EN SUEÑOS EMPIEZAN LAS RESPONSABILIDADES
I
Creo que es el año 1909. Me siento como si estuviera
en un cinematógrafo, el largo brazo de luz atravesando la oscuridad y girando,
mis ojos fijos en la pantalla. Es un film mudo, en que los actores usan trajes
ridículamente anticuados, y un chispazo sucede al otro con saltos repentinos, y
los actores también andan a saltos, caminando demasiado a prisa. La tela está
llena de rayos y de manchas, como si hubiera llovido cuando se tomó el film. La
luz es mala.
Es un domingo a la tarde, junio 12, 1909, y mi padre
va a visitar a mi madre caminando por las tranquilas calles de Brooklyn. Su
traje está recién planchado, y la corbata le aprieta demasiado el cuello alto.
Hace sonar las monedas en el bolsillo, pensando en las cosas ingeniosas que va
a decir. Ahora me siento cómodo en la blanda oscuridad del teatro; el pianista
produce las evidentes emociones aproximativas en que se mece el auditorio sin
saberlo. Soy anónimo. Me he olvidado: siempre ocurre lo mismo en el
cinematógrafo; es, como dicen, una droga. Mi padre anda de calle en calle de
árboles, césped y casas, de vez en cuando llega a una avenida en la que patina
y chirria un tranvía, avanzando lentamente. El conductor, que tiene bigotes
como manubrios, ayuda a subir a una señorita con un sombrero como un bol emplumado.
Tranquilamente hace los cambios y toca el timbre al subir los pasajeros.
Evidentemente es domingo, pues todos llevan sus trajes domingueros y el ruido
del tranvía hace resaltar la calma del día festivo (se dice que Brooklyn es la
ciudad de las iglesias). Las tiendas están cerradas y todos los pórticos
corridos, salvo alguna farmacia ocasional con grandes bolas verdes en la
vidriera.
Mi padre ha elegido ese largo camino porque le gusta
pensar mientras camina. Piensa en lo que será en el porvenir y así llega hasta
el lugar de su visita en un estado de dulce exaltación. No presta atención a
las casas del camino, donde están comiendo la comida del domingo, ni a los
muchos árboles que bordean cada acera, ahora muy cerca de su plenitud de verdor
y del tiempo en que encerrarán la calle en su sombra de hojas. Pasa un carruaje
ocasional, los cascos de los caballos caen como piedras en la tarde tranquila;
de tiempo en tiempo un automóvil, como un enorme sofá tapizado, jadea y pasa.
Mi padre piensa en mi madre, en lo distinguida que
es, y en el orgullo con que la presentará a su familia. Todavía no están
comprometidos y todavía no está seguro de estar enamorado de mi madre, así que,
a ratos, se siente aterrado con el lazo ya formado. Pero se consuela pensando que
los grandes hombres que él admira son casados: William Randolph Hearst y
William Howard Taft, que acaba de ser elegido presidente de los Estados Unidos.
Mi padre llega a la casa de mi madre. Ha llegado muy
temprano y de pronto se siente incómodo. Mi tía, la hermana menor de mi madre,
acude al campanillazo con la servilleta en la mano, pues la familia está aún en
la mesa. Al entrar mi padre, mi abuelo se levanta y le da la mano. Mi madre ha
subido corriendo para arreglarse. Mi abuela pregunta a mi padre si ya ha comido
y le dice que mi madre bajará en seguida. Mi abuelo inicia la conversación
hablando de la suave temperatura del mes de junio. Mi padre se sienta demasiado
cerca de la mesa, con el sombrero en la mano. Mi abuela le dice a mi tía que
tome el sombrero de mi padre. Mi tío, de doce años, se mete en la casa, con el
pelo alborotado. Saluda a gritos a mi padre, que a menudo le da monedas, y
luego sube corriendo la escalera, mientras mi abuela lo llama a gritos. Es
evidente que el respeto en que se tiene a mi padre, en esta casa, está templado
con una buena dosis de alegría. Impresiona bien, pero no deja de ser muy torpe.
