viernes, 22 de septiembre de 2023

Johannes Nider y Mosén Oja Timorato: De los maleficios y los demonios. Velada séptima

 PRESENTACION 

Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de castilla, muy apreciada en su tiempo.

También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro con el que inauguramos nuestra colección Nimium Quantum. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.

Carlista, católico integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.

La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.

Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran deslumbrado a Baudelaire o a Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los  Machado.

Miguel Ángel Frontán

VELADA SÉPTIMA

CAPÍTULO VI

Las hormigas que no se precaven del vino, caen repentinamente en embriaguez, andando pesadamente y bamboleándose, como perdido el tino, según lo vi por experiencia; pues siguen con avidez las cosas dulces, que si están rociadas en pan o vino tinto, se emborrachan con estas comidas.

Por tales hormigas embriagadas con vino, pueden entenderse aquellos que, embriagados con las voluptuosidades de este siglo, y como locos, faltos de razón, siguen las cosas carnales por falsas locuras, a los cuales habla así Dios por boca de Isaías: «Oye estas pocas palabras, ebrias, y no de vino. Esto dice tu dominador Señor y tu Dios: He aquí que quité de su mano el cáliz del sopor: no añadiré el fondo del cáliz de mi indignación para que lo bebas en lo sucesivo». Que por el vino debe entenderse la lujuria, lo enseña el proverbio de Salomón, capítulo XX, cuando dice: Lujuriosa cosa es el vino, y llena está de desórdenes la embriaguez: «no será sabio quien con ella se deleite». Y en el capítulo XXI: «el que gusta de dar banquetes, parará en mendigo: no será jamás rico el aficionado a vino y a los manjares regalados». Y en el salmo CVI dice, por segunda vez, de aquellos que están ebrios, y no por el vino: «Llenos de turbación, vacilan como beodos, y se desvaneció toda su sabiduría». Por lo cual, dice el apóstol a los efesios: «Ni os entreguéis con exceso al vino, fomento de la lujuria, sino llevaos del Espíritu Santo, hablando entre vosotros y entreteniéndoos con salmos y con himnos y canciones espirituales; cantando y loando al Señor en vuestros corazones».

Perezoso. —Bien veo ya por lo dicho, que no sufre menos locura o embriaguez el entregado a los amores desordenados, que aquél a quien se mira embriagado de vino. Por lo tanto, quiero ahora saber tres cosas, que son: 1ª, qué  remedio se ha de aplicar a los tales, para que sanen ellos, u otros cualquiera maleficiados en la potencia generativa: 2ª, cómo podrán sanar los que, sin maleficio, están poseídos de amor desordenado: y 3ª, si el ángel bueno puede hacer tanto beneficio con la castidad, como mal hace el espíritu maligno por medio de los suyos por el maleficio.

Teólogo. —Por la solución puedes conocer, en primer lugar, que hay cinco remedios que pueden aplicarse lícitamente, a saber: la peregrinación a los sepulcros de algunos santos; la multiplicación de la señal de la cruz y de una oración devota; la verdadera confesión o contrición de los pecados; la exorcización lícita con sobrias palabras; y la cautelosa remoción del maleficio. Del primero ya has visto ejemplo en el capítulo IV del libro I, y lo mismo que la peregrinación, son remedios los ayunos, abstinencias y otros obsequios reverenciales ofrecidos a ciertos santos. Del segundo has oído en el capítulo precedente cómo se defendió San Antonio del demonio. Del tercero también viste allí el consejo de Pedro de Laguna, consejo que antes que él dieron Santo Tomás y otros doctores. Del último se habló hace poco en el capítulo III, y en cuanto al penúltimo, o sea los exorcismos, casi todos los que de esto tratan, admiten que se pueden hacer católicamente; por lo cual Santo Tomás IV, Dist. 6, dice: «Por el pecado del hombre recibe el diablo potestad sobre el hombre, y en todas las cosas que son del uso del hombre, para daño del hombre mismo; y porque no hay convención alguna entre Cristo y Belial, por eso, cuando se ha de santificar algo para el culto divino, primero se exorciza, a fin de que, dejándolo libre de la potestad del demonio, que se cree lo toma para daño del hombre, se consagre a Dios. Y esto se ve en la bendición del agua, en la consagración del templo, y en todas las cosas de la misma clase; y así como la primera consagración con que el hombre se consagra a Dios se hace en el bautismo, conviene también que primero sea el hombre exorcizado con más razón que las otras cosas; porque en el hombre mismo está la causa por la que el diablo adquiere potestad sobre el hombre y sobre otras cosas que son por el hombre, a saber, el pecado original y el actual; y esto significan aquellas palabras que se pronuncian en los exorcismos, cuando se dice: Retírate de él, Satanás». Hasta aquí Santo Tomás.

