viernes, 10 de mayo de 2024

Remy de Gourmont: Stéphane Mallarmé

 

STÉPHANE MALLARMÉ


En veinte años, el mundo de los hombres se ha renovado, e incluso el mundo de la naturaleza. Cuando, en un día de recogimiento, miramos a nuestro alrededor, no encontramos casi nada de lo que encantó y guió nuestra juventud. ¿Dónde están aquellos a quienes llamábamos nuestros maestros y cuyas palabras encantadoras escuchábamos con fervor? Vi a Henri de Régnier sonrojarse ante un discreto cumplido de Stéphane Mallarmé, y ahora es él quien despierta emociones semejantes en las almas y las mejillas de los jóvenes poetas. ¿Dónde está el pequeño salón de la rue de Rome, donde el silbido de las locomotoras que terminaba por mezclarse con nuestras efusiones estéticas?

            Stéphane Mallarmé fue contemporáneo de Villiers de l'Isle-Adam, Coppée, Verlaine, Mendès, de esa generación parnasiana de la que Léon Dierx es hoy el último representante y el último príncipe. Hacia 1885, creo, empezó a reunir en torno a su palabra a una serie de jóvenes escritores de tendencias bastante diversas, que admiraban en él al más perfecto de los poetas y al más sabio de los hombres. Nadie me ha dado la illusion, como lo hizo Mallarmé, de estar escuchando a un nuevo Sócrates y enriqueciendo mi inteligencia. Sus palabras eran mesuradas, finas, suavemente irónicas, pero para sus oyentes, hábilmente benévolas, sin banalidad, porque sabía conservar el verdadero elogio y distribuirlo con cuidado y con tacto. No tenía nada del tono sarcástico que el mucho mayor Leconte de Lisle mantuvo hasta el final, y que le granjeó tantas enemistades. Mallarmé, aunque más tarde, también tuvo sus enemigos. Se le reprochó como un crimen la oscuridad de algunos de sus versos, sin tener en cuenta toda la parte límpida de su obra y sin tratar de averiguar cómo la propia lógica de su estética simbolista lo había conducido a expresar sólo el segundo término de la comparación. La poesía clásica, tan clara por ello, pero tan monótona, expresa ambas cosas. Victor Hugo y Flaubert los unen en una única y compleja metáfora. Mallarmé los vuelve a separar, revelando sólo la segunda imagen, la que sirvió para iluminar y poetizar la primera. El resultado es un nuevo lenguaje, tan impreciso como el propio sueño que evoca y cuyos contornos no está dispuesto a definir. En este segundo estilo del poeta, las palabras se eligen por sus cualidades complementarias, del mismo modo que el pintor elige los colores. Así pues, no hay que analizar la frase según el método gramatical, y menos aún según el método lógico ordinario, del mismo modo que no hay que mirar muy de cerca los cuadros impresionistas, ni siquiera los de Claude Monet. La educación de la mirada está más avanzada en Francia que la del sentido poético: haremos comprender el estilo de Mallarmé si decimos que es el Claude Monet de la poesía. Ni sus versos ni las manchas luminosas del pintor podrían servir para enseñar gramática o dibujo y, sin embargo, cualquiera que haya vibrado con estas dos expresiones del arte pensará que sirven sea como sea para algo, para deleitar ciertas miradas y ciertas sensibilidades.

 

            Surgido de la grupa y el salto

            De una efímera cristalería

            Sin florecer la velada amarga,

            El cuello ignorado se interrumpe.

 

            ¿Es esto realmente oscuro, realmente enigmático? Si el poeta nos describiera con palabras directas el jarrón de cuerpo retorcido, de cuello afilado, la que olvidaron colocarle flores y que parece, a falta de una rosa, súbitamente roto, ¿lo veríamos mejor y con más melancólico placer? Parece que todas las cosas de la vida se han dicho una y mil veces, y al poeta sólo le queda señalarlas y murmurar unas palabras para acompañar su gesto, y eso es lo que ha hecho Mallarmé. Es más, a veces parece hablar consigo mismo con palabras unidas por una simple yuxtaposición, aparentemente ilógica y sin pegamento, y realmente en esos momentos, la elipsis lo ha intoxicado; ya no somos capaces, sin la ayuda de su comentario, de volver a unir los trozos del hilo roto por los gestos de su sueño, y no entendemos absolutamente nada, o demasiado poco y con demasiada dificultad. Champollion redescubrió el lenguaje de los jeroglíficos gracias a una inscripción bilingüe. Es con esa segunda lengua con la que desciframos a los poetas, cuando tienen el arte de dejarla brillar bajo la primera. Mallarmé borró todo rastro de ella, y eso volvió difícil la tarea de los descifradores. Esa segunda lengua, que corre por debajo de la primera, está hecha de frases familiares y banales, de lugares comunes inmediatamente claros cuya claridad, tonta pero indispensable, ilumina las nuevas partes del discurso. Mallarmé quiso escribir sin lugares comunes; eso equivaldría a utilizar sólo palabras forjadas a medida. Su oscuridad no parece tener otro misterio; lo condujo a ella un exceso de delicadeza, un exceso de arte. Su ejemplo, tras ser seguido en los primeros años del simbolismo, pronto se convirtió en una severa lección, y los poetas volvieron a aprender a equilibrar lo conocido y lo desconocido en sus versos. Es bueno, tal vez, haber pasado por esta escuela, haber sentido el orgullo de la oscuridad espontánea del estilo, para disfrutar plenamente de las alegrías de la claridad templada. Un estilo no debe ser demasiado iluminado; la frase hecha, la locución convenida sólo deben tener en él un lugar estrictamente medido. Tal vez el genio de la escritura consista en conocer la proporción y no saber que se la conoce.

