PRESENTACION
Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de castilla, muy apreciada en su tiempo.
También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro con el que inauguramos nuestra colección Nimium Quantum. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.
Carlista, católico integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.
La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.
Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran deslumbrado a Baudelaire o a Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los Machado.
VELADA SÉPTIMA
CAPÍTULO VI
Las hormigas que no se precaven del vino, caen
repentinamente en embriaguez, andando pesadamente y bamboleándose, como perdido
el tino, según lo vi por experiencia; pues siguen con avidez las cosas dulces,
que si están rociadas en pan o vino tinto, se emborrachan con estas comidas.
Por tales hormigas embriagadas con vino, pueden
entenderse aquellos que, embriagados con las voluptuosidades de este siglo, y
como locos, faltos de razón, siguen las cosas carnales por falsas locuras, a
los cuales habla así Dios por boca de Isaías: «Oye estas pocas palabras, ebrias, y no de vino. Esto dice tu dominador
Señor y tu Dios: He aquí que quité de su mano el cáliz del sopor: no añadiré el
fondo del cáliz de mi indignación para que lo bebas en lo sucesivo». Que
por el vino debe entenderse la lujuria, lo enseña el proverbio de Salomón,
capítulo XX, cuando dice: Lujuriosa cosa es el vino, y llena está de desórdenes
la embriaguez: «no será sabio quien con
ella se deleite». Y en el capítulo XXI: «el que gusta de dar banquetes, parará en mendigo: no será jamás rico el
aficionado a vino y a los manjares regalados». Y en el salmo CVI dice, por
segunda vez, de aquellos que están ebrios, y no por el vino: «Llenos de turbación, vacilan como beodos, y
se desvaneció toda su sabiduría». Por lo cual, dice el apóstol a los
efesios: «Ni os entreguéis con exceso al
vino, fomento de la lujuria, sino llevaos del Espíritu Santo, hablando entre
vosotros y entreteniéndoos con salmos y con himnos y canciones espirituales;
cantando y loando al Señor en vuestros corazones».
Perezoso. —Bien veo ya por lo dicho, que no sufre
menos locura o embriaguez el entregado a los amores desordenados, que aquél a
quien se mira embriagado de vino. Por lo tanto, quiero ahora saber tres cosas,
que son: 1ª, qué remedio se ha de
aplicar a los tales, para que sanen ellos, u otros cualquiera maleficiados en
la potencia generativa: 2ª, cómo podrán sanar los que, sin maleficio, están
poseídos de amor desordenado: y 3ª, si el ángel bueno puede hacer tanto
beneficio con la castidad, como mal hace el espíritu maligno por medio de los
suyos por el maleficio.
Teólogo. —Por la solución puedes conocer, en primer
lugar, que hay cinco remedios que pueden aplicarse lícitamente, a saber: la
peregrinación a los sepulcros de algunos santos; la multiplicación de la señal
de la cruz y de una oración devota; la verdadera confesión o contrición de los
pecados; la exorcización lícita con sobrias palabras; y la cautelosa remoción
del maleficio. Del primero ya has visto ejemplo en el capítulo IV del libro I,
y lo mismo que la peregrinación, son remedios los ayunos, abstinencias y otros
obsequios reverenciales ofrecidos a ciertos santos. Del segundo has oído en el
capítulo precedente cómo se defendió San Antonio del demonio. Del tercero también
viste allí el consejo de Pedro de Laguna, consejo que antes que él dieron Santo
Tomás y otros doctores. Del último se habló hace poco en el capítulo III, y en
cuanto al penúltimo, o sea los exorcismos, casi todos los que de esto tratan,
admiten que se pueden hacer católicamente; por lo cual Santo Tomás IV, Dist. 6, dice: «Por el pecado del hombre recibe el diablo potestad sobre el hombre, y
en todas las cosas que son del uso del hombre, para daño del hombre mismo; y
porque no hay convención alguna entre Cristo y Belial, por eso, cuando se ha de
santificar algo para el culto divino, primero se exorciza, a fin de que,
dejándolo libre de la potestad del demonio, que se cree lo toma para daño del hombre, se consagre a Dios. Y esto se ve
en la bendición del agua, en la consagración del templo, y en todas las cosas
de la misma clase; y así como la primera consagración con que el hombre se
consagra a Dios se hace en el bautismo, conviene también que primero sea el
hombre exorcizado con más razón que las otras cosas; porque en el hombre mismo
está la causa por la que el diablo adquiere potestad sobre el hombre y sobre
otras cosas que son por el hombre, a saber, el pecado original y el actual; y
esto significan aquellas palabras que se pronuncian en los exorcismos, cuando
se dice: Retírate de él, Satanás». Hasta aquí Santo Tomás.
