdo eran la violencia y la dictadura. Quizá porque
gracias a mi naturaleza, infinitamente más próxima de la violencia que la suya,
yo había verificado, en mi vida personal, cuán peligroso y dañino resulta ese
exceso. Y justamente, lo que me asqueaba en la política era que los mismos
vicios que en las vidas privadas, individuales, pasan por intolerables, pasaran
en la vida pública, política, por virtudes acrisoladas. El orgullo, por
ejemplo, pecado capital (aún para quienes están al margen de las religiones, si
se toman el trabajo de observar sus consecuencias y de meditar sobre ellas), se
transforma en noble virtud si se le agrega el adjetivo nacional. Virtud que
permite y fomenta la ciega sobre-estimación de cuanto poseemos, de cuanto
somos, y el jactarse de ello sin pudor; virtud que nos incita a colocarnos
eterna y arbitrariamente ‘‘über alles”.
Estos desplantes me han repugnado siempre y Drieu estaba esencialmente hecho
para compartir mi asco. Pero por efecto de no sé qué traumatismo (que atribuyo
a sus años de guerra, sin acertar a determinar cuál fue) vivía, en este plano,
en contradicción con su propia naturaleza. Así me explico yo, conociendo muy a
fondo su carácter, el conflicto espiritual en que se debatía cuando estalló la
conflagración de 1939.
Cuando Drieu hablaba de sí mismo (y lo hacía de
continuo en sus novelas y ensayos) se criticaba sin piedad. Jamás lo sorprendí,
puedo afirmarlo, en actitud de auto-admiración, en sus escritos o en su vida.
Pertenecía a la especie de los Narcisos que se contemplan para detestarse. Pero
a fuerza de no ser generoso consigo mismo, acababa por no serlo con los demás.
Fue solamente durante los últimos años de su vida (los de la última guerra)
cuando comencé a percibir los síntomas de un cambio en su estado de ánimo. A
medida que su error político se solidificaba, se agravaba, la tensión en que
había vivido se aliviaba. Por lo menos en sus cartas. Ya entonces teníamos el
Atlántico de por medio, pero yo notaba la transformación en esas cartas. Poco a
poco iban desapareciendo los tics, las muecas nerviosas, las crispaciones.
Echaba a Europa y a sus tristes habitantes miradas que no trataban de ocultar
su desesperación y su vana ternura. Era como si él creyera que había comprado
el derecho de no desconfiar de sí mismo al colocarse en la posición que más
podía alejarlo del verdadero sí mismo.
Malentendido es la palabra que me viene a la mente
cuando pienso en Drieu. Trágico malentendido. Malentendido en toda la línea. Y
éste es un ejemplo de lo que me induce a pensarlo: “Un hecho empieza a definirse —me escribía en 1940— y es que las naciones de menos de cien
millones de hombres no pueden ya existir. Francia e Inglaterra no podrán ya
separarse a causa de esta nueva ley. Sin duda ustedes mismos lo comprobarán
algún día. Este nuevo estado franco-inglés o, más bien, anglo-francés
implantará forzosamente el fascismo, porque sólo se puede combatir el mal
(para emplear tu vocabulario) con el mal.
Esto no me asusta, porque sé que para salvar el tronco hay que cortar las
ramas. El tronco salvado puede reverdecer más tarde”. Ese sólo se puede combatir el mal (para emplear
tu vocabulario) con el mal daba la clave de nuestras divergencias. En mi
vocabulario existía la palabra mal. Y esta vez aplicaba el término al
totalitarismo, a la dictadura fascista, nazista (no habría tenido inconveniente
en aplicarlo también a la comunista). Combatir el mal con el mal, adoptar,
imitar los métodos brutales y despóticos que condenamos en el fascismo y en el
comunismo para librarnos de ellos, me parecía el peor desatino, la peor
derrota. Si se vuelve uno nazi para vencer a un nazi no hay tal victoria.
