Sabido es, por otra parte, que la guitarra es el instrumento popular de los españoles, y que es común en América. En Buenos Aires, sobre todo, está todavía muy vivo el tipo popular español, el majo. Descúbresele en el compadrito de la ciudad y en el gaucho de la campaña. El jaleo español vive en el cielito: los dedos sirven de castañuelas: todos los movimientos del compadrito revelan al majo: el movimiento de los hombros, los ademanes, la colocación del sombrero, hasta la manera de escupir por entre los dientes: todo es aún andaluz genuino.
Del centro de estas costumbres y gustos generales se levantan especialidades notables, que un día embellecerán y darán un tinte original al drama y al romance nacional. Yo quiero sólo notar aquí algunas que servirán a completar la idea de las costumbres, para trazar en seguida el carácter, causas y efectos de la guerra civil.
El Rastreador
El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el Rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil; conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: "Aquí va", dijo luego, "una mulita mora, muy buena... ésta es la tropa de D. N. Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer..." Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto que parece increíble, es con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea, y no un rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al Rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa, y señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: "¡Este es!" El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del Rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido en una provincia su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene ahora cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: "ya no valgo nada; ahí están los niños." Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después Calíbar regresó, vio el rastro ya borrado e inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra a una casa, y encuentra su montura ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. Había encontrado el rastro de su raptor después de dos años. El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo: El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle; porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas; cruzaba su sitio, y volvía para atrás, Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: "¡dónde te mias dir!" Al fin llegó a una acequia de agua en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al Rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: "Por aquí ha salido; no hay rastro, ¡pero estas gotas de agua en los pastos lo indican!" Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: "dentro está." La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. "No ha salido", fue la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el Rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. En 1831, algunos presos políticos intentaban una evasión: todo estaba preparado, los auxiliares de fuera, prevenidos. En el momento de efectuarla, uno dijo: "¿Y Calíbar?", "¡Cierto!" contestaron los otros anonadados, aterrados. ¡Calíbar! Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es éste del Rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!
El Baqueano
Después del Rastreador viene el Baqueano, personaje eminente, y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El Baqueano es un gaucho grave y reservado que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El Baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él. El Baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un Baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce: si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de mil leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. El sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos extensos un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto, en cien ciénagos distintos.
En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla; monta en seguida, y les dice para asegurarlos: "Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al sud"; y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo, y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aún esto no basta, o si se encuentra en la Pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca, y después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún arroyo salado o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce por el gusto el pasto de cada estancia del sud de Buenos Aires.
Si el Baqueano lo es de la Pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el Baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y galopando día y noche llega al lugar designado.
El Baqueano anuncia también la proximidad del enemigo; esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos, que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima, observa los polvos, y por su espesor cuenta la fuerza: "Son dos mil hombres", dice: "quinientos, "doscientos", y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro, los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo: así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple Baqueano, que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileros sin su auxilio; no la hubieran libertado sin él los argentinos.
Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años de lucha con el general Baqueano, y todo el poder de Buenos Aires hoy con sus numerosos ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer destruido a pedazos por una sorpresa hoy, por una fuerza cortada mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su provecho por el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del enemigo, o por otro accidente inapercibido o insignificante. El general Rivera principió sus estudios del terreno el año 1804: y haciendo la guerra a las autoridades, entonces como contrabandista, a los contrabandistas después como empleado, al rey en seguida como patriota, a los patriotas más tarde como montonero, a los argentinos como jefe brasilero, a éstos como general argentino, a Lavalleja como Presidente, al Presidente Oribe como jefe proscripto, a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general Oriental ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del Baqueano.