También dicen los doctores que es lícita la
aplicación de los exorcismos contra las potestades del demonio; pero se ha de
tener cuidado de que no haya en ello carácter alguno desconocido, ni desconocidas
palabras, ni nada supersticioso.
Pero no obstante la aplicación de todos los remedios
dichos, todavía algunas veces el maleficiado no es absuelto de la pena, aun
cuando lo sea del recato o pecado por el que ocurre el maleficio; por lo que
Santo Tomás IV, Dist. 34, dice: «que el maleficio, a veces es de tal manera
perpetuo, que no puede tener remedio por obra humana, si bien Dios puede
prestarlo, obligando al diablo, y también resistiéndole. No siempre conviene
que lo que se ha hecho por algún maleficio, pueda destruirse por otro
maleficio, como los mismos maléficos confiesan. Si se pudiera poner remedio por
medio de maleficio, se reputaría pecado, porque nadie debe invocar por
maleficio el auxilio del demonio. Tampoco conviene el que, si por el pecado se
ha dado potestad al diablo sobre alguno, cese esa potestad cesando el pecado;
porque a veces la pena queda, pasada la culpa. Tampoco valen siempre los exorcismos
de la Iglesia para reprimir al demonio en cuanto a todas las molestias
corporales, exigiéndolo así el juicio de Dios. Valen, no obstante, siempre
contra aquellas infestaciones del demonio contra las que principalmente se han
establecido». Esto dice aquí Santo Tomás. Pero los que anteponen a los
remedios divinos y de la Iglesia los remedios humanos, han de guardarse mucho
de invocar los remedios de los maléficos, porque con tales invocaciones se
tienen a veces peores resultados; como se ve en el ejemplo que pone San
Gregorio en el primero de los Diálogos
de la mujer que, poseída de un demonio cuando se intentaba librarla por medio
de maleficios, entró en ella una legión por obra de los mismos maléficos.
Perezoso. —Tengo todavía tres dudas acerca del
exorcismo: 1ª, si, no teniendo el exorcista orden puede lícitamente exorcizar
los demonios; 2ª, cual sea la diferencia entre el efecto del agua bendita y el
exorcismo, supuesto que uno y otro se ordenan contra la molestia del demonio;
3ª, si el exorcismo es sólo un signo, o si también es agente.
Teólogo. —A lo primero contesta el Santo Doctor,
diciendo que al conferirse cualquiera de las ordenes, aun las menores, se
adquiere la potestad de esto o aquello que por oficio se puede hacer, como
exorcizar; y también se puede hacer lícitamente por el que no tiene orden, no como por oficio, o aun cuando
no lo tenga por oficio; así como puede decirse misa en casa no consagrada, aun
cuando la consagración de la Iglesia se ordena para el fin de que en ella se
diga misa, si bien esto pertenece entonces más a la gracia gratis dada, que a
la gracia del sacramento.
A lo segundo responde el mismo Santo Tomás diciendo:
«El diablo nos combate interior y
exteriormente: el agua bendita se ordena contra el combate exterior del diablo,
pero el exorcismo contra el combate interior; por lo que aquellos contra
quienes se da, se dicen energúmenos, esto es, que trabajan interiormente o por
mala incitación o por la posesión corporal del demonio».