En una novela póstuma y aún inédita de Drieu, Les chiens de paille (que me dio
Paulhan), he encontrado declaraciones que confirman mi juicio sobre su estado
de ánimo. El principal personaje de este libro, Constant, no es Drieu sino una
parte de Drieu: la parte a que me estoy refiriendo en este momento. “...Constant sabía —escribe Drieu— que no hay ni bien ni mal y que no puede
haber hombres malvados opuestos a hombres buenos. Conocía la bondad de los
malvados y la maldad de los buenos. Jesús habla todo el tiempo del bien y del
mal, por eso sus palabras no interesaban mucho a Constant, salvo las que San
Juan pone en su boca y que tienen vuelo. A pesar de ello admitía que Jesús, en
el fondo, no cree que haya hombres malvados ni hombres buenos, puesto que
afirma que los hombres buenos o fariseos están casi todos llenos de solapada
malicia, y que los hombres malvados pueden volverse buenos en un abrir y cerrar
de ojos y son entonces mejores que los buenos”. Ésta es la imagen de los malentendidos
que perdían a Drieu. ¿Qué significa los
hombres buenos o fariseos? ¿Por qué confundir deliberadamente lo más
abyecto, el santurrón, el sepulcro blanqueado, el fariseo, en una palabra, con
él hombre bueno o con el que trata de serlo? ¿Con el hombre de buena voluntad?
(Pues no creo que fuera de la santidad existan hombres naturalmente o
continuamente buenos.) ¿Y qué significa esta declaración: No hay bien ni mal? Demasiado la hemos oído en boca de ciertos
intelectuales modernos. Si no hay bien ni mal no nos escandalicemos de las
torturas morales y físicas infligidas a hombres indefensos, del empleo
sistematizado del alambre de púa y de la amenaza de la bomba atómica. Seamos
consecuentes con nosotros mismos. Si no hay bien ni mal ¿por qué no imitar al
Calígula de Camus? Seamos Calígula. De otro modo nuestra actitud se tornará no
sólo monstruosa sino pueril y risible. Calígula pone sus actos al servicio de
su pensamiento, va con sus actos donde lo conducen las palabras, vive de
acuerdo con sus principios. En este sentido su actitud responde todavía a una
moral.
Pero la condición humana deja de ser humana sin bien
ni mal. Por eso convendría que quienes imaginan viable esa supresión lleven su
teoría a la práctica hasta el extremo. Así tendrán ocasión de comprobar su
error en carne propia. Desgraciadamente, ese lujo es sólo permitido a los
poderosos de la tierra, y las multitudes pagan junto con ellos el precio de la
experiencia. Lo hemos presenciado últimamente.
¿Quién si no el fariseo mismo ha creado este estado
de cosas? El fariseo hace odiar la palabra bondad, la palabra virtud, la
palabra moral, de las que ofrece repugnantes falsificaciones. El fariseo es el
verdadero Judas de Cristo. Mata a Cristo entre nosotros en todo momento,
creando la más abominable confusión. Judas se limita a ser Judas. El fariseo
juega a ser Cristo. Un traidor que se confiesa traidor, un asesino que se sabe
asesino son pálidas figuras de la corrupción junto a un fariseo.
Por eso ciertos hombres en nuestra época han
preferido Calígula a Tartufo; por eso han preferido morir con Calígula que
vivir con Tartufo, figurándose en su desconcierto y desamparo interior que no
había otra alternativa. En tal disparadero se encontraba Drieu que, roído por
el remordimiento y la incertidumbre, tenía tan poca afinidad con Calígula como
con Tartufo.
Sartre ha visto muy bien y ha descrito la posición
política de Drieu como la de los surrealistas: “Todos partieron en busca de lo absoluto —dice— y como estaban acometidos de todos lados por lo relativo, identificaron
lo absoluto con lo imposible. Todos titubearon entre dos papeles: el de
anunciadores de un mundo nuevo, y el de liquidadores de un mundo antiguo. Pero
como era más fácil discernir en la Europa de post-guerra los signos de la
decadencia que los de la renovación, eligieron la liquidación. Y para
tranquilizar su conciencia resucitaron el viejo mito heracliteano según el cual
la vida nace de la muerte... A todos les fascinaba la violencia, viniera de
donde viniere; y por la violencia quisieron liberar al hombre de su condición
humana. Por eso se aproximaron a los partidos extremos y les atribuyeron
gratuitamente designios apocalípticos. Todos fueron embaucados...”
Drieu no fue sólo un engañado; fue una víctima. “A través de la destrucción literaria del
objeto, del amor, a través de veinte años de locura y de amargura, lo que
persiguió fue la destrucción de sí mismo —dice Sartre. Por fin el vértigo de la muerte lo atrajo al nacionalsocialismo.”