II
Por fin baja mi madre y mi padre, que en ese momento
sostiene una gran conversación con mi abuelo, se pone un poco incómodo, porque
no sabe si saludar a mi madre o proseguir el diálogo. Se levanta desmañadamente
y dice: “Hola”, con voz áspera. Mi abuelo lo mira, examinando su incongruencia,
tal como es, con ojo crítico, y frotando con fuerza su mejilla barbuda, como
siempre hace cuando piensa. Está preocupado; teme que mi padre no sea buen
marido para su hija mayor. En este momento algo le sucede al film, precisamente
cuando mi padre dice a mi madre algo gracioso: me despierto a mí mismo y a mi
desdicha en el instante en que mi interés era más intenso. El público empieza a
golpear con impaciencia. La falla se ha arreglado, pero el film ha retrocedido
a una parte ya pasada, y estoy viendo otra vez a mi abuelo frotándose la
mejilla barbuda, pesando el carácter de mi padre. Es difícil meterse de nuevo
en el film y olvidarme a mí mismo, pero al reírse mi madre de lo que dice mi
padre, la oscuridad me ahoga.
Mi padre y mi madre salen de la casa, mi padre da un
apretón de manos a mi abuelo, con un malestar desconocido. Yo me agito también con
malestar, tirado en la silla dura del teatro. ¿Dónde está el tío mayor, el
hermano mayor de mi madre? Está estudiando arriba, en su dormitorio, estudiando
para su examen final en el Colegio de la Ciudad de New York, habiendo muerto de
pulmonía doble hace veintiún años. Mi padre y mi madre recorren otra vez las
mismas calles tranquilas. Mi madre, del brazo de mi padre, le cuenta la novela
que ha estado leyendo, y mi padre abre juicio sobre los personajes a medida que
le explican la trama. Es una costumbre que lo divierte mucho, porque se siente
confiado y superior al aprobar o condenar la conducta ajena. A veces se siente
inclinado a pronunciar un breve “uf”, cuando el cuento se vuelve lo que él
llama meloso. Este tributo es la afirmación de su hombría. Mi madre se siente
satisfecha por el interés que despierta; demuestra a mi padre cuán interesante
es ella, y cuán inteligente.
Están ya en la avenida, y el tranvía llega despacio.
Van esa tarde a Coney-Island, aunque mi madre considera que esos placeres son
subalternos. Está decidida a condescender sólo a un paseo por la playa y a una
buena comida, evitando los ruidosos entretenimientos que están muy por debajo
de la dignidad de tan digna pareja. Mi padre cuenta a mi madre el dinero que ha
ganado en la semana, exagerando una suma que no necesita exagerarse. Pero mi
padre siempre ha encontrado que la realidad suele resultar deficiente por buena
que sea. De pronto me pongo a llorar. La resuelta señora anciana que está a mi
lado se fastidia y me mira con una cara de enojo, y asustado, me callo. Saco mi
pañuelo y me seco la cara, chupando la lágrima que ha caído en mis labios.
Mientras tanto he perdido algo, pues aquí están mis padres bajando del tranvía
en el punto terminal: Coney-Island.
Caminan hacia la rambla y mi madre ordena a mi padre
aspirar el aire penetrante del mar. Los dos aspiran hondo, riéndose los dos al
hacerlo. Tienen en común un gran interés por la salud, aunque mi padre es
fuerte y hombruno y mi madre es delicada. Los dos están llenos de teorías
acerca de lo que es bueno comer y de lo que es malo, y a veces tienen discusiones
acaloradas, pero todo acaba con el anuncio de mi padre, hecho con desdeñoso
desafío, de que tarde o temprano hay que morir. En el mástil de la rambla, la
bandera americana está latiendo con el viento intermitente del mar.