También dicen los doctores que es lícita la aplicación de los exorcismos contra las potestades del demonio; pero se ha de tener cuidado de que no haya en ello carácter alguno desconocido, ni desconocidas palabras, ni nada supersticioso.

Pero no obstante la aplicación de todos los remedios dichos, todavía algunas veces el maleficiado no es absuelto de la pena, aun cuando lo sea del recato o pecado por el que ocurre el maleficio; por lo que Santo Tomás IV, Dist. 34, dice: «que el maleficio, a veces es de tal manera perpetuo, que no puede tener remedio por obra humana, si bien Dios puede prestarlo, obligando al diablo, y también resistiéndole. No siempre conviene que lo que se ha hecho por algún maleficio, pueda destruirse por otro maleficio, como los mismos maléficos confiesan. Si se pudiera poner remedio por medio de maleficio, se reputaría pecado, porque nadie debe invocar por maleficio el auxilio del demonio. Tampoco conviene el que, si por el pecado se ha dado potestad al diablo sobre alguno, cese esa potestad cesando el pecado; porque a veces la pena queda, pasada la culpa. Tampoco valen siempre los exorcismos de la Iglesia para reprimir al demonio en cuanto a todas las molestias corporales, exigiéndolo así el juicio de Dios. Valen, no obstante, siempre contra aquellas infestaciones del demonio contra las que principalmente se han establecido». Esto dice aquí Santo Tomás. Pero los que anteponen a los remedios divinos y de la Iglesia los remedios humanos, han de guardarse mucho de invocar los remedios de los maléficos, porque con tales invocaciones se tienen a veces peores resultados; como se ve en el ejemplo que pone San Gregorio en el primero de los Diálogos de la mujer que, poseída de un demonio cuando se intentaba librarla por medio de maleficios, entró en ella una legión por obra de los mismos maléficos.

Perezoso. —Tengo todavía tres dudas acerca del exorcismo: 1ª, si, no teniendo el exorcista orden puede lícitamente exorcizar los demonios; 2ª, cual sea la diferencia entre el efecto del agua bendita y el exorcismo, supuesto que uno y otro se ordenan contra la molestia del demonio; 3ª, si el exorcismo es sólo un signo, o si también es agente.

Teólogo. —A lo primero contesta el Santo Doctor, diciendo que al conferirse cualquiera de las ordenes, aun las menores, se adquiere la potestad de esto o aquello que por oficio se puede hacer, como exorcizar; y también se puede hacer lícitamente por el que no  tiene orden, no como por oficio, o aun cuando no lo tenga por oficio; así como puede decirse misa en casa no consagrada, aun cuando la consagración de la Iglesia se ordena para el fin de que en ella se diga misa, si bien esto pertenece entonces más a la gracia gratis dada, que a la gracia del sacramento.

A lo segundo responde el mismo Santo Tomás diciendo: «El diablo nos combate interior y exteriormente: el agua bendita se ordena contra el combate exterior del diablo, pero el exorcismo contra el combate interior; por lo que aquellos contra quienes se da, se dicen energúmenos, esto es, que trabajan interiormente o por mala incitación o por la posesión corporal del demonio».

