(Fragmento)
¿Sabéis
cuál es la hora más quieta de la noche? La que precede al amanecer. Tal es el
momento, también, en que el mercurio desciende a su nivel más bajo, en nuestras
noches de invierno. Entre ambas cosas tal vez haya una relación causal: cuanto
de vida salvaje hay en la naturaleza se repliega más profundamente sobre si
mismo; se acurruca y sueña. En las quietas madrugadas estivales no oís sonido
alguno, excepto el piar y gorjear de las aves dormidas. Las aves son notables
soñadoras, al igual que los perros; al igual que los perros, se agitan y mueven
en sueños, como si estuvieran corriendo y volando, jugando y persiguiéndose
unas a otras. Basta con que a las dos y media de la mañana en un día de julio
os acerquéis a algún nido del que tengáis noticia, y antes de ver las aves, las
oiréis. Si en el nido hay pichones, tanto mejor; retirad la madre, y los
pequeños abrirán sus bocas —puro pico, tal como son— y volverán a dormirse; y
desplegarán sus alitas implumes; y si son un poquito mayores, hasta tratarán de
mover sus diminutas patas, como si desearan utilizarlas. En cuanto a los
perros, son los cachorros los que sueñan más. Supongo que sus impresiones son
mucho más vividas, que el mundo entero les resulta tan nuevo que los anega,
impregnado de emociones. Aun a nosotros, las emociones nos penetran con mayor
hondura que las meras percepciones mentales, de tal modo, irrumpen a través de
esa corteza que parece envolver el asiento de nuestra memoria; y una vez dentro
volverán a manifestarse en cierta forma de conciencia; esa que es propia del
sueño o del soñar despierto que llamamos recuerdo.
¡La
hora más quieta! En las estrelladas noches invernales, los cuerpos celestes
parecen adquirir un esplendor adicional, algo cercano a una jactancia
estridente y presuntuosa. Parecen decir: “Ahora duerme el mundo, pero nosotros
estamos despiertos y tejemos el destino”. Y siguen rodando camino adelante por
sendas inmutables.
¡La
hora más quieta! Si salís de una casa dormida y estáis solos, os sentiréis
propensos a contener el aliento; y si no, os sentiréis propensos a suspirar. En
el aire hay expectación, profecía; una palabra pronunciada en voz alta sería
una blasfemia que ofendería el oído y el sentimiento de decencia. Es la hora de
todas las cosas quietas, las cosas calladas que pasan a través de la noche como
sueños. Parece como si permanecierais aquietados. Conciso y desnudo, despojado
de todo accidente, el universo sigue rodando por su camino.
¡La
hora más quieta! Pero cuánto más quieta que la quietud, cuando la tierra ha desplegado
sobre sus hombros esa niebla matinal que no admite el menor hálito, cuando bajo
la neblina el aire mismo parece yacer acurrucado y haberse dormido. Y sin
embargo ¡cuán portentoso! La neblina parece ensimismarse, sugerir de algún modo
que todo lo viviente duerme sobre la tierra. Creéis sentir más bien que oír
toda la creación en su sueño, como si en sueños se agitara calladamente, pronta
a desperezarse y despertar. En torno de ello también está la delicadeza, la
ternura de cuanto hay de joven. Hasta durante el invierno me recuerda el
mismísimo primer brote de las hojas renovadas en los árboles, las breves horas
en que todavía penden incapaces aún de sostenerse; a veces parecen dotadas de
tanta sabiduría mundana, y ante ellas todavía quedan todas las esperanzas y
todas las desazones... En las noches claras, os olvidáis de la tierra; bajo la
neblinosa envoltura, nuestros ojos son devueltos a ella. Es la contraposición
del universo y de la creación.
Seguíamos
cabalgando, y lenta, muy lentamente llegó el alba. No podía decirse cómo había
llegado. El mundo entero parecía palidecer y aclarar, y eso era todo. No hubo
salida del sol; simplemente pareció como si toda la naturaleza —en forma muy
gradual— se fuera impregnando totalmente con cierta luz, indistinta al
principio, pero nunca gris; y luego se convirtió en la luz más blanca, más
clara, más indefinible. No había sombra alguna. Bajo el matorral de la tierra
agreste que yo orillaba ahora parecía haber tanta luminosidad como en lo alto.
La niebla era un velo muy transparente, y parecía extraer su blancura tanto de
la nieve virginal cuanto del cielo.