El Gaucho Malo
Este es un tipo de ciertas localidades, un outlaw, un squatter, un misántropo particular. Es el Ojo de Halcón, el Trampero de Cooper, con toda su ciencia del desierto, con toda su aversión a las poblaciones de los blancos, pero sin su moral natural, y sin sus conexiones con los salvajes. Llámanle el gaucho malo, sin que este epíteto lo desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde muchos años; su nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con respeto. Es un personaje misterioso; mora en la Pampa; son su albergue los cardales; vive de perdices y mulitas; y si alguna vez quiere regalarse con una lengua, enlaza una vaca, la voltea solo, la mata, saca su bocado predilecto, y abandona lo demás a las aves mortecinas. De repente se presenta el Gaucho Malo en un pago de donde la partida acaba de salir; conversa pacíficamente con los buenos gauchos, que lo rodean y admiran; se provee de los vicios, y si divisa la partida, monta tranquilamente en su caballo, y lo apunta hacia el desierto, sin prisa, sin aparato, desdeñando volver la cabeza. La partida rara vez lo sigue; mataría inútilmente sus caballos; porque el que monta el Gaucho Malo es un parejero pangaré tan célebre como su amo. Si el acaso lo echa alguna vez de improviso entre las garras de la justicia, acomete a lo más espeso de la partida, y a merced de cuatro tajadas que con su cuchillo ha abierto en la cara o en el cuerpo de los soldados, se hace paso por entre ellos; y tendiéndose sobre el lomo del caballo para sustraerse a la acción de las balas que lo persiguen, endilga hacia el desierto, hasta que poniendo espacio conveniente entre él y sus perseguidores, refrena su trotón y marcha tranquilamente. Los poetas de los alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del héroe del desierto, y su nombradía vuela por toda la vasta campaña. A veces se presenta a la puerta de un baile campestre con una muchacha que ha robado, entra en baile con su pareja, confúndese en las mudanzas del cielito, y desaparece sin que nadie se aperciba de ello. Otro día se presenta en la casa de la familia ofendida, hace descender de la grupa a la niña que ha seducido, y desdeñando las maldiciones de los padres que lo siguen, se encamina tranquilo a su morada sin límites.
Este hombre divorciado con la sociedad, proscripto por las leyes; este salvaje de color blanco no es en el fondo un ser más depravado que los que habitan las poblaciones. El osado prófugo que acomete una partida entera, es inofensivo para los viajeros: el Gaucho Malo no es un bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en su idea, como el robo no entraba en la idea del Churriador: roba, es cierto; pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos. Una vez viene al real de una tropa del interior: el patrón propone comprarle un caballo de tal pelo extraordinario, de tal figura, de tales prendas, con una estrella blanca en la paleta. El gaucho se recoge, medita un momento, y después de un rato de silencio contesta: "no hay actualmente caballo así." ¿Qué ha estado pensando el gaucho? En aquel momento ha recorrido en su mente mil estancias de la Pampa, ha visto, y examinado todos los caballos que hay en la Provincia, con sus marcas, color, señales particulares, y convencídose de que no hay ninguno que tenga una estrella en la paleta; unos la tienen en la frente, otros una mancha blanca en el anca. ¿Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por sus nombres doscientos mil soldados, y recordaba, al verlos, todos los hechos que a cada uno de ellos se referían. Si no se le pide, pues, lo imposible, en día señalado, en un punto dado del camino entregará un caballo tal como se le pide, sin que el anticiparle el dinero sea motivo de faltar a la cita. Tiene sobre este punto el honor de los tahúres sobre las deudas.
Viaja a veces a la campaña de Córdoba, a Santa Fe. Entonces se le ve cruzar la Pampa con una tropilla de caballos por delante: si alguno lo encuentra, sigue su camino sin acercársele, a menos que él lo solicite.
El Cantor
Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho cantor es el mismo bardo, el vate, el trovador de la Edad Media, que se mueve en la misma escena, entre las luchas de las ciudades y del feudalismo de los campos, entre la vida que se va y la vida que se acerca. El cantor anda de pago en pago, "de tapera en galpón", cantando sus héroes de la Pampa, perseguidos por la justicia, los llantos de la viuda a quienes los indios robaron sus hijos en un malón reciente, la derrota y la muerte del valiente Rauch, la catástrofe de Facundo Quiroga, y la suerte que cupo a Santos Pérez. El cantor está haciendo candorosamente el mismo trabajo de crónica, costumbres, historia, biografía que el bardo de la Edad Media; y sus versos serían recogidos más tarde como los documentos y datos en que habría de apoyarse el historiador futuro, si a su lado no estuviese otra sociedad culta con superior inteligencia de los acontecimientos, que la que el infeliz despliega en sus rapsodias ingenuas. En la República Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo suelo: una naciente, que sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que sin cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el XII viven juntos; el uno, dentro de las ciudades, el otro en las campañas.