(continuará)

REMY DE GOURMONT 

Promenades littéraires, Quatrième série

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


STÉPHANE MALLARMÉ

 

            EN vingt ans, le monde des hommes s’est renouvelé, et même celui de la nature. Quand on regarde autour de soi, un jour de recueillement, on ne retrouve presque plus rien de ce qui charmait et de ce qui orientait notre jeunesse. Où sont ceux que nous appelions nos maîtres et dont nous écoutions avec ferveur la parole enchantée ? J’ai vu Henri de Régnier rougir à un compliment discret de Stéphane Mallarmé, et c’est lui maintenant qui suscite de telles émotions dans l’âme et sur les joues des jeunes poètes. Où est le petit salon de la rue de Rome, où le cri des locomotives venait se mêler à nos effusions esthétiques ?

            Stéphane Mallarmé était un contemporain de Villiers de l’Isle-Adam, de Coppée, de Verlaine, de Mendès, de cette génération parnassienne dont M. Léon Dierx est aujourd’hui le dernier représentant et le dernier prince. Vers 1885, je crois, il commença de réunir autour de sa parole quelques jeunes écrivains de tendances assez diverses, qui admiraient en lui le plus parfait des poètes et le plus sage des hommes. Aucun autre ne m’a donné comme Mallarmé l’illusion d’écouter un nouveau Socrate et de m’y enrichir pareillement l’intelligence. Son verbe était mesuré, fin, doucement ironique, mais pour ses auditeurs, habilement bienveillant, sans banalité, car il savait retenir la vraie louange et la distribuer avec soin et avec tact. Il n’avait rien du ton sarcastique que Leconte de Lisle, beaucoup plus âgé, garda jusqu’à la fin et qui lui valut bien des inimitiés. Mallarmé, mais plus tard, eut aussi ses ennemis. On lui reprocha comme un crime l’obscurité de quelques-uns de ses vers, sans tenir compte de toute la partie limpide de son œuvre et sans essayer de chercher comment la logique même de son esthétique symboliste l’avait amené à ne plus exprimer que le second terme de la comparaison. La poésie classique, si claire à cause de cela, mais si monotone, les exprime tous les deux. Victor Hugo et Flaubert les unissent en une seule métaphore complexe. Mallarmé les désunit à nouveau et ne laisse voir que la seconde image, celle qui a servi à éclairer et à poétiser la première. Il en résulte une langue nouvelle, imprécise comme le rêve même qu’elle évoque et dont elle ne veut s’astreindre à cerner les contours. Les mots, dans cette seconde manière du poète, sont choisis pour leurs qualités complémentaires, à peu près comme les couleurs par le peintre. Aussi ne faut-il pas analyser la phrase selon la méthode grammaticale, encore moins selon la méthode logique ordinaire, de même qu’il ne faut pas regarder de trop près les tableaux impressionnistes, même ceux de Claude Monet. L’éducation de l’œil est plus avancée en France que celle du sens poétique : on fera un peu comprendre la manière de Mallarmé en disant que c’est le Claude Monet de la poésie. Ni ses vers, ni les taches lumineuses du peintre ne peuvent servir à l’enseignement de la grammaire ou à celui du dessin, et cependant celui qui a senti ces deux expressions d’art pensera qu’elles servent tout de même à quelque chose, à réjouir quelques regards et quelques sensibilités.

 

            Surgi de la croupe et du bond

            D’une verrerie éphémère,

            Sans fleurir la veillée amère,

            Le col ignoré s’interrompt.

 

            Est-ce vraiment obscur, vraiment énigmatique ? Si le poète nous décrivait avec des mots directs le vase à la panse tourmentée, au col aigu, qu’on a oublié de fleurir et qui semble, faute d’une rose, brusquement rompu, le verrait-on mieux et avec plus de mélancolique plaisir ? Il semble que toutes les choses de la vie ayant été dites mille et mille fois, il ne reste plus au poète qu’à les montrer du doigt en murmurant quelques mots pour accompagner son geste, et c’est ce qu’a fait Mallarmé. Bien plus, il a l’air parfois de se parler à lui-même avec des paroles liées par une simple juxtaposition, en apparence illogique et sans ciment, et vraiment à ces moments-là, l’ellipse l’a enivré ; nous ne sommes plus capables, sans le secours de son commentaire, de renouer les bouts du fil cassés par les gestes de son rêve, et nous ne comprenons pas du tout, ou trop peu et avec trop de mal. Champollion a retrouvé la langue des hiéroglyphes grâce à une inscription bilingue. C’est avec cette seconde langue que nous déchiffrons les poètes, quand ils ont l’art de la laisser transparaître sous la première. Mallarmé en a effacé toutes les traces, et cela a rendu malaisée la tâche des déchiffreurs. Cette seconde langue, qui court sous la première, est faite de locutions connues et banales, de clichés immédiatement clairs et dont la clarté, bête mais indispensable, illumine les parties neuves du discours. Mallarmé a voulu écrire sans clichés ; autant vaudrait n’employer que des mots forgés à mesure. Son obscurité ne semble pas avoir d’autre mystère ; il y a été mené par un excès de délicatesse, un excès d’art. Son exemple, après avoir été suivi dans les premières années du symbolisme, est devenu assez vite une sévère leçon, et les poètes ont réappris à doser, dans leurs vers, le connu et l’inconnu. Il est bon, peut-être, d’avoir passé par cette école, d’avoir ressenti l’orgueil de l’obscurité spontanée du style, pour jouir pleinement des joies d’une clarté tempérée. Il ne faut pas qu’un style soit trop illuminé ; la phrase toute faite, la locution convenue n’y doivent tenir qu’une place strictement mesurée. Le génie de l’écriture est peut-être d’en connaître la proportion et de ne pas savoir qu’on la connaît.