Mi padre y mi madre se acercan a la baranda de la
rambla y miran a la playa donde numerosos bañistas se pasean. Algunos están en
la resaca. Un silbato de manisero taladra el aire con su agradable y activo gemido,
y mi padre va a comprar maní. Mi madre se queda junto a la baranda y contempla
el océano. El océano le parece alegre; apuntan chispas y una vez y otra vez las
olas pequeñas se deshacen. Nota los niños cavando en la húmeda arena, y los
trajes de baño de las muchachas de su edad. Mi padre vuelve con el maní. Sobre
las cabezas golpean y golpean los rayos del sol, pero ninguno de los dos se da
cuenta. La rambla está llena de gente vestida con sus trajes domingueros,
paseando tranquilamente. La marea no llega hasta la rambla y los paseantes no
se sentirían en peligro aunque llegara. Mi padre y mi madre se recuestan en la
baranda y miran distraídamente el mar. El mar se ha encrespado; las olas llegan
lentamente, tomando impulso desde muy atrás. El momento anterior al salto, el
momento en que arquean su lomo tan hermosamente, mostrando el negro y el verde
veteado de blanco, ese momento es intolerable. Al fin se quiebran,
estrellándose fieramente sobre la arena, bajando con toda su fuerza contra
ella, yendo adelante y retrocediendo, y al fin degenerando en un pequeño río de
burbujas que se desliza por la playa y luego regresa. El sol sobre sus cabezas
no incomoda a mi padre ni a mi madre. Contemplan perezosamente el océano sin
interesarse en su aspereza. Pero yo contemplo el terrible sol que deslumbra y
el despiadado, fatal, apasionado mar. Olvido a mis padres, estoy como fascinado
y, finalmente, atónito por su indiferencia, rompo de nuevo a llorar. La anciana
señora a mi lado me palmea el hombro y dice: “Vamos, vamos, joven, esto es sólo
un film, sólo un film”, pero yo vuelvo a mirar el sol aterrador y el aterrador
océano, y sin poder contener mis lágrimas me levanto para ir al salón de
caballeros, tropezando con los pies de las personas sentadas en mi fila.
IV
Cuando vuelvo, sintiéndome como si acabara de
despertarme temprano, enfermo por falta de sueño, han pasado varias horas y mis
padres están en una calesita. Mi padre monta un caballo negro y mi madre uno
blanco, y parecen hacer un eterno circuito con el solo propósito de arrebatar
los anillos de nickel que están fijos al brazo de uno de los postes. Está
tocando un organito; inseparable del eterno girar de la calesita.
Por un momento parece que nunca van a bajar del
carrusel, porque nunca va a parar, y siento como si yo mirara hacia abajo desde
el piso cincuenta de un edificio. Por fin se bajan; hasta el organito ha cesado
por un momento. Hay una súbita y dulce calma, como si fuera la coronación de
tanto movimiento. Mi madre sólo ha conseguido dos anillos, mi padre tiene diez,
pero es mi madre quien realmente los desea.
Caminan por la rambla mientras la tarde
imperceptible se ahonda en la increíble púrpura del crepúsculo. Todas las cosas
palidecen en una lánguida llama, hasta el incesante murmullo de la playa.
Buscan un sitio para cenar. Mi padre sugiere el mejor restaurant de la rambla y
mi madre se niega, siguiendo sus principios de economía y de ama de casa.
Sin embargo, van al mejor lugar, piden una mesa
cerca de la ventana para poder mirar la rambla y el móvil océano. Mi padre se
siente omnipotente poniendo una moneda en la mano del mozo al pedir mesa. El
lugar está lleno y aquí también hay música, esta vez de un terceto de
instrumentos de cuerda. Mi padre da órdenes con una bella confianza.
En el curso de la comida, mi padre cuenta sus planes
para el futuro y mi madre muestra, en lo expresivo de su rostro, cuán
interesada e impresionada está. Mi padre está radiante, entusiasmado con el
vals que están tocando, y su porvenir empieza a intoxicarlo. Mi padre dice a mi
madre que va a ensanchar sus negocios, porque hay mucho campo para ganar
dinero. Quiere establecerse. Después de todo tiene veintinueve años, ha vivido
solo, desde los trece, está haciendo más y más dinero, y envidia a los amigos,
cuando va a visitarlos, en la seguridad de sus hogares, rodeados, al parecer,
de los tranquilos placeres domésticos y de niños deliciosos, y entonces cuando
el vals llega al momento en que los bailarines giran como locos, entonces,
entonces, con una terrible audacia, entonces, le pide a mi madre que se case
con él, aunque bastante incómodo e intrigado pensando cómo pudo hacer esa
pregunta, y ella, para empeorar las cosas, se pone a llorar, y mi padre mira
nerviosamente a su alrededor, sin saber qué hacer, y mi madre dice: “Es lo que
más he deseado desde el primer momento que nos vimos”, sollozando, y él
encuentra todo muy difícil, muy poco de su agrado, muy poco como él lo había
imaginado en sus largas caminatas en el Brooklyn Bridge, en las ensoñaciones de
un buen cigarro, y fue entonces, en ese punto, que me paré en el teatro,
gritando: “¡No lo hagan! No es demasiado tarde para cambiar de idea, los dos.
