Este 13 de enero de 2014 se cumplieron cincuenta años de la muerte de Felisberto Hernández. El silencio fue y sigue siendo grande en las dos orillas del Plata. Su nieto reconoce que hoy, en Uruguay, se lo lee poco, o nada. ¿Debe sorprendernos? ¿Qué hubiera sido de Borges sin Valery Larbaud, Drieu La Rochelle y, sobre todo, Roger Caillois que lo transformaron en el escritor universal que hoy es? Pero la obra originalísima del gran Felisberto sigue allí, esperando ese "futuro en el que poco a poco van apareciendo los destinatarios que tanto le faltaron en la vida", como dice Julio Cortázar en esta conmovedora página que hemos elegido a modo de homenaje.
CARTA EN MANO
Felisberto, tú sabes (no
escribiré «tú sabías»; a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos
verbales, justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga con
calendarios y relojes), tú sabes que los prólogos a las ediciones de obras completas
o antológicas visten casi siempre el traje negro y la corbata de las
disertaciones magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que preferimos leer
cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre dos tragos de vino.
Descuento que esta edición de tus obras contará con los aportes críticos
necesarios; por mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas páginas
lo que Antón Webern le decía a un discípulo: «Cuando tenga que dar una
conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música». Aquí para
empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos te divertirá el buen
consejo de Webern por la doble razón de la palabra y la música, y sobre todo te
gustará que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un rato a
nuestra manera rioplatense.
Esto de abrir la puerta no es un mero
recuerdo infantil. En estos días en que andaba dándole la vuelta a la máquina
de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y sobre
vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez leí tus libros
y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración y del
afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al miedo y
a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un epistolario recogido
por Norah Giraldi, en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo
Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por la provincia de Buenos
Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo como yo, fechas una
carta en la ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente,
como hubieras podido fecharla en cualquier otro lado, sin demostrar la menor
preocupación por el hecho de que en ese año yo vivía en Chivilcoy, sin
inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un
departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la
medianoche No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy, era un
joven profesor en la escuela normal, vegeté allí desde el 39 hasta el 44 y
podríamos habernos encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese
diciembre no hubiera faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández,
como no faltaba a ningún concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la
simple razón de que casi nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi
nunca se podía sentir que la vida era algo más que enseñar instrucción cívica a
los adolescentes o escribir interminablemente en un cuarto de la Pensión
Varzilio. Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para
volver a Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro,
amores desdichados y el último número de Sur.
Vos tocaste con tu terceto en eso que llamas a secas «el club» y que conocí muy
bien, el Club Social de Chivilcoy detrás de cuyo amable nombre se escondían las
salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos
se trenzaban en el póquer y el billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que
la discusión para que te aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a
una mesa de billar, no me enseñas nada nuevo porque en ese club todas las cosas
se libraban así. Muy de cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a
cuidar la fachada de las «actividades culturales», los dirigentes accedían a un
concierto o a una velada presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y
que escuchaban apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas.
Si te hablara de algunas cosas que vi y
escuché en esos tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te
divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus amigos como un preludio
para aflojar los dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y escribir tus
cuentos, justamente esos que hubiera sido imposible contar sin destruir su
razón más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu terceto yo
escuché, entre otras abominaciones, a un señor que primero contempló al público
con aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió silencio
absoluto y concentración estética pues se disponía a interpretar la… sinfonía
inconclusa de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando arrancó
con un vulgar popourri en el que se
mezclaban el Ave María, la Serenata, y creo que un tema de Rosamunda; entonces
me acordé de que en los cines andaban pasando una película sobre la vida del
pobre Franz que se llamaba precisamente La
sinfonía inconclusa, y que este desgraciado no hacía más que reproducir la
música que había escuchado en ella. Inútil decirte que en el selecto público no
hubo nadie a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía no ha sido escrita
para el piano.
En fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te
das realmente cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días de
diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escuchado? Por lo menos
escuchado, a vos y al «mandolión» y al tercer músico, aunque no supiera nada de
vos como escritor porque eso habría de suceder mucho después, en el cuarenta y
siete, cuando Nadie encendía las lámparas.
Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese club donde todo nos
habría proyectado el uno hacia el otro, yo te habría invitado a mi piecita para
darte caña y mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos cuentos que
escribía por entonces y que nunca publiqué. En todo caso hubiéramos hablado de
música y escuchado los discos que yo pasaba en una victrola más que rasposa
pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos de Mozart, partitas
de Bach y también, claro, Gardel y Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos
hubiéramos hecho amigos, y anda a imaginar lo que habría salido de ese
encuentro, cómo habría incidido en nuestro futuro después de conocernos en
Chivilcoy; pero claro, justamente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y a
vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto. Fíjate que las
órbitas no solamente se rozaron ahí sino que siguieron muy cerca durante una
punta de meses. Por tus cartas sé ahora que en junio del 40 estabas en Pehuajó,
en julio llegaste a Bolívar, de donde yo había emigrado el año anterior después
de enseñar geografía en el colegio nacional, horresco referens. Andabas dando tumbos musicales por mi zona,
Bragado, General Villegas, Las Flores, Tres Arroyos, pero no volviste a
Chivilcoy, la batalla junto a la mesa de billar había sido demasiado para vos.