A lo tercero responde asimismo Santo Tomás, que el exorcismo también obra o es agente, lo cual aparece de que se dice con modo imperativo y no sólo como oración, como: Sal, diablo maldito. También San Gregorio sobre Ezequiel dice: «El sacerdote, cuando impone las manos a los creyentes para exorcizarlos, y prohíbe a los malos espíritus el que habiten en su mente, ¿qué  otra cosa hace sino arrojar fuera los demonios?» Ni es inconveniente el que se exorcice el ya bautizado cuando se omitió el exorcismo el decir que entonces hace algo, cohibiendo por impugnación del diablo. Como también después del bautismo se reprime algo la potestad del demonio por el agua bendita, si es exorcizado un niño y muere antes del bautismo, tanto vale para su vida, cuanto la potestad del diablo se haya debilitado.

Por lo tanto, los exorcismos no sólo significan, sino que hacen algo tanto en el cuerpo, como en el alma, porque en uno y otra está el veneno de la concupiscencia. Es efecto del exorcismo el que el diablo no pueda sobre el bautizado tanto como antes del bautismo, ni le impida cosas buenas. Todo esto es de Santo Tomás.

En cuanto al amor hereos o histithi[1] como lo dice Avicena, que es enfermedad en que uno cae por amor, pone el mismo Avicena, entre otros, siete remedios en el libro tercero. Uno es conocer a la persona por quien se tiene la pasión; lo que se deduce de la fisonomía del enfermo o variedad del pulso al nombrársela, pues así se tiene la raíz de la enfermedad, como lo pone San Ambrosio al hablar de la pasión de Santa Inés respecto al hijo del juez[2]. Otro es el uso del matrimonio, si puede contraerse; pues con él sanan algunos, obedeciendo a la naturaleza. El tercero es la aplicación de las medicinas que allí menciona y enseña. El cuarto es el convertir por medios lícitos el amor que a uno se tiene en amor a otro. El quinto, si el enamorado es consejible, aconsejarle y hacerle ver que el amor es una miseria. El séptimo es que se ocupe de asuntos arduos, de oficios que le distraigan y de otras cosas semejantes. Aunque en tales casos deben consultarse los médicos se ha de dar la preferencia a la aplicación de los remedios teológicos dichos.

A la tercera duda sobre si el ángel bueno beneficia algunas veces a los justos, como consta que el ángel maleficia a los injustos, tienes la respuesta en los ejemplos de los Santos Padres, que en número infinito lo afirman. Cualquiera bien, tanto espiritual, como corporal, emana de Dios, fuente de toda verdad. Todo, según San Dionisio, lo tenemos por ministerio de los ángeles, y, como el Santo Doctor, en cierto lugar sobre el 8º de las Sentencias, enseña: «Cuando Dios quiere infundir en nuestra mente una gracia notable, aunque a ella no puede extenderse ninguna potestad humana, sin embargo, coopera a ella dispositive  el ángel bueno. De la misma manera, aun cuando para la concepción del Verbo de Dios en la Benditísima Virgen, por la que Dios se hizo hombre, sólo concurrió eficientemente la virtud divina, no obstante, la mente de la Virgen fue muy excitada o predispuesta al bien por la salutación, por la información en el ministerio angélico».

Es, además de esto, lo más común y concordante, tanto con la Sagrada Escritura, como con la Filosofía natural, la opinión que enseña que todos los cuerpos celestes se rigen y mueven por la virtud angélica, por lo cual, los ángeles se llaman por Cristo y por la Iglesia, virtudes de los cielos. Todas las cosas corporales de este mundo se rigen simplemente por influencias celestes, como atestigua el filósofo en el primero de los Meteoros.

Es, además, doctrina del Santo doctor, que hay tres cosas en el hombre sobre las que pueden obrar los espíritus separados, aunque diferentemente, a saber: en la voluntad, el entendimiento y otras potencias del alma misma, adherentes a los miembros orgánicos y corporales. En la primera, sólo Dios puede obrar. En el segundo, sólo Dios y el ángel bueno para iluminar. En las terceras puede obrar y oprimir el espíritu malo, permitiéndolo Dios. Pero en el arbitrio de la voluntad humana está el rechazar las agresiones de los ángeles malos invocando la gracia de Dios, así como está el admitirlas descuidando dicha gracia.