En una carta del 1º de junio de 1943 encuentro estas
líneas: ‘‘Luchamos siempre por problemas
que ya hemos dejado atrás. Esto no tiene importancia si por otra parte nos
ocupamos de los problemas eternos. He vivido sobre dos planos, muy
conscientemente... Leo los Upanishads, el
Tao. La muerte me atrae dulcemente. ¿Qué
importan diez años más o menos?” Pero vivir sobre dos planos
contradictorios que no pueden coincidir es a la vez demasiado fácil y demasiado
peligroso. Ahí está el error, a mi juicio. T. E. Lawrence decía a Lionel Curtis,
hablando de los soldados, sus compañeros, ansiosos de festejar la Navidad, que
veía una incompatibilidad entre la profesión de soldado y la de cristiano;
quizá porque prestaba un significado más
profundo a esas vocaciones. T. E. no se permitía a sí mismo vivir en dos
planos y, a pesar de ser ateo, no comprendía que se hablara de amor al prójimo
empuñando un revólver. La profesión de soldado en tiempo de guerra (¿y de qué
sirve un soldado en tiempo de paz?) consiste en matar hombres; ¡la de un
cristiano verdadero en ofrecer la mejilla izquierda cuando le han abofeteado en
la derecha! El soldado y el cristiano sólo pueden vivir en dos planos distintos
sin relación uno con otro. Tratar de vivir conjuntamente en dos planos puede
llevarnos muy lejos en la práctica. Llevó a Drieu a no poder soportarse.
Terminaba esa misma carta haciendo alusión a las
discusiones que habían nublado nuestra amistad y nos habían alejado
intermitentemente el uno del otro. “Pienso
a menudo en ti, en esta locura de destrucción, en esta necesidad de privarse de
todo, en este furor de muerte que nos quema la vida.”
En esta necesidad de privarse de todo. El mundo del que T. E. se ausentó a tiempo para no ver una guerra
más atroz que la que él conoció, es el que hemos heredado. Es el mundo en que
los “unhappy few”, los antifariseos experimentan
una necesidad casi delirante de privaciones voluntarias o de claustros sin fe,
o de cruzada sin cruz, o de frenesí de autodestrucción que casos tan opuestos
como el de un T. E. Lawrence o el de un Drieu ilustran. Pues, como observa
Sartre, Drieu, clerc (el clerc de Benda) ante todo, se alía a lo
temporal con inocencia y desinterés. Su colaboracionismo no fue nunca, como el
de otros, oportunismo o cobardía. Este anunciador de catástrofes en tiempo de
vacas gordas aguantó hasta el fin las consecuencias de su equivocación en
tiempo de vacas flacas. Incluso el suicidio le falló dos veces. La primera tomó
una fuerte dosis de soporífero, pero alguien llegó justo a tiempo para
salvarlo. Lo llevaron moribundo a un sanatorio. Cuando lo dieron de alta, la
víspera de su salida, durante la noche rompió un vaso, única arma que tenía al
alcance de la mano, se fue al cuarto de baño y se abrió las venas. Yo no sé si
ustedes imaginan la carnicería que representa una operación de esta clase
llevada a cabo con un pedazo de vidrio. Una enfermera encontró su cuerpo en un
mar de sangre. A la fuerza lo hicieron revivir con transfusiones e inyecciones.
La tercera vez se había refugiado en los alrededores de París, solo, en una
casita que pertenecía a C. J. su primera mujer. Ella, que me contó lo que les
refiero, había trabajado activamente en la Resistencia, exponiendo la vida.
Drieu la había salvado, como a Jean Paulhan y a otras personas, de los nazis.
C. J. tenía la esperanza de que, con cuidados materiales y espirituales, él
terminaría por reconciliarse con la vida. Drieu le pidió un día que espaciara
sus visitas, so pretexto de que temía que la siguieran y descubrieran su
paradero. Veinticuatro horas después, tomó un soporífero y abrió la llave del
gas. Esta vez no falló. Lo encontraron muerto.