No
podía cesar de maravillarme ante esa luz que parecía no poseer un manantial,
como el halo en torno de la faz del Salvador. La vista aún no llegaba muy lejos,
y dondequiera miraba, yo no hallaba más que una palabra para describir lo que
veía: impalpable. Y eso dice lo que no era más bien que lo que era. Tal como
dije, no brillaba el sol, pero allí estaba la luz, omnipresente, difundida,
llegando blandamente, suavemente, pero de todas las direcciones y surgiendo de
todas las cosas del mismo modo como penetraba en ellas.
Shakespeare
lo dice en Macbeth, y a menudo he reflexionado sobre ello:
So fair and foul a day I have not
seen.
Día tan bello y loco no he visto
jamás (Macbeth,
I, III, 38).
Pensé
que así era. Tenemos días tales unas cuatro o cinco veces por año; y sólo las
tierras septentrionales los poseen. Hay nubes; o más bien un estrato nuboso
uniforme, muy elevado, y con apenas una ligerísima apariencia de condensación;
y la luz es muy blanca. Estos días parecen despertar en mí los instintos
trashumantes que yacían dormidos. No es nada definido, nada que parezca
destacarse; algo parece hacerme señas e invitarme a levantar vuelo y planear
sin batir las alas, como si pudiera planear sin perder altura, planear y no
obstante mantenerme en lo alto . . . Si acaso llegáis a ver el sol —que yo no
veía en este día singular— advertiréis que se encuentra muy alto, muy distante,
completamente alejado. Se parece más a la luna que a sí mismo, blanco, frío,
sin resplandor, como si toda esta transparencia y visibilidad no procedieran de
él.
He
vivido en tierras meridionales y he recorrido una distancia un tanto extensa
para el transcurso de una sola vida. Como una epopeya, mis recuerdos se
remontan hasta penumbrosos y cada vez más lejanos momentos del pasado. Bebí
hasta la saciedad en el manantial de la creación. La cruz del sur no es
espectáculo extraño para mis ojos. He dormido en el desierto junto a mi caballo
y he caminado por el Líbano; navegué por los siete mares y contemplé las
blancas maravillas de las antiguas ciudades reflejadas en olas de increíble
azul. Pero entonces era joven. Cuando los años comenzaron a acumularse, anhelé
circunscribir mis horizontes, allanar más perspectivas. Anhelé las cosas más
simples y elementales, las cosas cósmicas por sus asociaciones, más próximas al
comienzo y al fin de la creación. El papagayo que centellea a través de
“bosques de mirísticas” no posee tanta seducción como el simple verderón de los
cañaverales, gris y pizarra. Las cosas que son modestas y se diferencian sólo
por matices —principalmente, el gris del gris—, como nuestros bosques
septentrionales, nuestros gorriones, nuestros lobos, tienen un atractivo más
arrebatador que las orgías de color y las estridencias sonoras. Así es que
regresé al norte. Sin embargo, en días como éste me gustaría volar una vez más
para ver las olas incansables y el peñasco inconquistable. Pero me gustarla
verlos desde lejos y sólo en forma confusa, como Moisés vio la tierra
prometida. O me gustaría señalarlos a un alma más juvenil y comentar la
futileza e innata vanidad de las cosas.
Y
puesto que tales días me trastornan, puesto que transforman todo mi ser en
meros deseos y ensueños indefinidos, intencionalmente excluyo de mi vista
cuanto se introduce. Si encuentro un árbol, no lo veo; si encuentro un hombre,
paso de largo sin hablarle; no quiero ser perturbado; ni aun quiero seguir un
pensamiento definido. En tal disposición anímica hay tristeza, esa tristeza
—extraño es decirlo— que integra una desazón grande y esperada de manera muy
definida. Es una tristeza sumamente delicada; altiva y remota como el sol, y
como él indiferente al mundo exterior. Ni simpatía requiere; cuanto desea es
que la dejen en paz.
En
esta peculiar y perfectísima mañana, resultaba extrañamente en armonía con mi
humor el que ningún sobresalto me conmoviera, el que nos deslizáramos por la
nieve virginal que durante la noche se había vuelto de suave tránsito y que lo
hiciéramos con movimiento tan apacible y silencioso que sugería ese volar sin
alas...
Menospreciábamos
las millas y yo no las advertía. Como en sueños, nos dirigimos hacia una de las
“granjas a mitad de camino”, y los caballos bebieron. Y seguimos adelante,
devanando nuestro camino a través de ese extremo de la ciénaga. Llegamos a la
“Casa de la Línea Fronteriza Blanca”, y aunque había muchas cosas que ver, no
obstante cerré los ojos de la visión consciente y no las vi. Nos aproximamos al
puente y lo cruzamos; y luego, cuando me hube vuelto hacia el sudeste, por la
senda natural que atravesaba las breñas, el encantamiento que se había
apoderado de mí al fin cedió y se quedó. Mis caballos recobraron el paso
acostumbrado, por fin vi.