Nada bueno va a salir de eso, sólo remordimientos, odio, escándalos, y dos
hijos con caracteres monstruosos”. El público entero se dio vuelta a mirarme,
fastidiado, el acomodador vino corriendo por el pasillo haciendo relampaguear
su linterna, y la anciana señora, mi vecina, me obligó a sentarme en mi sitio,
diciendo: Estese quieto, lo van a echar, y ha pagado treinta y cinco céntimos
para entrar”. Entonces cerré los ojos porque no podía soportar la vista de lo
que sucedía. Me senté ahí tranquilamente.
V
Pero después de un ratito empecé a echar unas
miradas y por fin volví a observar con sediento interés, como un niño que trata
de mantener su ceño cuando le ofrecen el soborno de un caramelo. Mis padres
ahora se están sacando un retrato en la barraca de un fotógrafo de la rambla.
El lugar está sombreado con una luz malva que aparentemente es necesaria. La
cámara está colocada de lado en el trípode y parece un hombre de Marte. El
fotógrafo da instrucciones a mis padres de cómo deben colocarse. Mi padre ha
puesto un brazo sobre los hombros de mi madre, y ambos sonríen enfáticamente.
El fotógrafo alcanza a mi madre un ramo de flores para que tenga en la mano,
pero ella lo sostiene en el mal lado. Entonces el fotógrafo se cubre con el
paño negro que decora la cámara y todo lo que se ve de él es un brazo saliente
y la mano con que sostiene fuertemente la pera de goma que oprimiera al tomar
la foto. Pero no queda satisfecho con el grupo. Siente que hay algo mal en la
pose. Una y otra vez sale de su escondite con nuevas instrucciones. Cada
observación sólo sirve para empeorar las cosas. Mi padre se impacienta. Prueban
una pose sentados. El fotógrafo explica que él tiene su orgullo, que quiere
hacer bellos retratos, que no lo lleva sólo el interés del dinero. Mi padre
dice: “Dése prisa ¿quiere? No disponemos de toda la noche”. Pero el fotógrafo
no hace más que correr de un lado a otro nerviosamente, disculpándose, y dando
nuevas instrucciones. Me encanta el fotógrafo y lo apruebo de todo corazón,
porque sé exactamente lo que siente, y a medida que critica cada pose, revisada
de acuerdo con alguna oscura idea estética, me lleno de esperanzas. Pero
entonces mi padre dice con enojo: “Vamos, ha tenido tiempo de sobra, ya no
esperaremos más”. Y el fotógrafo, suspirando afligido, vuelve a su negro
escondite y levanta la mano, diciendo: “Uno, dos, tres. ¡Ahora!” y el retrato
se toma con la sonrisa de mi padre hecha una mueca, y la de mi madre animada y
falsa. En unos minutos se revela la fotografía, y mis padres, como están en esa
rara luz, se sienten deprimidos.
VI
Han pasado por la barraca de una adivina, y mi madre
quiere entrar, pero mi padre, no. Empiezan a discutir. Mi madre porfía, mi
padre vuelve a impacientarse. Lo que mi padre querría hacer ahora es mandarse
mudar y dejar ahí a mi madre, pero sabe que eso no es posible. Mi madre se
niega a moverse. Está casi llorando, pero siente un deseo incontenible de oír
lo que dirá la adivina. Mi padre accede furioso, y los dos entran en la barraca
que es, en cierto modo, igual a la del fotógrafo, colgada de negro, con luz de
color y sombría. Hace demasiado calor, y mi padre sigue diciendo que son tonterías,
señalando la bola de cristal sobre la mesa. La adivina, una mujer baja y gorda,
vestida con un traje que se supone exótico, entra al cuarto y los saluda,
hablando con acento extranjero. Pero de pronto se le ocurre a mi padre que todo
el asunto es insoportable; tira por el brazo a mi madre pero mi madre rehúsa
moverse. Entonces, en un arranque de furia, mi padre suelta el brazo de mi
madre y sale, dejando a mi madre aturdida. Ella hace un movimiento como para
seguirlo, pero la adivina la detiene y le ruega que no lo haga, y yo me quedo
atónito y horrorizado en mi silla, desde la oscuridad. Me encuentro como si
caminara por una cuerda en un circo, a cien pies de altura, y que de repente la
cuerda mostrara síntomas de rotura, y me levanto de mi asiento y empiezo de
nuevo a gritar las primeras palabras que se me ocurren para comunicar mi
terrible miedo, y otra vez viene el acomodador corriendo por el pasillo y
haciendo relampaguear la linterna, y la anciana señora razona conmigo, y el
público airado se vuelve a mirarme, y yo sigo gritando: “¿Qué están haciendo?