Todo eso asoma ahora en tus cartas como de un extraño portulano perdido, y
también que en Bolívar paraste en el hotel La Vizcaína, donde yo había vivido
dos años antes de mi pase a Chivilcoy, y no puedo dejar de pensar que a lo
mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso alto, allí donde yo
había leído a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de tristeza
provinciana. Y el nuevo propietario, que se llamaba Musella, te acompañó sin
duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto entre monacal y servil
que bien le conocí, y en el comedor te atendió el mozo Cesteros, un gallego
maravilloso siempre dispuesto a escuchar los pedidos más complicados y traer
después cualquier cosa con una naturalidad desarmante. Ah, Felisberto, qué
cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para que un zaguán de hotel, una
esquina con palomas o un billar de club social nos vieran darnos la mano y
emprender esa primera conversación de la que hubiera salido, te imaginas, una
amistad para la vida.
Porque fíjate en esto que mucha gente no
comprende o no quiere comprender ahora que se habla tanto de la escritura como
única fuente válida de la crítica literaria y de la literatura misma. Es cierto
que a mí no me hizo falta encontrarte en Chivilcoy para que años más tarde me
deslumbraras en Buenos Aires con El
acomodador y Menos Julia y tantos
otros cuentos; es cierto que si hubieras sido un millonario guatemalteco o un
coronel birmano tus relatos me hubieran parecido igualmente admirables. Pero me
pregunto si muchos de los que en aquel entonces (y en este, todavía) te
ignoraron o te perdonaron la vida, no eran gentes incapaces de comprender por
qué escribías lo que escribías y sobre todo por qué lo escribías así, con el
sordo y persistente pedal de la primera persona, de la rememoración obstinada
de tantas lúgubres andanzas por pueblos y caminos, de tantos hoteles fríos y
descascarados, de salas con públicos ausentes, de billares y clubs sociales y
deudas permanentes. Ya sé que para admirarte basta leer tus textos, pero si
además se los ha vivido paralelamente, si además se ha conocido la vida de
provincia, la miseria del fin de mes, el olor de las pensiones, el nivel de los
diálogos, la tristeza de las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se te
conoce y se te admira de otra manera, se te vive y convive y de golpe es tan
natural que hayas estado en mi hotel, que el gallego Cesteros te haya traído
las papas fritas, que los socios del club te hayan discutido unas pocas monedas
entre dos golpes de billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró al
leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos tan
cerca. No solamente en ese momento y esos lugares; cerca por dentro y por
paralelismos de vida, de los cuales el momentáneo acercamiento físico no fue
más que una sigilosa avanzada, una manera de que a tantos años de una mesa de
billar, a tantos años de tu muerte, yo recibiera fuera del tiempo el signo
final de la hermandad en esta helada medianoche de París.
Porque además también viviste aquí, en el
barrio latino, y como a mí te maravilló el metro y que las parejas jóvenes se
besaran en la calle y que el pan fuera tan rico. Tus cartas me devuelven a mis
primeros años de París, tan poco tiempo después que vos; también yo escribí
cartas afligidas por la falta de dinero, también yo esperé la llegada de esos
cajoncitos en los que la familia nos mandaba yerba y café y latas de carne y de
leche condensada, también yo despaché mis cartas por barco porque el correo
aéreo costaba demasiado. Otra vez las órbitas tangenciales, el roce sigiloso
sin que nos diéramos cuenta; pero qué querés, a mí me tocaría encontrarte en
tus libros y a vos no encontrarme en nada; en ese territorio en que habitamos
eso no tuvo ni tiene importancia, como no la tiene el que ahora yo no lleve
esta carta al correo. De cosas así vos sabías mucho, bien que lo mostrás en Las manos equivocadas y en tantos otros
momentos de tus relatos que al fin y al cabo son cartas a un pasado o a un futuro
en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios que tanto te faltaron
en la vida.
Y hablando de faltas, si por un
lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no encontraras
nunca a Macedonio y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a
ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de
aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o
a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario de un sinvergüenza acorrala y hostiga, y Lezama Lima
entrando en la materia de la realidad con esas jabalinas de poesía que
descosifican las cosas para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo
sensual cesan de ser siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre dije que en
Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos
latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que
nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de
lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Irene y de La casa inundada.
Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos
que el franqueo es caro, por lo menos el que paga el lector con su atención.
Acaso hubiera sido preferible callar cosas que siempre supiste mejor que los
demás, pero confiesa que la historia de la sinfonía inconclusa te hizo reír, y
que seguro te gustó saber que habíamos estado tan cerca allá en las pampas
criollas. Esta carta te la debía aunque no sea ni de lejos las que te escriben
otros más capaces. A mí me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien: «Yo he
deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero
ellos han soñado». Ahora llega el otro sueño, el de las dos de la mañana.
Déjame que me despida con palabras que no son mías pero que me hubiera gustado
tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de madrugada, como un resumen
de lo que había encontrado en vos: Las más sutiles relaciones de las cosas, la
dama sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo inaprensibles;
la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar en una simple hierba; todo lo
maravilloso y oscuro del mundo estaba en ti.
Te querrá siempre