martes, 23 de junio de 2015

Guillaume Apollinaire: El difunto Alfred Jarry



En mayo de 2013, Ediciones De La Mirándola publicó "El amor en visitas" de Alfred Jarry, en una cuidada edición con prólogo de Lucio Arrillaga. Este retrato de Alfred Jarry por Guillaume Apollinaire que publicaremos en tres entregas proviene de los Contemporains pittoresques.



EL DIFUNTO ALFRED JARRY
(Segunda parte)

A su regreso del Grand-Lemps, en donde había ido a trabajar con Claude Terrasse, fue a buscarme a un bar inglés de la Rue d’Amsterdam al que yo solía ir. Cenamos allí y, como Jarry tenía oros, quiso pagarme una Bostock. En las galerías del fondo, aterró a quienes lo rodeaban con discursos sobre los leones, revelándoles ciertos secretos espantosos del arte de domar. El olor de las fieras lo embriagaba. Afirmaba que había cazado panteras en un jardín de la Rue de la Tour-des-Dames. En realidad, eran panteras jóvenes escapadas de la jaula, que había quedado abierta por descuido. Los anfitriones de Jarry, muy confusos, se dispusieron a matar a las pobres panteritas disparándoles con rifles desde las ventanas.
—No hagan nada —dijo Jarry—, yo me encargo de todo.
En el comedor en que se encontraba había una armadura de su talla. Se disfrazó de caballero y, todo recubierto de hierro, bajó al jardín sosteniendo una copa en la mano enfundada en la manopla. Las bestias dieron un salto y Jarry les presentó la copa vacía. Domadas en el acto, lo siguieron y volvieron a entrar en la jaula, que él cerró.
—Porque —decía Jarry— éste es el mejor método para reducir a las fieras. Así como la mayoría de los hombres, las bestias más crueles sienten horror por las copas vacías y, cuando ven una, el espanto las vuelve cobardes; entonces uno hace lo que quiere con ellas.
Y como, al contar estas historias, agitaba el revólver, los espectadores retrocedían, las mujeres se mostraban aterradas y algunas quisieron irse. Luego, Jarry no me ocultó la satisfacción que había sentido espantando a aquellos filisteos, y fue empuñando el revólver como subió a la imperial del autobús que lo llevaría de vuelta a Saint-Germain-des-Prés. Allí arriba, para despedirse, seguía agitando el trabuco.

El tal trabuco pasó unos seis meses en el atelier de uno de nuestros amigos. Éstas fueron las circunstancias:
Nos habían invitado a cenar en la Rue de Rennes. En la mesa, cuando alguien quiso leerle la mano, Jarry hizo ver que tenía todas las líneas por duplicado. Para mostrar su fuerza, rompió a puñetazos platos puestos boca abajo, y terminó lastimándose. El aperitivo y los vinos lo habían puesto nervioso. Los licores lo terminaron de excitar. Un escultor español quiso conocerlo y le dijo algunas gentilezas. Pero Jarry conminó a aquel bujarrón a que abandonara el comedor y no volviera a aparecer, y me aseguró que el muchacho acababa de hacerle las propuestas más indecentes. Al cabo de unos minutos, el español, que había huido, volvió y Jarry le disparó en el acto con su revólver. La bala fue a parar a una cortina. Dos mujeres encintas, que se encontraban cerca, se desmayaron. Los hombres tampoco se sentían tranquilos, y entre dos nos llevamos a Jarry. En la calle me dijo, con la voz del Père Ubu: “¿No es cierto que, como literatura, fue algo hermoso? Pero me olvidé de pagar las consumiciones”.
Al llevárnoslo, lo habíamos desarmado y, seis meses después, fue a Montmartre a reclamarnos el revólver que nuestro amigo se había olvidado de devolverle.
Las travesuras de Jarry le hicieron un daño enorme a su gloria, y su talento, uno de los más singulares y más sólidos de su época, no le daba suficientes ganancias para vivir. Vivía mal, se alimentaba en París con chuletas de cordero crudas y pepinillos en vinagre. Me aseguró que, para mejorar el funcionamiento de su estómago, solía beber antes de acostarse un gran vaso en el que había echado, por mitades, vinagre y ajenjo, mezcla extraña que ligaba añadiéndole una gota de tinta. Al pobre Père Ubu le faltaron las atenciones femeninas.
En Coudray vivía de la pesca; y, por cierto, es una suerte que a menudo haya vivido fuera de París, a orillas del río. La ciudad lo hubiera matado varios años antes de lo que lo hizo.
(continuará)


Traducción para Literatura y Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.