¿No saben lo que hacen? ¿Por qué mi madre no se va con mi padre y le pide que
no se enoje? Si no hace eso, qué va a hacer? ¿Se da cuenta mi padre de lo que
está haciendo?” Pero el acomodador me ha agarrado del brazo, y al sacarme,
dice: “¿Qué está usted haciendo? ¿No sabe que no puede hacer estas cosas, que
no las puede hacer por más que quiera, aunque no hubiese nadie? Le va a pesar
si no hace lo que debe. No puede seguir así, no hay derecho, ya lo sabrá bien
pronto, todo lo que se hace tiene importancia”, y mientras dice todo esto,
llevándome por la galería del teatro, en la fría luz, me despierto en la
sombría mañana invernal de mi vigésimo primer cumpleaños, el antepecho de la
ventana con su filete de nieve, ya amaneciendo.
Traducción de JORGE LUISBORGES
Revista Sur, marzo-abril
1944, año XIV
IN DREAMS BEGIN
RESPONSIBILITIES
I
I think
it is the year 1909. I feel as if I were in a motion picture theatre, the long
arm of light crossing the darkness and spinning, my eyes fixed on the screen.
This is a silent picture as if an old Biograph one, in which the actors are
dressed in ridiculously old-fashioned clothes, and one flash succeeds another
with sudden jumps. The actors too seem to jump about and walk too fast. The
shots themselves are full of dots and rays, as if it were raining when the
picture was photographed. The light is bad.
It
is Sunday afternoon, June 12th, 1909, and my father is walking down the quiet
streets of Brooklyn on his way to visit my mother. His clothes are newly
pressed and his tie is too tight in his high collar. He jingles the coins in
his pockets, thinking of the witty things he will say. I feel as if I had by
now relaxed entirely in the soft darkness of the theatre; the organist peals
out the obvious and approximate emotions on which the audience rocks
unknowingly. I am anonymous, and I have forgotten myself. It is always so when
one goes to the movies, it is, as they say, a drug.
My
father walks from street to street of trees, lawns and houses, once in a while
coming to an avenue on which a streetcar skates and gnaws, slowly progressing.
The conductor, who has a handle-bar mustache, helps a young lady wearing a hat
like a bowl with feathers on to the car. She lifts her long skirts slightly as
she mounts the steps. He leisurely makes change and rings his bell. It is
obviously Sunday, for everyone is wearing Sunday clothes, and the street-car’s
noises emphasize the quiet of the holiday. Is not Brooklyn the City of
Churches? The shops are closed and their shades drawn, but for an occasional
stationery store or drug-store with great green balls in the window.
My
father has chosen to take this long walk because he likes to walk and think. He
thinks about himself in the future and so arrives at the place he is to visit
in a state of mild exaltation. He pays no attention to the houses he is
passing, in which the Sunday dinner is being eaten, nor to the many trees which
patrol each street, now coming to their full leafage and the time when they
will room the whole street in cool shadow. An occasional carriage passes, the
horse’s hooves falling like stones in the quiet afternoon, and once in a while
an automobile, looking like an enormous upholstered sofa, puffs and passes.
My
father thinks of my mother, of how nice it will be to introduce her to his
family. But he is not yet sure that he wants to marry her, and once in a while
he becomes panicky about the bond already established. He reassures himself by
thinking of the big men he admires who are married: William Randolph Hearst,
and William Howard Taft, who has just become President of the United States.