El cantor no tiene residencia fija: su morada está donde la noche le sorprende: su fortuna en sus versos y en su voz. Dondequiera que el cielito enreda sus parejas sin tasa, dondequiera que se apura una copa de vino, el cantor tiene su lugar preferente, su parte escogida en el festín. El gaucho argentino no bebe, si la música y los versos no lo excitan, [1] y cada pulpería tiene su guitarra para poner en manos del cantor, a quien el grupo de caballos estacionados a la puerta anuncia a lo lejos dónde se necesita el concurso de su gaya ciencia.
El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus propias hazañas. Desgraciadamente el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con la justicia. También tiene que dar la cuenta de sendas puñaladas que ha distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo, y algún caballo o una muchacha que robó. El año 1840, entre un grupo de gauchos y a orillas del majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo, y con las piernas cruzadas, un cantor que tenía azorado y divertido a su auditorio con la larga y animada historia de sus trabajos y aventuras. Había ya contado lo del rapto de la querida, con los trabajos que sufrió; lo de la desgracia, y la disputa que la motivó; estaba refiriendo su encuentro con la partida y las puñaladas que en su defensa dio, cuando el tropel y los gritos de los soldados le avisaron que esta vez estaba cercado. La partida, en efecto, se había cerrado en forma de herradura; la abertura quedaba hacia el Paraná, que corría veinte varas más abajo, tal era la altura de la barranca. El cantor oyó la grita sin turbarse: viósele de improviso sobre el caballo, y echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el poncho en los ojos y clávale las espuelas. Algunos instantes después se veía salir de las profundidades del Paraná, al caballo sin freno, a fin de que nadase con más libertad, y el cantor tomado de la cola, volviendo la cara quietamente, cual si fuera en un bote de ocho remos, hacia la escena que dejaba en la barranca. Algunos balazos de la partida no estorbaron que llegase sano y salvo al primer islote que sus ojos divisaron.
Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona, irregular, cuando se abandona a la inspiración del momento. Más narrativa que sentimental, llena de imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo y de las escenas del desierto, que la hacen metafórica y pomposa. Cuando refiere sus proezas o las de algún afamado malévolo, parécese al improvisador napolitano, desarreglado, prosaico de ordinario, elevándose a la altura poética por momentos, para caer de nuevo al recitado insípido y casi sin versificación.
Fuera de esto, el cantor posee su repertorio de poesías populares: quintillas, décimas y octavas, diversos géneros de versos octosílabos. Entre éstas hay muchas composiciones de mérito, y que descubren inspiración y sentimiento.
Aún podría añadir a estos tipos originales muchos otros igualmente curiosos, igualmente locales, si tuviesen como los anteriores, la peculiaridad de revelar las costumbres nacionales, sin lo cual es imposible comprender nuestros personajes políticos, ni el carácter primordial y americano de la sangrienta lucha que despedaza a la República Argentina. Andando esta historia, el lector va a descubrir por sí solo dónde se encuentra el Rastreador, el Baqueano, el Gaucho Malo o el Cantor. Verá en los caudillos cuyos nombres han traspasado las fronteras argentinas, y aun en aquellos que llenan el mundo con el horror de su nombre, el reflejo vivo de la situación interior del país, sus costumbres y su organización.
Nota del autor: No es fuera de propósito recordar aquí las semejanzas notables que presentan los argentinos con los árabes. En Argel, en Orán, en Mascara y en los aduares del desierto, vi siempre a los árabes reunidos en cafés, por estarles prohibido el uso de los licores, apiñados en derredor del cantor, generalmente dos que se acompañan de la vihuela a dúo, recitando canciones nacionales plañideras como nuestros tristes. La rienda de los árabes es tejida de cuero y con azotera como las nuestras; el freno de que usamos es el freno árabe, y muchas de nuestras costumbres revelan el contacto de nuestros padres con los moros de la Andalucía. De las fisonomías no se hable: algunos árabes he conocido, que jurara haberlos visto en mi país.
FACUNDO (chapitre II)
On sait que la guitare est l'instrument populaire des Espagnols et qu'il est commun en Amérique. À Buenos-Ayres surtout, le type populaire espagnol, le majo est encore bien manifeste. On le découvre dans le compagnon de la ville et le gaucho de la campagne. Le jaleo espagnol survit dans le cielito; les doigts servent de castagnettes; tous les mouvements du compagnon révèlent le majo; le mouvement des épaules, les gestes, la manière de porter le chapeau, jusqu'au mode de cracher entre les dents, tout cela est du pur Andalous.
