FUE el décimo de trece hermanos cuyos nombres de pila empezaban, todos, con la letra A, circunstancia que no debía prestarse a facilitar su identificación en el seno del hogar; por tal motivo, tal vez (como podría revelarnos algún fino psicoanalista), se empeñó toda la vida en cultivar una originalidad que hiciese imposible confundirlo con otro. Debemos reconocer que lo logró: Ambrose Bierce es inconfundible.
De aquella caprichosa manía onomástica de su padre derivarían también, qué duda cabe, fatales inclinaciones alfabéticas; de modo que sólo fue cuestión de tiempo que acabase escribiendo un diccionario —necesariamente diabólico, como cuadraba a su soterrado deseo de dar vindicativa respuesta al capricho paterno (circunstancia que también le inspiraría —y agradezcamos que no llegó más lejos— encantadoras pesadillas parricidas).
Otra cosa: tantas aes en aquella familia no pudieron dejar de imprimir en la “trecena” de vástagos (o, al menos, en el que nos interesa) la idea de que había que compensar tanto monótono comienzo y tan poco fin; de donde su sistemática tendencia a tomarlo todo a contrapelo, es decir, yendo de la punta hacia la raíz. Considerándolo en su faz de fabulista, una de aquéllas en que más se destacó, podemos estar seguros de que, si se hubiera llamado Martin, John o Zachariah (para poner punto final a la serie), o Yates (considerando que después de él aún seguirían tres), hubiera sido, probablemente, otro Esopo más; como se llamó Ambrose, fue Bierce.
(Su segundo nombre, desde luego, no cuenta, ya que Gwinnett no es un nombre sino un apellido: el de uno de los signatarios de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.)
Pero no por haber sido escritas en solfa dejan sus fábulas de ser verdaderas fábulas; desde temprano, su autor comprendió que la mejor manera de aferrar la verdad es hacer como con la ocasión: tomándole el pelo. Así como también supo que los demonios más temibles se exorcizan con carcajadas. Por eso llevó a la perfección (mi pluma indócil escribió primero “perversión”; ella sabrá más…) el arte de deleitar contando horrores.
Su proverbial y siempre creciente misantropía fue (se nos dice que en todos los casos es así, ya que de lo contrario arderíamos de amor al prójimo) resultado de vivencias traumáticas: las terribles experiencias, sin duda, que vivió en su juventud en los campos de batalla de la Guerra de Secesión, y que reflejó como pocos en sus admirables Cuentos de soldados; su ingrata aventura comercial en el dominio de la minería aurífera, que lo puso en trato íntimo con empresarios cuyas almas nada tenían del metal que buscaban; su enfrentamiento con una clase política indigna y venal (no tuvo, por lo visto, la suerte de vivir en nuestros tiempos); el desengaño amoroso que depués de diecisiete años de convivencia sufrió con su esposa Mollie, a la que no daría sucesora; la trágica muerte en plena juventud de dos de sus tres hijos... El fino psicoanalista al que citamos en el primer párrafo de esta breve introducción podría sugerirnos muchas otras claves. Quizás la explicación sea más simple: Bierce tuvo una visión sombría de los hombres porque los conoció de cerca. “Cada corazón”, escribió en uno de sus epigramas, “es el cubil de un animal feroz. El mayor daño que puede hacérsele a un hombre es incitarlo a dejar su fiera en libertad.” Es lo que hizo simbólicamente, con ejemplar y truculenta tenacidad, en sus desaforadas creaciones.
Aunque ingenioso, el mote de Bitter Bierce (“el amargo Bierce”) que le endilgaron sus contemporáneos pasó por alto el que ya encerraba su propio apellido: después de todo, de Bierce a pierce (horadar, punzar) hay sólo un paso, y otro, más corto aún, de Bierce a fierce (feroz). ¿No se concentra en ambas palabras lo que hizo a lo largo de toda su obra: horadar, con fieros y punzantes sarcasmos, la hipocresía, la maldad y la irracionalidad de sus semejantes?
En muchos de sus libros jugó a ocultarse detrás de innumerables seudónimos —el de Dod Grile, que figura al pie de su prólogo de Telarañas..., es el que usó para los tres primeros; y cuando le llegó la hora de dejar este mundo, prefirió, como buen ilusionista, simplemente desaparecer: después de tanto invento descabellado, no hubiera podido morirse juiciosamente en una cama. Por otra parte, él mismo había sugerido, de algún modo, su futura “evaporación”, al escribir varias historias de desapariciones misteriosas, una de las cuales lleva el ya kafkiano título de “La dificultad de cruzar un campo”. Permítasenos, pues, considerar que no murió. Después de todo, la raíz latina de su nombre, Ambrosius, ¿no significa, justamente, “inmortal”?
Tamara Mc Carol. Prólogo a Telarañas de un cráneo vacío ©Ediciones De La Mirándola, septiembre de 2013.