domingo, 22 de marzo de 2015

Jacopo da Varazze: Historia secreta de Judas

No fue su Chronica Civitatis Ianuensis, tan apreciada por los historiadores italianos, la que hizo que Jacopo da Varazze, arzobispo de Génova, fuese uno de los escritores europeos más leídos durante más de tres siglos, sino la Legenda Sanctorum (“lo que hay que leer sobre la vida de los santos”) que muy pronto fue conocida, simplemente como la Leyenda dorada. Desde Juan Luis Vives todo ha sido dicho en contra de un libro sin el cual, demasiado a menudo, no sabríamos de qué tratan tantos cuadros de Hans Memling o de Carpaccio, sin contar con innumerables escenas de los pórticos de nuestras catedrales góticas. Redescubierta hacia fines del siglo XIX, esta obra escrita en un honesto latín de cocina, con sus etimologías disparatadas y su ingenuidad de colores fuertes e inolvidables, tan dignos de los pintores primitivos italianos, posee, en sus poco frecuentadas páginas, un perdurable encanto.

HISTORIA SECRETA DE JUDAS
                                                               
En Jerusalén había un hombre llamado Rubén, conocido también como Simón, de la tribu de Dan o, de acuerdo con San Jerónimo, de la tribu de Isacar, que estaba casado con una mujer llamada Ciborea. Ahora bien, una noche, después de que ambos esposos hubiesen cumplido con su deber conyugal, Ciborea se durmió y tuvo un sueño del que despertó aterrorizada, suspirando y gimiendo; y le dijo a su marido: “Vi en sueños que daba a luz un hijo monstruoso llamado a causar la pérdida de toda nuestra raza”. Y Rubén: “¡Qué escandalosas tonterías dices, mujer! Sin lugar a dudas, es el diablo el que te hace delirar”. Pero ella dijo: “Si el acto que hicimos esta noche tiene como resultado que yo conciba un hijo, eso probará que no soy en absoluto víctima de una ilusión diabólica y que mi sueño es realmente la revelación de la verdad”. Y como nueve meses después de aquella noche Ciborea dio a luz un hijo, ella y su marido se sintieron espantados y no supieron qué hacer, ya que sentían horror de matar a su hijo y, por otra parte, no podían aceptar educar al futuro destructor de su raza. Por fin, decidieron colocar al niño en un cesto y abandonarlo a la corriente del río. Las olas llevaron el cesto hasta una isla llamada Iscariote, de la que provendría el nombre de Judas Iscariote que recibió el apóstol maldito. Y la reina de esta isla, que no tenía hijos, al divisar el cesto que flotaba todavía en el río hizo que lo  sacaran del agua  y  exclamó al ver al niño: “¡Qué dichosa sería yo si tuviese un hijo como éste para que el trono, a mi muerte, no quedase vacante!” E hizo alimentar al niño a escondidas mientras fingía estar encinta, luego de lo cual presentó al niño como si fuera suyo y todo el reino festejó el nacimiento. El rey, encantado de ser padre, hizo que el niño fuese criado con toda la magnificencia debida a su rango. Ahora bien, la reina quedó realmente encinta gracias a su marido y dio a luz un hijo. Los dos niños crecieron juntos, pero Judas, cuando jugaban, injuriaba al niño de estirpe real y a menudo lo golpeaba y lo hacía llorar; por lo que la reina, que sabía que no era hijo suyo, hacía que lo castigasen, a su vez, a menudo. Pero nada lograba corregir al malvado niño. Un día, por fin, la verdad fue descubierta y se supo que no era hijo del rey. Entonces Judas, embargado por la vergüenza y los celos, mató en secreto al verdadero hijo, su supuesto hermano. Luego de lo cual, temiendo el castigo, huyó junto con sus amigos rumbo a Jerusalén, en donde el prefecto Pilatos (tan cierto es que Dios los cría y ellos se juntan) reconoció en él un carácter similar al suyo y le tomó un inmenso afecto.

He aquí, pues, a Judas dueño y señor en la corte de Pilatos. Cierto día, Pilatos, mirando un manzanar cercano a su palacio, sintió un deseo intenso de probar las manzanas. Ese campo pertenecía a Rubén, el padre de Judas, pero ni Judas conocía a su padre ni éste sabía que él era su hijo. Judas, pues, al tanto del deseo de Pilatos, penetró en el manzanar y se apoderó de unas cuantas manzanas. Y como Rubén lo sorprendió in fraganti, ambos comenzaron a insultarse antes de irse a las manos;  y Judas terminó matando a Rubén de una pedrada en la nuca. Tras lo cual le llevó las manzanas a Pilatos y le contó lo que había pasado. Y cuando se conoció la muerte de Rubén, Pilatos le concedió a su favorito Judas todos los bienes del difunto y lo hizo casar con la viuda, que no era otra que Ciborea, madre de Judas.

Cierta noche, Ciborea suspiraba con tanta tristeza que su nuevo marido le preguntó qué le pasaba. Ella le respondió: “Yo soy, ¡ay!, la más desgraciada entre todas las mujeres. Tuve que ahogar a mi único hijo, mi marido fue asesinado y, para colmo de males, Pilatos me obligó a casarme a pesar de mi luto”. Ciborea le contó entonces la historia del niño, y Judas le contó todos los acontecimientos de su vida; y así fue como ambos descubrieron que Judas había matado a su padre y se había casado con su madre. Entonces, siguiendo el consejo de Ciborea, el pobre hombre quiso hacer penitencia, y yendo al encuentro de nuestro Señor Jesucristo imploró de él el perdón de sus pecados. Nuestro Señor hizo de Judas su discípulo y lo eligió para formar parte de sus doce apóstoles.

Todos conocen la continuación de esta historia.