De ces goûts et de ces coutumes, ressortent de remarquables spécialités qui embelliront un jour le drame national et lui donneront une teinte originale. Je vais en donner ici quelques-unes pour compléter l'étude des habitudes du pays.
Le dépisteur (el rastreador).
Le plus distingué, le plus extraordinaire de ces types spéciaux est, sans contredit, le dépisteur. Tous les gauchos de l'intérieur le sont. Dans des plaines si étendues, où les sentiers et les chemins se croisent dans tous les sens et où les champs que traversent les bestiaux et dans lesquels ils paissent sont ouverts, il faut savoir suivre les traces d'un animal et les distinguer au milieu de mille, savoir s'il va doucement ou vite, seul ou attelé, chargé ou à vide; cela constitue une science populaire et domestique. Une fois, je tombai dans un embranchement de chemins vers Buenos-Ayres; le peon qui me conduisit jeta, comme de coutume, les yeux sur le sol : «Par ici va, dit-il de suite, une petite mule noire très-bonne; elle est de la troupe de D. N. Rapat; elle va bien à la selle; elle est sellée et a passé ici hier». Cet homme venait de la montagne de San Luis; la troupe retournait, de Buenos-Ayres, et il y avait un an qu'il avait vu pour la dernière fois la petite mule noire dont la trace était confondue avec celles de toute la troupe dans un sentier de deux pieds de large; mais ce fait qui parait incroyable, existe pour tous, c'est la science vulgaire; le domestique qui nous accompagnait était un garçon muletier et non un dépisteur de profession.
Le dépisteur est un personnage grave, circonspect, dont les assertions font foi devant les tribunaux inférieurs. La conscience de la science qu'il possède lui donne une certaine dignité pleine de réserve et de mystère. Tout le monde le traite avec considération : le pauvre, car il peut lui faire du mal en le calomniant et le dénonçant; le propriétaire, parce que son témoignage peut l'appeler en justice. Un vol a été fait pendant la nuit; rien ne le dénote; on court alors à la recherche d'une empreinte du voleur, et l'ayant trouvée, on la couvre avec quelque chose pour que le vent ne la dissipe pas. On appelle ensuite le dépisteur, qui examine la trace et la suit sans regarder le sol, si ce n'est de temps en temps, comme si les yeux voyaient en relief cette empreinte des pas qui est imperceptible pour les autres. Il suit le cours des rues, traverse les jardins, entre dans une maison, et montrant un homme qu'il trouve, dit froidement : «Le voilà». Le délit est prouvé, et il est rare que le délinquant résiste à cette accusation. Pour lui, plus que pour le juge, le dépisteur est l'évidence même; nier serait ridicule, absurde. Il se soumet donc à ce témoin, qu'il considère comme étant le doigt de Dieu qui le signale. J'ai connu moi-même un nommé Calibar qui a exercé sa profession dans une province pendant cinquante années consécutives. Il a maintenant près de quatre-vingts ans; courbé par l'âge, il conserve cependant un aspect vénérable et plein de dignité. Quand on lui parle de sa réputation, il répond : «Maintenant, je ne vaux plus rien; voici mes enfants». Les enfants sont ses fils, qui ont étudié à l'école d'un maître aussi célèbre. On raconte de lui que, pendant un voyage qu'il fit à Buenos-Ayres, on lui vola son cheval de fête; sa femme couvrit la trace avec une huche : deux mois après, Calibar retourna, vit l'empreinte déjà effacée et imperceptible pour d'autres yeux, puis ne parla plus de l'affaire. Un an et demi plus tard, Calibar marchait la tête basse dans une rue des faubourgs; il entre dans une maison et voit son cheval déjà noircissant et hors d'usage. Il avait trouvé la piste de son voleur deux ans après !