En Le jeune
Européen, publicado en 1928, Drieu con claro presentimiento se dirigía a sí
mismo esta advertencia: “...sería
necesario que no errara mi muerte, yo que habré errado mi vida. Habré sido de
los que siempre reclaman lo absoluto, pero en vano habrá nacido en todas partes
como una flor modesta bajo mis pies de abstractor distraído. Es el gran crimen,
el gran error que sólo puede ser lavado con un chorro de sangre; y de sangre
todavía caliente, no cuando la edad ha empezado a enfriarla... ¿Por qué me
obstino en creer que lo que me desilusiona es mi época, cuando es algo de la
vida que ha afligido siempre a los corazones frágiles y ha enardecido a los
corazones valientes?”, Y proféticamente agregaba: “...moriré decepcionado, después de mis seis días de huraña labor, y no me
será concedido el séptimo día para descansar”.
Algo de la vida que ha afligido siempre a los corazones frágiles y ha
enardecido a los corazones valientes. Drieu había tenido lucidez hasta para ver eso.
Cuando llegué a Nueva York, en 1943, durante la
guerra, tuve ocasión de conversar con los escritores franceses exilados.
Hablaban de Drieu con un odio que dolía. ¿Qué podía yo contestarles? Me era
penoso callar, pero comprendía su agresividad y sus injusticias. Uno de ellos
me dijo: ‘‘Queremos la cabeza de Drieu”. Le contesté: “No creo que les dará la
ocasión de cortársela. Drieu va derecho al suicidio, todo me lo hace prever.”
El escritor, que era Étiemble, sonrió, incrédulo. Que acusaran a Drieu de las
defecciones, de las locuras de que yo lo imaginaba muy capaz, conociendo su
naturaleza; que esas defecciones y esas locuras pudieran parecer criminales,
dadas las circunstancias, lo aceptaba. Lo que no aceptaba era que se lo acusara
de entregar voluntariamente a la Gestapo a tal o cual persona, así fuera su
peor enemigo (su peor enemigo había sido su amigo más querido y tenía un
nombre: Aragon). Oía con horror esas acusaciones. No reconocía a Drieu en
ellas. Hubiera apostado mi vida que era fisiológicamente, sentimentalmente,
espiritualmente incapaz de entregar a nadie a la Gestapo. Amigos míos que no
conocían bien a Drieu creían todo lo que les contaban sobre él y me decían que
fuera razonable y aceptara esta desgracia. Pero yo me negaba en absoluto. Étiemble,
encarnizado contra Drieu, puede atestiguarlo. Me era tanto más difícil
contestar a estos ataques cuanto que no tenía más argumentos para defender al
atacado que mi conocimiento de su carácter. Durante mi estada en Nueva York,
que duró casi seis meses, mi amargura y mi tristeza por Drieu fueron profundas.
Pero en mi fuero interno nunca lo creí culpable de ciertas bajezas de que se lo
acusaba. Él nunca habría de saberlo. Pero quizá presintiera que ésa sería mi
reacción llegado el momento. En una de sus últimas cartas me decía: ‘‘No te escribo porque tengo demasiadas cosas
que decirte y sólo hay una que cuenta: estás presente y hablo contigo sin
cesar. No sé nada de lo que haces, pero sé quién eres... Me ocupo de la Nouvelle
Revue Française, ya debes de saberlo;
esto tampoco me cambia.
“Estudio las
religiones de Asia más que antes.
“He vivido,
pensado, escrito, obrado con una paciencia dolorosa desde hace tres años. Soy
en suma bastante obstinado —y tan apasionado como tú.
“Apasionado en
política; y, sin embargo, en mi interior la meditación, cada vez más.
“He conocido a
gentes, sondeado corazones, y el mío también. He vivido en el corazón del
drama, pero siempre en un más allá soñaba con otra cosa, más íntima. ¿Veré el
final de todo esto? Pero esto no tiene final y estoy desde hace tiempo en otro
final.”