My
father arrives at my mother’s house. He has come too early and so is suddenly
embarrassed. My aunt, my mother’s sister, answers the loud bell with her napkin
in her hand, for the family is still at dinner. As my father enters, my
grandfather rises from the table and shakes hands with him. My mother has run
upstairs to tidy herself. My grandmother asks my father if he has had dinner,
and tells him that Rose will be downstairs soon. My grandfather opens the
conversation by remarking on the mild June weather. My father sits uncomfortably
near the table, holding his hat in his hand. My grandmother tells my aunt to
take my father’s hat. My uncle, twelve years old, runs into the house, his hair
tousled. He shouts a greeting to my father, who has often given him a nickel,
and then runs upstairs. It is evident that the respect in which my father is
held in this household is tempered by a good deal of mirth. He is impressive,
yet he is very awkward.
II
Finally
my mother comes downstairs, all dressed up, and my father being engaged in conversation
with my grandfather becomes uneasy, not knowing whether to greet my mother or
continue the conversation. He gets up from the chair clumsily and says “hello”
gruffly. My grandfather watches, examining their congruence, such as it is,
with a critical eye, and meanwhile rubbing his bearded cheek roughly, as he
always does when he reflects. He is worried; he is afraid that my father will
not make a good husband for his oldest daughter. At this point something
happens to the film, just as my father is saying something funny to my mother;
I am awakened to myself and my unhappiness just as my interest was rising. The
audience begins to clap impatiently. Then the trouble is cared for but the film
has been returned to a portion just shown, and once more I see my grandfather
rubbing his bearded cheek and pondering my father’s character. It is difficult
to get back into the picture once more and forget myself, but as my mother
giggles at my father’s words, the darkness drowns me.
My
father and mother depart from the house, my father shaking hands with my mother
once more, out of some unknown uneasiness. I stir uneasily also, slouched in
the hard chair of the theatre. Where is the older uncle, my mother’s older
brother? He is studying in his bedroom upstairs, studying for his final
examination at the College of the City of New York, having been dead of rapid
pneumonia for the last twenty-one years. My mother and father walk down the
same quiet streets once more. My mother is holding my father’s arm and telling
him of the novel which she has been reading; and my father utters judgments of
the characters as the plot is made clear to him. This is a habit which he very
much enjoys, for he feels the utmost superiority and confidence when he
approves and condemns the behavior of other people. At times he feels moved to
utter a brief “Ugh” — whenever the story becomes what he would call sugary.
This tribute is paid to his manliness. My mother feels satisfied by the
interest which she has awakened; she is showing my father how intelligent she
is, and how interesting.
They
reach the avenue, and the street-car leisurely arrives. They are going to Coney
Island this afternoon, although my mother considers that such pleasures are
inferior. She has made up her mind to indulge only in a walk on the boardwalk
and a pleasant dinner, avoiding the riotous amusements as being beneath the
dignity of so dignified a couple.
My
father tells my mother how much money he has made in the past week,
exaggerating an amount which need not have been exaggerated. But my father has
always felt that actualities somehow fall short. Suddenly I begin to weep. The
determined old lady who sits next to me in the theatre is annoyed and looks at
me with an angry face, and being intimidated, I stop. I drag out my
handkerchief and dry my face, licking the drop which has fallen near my lips.
Meanwhile I have missed something, for here are my mother and father alighting
at the last stop, Coney Island.
III
They
walk toward the boardwalk, and my father commands my mother to inhale the
pungent air from the sea. They both breathe in deeply, both of them laughing as
they do so. They have in common a great interest in health, although my father
is strong and husky, my mother frail. Their minds are full of theories of what
is good to eat and not good to eat, and sometimes they engage in heated
discussions of the subject, the whole matter ending in my father’s
announcement, made with a scornful bluster, that you have to die sooner or
later anyway. On the boardwalk’s flagpole, the American flag is pulsing in an
intermittent wind from the sea.