En 1830, un condamné à mort s'était échappé de la prison, Calibar fut chargé de le retrouver. Le malheureux, prévenu qu'il serait dépisté, avait pris toutes les précautions que pouvait lui suggérer l'image du supplice. Précautions inutiles ! Peut-être servirent-elles seulement à le perdre, parce que Calibar voyant sa réputation compromise, son amour propre offensé le porta à remplir une tâche qui perdait un homme, mais qui prouvait sa merveilleuse intuition. Le fugitif mettait à profit tous les accidents de terrain pour ne point laisser de vestiges; il avait marché des cuadras entières sur la pointe du pied; il enjambait de basses murailles, traversait un endroit et se retournait par derrière; Calibar le suivait sans perdre la piste, et si par hasard il s'égarait un moment, dès qu'il la trouvait de nouveau, il s'écriait : «Où vas-tu me conduire ?» A la fin, il arriva à un canal plein d'eau situé dans les faubourgs et dont le fugitif avait suivi le courant pour tromper le dépisteur... Inutile : Calibar suivit les bords sans s'inquiéter, sans se troubler; à la fin, il s'arrête, examine quelques herbes et dit : «Il est sorti par là ; il n'y a pas de traces, mais ces quelques gouttes d'eau me l’indiquent». Il entre dans une vigne; Calibar reconnaît les murs en torchis qui l'entourent et dit : «Il est dedans». La troupe de soldats, fatiguée de chercher, retourna rendre compte de l'inutilité de ses recherches : «Il n'est pas sorti» fut la courte réponse que, sans s'émouvoir, sans procéder à un autre examen, donna le dépisteur; il n'était pas sorti de la vigne, car le jour suivant il fut exécuté.
En 1831, quelques personnes politiques tentèrent de s'évader ; tout était prêt, les amis du dehors prévenus; au moment de sortir, l'un d'entre eux s'écria : «Et Calibar ! — Ah, oui, Calibar ! » répondirent les autres anéantis et atterrés. Leurs familles purent obtenir de Calibar qu'il fût malade quatre jours à partir de l'évasion; elle put ainsi s'opérer sans inconvénient.
Quel mystère renferme cet état de dépisteur ? Quel pouvoir microscopique se développe-t-il dans l'œil de ces hommes ? Quelle sublime créature est celle que Dieu fit à son image et à sa ressemblance !
Le baqueano
Après le rastreador, vient le baqueano, personnage haut placé et qui tient dans ses mains le sort des particuliers et des provinces. Le baqueano est un personnage grave et réservé qui connaît, par palme, vingt mille lieues carrées de plaines, de bois et de montagnes ! C'est le géographe le plus complet; c'est l'unique carte que porte avec lui un général pour diriger les mouvements de sa campagne. Le baqueano marche toujours à ses côtés, modeste et discret comme un mur, il possède tons les secrets de l'expédition; le sort de l'armée, le résultat d'une bataille, la conquête d'une province, tout dépend de lui. Le baqueano est presque toujours fidèle à son devoir; mais le général n'a pas toujours pleine confiance en lui. Imaginez-vous la triste position d'un chef condamné à avoir toujours un traître à ses côtés et à lui demander les renseignements indispensables pour triompher. Un baqueano rencontre un petit sentier qui croise le chemin qu'il suit; il sait à quelle aiguade retirée il conduit; s'il en rencontre mille, et cela arrive dans un espace de cent lieues, il les connaît tous, sait d'où ils viennent et où ils vont; il connaît le gué caché d'une rivière plus bas ou plus haut que le lieu du passage ordinaire, et cela en cent rivières ou ruisseaux. Il connaît, dans les lieux marécageux, un sentier que l'on peut suivre sans inconvénient, et cela en cent marais. Dans l'obscurité de la nuit, au milieu des plaines et des bois sans limites, le baqueano entouré de ses compagnons perdus, égarés, fait le tour de leur groupe, examine les arbres s'il en existe; sinon, il descend de cheval, se penche vers la terre, examine quelques bruyères, s'oriente, remonte ensuite et leur dit pour les rassurer: « Nous sommes en droite ligne de tel endroit, à tant de lieues des habitations». Le chemin parait se diriger au sud, et il se dirige vers le rhumb, qu'il signale, tranquille, sans hâte de le rencontrer et sans répondre aux questions que la crainte et l'épouvante suggèrent aux autres. Si cela ne suffît pas, s'il se trouve dans les pampas, si l'obscurité est impénétrable; alors il arrache de l'herbe en plusieurs points, flaire les racines et la terre, les mâche, et après avoir répété cette opération plusieurs fois, il s'assure de la proximité de quelque lac ou ruisseau salé ou d'eau douce et va à sa recherche pour s'orienter définitivement. Le général Rosas connaît au goût les herbes de toutes les estancias au sud de Buenos-Ayres.