A lo tercero responde asimismo Santo Tomás, que el
exorcismo también obra o es agente, lo cual aparece de que se dice con modo
imperativo y no sólo como oración, como: Sal, diablo maldito. También San
Gregorio sobre Ezequiel dice: «El
sacerdote, cuando impone las manos a los creyentes para exorcizarlos, y prohíbe
a los malos espíritus el que habiten en su mente, ¿qué otra cosa hace sino arrojar fuera los
demonios?» Ni es inconveniente el que se exorcice el ya bautizado cuando se
omitió el exorcismo el decir que entonces hace algo, cohibiendo por impugnación
del diablo. Como también después del bautismo se reprime algo la potestad del
demonio por el agua bendita, si es exorcizado un niño y muere antes del
bautismo, tanto vale para su vida, cuanto la potestad del diablo se haya
debilitado.
Por lo tanto, los exorcismos no sólo significan,
sino que hacen algo tanto en el cuerpo, como en el alma, porque en uno y otra
está el veneno de la concupiscencia. Es efecto del exorcismo el que el diablo
no pueda sobre el bautizado tanto como antes del bautismo, ni le impida cosas
buenas. Todo esto es de Santo Tomás.
En cuanto al amor hereos o histithi[1]
como lo dice Avicena, que es enfermedad en que uno cae por amor, pone el mismo
Avicena, entre otros, siete remedios en el libro tercero. Uno es conocer a la
persona por quien se tiene la pasión; lo que se deduce de la fisonomía del
enfermo o variedad del pulso al nombrársela, pues así se tiene la raíz de la
enfermedad, como lo pone San Ambrosio al hablar de la pasión de Santa Inés
respecto al hijo del juez[2].
Otro es el uso del matrimonio, si puede contraerse; pues con él sanan algunos,
obedeciendo a la naturaleza. El tercero es la aplicación de las medicinas que
allí menciona y enseña. El cuarto es el convertir por medios lícitos el amor
que a uno se tiene en amor a otro. El quinto, si el enamorado es consejible,
aconsejarle y hacerle ver que el amor es una miseria. El séptimo es que se
ocupe de asuntos arduos, de oficios que le distraigan y de otras cosas
semejantes. Aunque en tales casos deben consultarse los médicos se ha de dar la
preferencia a la aplicación de los remedios teológicos dichos.
A la tercera duda sobre si el ángel bueno beneficia
algunas veces a los justos, como consta que el ángel maleficia a los injustos,
tienes la respuesta en los ejemplos de los Santos Padres, que en número
infinito lo afirman. Cualquiera bien, tanto espiritual, como corporal, emana de
Dios, fuente de toda verdad. Todo, según San Dionisio, lo tenemos por
ministerio de los ángeles, y, como el Santo Doctor, en cierto lugar sobre el 8º
de las Sentencias, enseña: «Cuando Dios
quiere infundir en nuestra mente una gracia notable, aunque a ella no puede
extenderse ninguna potestad humana, sin embargo, coopera a ella
dispositive el ángel bueno. De la misma
manera, aun cuando para la concepción del Verbo de Dios en la Benditísima
Virgen, por la que Dios se hizo hombre, sólo concurrió eficientemente la virtud
divina, no obstante, la mente de la Virgen fue muy excitada o predispuesta al
bien por la salutación, por la información en el ministerio angélico».
Es, además de esto, lo más común y concordante,
tanto con la Sagrada Escritura, como con la Filosofía natural, la opinión que
enseña que todos los cuerpos celestes se rigen y mueven por la virtud angélica,
por lo cual, los ángeles se llaman por Cristo y por la Iglesia, virtudes de los
cielos. Todas las cosas corporales de este mundo se rigen simplemente por
influencias celestes, como atestigua el filósofo en el primero de los Meteoros.
Es, además, doctrina del Santo doctor, que hay tres cosas
en el hombre sobre las que pueden obrar los espíritus separados, aunque
diferentemente, a saber: en la voluntad, el entendimiento y otras potencias del
alma misma, adherentes a los miembros orgánicos y corporales. En la primera,
sólo Dios puede obrar. En el segundo, sólo Dios y el ángel bueno para iluminar.