Perezoso. —Aunque haya esos innumerables beneficios de los ángeles buenos, dispensados aún a los injustos, de lo cual yo, ¡ay de mí!, estaba hasta ahora ignorante, pero que no olvidaré  en lo sucesivo; sin embargo, no pregunto principalmente acerca de ellos, sino de los que se refieren a los beneficios en la potencia generativa, a saber: cómo hacen castos a algunos, así como los demonios hacen a los malos todo lo contrario.

Teólogo. —De que lo hacen no hay duda, mas conviene saber dónde y cuándo. Así sucedió con San Seneno Abad, de quien Casiano, cod. abba. Ser. prim, dice: «Éste, insistiendo día y noche por la interna castidad del corazón y del alma con oraciones, ayunos y vigilias, percibió que se habían extinguido en él por la gracia divina todos los grandes calores de la concupiscencia carnal. Después, encendido en mayor celo de castidad, pidió a Dios que ésta, que interiormente tenía, redundase en el cuerpo; y en una visión nocturna, viniendo a él un ángel, parecióle que le abría el vientre, y que, arrancando de sus vísceras y arrojando cierto tumor de carne encendido, restituyendo en su lugar los intestinos como antes estaban, le dijo: Mira, han sido cortados los incentivos de tu carne, y conocerás que has obtenido en este día la pureza de tu cuerpo, según la petición que hiciste, para que en lo sucesivo no sientas el impulso ni aun de aquel natural movimiento que se excita hasta en los párvulos y en los que maman».

San Gregorio, en el libro primero de los Diálogos, hablando del Abad Esquicia refiere, que cuando a éste, en el tiempo de su juventud, fatigaban con fuerte combate los incentivos de la carne, le hacían menos diligente en el ejercicio de la oración, y como de esto pidiera remedio a Dios con continuas preces, tuvo cierta noche la visión de que un ángel le castraba, hallándose desde entonces tan libre de tentación como si no tuviera sexo en el cuerpo; por lo que, confiando en el auxilio de Dios omnipotente, así como antes había presidido a los varones, empezó a presidir a las mujeres.

En las vidas de los Padres, de aquellos que San Heraclidas, varón religiosísimo, coleccionó en su libro titulado Paraíso, hace mención de cierto santo padre y monje, a quien llaman Helio, que, movido de la misericordia, reunió trescientas mujeres en un monasterio y empezó a regirlas. Pasados años, teniendo él de edad cerca de treinta y cinco, y siendo tentado por la carne, huyó al yermo, donde ayunando, clamó a Dios diciendo: «Señor Dios, o mátame, o líbrame de esta tentación». Por la tarde le acometió un sueño, en el cual vio tres ángeles que se le acercaron, preguntándole por qué  había huido del monasterio de las vírgenes; y no atreviéndose él a responder, por vergüenza, le dijeron los ángeles: «Si fueses librado, ¿volverías desde luego a cuidar de las mujeres?» Él respondió que con mucho gusto lo haría; y entonces aquellos, recibiendo de Helio el juramento que le exigieron, cogiéndole uno las manos, otro los pies y cortándole el tercero los testículos, le castraron, no porque en realidad hubiera sido así, sino porque así lo parecía. Preguntáronle después si sentía remedio, y contesto que se hallaba muy aliviado. Al quinto día volvió con las llorosas mujeres, y en el espacio de cuarenta años que sobrevivió no sintió ni una centella de la antigua tentación.