Si le baqueano appartient aux pampas qu'aucun chemin ne traverse, quand un voyageur lui demande de le conduire directement dans un endroit éloigné de cinquante lieues, le baqueano se recueille un moment, reconnaît l'horizon, examine le sol, porte ses regards vers un point et se lance au galop avec la rectitude d'une flèche jusqu'à ce qu'il change de direction pour des motifs à lui seul connus, et galopant jour et nuit, il arrive au lieu désigné.
Le baqueano annonce aussi l'approche de l'ennemi, et cela à dix lieues de distance; il sait la direction dans laquelle il s'avance, à l'aide des mouvements des autruches, des daims et des alpagas qui fuient. Quand l'ennemi s'approche, il examine la poussière, et à son épaisseur fait le compte de la force; ils sont deux mille, quinze cents, douze cents, dit-il, et le chef fait ses dispositions sur ces renseignements qui sont presque toujours infaillibles. Si les condors et les corbeaux voltigent dans un cercle de l'espace, il saura vous dire s'il y a du monde caché, si c'est un campement anciennement abandonné, si c'est un simple animal mort. Le baqueano connaît la distance d'un point à un autre, les jours et les heures nécessaires pour la franchir ; de plus, il connaît les sentiers détournés ou inconnus par lesquels on peut arriver par surprise et en moitié de temps ; c'est de cette manière que des troupes de montoneros essayent de surprendre des bourgs qui sont à cinquante lieues de distance et réussissent presque toujours. On croirait à l'exagération ; mais non. Le général Rivera, de la bande orientale, est un simple baqueano, qui connaît chaque arbre qui existe dans toute l'étendue de la république de l'Uruguay; les Brésiliens ne l'auraient pas occupée sans son aide : sans lui, les Argentins ne l'auraient pas délivrée. Oribe, appuyé par Rosas, succomba au bout de trois ans de lutte avec le général baqueano ; et tout le pouvoir de Buenos-Ayres, avec ses innombrables armées qui couvrent la campagne de l'Uruguay, peut être anéanti aujourd'hui par une surprise, demain par un corps de troupes coupé, par une victoire qu'il saurait faire tourner à son profit par la connaissance de quelque petit chemin qui tombe sur l'arrière-garde ennemie, ou par on autre accident imperceptible ou insignifiant. Le général Rivera commença ses études du terrain en 1804, faisant alors la guerre à l'autorité espagnole comme contrebandier, plus tard aux contrebandiers comme employé, ensuite au roi comme patriote, aux patriotes comme montonero, aux Argentins comme chef brésilien, aux Brésiliens comme général argentin, à Lavalleja comme président, au général Oribe comme chef proscrit, enfin à Rosas, allié d'Oribe, comme général oriental. Dans toutes ces positions, il a eu du temps de reste pour apprendre un peu de la science du baqueano.
Le méchant gaucho.
Le méchant gaucho est un type de quelques localités : un outlaw, un squatter, un misanthrope particulier ; c'est l'Oeil-de-Faucon, le Trappeur de Cooper, avec toute sa connaissance du désert, toute sa haine pour les habitations des blancs, mais sans sa moralité et sans sa connexion avec les sauvages ; on l'appelle le méchant gaucho, sans que cette épithète lui soit en tout défavorable. La justice le poursuit depuis longues années ; son nom est craint et prononcé à voix basse, mais sans haine et presque avec respect C'est un personnage mystérieux; il demeure dans les pampas; les champs de chardon sont ses hôtelleries; il vit de perdrix et de hérissons. Si quelquefois il veut se régaler d'une langue, il lace (prend au laso) une vache, la renverse tout seul, la tue, enlève son morceau de prédilection et abandonne le reste aux oiseaux de proie. Le méchant gaucho se présente inopinément dans un village dont les soldats viennent de partir ; il converse pacifiquement avec les bons gauchos qui l'entourent et l'admirent, s'approvisionne de tabac, de yerba-mate, de papier à cigarettes; et s'il aperçoit les soldats, il monte tranquillement à cheval et se dirige vers le désert sans hâte, sans ostentation, dédaignant de tourner la tête. Rarement les soldats se mettent à sa poursuite; ils tueraient inutilement leurs chevaux, parce que le cheval du méchant gaucho est un coursier de couleur bai aussi célèbre que son maître. Si par hasard il le jette entre les mains de la justice, il se lance au plus épais de la troupe, et grâce à trois ou quatre taillades qu'il a ouvertes avec son couteau dans la figure ou le corps des soldats, il se fait passage au milieu d'eux; et s'étendant sur le dos du cheval pour se soustraire aux balles qu'on lui envoie, il se dirige vers le désert, jusqu'à ce qu'ayant mis un espace convenable entre lui et ceux qui le poursuivent, il modère le pas de son cheval et marche tranquillement. Les poètes des environs ajoutent ce haut fait nouveau à la biographie du héros du désert, et sa renommée vole de bouche en bouche dans toute la campagne. Quelquefois il se présente à la porte d'un bal champêtre avec une fille qu'il a enlevée; il se mêle aux figures du cielito et disparaît sans que personne s'en aperçoive. Un autre jour, il se présente dans la maison de la famille offensée, fait descendre de la croupe de son cheval la fille qu'il a séduite, et dédaignant les malédictions des parents, il s'achemine tranquillement à sa demeure sans limites.