En las terceras puede obrar y oprimir el espíritu malo, permitiéndolo Dios.
Pero en el arbitrio de la voluntad humana está el rechazar las agresiones de
los ángeles malos invocando la gracia de Dios, así como está el admitirlas
descuidando dicha gracia.
Perezoso. —Aunque haya esos innumerables beneficios
de los ángeles buenos, dispensados aún a los injustos, de lo cual yo, ¡ay de
mí!, estaba hasta ahora ignorante, pero que no olvidaré en lo sucesivo; sin embargo, no pregunto
principalmente acerca de ellos, sino de los que se refieren a los beneficios en
la potencia generativa, a saber: cómo hacen castos a algunos, así como los
demonios hacen a los malos todo lo contrario.
Teólogo. —De que lo hacen no hay duda, mas conviene
saber dónde y cuándo. Así sucedió con San Seneno Abad, de quien Casiano, cod. abba. Ser. prim, dice: «Éste, insistiendo día y noche por la interna
castidad del corazón y del alma con oraciones, ayunos y vigilias, percibió que
se habían extinguido en él por la gracia divina todos los grandes calores de la
concupiscencia carnal. Después, encendido en mayor celo de castidad, pidió a
Dios que ésta, que interiormente tenía, redundase en el cuerpo; y en una visión
nocturna, viniendo a él un ángel, parecióle que le abría el vientre, y que,
arrancando de sus vísceras y arrojando cierto tumor de carne encendido,
restituyendo en su lugar los intestinos como antes estaban, le dijo: Mira, han
sido cortados los incentivos de tu carne, y conocerás que has obtenido en este
día la pureza de tu cuerpo, según la petición que hiciste, para que en lo
sucesivo no sientas el impulso ni aun de aquel natural movimiento que se excita
hasta en los párvulos y en los que maman».
San Gregorio, en el libro primero de los Diálogos, hablando del Abad Esquicia
refiere, que cuando a éste, en el tiempo de su juventud, fatigaban con fuerte
combate los incentivos de la carne, le hacían menos diligente en el ejercicio
de la oración, y como de esto pidiera remedio a Dios con continuas preces, tuvo
cierta noche la visión de que un ángel le castraba, hallándose desde entonces
tan libre de tentación como si no tuviera sexo en el cuerpo; por lo que,
confiando en el auxilio de Dios omnipotente, así como antes había presidido a los
varones, empezó a presidir a las mujeres.
En las vidas de los Padres, de aquellos que San
Heraclidas, varón religiosísimo, coleccionó en su libro titulado Paraíso, hace mención de cierto santo
padre y monje, a quien llaman Helio, que, movido de la misericordia, reunió
trescientas mujeres en un monasterio y empezó a regirlas. Pasados años,
teniendo él de edad cerca de treinta y cinco, y siendo tentado por la carne,
huyó al yermo, donde ayunando, clamó a Dios diciendo: «Señor Dios, o mátame, o
líbrame de esta tentación». Por la tarde le acometió un sueño, en el cual vio
tres ángeles que se le acercaron, preguntándole por qué había huido del monasterio de las vírgenes; y
no atreviéndose él a responder, por vergüenza, le dijeron los ángeles: «Si
fueses librado, ¿volverías desde luego a cuidar de las mujeres?» Él respondió
que con mucho gusto lo haría; y entonces aquellos, recibiendo de Helio el
juramento que le exigieron, cogiéndole uno las manos, otro los pies y
cortándole el tercero los testículos, le castraron, no porque en realidad
hubiera sido así, sino porque así lo parecía. Preguntáronle después si sentía
remedio, y contesto que se hallaba muy aliviado. Al quinto día volvió con las
llorosas mujeres, y en el espacio de cuarenta años que sobrevivió no sintió ni
una centella de la antigua tentación.