No menor beneficio leemos que le fue concedido a Santo Tomás, doctor de nuestra Orden, en cuya habitación, sus parientes, para retraerle del estado religioso y aficionarle a las cosas del mundo, hicieron que entrase una ramera. Viéndola el santo, corrió al hogar, cogió un tizón encendido y con él arrojó de la habitación a aquella mujer; y puesto en seguida en oración, pidiendo el don de la castidad, se quedó dormido, y vio dos ángeles que se le aparecieron, diciéndole: «He aquí que de parte de Dios te ceñimos el cíngulo de castidad, para que en lo sucesivo por ningún combate puedas ser atacado; y lo que no se obtiene por mérito de la virtud cristiana, se te ha conferido por don de parte de Dios». Sintió entonces el santo varón que le oprimían la cintura, y despertó dando voces. Desde entonces, de tal manera se halló dotado del don de castidad, que aborreció todo deleite[3].

CAPÍTULO VII

Las hormigas, comidas por los hombres, les dañan; no así a todos los animales, pues a algunos aprovechan, como a los osos, que con avidez las buscan. Con el nombre de hormigas se designa a los justos, como se ha dicho arriba hace poco.

Se entiende por comer quitar algo a la vida ajena o en la fama o en la sana doctrina, de cuya comida precave al hijo el que en el capítulo XXIII de los Proverbios, dice: «No asistas a los convites de los beodos, ni a las comilonas de aquellos que contribuyen a escote para los banquetes, porque con la frecuencia de beber y pagar escotes, vendrán a arruinarse». Donde dice la glosa: «Llevar carne para comer, es a veces, en la común opinión, decir vicios de los próximos, cuya pena es la de que, haciendo tales cosas, se consumen». Conviene en contra de esto ocuparse en buenas palabras que contiene la divina sabiduría, con la que el alma podrá lícitamente saciarse. Sobre esto Salomón en el capítulo XXIV de los Proverbios, dice: «Come, hijo mío, la miel (la glosa: doctrina de la sabiduría), que es cosa buena, gusta del panal, que será dulcísimo a tu paladar. Tal será también para tu alma la doctrina de la sabiduría, con cuya adquisición tendrás esperanza en los últimos días, y esperanza que no será frustrada». A la miel y al panal, dice la glosa, compara la doctrina de la sabiduría, porque así como aquélla, a las demás comidas, así ésta aventaja a las demás doctrinas. Y otra vez, de los que devoran las carnes humanas con el vicio de la detractación y con el maleficio de la superstición, se dice en el salmo: «Sus dientes, armas y saetas, y sus lenguas, aguda espada». Y en el capítulo III de los Proverbios, entre las cuatro generaciones perversas, ésta es la última, de la cual dice: «Otra casta de hombres hay que tiene los dientes como cuchillos, y despedazan con sus quijadas, y se tragan los desvalidos de la tierra y los pobres de entre los hombres». Donde añade la glosa: «La generación que tiene espadas por dientes, es aquella que trabaja por introducir en otros su perfidia, y a la manera que los cuerpos son muertos con espadas, así mata las almas de los que la oyen con el veneno de la conversación; y por eso dice para que coma, esto es, para devorar a los necesitados, esto es, a los inocentes y pobres, esto es, a los humildes».

El que la comida de las hormigas no aproveche a los hombres, sino a las bestias, como al oso, consiste en que el oficio de los maleficios y el vicio de la detractación, no deleitan a los justos, sino a los pérfidos. En figura de lo cual, la segunda bestia de Daniel, que salió del mar y se puso al lado de la otra, era semejante a un oso, y había tres órdenes de dientes en su boca que le decían así: «Levántate, come carne en abundancia». Por donde se señalan los tres daños que hacen los maléficos con sus obras, en los bienes temporales, en los cuerpos humanos y en las almas de los racionales. Por lo cual se dice en el capítulo XVII de los Proverbios: «El malvado anda siempre armando pendencias; pero el ángel cruel será enviado contra él para castigarle. Mejor es encontrarse con una osa, a quien robaron los hijos, que con un fatuo presumido en sus necesidades». En donde dice la glosa: «El ángel cruel es el espíritu inmundo que se envía por el Señor contra los pecadores, para que al presente los aflija, como hizo con los egipcios, enviando contra ellos la ira de su indignación por medio de los ángeles malos». Y añade: «Puede entenderse por el oso la malicia del antiguo enemigo, cuyos fetos robamos, cuando unimos a los hijos de Dios a aquellos que eran sus enemigos, catequizándolos y bautizándolos; y esto se hace muchas veces más fácilmente que el volver a la recta fe al hereje, o que reducir al bien al católico que obra mal».