Sartre, en Situations
II, comenta de la siguiente manera la actuación de Drieu al frente de la Nouvelle Revue Française: “Un herrero se verá dañado en su vida de
hombre y no en su oficio por el fascismo; un escritor en lo uno y en lo otro,
pero más quizás en su oficio que en su vida. Escritores que antes de la guerra
clamaban por el fascismo se quedaron paralizados cuando los nazis los colmaban
de honores. Pienso en Drieu la Rochelle: se había equivocado, pero era sincero
y lo probó. Había aceptado la dirección de una revista inspirada. Los primeros
meses amonestó, sermoneó a sus compatriotas. Nadie le contestó: porque ya nadie
podía contestar. Esto lo puso de mal humor, no sentía a sus lectores. Se mostró
entonces más apremiante, pero ningún signo le probó que lo entendían. Ningún
signo de odio, ni de cólera tampoco: nada. Pareció desorientado, y presa de una
gran agitación se quejó amargamente a los alemanes; sus artículos eran
soberbios; se tornaron agrios; llegó el momento en que se golpeó el pecho: esto
sólo tuvo eco entre los periodistas vendidos que despreciaba. Ofreció su
renuncia, la retiró, habló de nuevo, siempre en el desierto. Finalmente
enmudeció, amordazado por el silencio de los demás. Había deseado el
sometimiento, pero, en su cabeza loca, quería que el sometimiento fuese
voluntario y libre; el sometimiento llegó; el hombre, en Drieu, celebró la
llegada, pero el escritor no la pudo tolerar. En ese mismo momento, otros, que
afortunadamente fueron la mayoría, comprendían que la libertad de escribir
implica la libertad del ciudadano. No se escribe para esclavos. El arte de la
prosa es solidario del único régimen en que la prosa conserva un sentido: la
democracia.”
Nuestra correspondencia se había hecho materialmente
imposible. Tenía que dirigir mis cartas a un desconocido, en el sur de Francia,
y dentro del primer sobre poner otro con el nombre de Gilles (Gilles, el
personaje de Drieu que más se le parece). Las cartas llevaban meses en pasar
por la censura, por la guerra, por la ocupación, por manos desconocidas. Se
sentía uno cohibido para escribir lo que realmente hubiera deseado.
El suicidio de Drieu, como el de Virginia Woolf, me
fue anunciado lacónicamente por teléfono una mañana de marzo de 1945. Nada pude
saber, fuera del hecho brutal, hasta mucho tiempo después. En 1946 partí para
Londres y París, vía Nueva York. Cuando estaba aún en esta ciudad me
telefonearon desde Buenos Aires para avisarme que había llegado de París una
carta de Drieu escrita en el momento de su suicidio. La noticia me llenó de
alivio y de aprensión, pues temía que Drieu hubiera muerto creyendo que yo era
su enemiga, y no tan sólo la enemiga de su error. Lettres Françaises, la revista que Caillois dirigía en Buenos Aires
durante la guerra y que se hacía en SUR, había publicado una nota muy hiriente
de Étiemble contra Drieu. Si por casualidad Drieu lo hubiera sabido habría
podido creer que yo compartía las opiniones de Étiemble.
La carta me fue remitida a Londres y allí el British
Council me la entregó. Miré largamente antes de abrirlo el sobre azul, la
escritura inclinada y perezosa, tan familiares. Recordé que en ese mismo
Londres una carta exteriormente idéntica hasta en el color había sido
depositada por Drieu en mi hotel. Sola, ahora, en un cuarto anónimo en que
nada, salvo el espejo, se ofrecía para señalarme el tránsito de diecisiete
años, quedé inmóvil con ese trozo de papel en la mano. Drieu estaba ahí de
nuevo, me parecía. Iba a oír su voz, su respiración, su verdad última. La carta
no llevaba fecha. Desde la primera línea me hablaba de su muerte, pero como me
habría hablado de un viaje. Con su ventana abierta de par en par estaba mirando
París antes de irse. Así el nombre de esa querida ciudad volvía de nuevo, nos
acompañaba en la despedida. La política, me decía, nada. Entre política y nada
había puesto el signo que en aritmética significa igual. Me decía que nunca
había odiado a los judíos. Y por uno de esos vuelcos bruscos que formaban parte
de su carácter y que lo lanzaban de un extremo a otro, decía que en suma
deseaba el triunfo de sus enemigos, circunstancialmente los comunistas. Pero
esas agitaciones de superficie no parecían ya conmoverlo. Su último gozo
(repetía: joie, joie) era haber descubierto la filosofía hindú y haberse sumergido
en ella. Todo esto ocupaba una sola página.
