EL PARLAMENTO DE LAS RELIGIONES
Ironía impremeditada: en mi cartera estos últimos apuntes alternan con
los relativos al «Parlamento de las
religiones»que celebraba sus sesiones
en Art Palace —una «Escuela de bellas
artes» inverosímil que, con sus yesos del comercio, vulgares y ennegrecidos, y
sus copias de museos por misses aficionadas,
forma la base de la enseñanza y la iniciación estética de la juventud.
Allí fraternizaron, en el mismo tablado, delante del mezclado público
que llenaba el cobertizo de Columbus Hall, hasta hacer crujir los tabiques de pino (¡estamos
en Art Palace!), representantes conspicuos
de las principales religiones del orbe, con el objeto de reconocerse mutuamente: atestiguando así ante el mundo, o la igual
vaciedad de todos los dogmas oficiales, o su igual legitimidad —o quizás ambas cosas a la vez. Arzobispos
católicos, obispos anglicanos, pastores de todos los rebaños protestantes, rabinos
judíos, bonzos y lamas budistas; hombres, mujeres y neutros de las innumerables sectas americanas, que
pululan en el cadáver del cristianismo como los gusanos en un organismo
putrefacto: todos se saludaban, cantaban y rezaban juntos; predicaban sucesivamente con éxito igual en todas
las lenguas conocidas, despachaban su boniment inglés con los veinte acentos distintos del imperio británico. El
obispo ortodoxo Dionysios se inclinaba ante la elocuencia del Hon Pung Quang Yu, de Pekín; el obispo católico de Brooklyn, de levita negra y corbata con alfiler, felicitaba
a la sacerdotisa budista, miss Jane Serabji,
de Bombay; monseñor d'Harlez,
de Lovaina, aplaudía a la judía miss Lazarus —a quien sus predecesores hubieran dedicado un auto de fe—; en fin, para abreviar la procesión: todos los parásitos de la credulidad humana firmaban,
en ese andamio de teatro ambulante, la paz oportunista de las viejas sectas
enemigas —y el ilustre cardenal Gibbons, con su cara de asceta politician, encabezaba la farándula del «amor libre» en materia de religión.
Habré de volver en alguna forma sobre ese World's Parliament of religions, que para mí evoca recuerdos alejandrinos, y en el
cual he visto diseñarse claramente, no el fin de la religión inmortal, pero sí
la incurable caducidad de los cultos establecidos, que abdicaban allí sus
dogmas fundamentales y repudiaban su historia secular.
Hace más de un siglo que nos pagamos de frases huecas y sustantivos
sonoros: civilización, progreso,
tolerancia religiosa, etc. Si esos ministros de las iglesias son creyentes, no
han podido ser sinceros. Aquello de «tener la fiesta en paz» no es principio religioso,
porque, desde luego, no es principio. La razón es tolerante; pero la intransigencia es la esencia misma de la
fe. No nos atrevemos a confesar que nuestra tolerancia es un pseudónimo de
nuestra indiferencia. Para la Iglesia, el
modus vivendi es un síntoma
claro de no poder vivir; y este nuevo consorcio
universal ha sido precedido por el divorcio secreto de cada secta con su
creencia particular y su dogma sagrado. Más lógicos en el absurdo encontraba a los
« liberales » ingenuos que, en el vecino «Hall de Washington», escalera de por medio, atacaban
la libertad de ser budista o luterano; o aquellos inefables «evolucionistas» de afición que, después de
hacer mesa limpia de toda divinidad, evolucionaban proclamando a Darwin dios y a Spencer profeta —del propio modo que en el
drama de Shakespeare, la plebe romana quiere que Bruto sea su segundo César por
haber matado al primero.
Así, se agitaban sectas y corporaciones, con el rumor y la eficacia de
un enjambre de moscas encerradas en una botella; en tanto que más allá, en su
Babel de diecinueve pisos, los convencidos francmasones, estos orfeonistas del
libre pensamiento, exhibían sus inocentes jeroglíficos, su bandas complicadas
de cabalismo infantil, sus blancos mandiles que parecen baberos, sus afiladas
llanas de acero, que sólo han revocado el aéreo castillo del Gr.•. Arq. •. del Un.•., ¡y son más inofensivos que el sable de Prudhomme, más vírgenes que una
espada de diplomático! —Por eso, cuando, entre dos sesiones del congreso pan-religioso (¡oh,
sabiduría de las palabras!), salía a recorrer las barracas de Midway-Plaisance, respirando la fresca
brisa del lago Michigan, parecíame por momentos que estas procesiones y
contorsiones carnavalescas, eran en otra forma apenas más exótica y
caricatural, la continuación de la pieza interrumpida en el Art Palace; y, así como no fuera aquélla más que el remedo farisaico y la
explotación del sentimiento de lo divino, eternamente arraigado en el alma
humana, tampoco eran estas groseras exhibiciones más que la parodia soez de la
poesía oriental, el disfraz de la libre existencia de la tienda y del aduar en
el desierto ilimitado, o del pintoresco vagar de las tribus cazadoras a la
sombra de sus selvas primitivas.
Del Plata al Niágara.