My
father and mother go to the rail of the boardwalk and look down on the beach
where a good many bathers are casually walking about. A few are in the surf. A
peanut whistle pierces the air with its pleasant and active whine, and my
father goes to buy peanuts. My mother remains at the rail and stares at the
ocean. The ocean seems merry to her; it pointedly sparkles and again and again
the pony waves are released. She notices the children digging in the wet sand,
and the bathing costumes of the girls who are her own age. My father returns
with the peanuts. Overhead the sun’s lightning strikes and strikes, but neither
of them are at all aware of it. The boardwalk is full of people dressed in
their Sunday clothes and idly strolling. The tide does not reach as far as the
boardwalk, and the strollers would feel no danger if it did. My mother and
father lean on the rail of the boardwalk and absently stare at the ocean. The
ocean is becoming rough; the waves come in slowly, tugging strength from far
back. The moment before they somersault, the moment when they arch their backs
so beautifully, showing green and white veins amid the black, that moment is
intolerable. They finally crack, dashing fiercely upon the sand, actually
driving, full force downward, against the sand, bouncing upward and forward,
and at last petering out into a small stream which races up the beach and then
is recalled. My parents gaze absentmindedly at the ocean, scarcely interested
in its harshness. The sun overhead does not disturb them. But I stare at the
terrible sun which breaks up sight, and the fatal, merciless, passionate ocean,
I forget my parents. I stare fascinated and finally, shocked by the
indifference of my father and mother, I burst out weeping once more. The old
lady next to me pats me on the shoulder and says “There, there, all of this is
only a movie, young man, only a movie,” but I look up once more at the
terrifying sun and the terrifying ocean, and being unable to control my tears,
I get up and go to the men’s room, stumbling over the feet of the other people
seated in my row.
IV
When
I return, feeling as if I had awakened in the morning sick for lack of sleep,
several hours have apparently passed and my parents are riding on the
merry-go-round. My father is on a black horse, my mother on a white one, and
they seem to be making an eternal circuit for the single purpose of snatching
the nickel rings which are attached to the arm of one of the posts. A
hand-organ is playing; it is one with the ceaseless circling of the
merry-go-round.
For
a moment it seems that they will never get off the merry-go-round because it
will never stop. I feel like one who looks down on the avenue from the 50th
story of a building. But at length they do get off; even the music of the
hand-organ has ceased for a moment. My father has acquired ten rings, my mother
only two, although it was my mother who really wanted them.
They
walk on along the boardwalk as the afternoon descends by imperceptible degrees
into the incredible violet of dusk. Everything fades into a relaxed glow, even
the ceaseless murmuring from the beach, and the revolutions of the
merry-go-round. They look for a place to have dinner. My father suggests the
best one on the boardwalk and my mother demurs, in accordance with her
principles.
However
they do go to the best place, asking for a table near the window, so that they
can look out on the boardwalk and the mobile ocean. My father feels omnipotent
as he places a quarter in the waiter’s hand as he asks for a table. The place
is crowded and here too there is music, this time from a kind of string trio.
My father orders dinner with a fine confidence.
As
the dinner is eaten, my father tells of his plans for the future, and my mother
shows with expressive face how interested she is, and how impressed. My father
becomes exultant. He is lifted up by the waltz that is being played, and his
own future begins to intoxicate him. My father tells my mother that he is going
to expand his business, for there is a great deal of money to be made. He wants
to settle down. After all, he is twenty-nine, he has lived by himself since he
was thirteen, he is making more and more money, and he is envious of his
married friends when he visits them in the cozy security of their homes,
surrounded, it seems, by the calm domestic pleasures, and by delightful
children, and then, as the waltz reaches the moment when all the dancers swing
madly, then, then with awful daring, then he asks my mother to marry him,
although awkwardly enough and puzzled, even in his excitement, at how he had
arrived at the proposal, and she, to make the whole business worse, begins to
cry, and my father looks nervously about, not knowing at all what to do now,
and my mother says: “It’s all I’ve wanted from the moment I saw you,” sobbing,
and he finds all of this very difficult, scarcely to his taste, scarcely as he
had thought it would be, on his long walks over Brooklyn Bridge in the revery
of a fine cigar, and it was then that I stood up in the theatre and shouted:
“Don’t do it. It’s not too late to change your minds, both of you. Nothing good
will come of it, only remorse, hatred, scandal, and two children whose characters
are monstrous.” The whole audience turned to look at me, annoyed, the usher
came hurrying down the aisle flashing his searchlight, and the old lady next to
me tugged me down into my seat, saying: “Be quiet. You’ll be put out, and you
paid thirty-five cents to come in.” And so I shut my eyes because I could not
bear to see what was happening. I sat there quietly.