Al llegar a París supe por André Malraux y Jean
Paulhan que Drieu no había cometido la clase de traiciones de que lo acusaban
los exilados franceses de Nueva York. Que en su triste y terrible error se
había conducido como sus verdaderos amigos sabían que era capaz de conducirse:
al margen de ciertas bajezas y de ciertas ignominias que sus enemigos le
atribuían con fruición. Los testimonios de Malraux y de Paulhan, que habían
querido a Drieu a pesar de lo que Drieu trataba de hacer de sí mismo, me dieron
la razón. Sé que esta comprensión en Malraux y en Paulhan no debía de ser
fácil, empeñados como habían estado en una lucha a muerte contra el monstruo
con el cual Drieu se empeñaba en fraternizar. Oyéndolos hablar de Drieu
comprendí cómo esos dos escritores eran capaces de vivir y de actuar por encima
de los rencores y de los odios de partido. (Malraux en el maquis, Paulhan en París habían luchado sin tregua durante la
ocupación.) La admiración que me inspiran por eso es ahora no sólo intelectual,
estética, sino moral, espiritual.
El amor de Drieu por París y las reflexiones que
este amor le sugiere explican muchas cosas. Escribe en Le jeune Européen: “Había
elegido París para pasar el tiempo de mi pereza. París es el fin de todo, es el
fin del mundo. En la Plaza de la Concordia sentimos que una civilización en la
plena belleza de su madurez es el fruto de la tierra más alimenticio para el
alma del hombre, y estamos tan completamente ocupados por esa sensación
exquisita que toda la decadencia de este tiempo se hace insoportable. La
belleza conocida hasta ahora por los hombres no es más que un recuerdo sin
salida. En todos lados signos mal borrados nos hacen presente, en un silencio
demasiado punzante, que todo este encanto se acumula sobre una vieja que lleva
la onda de la juventud hecha trizas en mil arrugas, cada una de las cuales es
una gran derrota que todo lo corrompe hasta el fondo del corazón. Llamo belleza
cierto enderezamiento de todas las fuerzas del hombre que los coleccionistas de
fragmentos usados no pueden concebir...
“Esta Venecia
única de las cinco de la tarde [se refiere a París], bajo la lluvia, es el último punto del mundo en que aún se vive según
el viejo sentido divino de la creación. En ella se hacen todavía algunos
cuadros y algunos vestidos. También por eso este punto es el de la peor
podredumbre, de la peor senilidad, del peor estancamiento, de la peor soledad,
pues, extraviada por una nostalgia demasiado sutil, engañada por esos últimos
movimientos de un arte condenado, aquí se doblega y se vence la única energía
de que pueda nutrirse nuestra época: una energía de destrucción.
“Destrucción:
eres una diosa que me tientas y cuyo rostro no alcanzo a ver.”
En el fondo, Drieu, no pudiendo o no queriendo
deleitarse en otra belleza que la que París representa, que la que encuentra en
París su símbolo más acabado, prefería la destrucción inmediata, que todo lo
reduce a cero, al desgaste lento y mortal de las formas que adoraba. No daba su
consentimiento a la condición humana, al destino humano, y buscaba refugio en
lo inhumano o, más bien, en una no aceptación pueril y desgarradora de las
fatalidades que el hombre no inventa pero soporta. Pues
Nos destins ténébreux vont sous des lois inmenses
Que rien ne déconcerte et que rien n’attendrit...
Antes la muerte que las arrugas de la vejez sobre un
rostro o sobre una ciudad. Antes la destrucción inmediata que el desgaste
lento. Drieu sufría demasiado al pensar que Francia, Inglaterra compartirían
algún día la suerte de Elam, Nínive, Babilonia y llegarían a ser, como lo
anunciaba Valéry, hermosos nombres vagos para los habitantes del planeta.
También las civilizaciones son mortales. Drieu parecía reconocer y negar al
mismo tiempo ese algo eternamente actual e ininterrumpido en el corazón mismo
de la belleza y que une la antigua con la moderna, así como cada primavera une
el tierno esplendor de sus brotes con los de las primaveras pasadas. El punto
de junción se le escapaba, o no quería verlo. Pocos seres conservan en las
épocas de transición como la que vivimos una feliz naturalidad de movimientos.
Los unos se ponen tiesos, los otros fingen, éstos se empacan, aquéllos
declaman. Drieu, él mismo lo reconoció, afectaba una tiesura nada de acuerdo
con su carácter, y entonces —explicaba— “mis
peores defectos aprovechaban mi falta de soltura para echárseme encima.”