No menor beneficio leemos que le fue concedido a
Santo Tomás, doctor de nuestra Orden, en cuya habitación, sus parientes, para
retraerle del estado religioso y aficionarle a las cosas del mundo, hicieron
que entrase una ramera. Viéndola el santo, corrió al hogar, cogió un tizón
encendido y con él arrojó de la habitación a aquella mujer; y puesto en seguida
en oración, pidiendo el don de la castidad, se quedó dormido, y vio dos ángeles
que se le aparecieron, diciéndole: «He aquí que de parte de Dios te ceñimos el
cíngulo de castidad, para que en lo sucesivo por ningún combate puedas ser
atacado; y lo que no se obtiene por mérito de la virtud cristiana, se te ha
conferido por don de parte de Dios». Sintió entonces el santo varón que le
oprimían la cintura, y despertó dando voces. Desde entonces, de tal manera se
halló dotado del don de castidad, que aborreció todo deleite[3].
CAPÍTULO VII
Las hormigas, comidas por los hombres, les dañan; no
así a todos los animales, pues a algunos aprovechan, como a los osos, que con
avidez las buscan. Con el nombre de hormigas se designa a los justos, como se
ha dicho arriba hace poco.
Se entiende por comer quitar algo a la vida ajena o
en la fama o en la sana doctrina, de cuya comida precave al hijo el que en el
capítulo XXIII de los Proverbios, dice: «No
asistas a los convites de los beodos, ni a las comilonas de aquellos que
contribuyen a escote para los banquetes, porque con la frecuencia de beber y
pagar escotes, vendrán a arruinarse». Donde dice la glosa: «Llevar carne para comer, es a veces, en la
común opinión, decir vicios de los próximos, cuya pena es la de que, haciendo
tales cosas, se consumen». Conviene
en contra de esto ocuparse en buenas palabras que contiene la divina sabiduría,
con la que el alma podrá lícitamente saciarse. Sobre esto Salomón en el
capítulo XXIV de los Proverbios, dice: «Come, hijo mío, la miel (la glosa:
doctrina de la sabiduría), que es cosa
buena, gusta del panal, que será dulcísimo a tu paladar. Tal será también para
tu alma la doctrina de la sabiduría, con cuya adquisición tendrás esperanza en
los últimos días, y esperanza que no será frustrada». A la miel y al panal,
dice la glosa, compara la doctrina de la sabiduría, porque así como aquélla, a
las demás comidas, así ésta aventaja a las demás doctrinas. Y otra vez, de los
que devoran las carnes humanas con el vicio de la detractación y con el
maleficio de la superstición, se dice en el salmo: «Sus dientes, armas y saetas, y sus lenguas, aguda espada». Y en el
capítulo III de los Proverbios, entre las cuatro generaciones perversas, ésta
es la última, de la cual dice: «Otra
casta de hombres hay que tiene los dientes como cuchillos, y despedazan con sus
quijadas, y se tragan los desvalidos de la tierra y los pobres de entre los
hombres». Donde añade la glosa: «La
generación que tiene espadas por dientes, es aquella que trabaja por introducir
en otros su perfidia, y a la manera que los cuerpos son muertos con espadas,
así mata las almas de los que la oyen con el veneno de la conversación; y por
eso dice para que coma, esto es, para devorar a los necesitados, esto es, a los
inocentes y pobres, esto es, a los humildes».
El que la comida de las hormigas no aproveche a los
hombres, sino a las bestias, como al oso, consiste en que el oficio de los
maleficios y el vicio de la detractación, no deleitan a los justos, sino a los
pérfidos. En figura de lo cual, la segunda bestia de Daniel, que salió del mar
y se puso al lado de la otra, era semejante a un oso, y había tres órdenes de
dientes en su boca que le decían así: «Levántate, come carne en abundancia».
Por donde se señalan los tres daños que hacen los maléficos con sus obras, en
los bienes temporales, en los cuerpos humanos y en las almas de los racionales.