Cet homme divorcé avec la société, proscrit par les lois, ce sauvage à la peau blanche, n'est pas au fond un être plus dépravé que ceux qui demeurent dans les habitations. L'audacieux fugitif qui attaque une troupe de soldats est inoffensif pour les voyageurs; le méchant gaucho n'est pas un bandit, un voleur de grand chemin; les attaques à la vie n'entrent pas dans ses idées, comme le vol n'entre pas dans les idées du Chourineur; il vole, cela est certain; mais c'est sa profession, son trafic, sa science. Il vole des chevaux. Quelquefois il se présente au campement d'une troupe de l'intérieur, le maître lui propose de lui acheter un cheval de poil extraordinaire, de telle figure, de telles apparences, avec une étoile blanche sur l'omoplate. Le gaucho se recueille, médite un moment, et après un instant de silence, il répond : Il n'y a pas en ce moment de chevaux comme vous les désirez. A quoi a pensé le gaucho? Dans ce moment, il a parcouru dans son esprit dix mille estancias des pampas : il a vu et examiné tous les chevaux qui sont dans la province avec leur marque, leurs couleurs, leurs signes particuliers; il s'est convaincu qu'il n'en existe aucun qui ait l'étoile sur l'omoplate : les uns l'ont au front, les autres ont une tache blanche à la croupe. Cette mémoire surprend-elle? Non. Napoléon connaissait par leur nom deux cent mille soldats et se rappelait, à les voir, toutes les actions qui se rapportaient à chacun d'eux. Mais si on lui demande l'impossible, au jour signalé, dans un point donné du chemin, il livrera un cheval tel qu'on le lui demande, sans que le payement fait à l'avance le porte à manquer au rendez-vous. Il a sur ce point l'honneur du joueur par rapport aux dettes.
Quelquefois il voyage dans la campagne qui s'étend entre Cordoba et Santa-Fé; ensuite on le voit traverser les pampas, chassant devant lui une petite troupe de chevaux; si quelqu'un le rencontre, il suit son chemin sans s'approcher, à moins qu'on l'appelle.
Le chanteur.