¡Por qué no está él aquí presente para decirme en
tono burlón, como de costumbre: “Reconozco
en tu análisis de mi persona tu moral de institutriz inglesa”!
Yo no había tenido como él la suerte de nacer y de
vivir mi vida entera en la más bella capital del mundo. Circunstancias de esta
índole, si bien nos restan ventajas enormes, pueden enseñarnos varias cosas.
Por ejemplo, que es posible enternecerse ante ciertas fealdades y que todos los
enternecimientos no son de orden exclusivamente estético. Tal aprendizaje nos
da, también, una capacidad para ver la belleza de París sin por eso negar la de
Nueva York, capacidad bastante poco frecuente entre los europeos. Haber nacido
en el Nuevo Continente y en esta punta del Nuevo Continente (así como en la
punta opuesta) significa carecer de los esplendores del pasado, presente en
palacios, templos y catedrales. Pero nuestra desprejuiciada indigencia puede
ser fecunda si alcanzamos gracias a ella una visión más amplia del mundo. Y si
esta visión no pierde en agudeza lo que gana en amplitud. Ya explicó Keyserling,
en uno de sus mejores ensayos, cómo de una insuficiencia puede surgir una
riqueza.
Ejemplo típico de esta tendencia del europeo a
encastillarse es la respuesta de un joven escritor francés a quien tratábamos
de convencer de que aceptara un puesto fuera de París (pues su mala salud
reclamaba otro clima). No quería ni oír hablar de América, continente que
despreciaba. Váyase entonces a Egipto, le decíamos. Allí encontrará esfinges,
pirámides, tumbas, todo lo que se necesita para ser feliz. Él contestaba, muy
en serio: “Cómo voy a irme de aquí si
todavía no conozco bien Versalles”(1).
Drieu, que había escrito: “Le français se refuse à la géographie...” no llegaba a eso, ni
mucho menos. Tenía grandes curiosidades de viajero. Pero Drieu era Europa. La
vieja, querida y maravillosa Europa que considera con ojos distraídos,
desconfiados o reprobadores todo lo que no es ella, aunque de sus entrañas haya
salido. América no trae nada nuevo al mundo, insistía Drieu. Está tan podrida
como nosotros. Muchas razones tendríamos para creerlo, le decía yo; pero basta
una para no creerlo del todo: somos americanos. Lo que sólo ha comenzado a
existir no puede ya estar en su fin. Las cosas tienen su tiempo; su comienzo,
su plenitud, su decadencia. Un poco de paciencia.
Pero ¿cómo tener paciencia si no vemos en el
tartamudeo de los pueblos jóvenes sino barbarie, y en el cansancio de los
viejos sino decrepitud, y en todas partes fealdad de un lado y descomposición
del otro? ¿Si sólo nos complacemos en una desesperación absoluta, no teniendo a
nuestro alcance otra forma de este ídolo: lo absoluto?
Drieu no podía tener paciencia. Iba hacia la muerte
a grandes trancos por el más arduo y el más demente de los caminos. Y nadie
sabía mejor que él que su naturaleza y sus preferencias no concordaban con las
doctrinas fascistas. Indirectamente, lo ha confesado a menudo. Lo ha confesado
al escribir: ‘‘Pero cuando nos hemos
paseado durante nuestra juventud en París, con las manos desnudas, nos queda
entre los dedos una sutil arenilla de gracia que hace que no podamos cerrarlos
como un puño bárbaro”. Drieu no habrá aprendido nunca a cerrar sus dedos
como un puño bárbaro, aun después de haberse mezclado con la multitud de los
que no aflojaron los suyos. Sus manos habrán quedado siempre abiertas
blandamente como las del Gilles de Watteau que tanto le gustaba; abiertas y
prontas a dejar escurrir, sin tratar de retenerla, la arena preciosa y huidiza
de la vida. De su vida.
Conferencia pronunciada en
la Sociedad Argentina de Escritores el 16 de septiembre de 1949.
Revista Sur, octubre de
1949, año XVII.
(1) Cierto es que existe también entre nosotros,
americanos, por ignorancia desde luego, sentimientos despreciativos similares
frente a Europa. Uno de nuestros pasados presidentes declaró al visitar por
primera vez ese mismo Versalles que era un potrero. Por poco cuidado que
estuviera el parque en ese momento, la comparación no deja de ser sorprendente.