Por lo cual se dice en el capítulo XVII de los Proverbios: «El malvado anda siempre armando pendencias;
pero el ángel cruel será enviado contra él para castigarle. Mejor es
encontrarse con una osa, a quien robaron los hijos, que con un fatuo presumido
en sus necesidades». En donde dice la glosa: «El ángel cruel es el espíritu inmundo que se envía por el Señor contra
los pecadores, para que al presente los aflija, como hizo con los egipcios,
enviando contra ellos la ira de su indignación por medio de los ángeles malos».
Y añade: «Puede entenderse por el oso la
malicia del antiguo enemigo, cuyos fetos robamos, cuando unimos a los hijos de
Dios a aquellos que eran sus enemigos, catequizándolos y bautizándolos; y esto
se hace muchas veces más fácilmente que el volver a la recta fe al hereje, o
que reducir al bien al católico que obra mal».
Perezoso. — Por los animales, que como dices, comen
las hormigas, pueden entenderse los réprobos en la fe y los maléficos:
preséntame un ejemplo de cómo éstos llevan a cabo su obra, haciendo daño a los
cuerpos humanos, convirtiéndoles de sanos en enfermos.
Teólogo. —Oye, pues, la maldad que tales bestias
hicieron al juez Pedro, de quien antes he hablado. Hacía tiempo que deseaban
vengarse de él; pero como guardaba bien la fe y procuraba guarecerse
diligentemente con la señal de la cruz, y avisado algunas veces, se abstenía
con oportunidad de aquellas cosas por las que suelen provenir los maleficios,
escapaba ileso por la necedad de aquéllos, excepto en un tiempo en que por delito
propio mereció no ser del todo guardado por el Señor, según él mismo me
refirió. Había acostumbrado residir en el territorio de Berna en el castillo de
Blanctemburg, cuando gobernaba aquella tierra. Después que resignó el oficio y
volvió a entrar en la ciudad de Berna y tenía allí su domicilio, cierto día,
volviendo a dicho castillo, donde le había sustituido en el oficio un pariente
suyo, quiso despachar allí unos negocios, de que antes había conocido.
Llegada, pues, la noche, fuese a acostar,
bendiciéndose con la señal de la cruz y proponiéndose levantarse antes de
amanecer, para escribir algunas cartas, que precisamente habían de ser enviadas
a su destino por la mañana. Despertó en aquella destemplada noche,
pareciéndole, engañado por una luz ficticia, que ya había venido el día, e incomodado por creer que el tiempo oportuno
para escribir se le había pasado, se vistió sin santiguarse, como debía, y
descendiendo por unas grandes escaleras a la habitación donde tenía el
escritorio; mas como hallase éste cerrado, se encendió en mayor ira, se volvió
murmurando al lecho por la misma escalera que había bajado, pronunciando
indignado una sola maldición, como si dijera: « En nombre del diablo»; y he
aquí que en el instante, en medio de densísimas tinieblas, fue precipitado,
rodando los escalones, tan pesadamente, que el criado, que cómoda y
descuidadamente dormía debajo de dicha escalera, se despertó, y encendiendo una
luz, acudió a ver lo que había sucedido, hallando a su amo solo, tendido en el
suelo, privado del uso de la razón, con cardenales en todos sus miembros y
arrojando de su cuerpo mucha sangre. Despertóse luego también la familia, y
nadie acertaba la causa de la caída. Recuperó al fin Pedro el uso de la razón,
aunque la salud del cuerpo apenas pudo recuperarla en seis meses; y si bien
sospechaba de los maléficos, a quienes de todas veras deseaba exterminar,
ignoraba, sin embargo, quienes fuesen los reos de la gran maldad que con él se
había cometido.
Pero, como nada haya encubierto que no se descubra,
sucedió después, por casualidad, que cierto oculto maléfico, yendo desde el
territorio de Berna, donde tenía su domicilio, a Friburgo, de la diócesis
lausanense, y hallándose sentado en la taberna con otros bebedores, dijo a sus
compañeros: «He aquí que estoy viendo en este vaso de agua que fulano (a quien
nombró) me coge y me roba los anzuelos para pescar que puse en mi habitación».
