Se había adormecido reclinado
sobre su joven esposa y ella soportaba con orgullo el peso de esa cabeza de
hombre, rubia y arrebolada, de ojos cerrados. Él había deslizado su
brazo enorme bajo el torso ligero, bajo la cintura adolescente, y su
fuerte mano descansaba abierta sobre las sábanas junto al codo derecho de la
joven. Ella sonrió al ver aquella mano de hombre que aparecía allí, solitaria y
alejada de su dueño. Luego dejó errar la mirada por la habitación en penumbras.
Una lámpara velada dejaba caer sobre el lecho su luz carmesí.
"Demasiado feliz como para
dormir", pensó.
Demasiado conmovida, también, y
sorprendida de a ratos por la situación nueva en que se hallaba. Sólo hacía
quince días que llevaba la vida escandalosa de las recién casadas, que saborean
la dicha de vivir con un desconocido del cual se enamoraron. Conocer a un
hermoso muchacho rubio, viudo reciente, experto aficionado al tenis y al remo,
casarse con él un mes después: su aventura conyugal no tenía casi nada que
envidiarle a un rapto sentimental. Todavía, mientras permanecía
despierta al lado de su marido, como esta noche, solía cerrar los ojos
largamente y luego abrirlos para disfrutar, sorprendida, con el color azul de
los cortinajes novísimos en lugar de aquel rosa suave que, en su habitación de
soltera, dejaba pasar la luz del nuevo día.
Un estremecimiento recorrió el
cuerpo dormido que descansaba junto a ella, y ella, con la encantadora
autoridad de los seres débiles, cerró aún más el brazo izquierdo alrededor del
cuello de su marido. Él no se despertó
"¡Qué largas tiene las
pestañas!”, pensó.
Y, también para sus
adentros, elogió la boca, graciosa y fuerte, la tez de ladrillo rosa, y
hasta la frente, ni ancha ni noble, pero todavía libre de arrugas.
La mano derecha de su marido, junto
a ella, se estremeció a su vez, y ella sintió, bajo el arco de su cintura, el
viviente brazo derecho sobre el que descansaba.
"Soy pesada… Querría
levantarme y apagar la luz. Pero duerme tan bien…"
El brazo se torció una vez más,
débilmente, y ella ahuecó la espalda para hacerse más ligera.
"Es como si estuviese acostada
sobre un animal", pensó.
Dio vuelta la cabeza sobre la
almohada y miró la mano que descansaba a su lado.
"¡Qué grande es! Es cierto
que yo apenas le llego al hombro."
La luz, deslizándose en los
bordes de una corola de cristal azulino, chocaba contra esa mano y hacía
visibles los más pequeños relieves de la piel, exageraba los poderosos nudos de
las falanges y las venas hinchadas por la compresión del brazo. En la base de
los dedos, un vello rojizo se curvaba como espigas bajo el viento; y las uñas chatas,
cuyas estrías no habían sido borradas por la lima, brillaban bajo una capa de
barniz rosado.
"Le diré que no se ponga
barniz en las uñas", pensó la joven. "El barniz, el carmín, no le van
a una mano… a una mano… tan…"
Un eléctrico sacudón atravesó la
mano y dispensó a la joven de encontrar un adjetivo. El pulgar, horriblemente
largo, en forma de espátula, se puso rígido y se alineó estrechamente junto al
índice. De tal manera que la mano tomó, de pronto, una expresión simiesca y
crapulosa.
—¡Oh! —dijo en voz baja la joven
esposa, como si se encontrase delante de algo vergonzoso.
La bocina de un automóvil que
pasaba hirió el silencio con un clamor tan agudo que pareció ser algo luminoso.
El durmiente no se despertó, pero la mano ofendida se incorporó, se crispó en
forma de cangrejo y se puso a esperar, lista para el combate. El sonido
desgarrador se fue apagando y la mano, distendiéndose poco a poco, dejó caer
sus pinzas, se transformó en un blando animal, doblado de través, agitado por
débiles espasmos semejantes a los de una agonía. La uña chata y cruel del
pulgar demasiado largo brillaba. Una desviación del meñique, que la joven nunca
había notado, se hizo visible, y la mano tendida mostró, como un
vientre rojizo, su palma carnosa.
—¡Y yo besé esa mano!… ¡Qué
horror! Entonces, ¿nunca la había mirado?
La mano, turbada por un mal
sueño, pareció responder a aquel sobresalto, a aquel asco. Juntó todas sus
fuerzas, se abrió por entero, extendió sus tendones, sus nudos y su vello rojizo
como un bárbaro ornamento de guerra. Luego, replegándose lentamente, agarró la
sábana, hundió en ella sus dedos curvos y apretó, apretó con el metódico placer
de un estrangulador…
—¡Ah! —gritó la joven.
La mano desapareció; el brazo
enorme, liberado de su carga, se transformó al instante en cinturón protector,
muralla tibia contra todos los terrores nocturnos. Pero a la mañana siguiente,
a la hora de la bandeja sobre la cama, del chocolate espumoso y del pan
tostado, ella volvió a ver aquella mano, pelirroja y colorada, y el abominable
pulgar curvado sobre el mango del cuchillo.
—¿Quieres esta tostada, querida?
La estoy preparando para ti.
La joven se estremeció y sintió
que se le erizaba la piel en la parte alta de los brazos y a lo
largo de la espalda.
—¡Oh!, no… no…
De inmediato ocultó su miedo, se
doblegó a sí misma con valentía; y, dando comienzo a su vida de duplicidad, de
resignación, de diplomacia vil y delicada, se inclinó y, humildemente, besó la
mano monstruosa.
Traducción de Miguel Ángel Frontán para A Rascal Rat (...or a comma)