V
But
after awhile I begin to take brief glimpses, and at length I watch again with
thirsty interest, like a child who wants to maintain his sulk although offered
the bribe of candy. My parents are now having their picture taken in a
photographer’s booth along the boardwalk. The place is shadowed in the mauve
light which is apparently necessary. The camera is set to the side on its
tripod and looks like a Martian man. The photographer is instructing my parents
in how to pose. My father has his arm over my mother’s shoulder, and both of
them smile emphatically. The photographer brings my mother a bouquet of flowers
to hold in her hand but she holds it at the wrong angle. Then the photographer
covers himself with the black cloth which drapes the camera and all that one
sees of him is one protruding arm and his hand which clutches the rubber ball
which he will squeeze when the picture is finally taken. But he is not
satisfied with their appearance. He feels with certainty that somehow there is
something wrong in their pose. Again and again he issues from his hidden place
with new directions. Each suggestion merely makes matters worse. My father is becoming
impatient. They try a seated pose. The photographer explains that he has pride,
he is not interested in all of this for the money, he wants to make beautiful
pictures. My father says: “Hurry up, will you? We haven’t got all night.” But
the photographer only scurries about apologetically, and issues new directions.
The photographer charms me. I approve of him with all my heart, for I know just
how he feels, and as he criticizes each revised pose according to some unknown
idea of Tightness, I become quite hopeful. But then my father says angrily:
“Come on, you’ve had enough time, we’re not going to wait any longer.” And the
photographer, sighing unhappily, goes back under his black covering, holds out
his hand, says: “One, two, three, Now!”, and the picture is taken, with my
father’s smile turned to a grimace and my mother’s bright and false. It takes a
few minutes for the picture to be developed and as my parents sit in the
curious light they become quite depressed.
VI
They
have passed a fortune-teller’s booth, and my mother wishes to go in, but my
father does not. They begin to argue about it. My mother becomes stubborn, my
father once more impatient, and then they begin to quarrel, and what my father
would like to do is walk off and leave my mother there, but he knows that that
would never do. My mother refuses to budge. She is near to tears, but she feels
an uncontrollable desire to hear what the palm-reader will say. My father
consents angrily, and they both go into a booth which is in a way like the photographer’s,
since it is draped in black cloth and its light is shadowed. The place is too
warm, and my father keeps saying this is all nonsense, pointing to the crystal
ball on the table. The fortune-teller, a fat, short woman, garbed in what is
supposed to be Oriental robes, comes into the room from the back and greets
them, speaking with an accent. But suddenly my father feels that the whole
thing is intolerable; he tugs at my mother’s arm, but my mother refuses to
budge. And then, in terrible anger, my father lets go of my mother’s arm and
strides out, leaving my mother stunned. She moves to go after my father, but
the fortune-teller holds her arm tightly and begs her not to do so, and I in my
seat am shocked more than can ever be said, for I feel as if I were walking a
tight-rope a hundred feet over a circus-audience and suddenly the rope is
showing signs of breaking, and I get up from my seat and begin to shout once
more the first words I can think of to communicate my terrible fear and once
more the usher comes hurrying down the aisle flashing his searchlight, and the
old lady pleads with me, and the shocked audience has turned to stare at me,
and I keep shouting: “What are they doing? Don’t they know what they are doing?
Why doesn’t my mother go after my father? If she does not do that, what will
she do? Doesn’t my father know what he is doing?” — But the usher has seized my
arm and is dragging me away, and as he does so, he says: “What are you doing?
Don’t you know that you can’t do whatever you want to do? Why should a young
man like you, with your whole life before you, get hysterical like this? Why
don’t you think of what you’re doing? You can’t act like this
even if other people aren’t around! You will be sorry if you do not do what you
should do, you can’t carry on like this, it is not right, you will find that
out soon enough, everything you do matters too much,” and he said that dragging
me through the lobby of the theatre into the cold light, and I woke up into the
bleak winter morning of my 21st birthday, the windowsill shining with its lip
of snow, and the morning already begun.