Como los lugares distaban entre sí cerca de seis grandes millas teutónicas, era
claro que aquel hombre no podía haber visto el hurto sino por medio del
demonio. Publicado esto por los que lo oyeron, fue acusado de reo y reducido a
prisión, en la que atormentado dos días seguidos, apenas quiso confesar cosa
alguna sobre sus maldades; mas en el tercer día, el cual era sábado, día que se
dedica comúnmente a la Santísima Virgen, atormentado otra vez, vomitó su
veneno; pues declaró que era verdad que había dicho aquellas palabras y había
visto el hurto; y confesó que cuatro maléficos y presente una maléfica, a quien
nombró, habían precipitado por la escalera a dicho Pedro, impelido por las
manos de la maléfica, cuya vejezuela aborrecía a aquél, porque, mientras había
ejercido la magistratura, no se había administrado a gusto de ella la justicia.
Añadió que en los dos días anteriores nada había podido contestar en los
tormentos, contenido por las maquinaciones del demonio; pero, como en aquel
sábado, se celebraba la fiesta de la Santa Virgen, estaba libre para decir la
verdad. Fue, por último, condenado al fuego, según las leyes disponían.
Se ha de advertir, sin embargo, que tales seudo profetas,
engañados algunas veces por el padre de la mentira, suelen decir cosas
enteramente contradictorias, según dijo el mismo Pedro que tenía acreditada la
experiencia. Fue por él cogida y quemada cierta maléfica, la cual tenía un
marido que no entendía de semejante maleficio, y éste, movido de curiosidad
buscó a una vejezuela, de quien todos decían que predecía las cosas futuras, y
habiéndola encontrado, la suplicó le dijese si su mujer, que se hallaba en la
cárcel, saldría de ella con vida; y la vieja le contestó: «No temas porque
indudablemente no morirá en este cautiverio», con lo que se fue el hombre más
alegre. Saliendo al día siguiente al encuentro al juez Pedro, le preguntó éste:
«¿Dónde fuiste?» A lo que él contestó: «Fui a una profetisa, que me dijo que mi
mujer sería librada de la cárcel y no moriría en ella». Vuelto Pedro a su
alojamiento fue llamado desde la cárcel por la maléfica, quien le dijo: «He
visto que mi marido ha ido a una vieja que le aseguró que yo sería puesta en
libertad, pero sé que miente, porque
mañana seré quemada por sentencia tuya».
Como después dijese el juez esto al marido, esperaba éste riendo a ver cual de
las dos maléficas decía verdad; pero al día siguiente dio testimonio la
encendida hoguera de que la había dicho la que tenía marido.
[1]
Otros escriben hislithi: pero el
doctor Calavenero, anotador del Hormiguero,
dice que se debe escribir isthiti.
(N. del T.)
[2] Procopio, hijo de Sinfronio, Gobernador o prefecto
de Roma. Hermosísima es la relación que de esto hace San Ambrosio, como
hermosísimo es cuanto escribió aquel elocuentísimo Santo Padre. (N. del T.)
[3] En un elogio leído el 7 de marzo de 1880, dice el doctor D. Manuel Polo y Peyrolón: «Cuando el santo se vio libre y solo, trazó una cruz en la pared con el mismo tizón, y cayendo de rodillas prorrumpió en lágrimas pudorosas de gratitud y contusión. Temblando y lloroso pedía Tomás a Dios la hermosa virtud de la castidad; cuando sueño inusitado cerró sus parpados, dos espíritus puros le felicitaron por su victoria y ciñeron a su cuerpo el cíngulo de la virginidad, apretándole con tal fuerza, que el dolor despertó e hizo lanzar un grito a nuestro héroe. Únicamente su confesor tuvo noticia de este singular privilegio. Durante toda su vida usó Santo Tomás este cinturón, que hoy se venera en la iglesia de los dominicos de Chieri, cerca de Turín». Es de creer que no tuviese Nyder noticia de este cíngulo, cuando no habla de él, lo cual no deja de ser extraño. (N, del T.)