Perezoso. — Por los animales, que como dices, comen las hormigas, pueden entenderse los réprobos en la fe y los maléficos: preséntame un ejemplo de cómo éstos llevan a cabo su obra, haciendo daño a los cuerpos humanos, convirtiéndoles de sanos en enfermos.

Teólogo. —Oye, pues, la maldad que tales bestias hicieron al juez Pedro, de quien antes he hablado. Hacía tiempo que deseaban vengarse de él; pero como guardaba bien la fe y procuraba guarecerse diligentemente con la señal de la cruz, y avisado algunas veces, se abstenía con oportunidad de aquellas cosas por las que suelen provenir los maleficios, escapaba ileso por la necedad de aquéllos, excepto en un tiempo en que por delito propio mereció no ser del todo guardado por el Señor, según él mismo me refirió. Había acostumbrado residir en el territorio de Berna en el castillo de Blanctemburg, cuando gobernaba aquella tierra. Después que resignó el oficio y volvió a entrar en la ciudad de Berna y tenía allí su domicilio, cierto día, volviendo a dicho castillo, donde le había sustituido en el oficio un pariente suyo, quiso despachar allí unos negocios, de que antes había conocido.

Llegada, pues, la noche, fuese a acostar, bendiciéndose con la señal de la cruz y proponiéndose levantarse antes de amanecer, para escribir algunas cartas, que precisamente habían de ser enviadas a su destino por la mañana. Despertó en aquella destemplada noche, pareciéndole, engañado por una luz ficticia, que ya había venido el día, e  incomodado por creer que el tiempo oportuno para escribir se le había pasado, se vistió sin santiguarse, como debía, y descendiendo por unas grandes escaleras a la habitación donde tenía el escritorio; mas como hallase éste cerrado, se encendió en mayor ira, se volvió murmurando al lecho por la misma escalera que había bajado, pronunciando indignado una sola maldición, como si dijera: « En nombre del diablo»; y he aquí que en el instante, en medio de densísimas tinieblas, fue precipitado, rodando los escalones, tan pesadamente, que el criado, que cómoda y descuidadamente dormía debajo de dicha escalera, se despertó, y encendiendo una luz, acudió a ver lo que había sucedido, hallando a su amo solo, tendido en el suelo, privado del uso de la razón, con cardenales en todos sus miembros y arrojando de su cuerpo mucha sangre. Despertóse luego también la familia, y nadie acertaba la causa de la caída. Recuperó al fin Pedro el uso de la razón, aunque la salud del cuerpo apenas pudo recuperarla en seis meses; y si bien sospechaba de los maléficos, a quienes de todas veras deseaba exterminar, ignoraba, sin embargo, quienes fuesen los reos de la gran maldad que con él se había cometido.

Pero, como nada haya encubierto que no se descubra, sucedió después, por casualidad, que cierto oculto maléfico, yendo desde el territorio de Berna, donde tenía su domicilio, a Friburgo, de la diócesis lausanense, y hallándose sentado en la taberna con otros bebedores, dijo a sus compañeros: «He aquí que estoy viendo en este vaso de agua que fulano (a quien nombró) me coge y me roba los anzuelos para pescar que puse en mi habitación». Como los lugares distaban entre sí cerca de seis grandes millas teutónicas, era claro que aquel hombre no podía haber visto el hurto sino por medio del demonio. Publicado esto por los que lo oyeron, fue acusado de reo y reducido a prisión, en la que atormentado dos días seguidos, apenas quiso confesar cosa alguna sobre sus maldades; mas en el tercer día, el cual era sábado, día que se dedica comúnmente a la Santísima Virgen, atormentado otra vez, vomitó su veneno; pues declaró que era verdad que había dicho aquellas palabras y había visto el hurto; y confesó que cuatro maléficos y presente una maléfica, a quien nombró, habían precipitado por la escalera a dicho Pedro, impelido por las manos de la maléfica, cuya vejezuela aborrecía a aquél, porque, mientras había ejercido la magistratura, no se había administrado a gusto de ella la justicia. Añadió que en los dos días anteriores nada había podido contestar en los tormentos, contenido por las maquinaciones del demonio; pero, como en aquel sábado, se celebraba la fiesta de la Santa Virgen, estaba libre para decir la verdad. Fue, por último, condenado al fuego, según las leyes disponían.