Dans le chanteur, vous avez l'idéalisation de cette vie de révoltes, de civilisation, de barbarie et de dangers. Le gaucho chanteur est exactement le barde, le poète, le troubadour du moyen âge; il se meut dans la même sphère, entre les luttes des villes et le féodalisme des campagnes, entre la vie qui s'en va et la vie qui s'approche. Le chanteur va de village en village, entre dans les maisons et les grandes habitations, chantant les héros des pampas persécutés par la justice, les lamentations de la veuve à laquelle les Indiens ont tout récemment enlevé son fils, la déroute et la mort du valeureux Rauch, la catastrophe de Facundo Quiroga et le sort de Santos Perez. Le chanteur fait naïvement le métier de chroniqueur, d'historien, de biographe, de collecteur d'usages, tout comme le barde du moyen âge, et ses vers seraient plus tard recueillis comme documents et faits sur lesquels l'historien futur devrait s'appuyer, s'il n'existait à côté de lui une société civilisée, comprenant les événements avec plus d'intelligence que le malheureux qui les expose dans ses rhapsodies ingénues. Dans la république argentine, on voit en même temps deux civilisations distinctes sur un même sol : l'une naissante qui, sans connaissance du temps passé, copie les travaux naïfs et populaires du Moyen âge, l'autre qui, sans prendre souci de ce qui se passe autour d'elle, veut réaliser les dernières conséquences de la civilisation européenne; les XIX et XII siècle vivent ensemble, l'un dans les villes, l'autre dans les campagnes. Le chanteur n'a pas de résidence fixe ; sa demeure est là où la nuit le surprend, sa fortune est dans ses vers ou sa voix. Partout où le cielito enlace gratuitement ses couples, partout où se vide un verre de vin, le chanteur a sa place réservée, sa part choisie du festin. Le gaucho argentin ne boit pas s'il n'est excité par la musique et les vers (1), et chaque pulpérie a sa guitare pour mettre aux mains du chanteur, auquel le groupe de chevaux attachés à la porte annonce de loin qu'on a besoin de sa gaie science. Le chanteur mêle à ses chants héroïques l'histoire de ses propres aventures. Malheureusement le chanteur, en même temps qu'il est barde argentin, a souvent quelque affaire avec la justice. Il doit compte de maints coups de poignard, d'une ou deux disgrâces qu'il a eues, ou de quelque cheval ou fille enlevés. En 1860, sur les bords du majestueux Parana, était assis sur le sol, les jambes croisées, un chanteur qui tenait son auditoire excité et joyeux par la longue et intéressante histoire de ses malheurs et de ses aventures. Il avait déjà raconté l'enlèvement de sa bien-aimée et les peines qu'il avait souffertes, la disgrâce qu'il eut et la dispute à laquelle elle donna lieu; il commençait à narrer ses rencontres avec les troupes et les coups de couteau qu'il avait donnés en se défendant, quand les cris des soldats et leur masse qui s'avançait l'avertirent que cette fois il était cerné. En effet, la troupe s'était avancée en forme de fer à cheval dont l'ouverture existait du côté du Parana qui coulait à 20 varas (17 mètrès) au-dessous, telle était la hauteur de la berge, Le chanteur entendit les cris sans se troubler; on le vit tout à coup sur son cheval, et jetant un regard scrutateur sur le groupe de soldats qui apprêtaient leurs carabines, il tourne son cheval vers la berge, lui jette son poncho sur les yeux et lui enfonce ses éperons dans les flancs. Quelques instants après, on voyait sortir du Parana le cheval sans frein, pour qu'il pût nager avec plus de liberté, et le chanteur le tenant par la queue et retournant tranquillement la tête vers la scène qu'il laissait sur la berge, comme s'il se fût trouvé dans un canot à huit rameurs. Quelques coups de fusil de la troupe ne l'empêchèrent pas d'arrive sain et sauf au premier îlot que ses yeux rencontrèrent.
Du reste, la poésie originale du chanteur est lourde, monotone, irrégulière, quand il s'abandonne à l'inspiration du moment; elle est plus narrative que senti- mentale, pleine d'images prises dans la vie des campagnes, du cheval, dans les scènes du désert, qui la rendent pompeuse et métaphorique. Quand il raconte ses prouesses et celles de quelque insigne malfaiteur, il ressemble à l'improvisateur napolitain, irrégulier, prosaïque, très-ordinaire, s'élevant par moments à la hauteur poétique, pour tomber de nouveau dans le récitatif insipide et sans versification. En dehors de cela, le chanteur possède son répertoire de poésies populaires : des couplets, des dizains, des octaves et diverses espèces de vers à huit syllabes. Parmi elles, il y a beaucoup de compositions de mérite qui dénotent de l'esprit et du sentiment.
Note 1 : Il n'est pas hors de propos de rappeler ici les ressemblances notables que présentent les Argentins et les Arabes à Alger, Oran, Mascara et dans les Adouars du désert; j'ai toujours vu les Arabes réunis dans des cafés, parce que l'usage des liqueurs leur est Interdit, et pressés autour du chanteur. Il y en a généralement deux, qui s'accompagnent avec la guitare, récitant des chansons nationales plaintives comme nos tristes. La bride des Arabes est de cuir et leur fouet est comme le nôtre; le frein que nous employons est le frein arabe, et beaucoup de nos coutumes révèlent le contact de nos pères avec les Maures de l'Andalousie. Qu'on ne parle pas des physionomies : j'ai connu quelques Arabes que je jurerais avoir vus dans mon pays. (L'auteur.)
Traducción de AUGUSTIN GIRAUD (París, 1853)