Se ha de advertir, sin embargo, que tales seudo profetas, engañados algunas veces por el padre de la mentira, suelen decir cosas enteramente contradictorias, según dijo el mismo Pedro que tenía acreditada la experiencia. Fue por él cogida y quemada cierta maléfica, la cual tenía un marido que no entendía de semejante maleficio, y éste, movido de curiosidad buscó a una vejezuela, de quien todos decían que predecía las cosas futuras, y habiéndola encontrado, la suplicó le dijese si su mujer, que se hallaba en la cárcel, saldría de ella con vida; y la vieja le contestó: «No temas porque indudablemente no morirá en este cautiverio», con lo que se fue el hombre más alegre. Saliendo al día siguiente al encuentro al juez Pedro, le preguntó éste: «¿Dónde fuiste?» A lo que él contestó: «Fui a una profetisa, que me dijo que mi mujer sería librada de la cárcel y no moriría en ella». Vuelto Pedro a su alojamiento fue llamado desde la cárcel por la maléfica, quien le dijo: «He visto que mi marido ha ido a una vieja que le aseguró que yo sería puesta en libertad, pero sé  que miente, porque mañana seré  quemada por sentencia tuya». Como después dijese el juez esto al marido, esperaba éste riendo a ver cual de las dos maléficas decía verdad; pero al día siguiente dio testimonio la encendida hoguera de que la había dicho la que tenía marido.

Empero no debes creer, en cuanto al primer ejemplo que Pedro fue literalmente arrojado por la escalera por las manos de los maléficos, los cuales no estaban en el castillo; sino que los demonios allí presentes, atraídos por los maleficios y ceremonias de los maléficos, fueron los que arrojaron a Pedro, y para que se engañasen las mentes de los maléficos, hicieron en la imaginación de aquellos hombres supersticiosos que les pareciese que ellos lo hacían. Y de la misma manera, respecto al segundo y tercer ejemplo, juzgaban que estaban presentes las cosas que se hallaban ausentes, según viste arriba en este libro y en el capítulo 5º por las palabras del Santo Doctor.


[1] Otros escriben hislithi: pero el doctor Calavenero, anotador del Hormiguero, dice que se debe escribir isthiti. (N. del T.)

[2] Procopio, hijo de Sinfronio, Gobernador o prefecto de Roma. Hermosísima es la relación que de esto hace San Ambrosio, como hermosísimo es cuanto escribió aquel elocuentísimo Santo Padre. (N. del T.)

[3]  En un elogio leído el 7 de marzo de 1880, dice el doctor D. Manuel Polo y Peyrolón: «Cuando el santo se vio libre y solo, trazó una cruz en la pared con el mismo tizón, y cayendo de rodillas prorrumpió en lágrimas pudorosas de gratitud y contusión. Temblando y lloroso pedía Tomás a Dios la hermosa virtud de la castidad; cuando sueño inusitado cerró sus parpados, dos espíritus puros le felicitaron por su victoria y ciñeron a su cuerpo el cíngulo de la virginidad, apretándole con tal fuerza, que el dolor despertó e  hizo lanzar un grito a nuestro héroe. Únicamente su confesor tuvo noticia de este singular privilegio. Durante toda su vida usó Santo Tomás este cinturón, que hoy se venera en la iglesia de los dominicos de Chieri, cerca de Turín». Es de creer que no tuviese Nyder noticia de este cíngulo, cuando no habla de él, lo cual no deja de ser extraño. (N, del T.)