Ahora
bien, no lo sé, acaso no valga la pena describir lo que vi. Por cierto, difícil
resulta describirlo. Pero de haber sido conducido a través de reinos de hadas o
jardines encantados es improbable que hubiera tenido un día de alegría más
auténtica, una mayor comprensión de la buena voluntad que circunda todas las
cosas.
¡Oh,
qué belleza incomparable la de aquello! Allí estaban los árboles, inmóviles
bajo el velo neblinoso, y hasta el brote más delgado estaba revestido de
blanco. ¡Y qué blancura! Una blancura traslúcida, ensimismada, con un extraño
fondo de blancura tras de sí: una blancura modesta a la vez que llena de
orgullo, una blancura evasiva a la vez que firme y substancial. La blancura del
diamante que yace sobre el terciopelo de nívea pureza, la blancura del diamante
bajo una luz difusa. Nada del centelleo y el juego de colores que las piedras
más preciosas adquieren bajo una luz definida, limitada, que procede de una
fuente luminosa definida, limitada. Verdad es que el juego de colores se
hallaba sugerido, pero tan suavemente que resultaba difícil pensar en designar
o aun en reconocer sus partes integrantes. No era ni rojo, ni amarillo, ni
azul, ni violeta, sino simplemente algo que podría tener destellos rojos,
amarillos, azules y violáceos si por casualidad el sol irrumpía y acaparaba la
luminosidad atmosférica. Había, por así decirlo, una opalescencia latente.
Y cada brote y cada brazo, cada rama y cada miembro, cada tronco y hasta cada hendidura en la corteza estaban revestidos por ella. Parecía como si la escarcha todavía siguiera formándose. Su aspecto era pesado, y, sin embargo, casi carecía de peso. Ni un brote se doblaba bajo su carga, aunque con su halo de escarcha tenía dos pulgadas completas de espesor. Los cristales eran grandes, conformados como la extremidad de un arpón, aplanados, como losas, pero de infinita tenuidad y delicadeza, tan tenues e ingrávidos que cuando mi látigo por desgracia tocó las ramas, los copos parecieron flotar más bien que caer. Y cada una de estas losas aplanadas estaba orlada por agujas como pelos o por agujas como plumas, y agujas más largas se situaban en medio. Había un aire de tal fragilidad en todo esto que uno detestaba tocarlo. Y yo, por esta vez, bajé mi látigo, no fuera que desnudara demasiadas ramas.
Traducción de JAIME REST
Revista Sur nº 240
Buenos Aires, mayo-junio de 1956
Do
you know which is the stillest hour of the night? The hour before dawn. It is at that time,
too, that in our winter nights the
mercury dips down to its lowest level.
Perhaps the two things have a causal relation—whatever there is of wild life in nature, withdraws
more deeply within itself; it curls up
and dreams. On calm summer mornings you
hear no sound except the chirping and twittering of the sleeping birds. The
birds are great dreamers —like dogs; like dogs they will twitch and stir in
their sleep, as if they were running and
flying and playing and chasing each
other. Just stalk a bird’s nest of which you
know at half past two in the morning, some time during the month of July; and before you see them,
you will hear them. If there are young
birds in the nest, all the better; take the
mother bird off and the little ones will open their beaks, all mouth as they
are, and go to sleep again; and they
will stretch their featherless little wings; and if they are a little bit older, they will even try to
move their tiny legs, as if longing to
use them. As with dogs, it is the young
ones that dream most. I suppose their impressions are so much more vivid, the whole world is so
new to them that it rushes in upon them
charged with emotion. Emotions penetrate
even us to a greater depth than mere
apperceptions; so they break through that crust that seems to envelop
the seat of our memory, and once inside, they will work out again into some
form of consciousness —that of sleep or of the wakeful dream which we call
memory.
The
stillest hour! In starlit winter nights the heavenly bodies seem to take on an
additional splendour, something next to
blazing, overweening boastfulness. “Now sleeps the world,” they seem to say,
“but we are awake and weaving destiny.” And on they swing on their immutable
paths.
The
stillest hour! If you step out of a sleeping house and are alone, you are apt
to hold your breath; and if you are not, you are apt to whisper. There is an
expectancy in the air, a fatefulness—a loud word would be blasphemy that
offends the ear and the feeling of decency. It is the hour of all still things,
the silent things that pass like dreams through the night. You seem to stand
hushed. Stark and bare, stripped of all accidentals, the universe swings on its
way.
The
stillest hour! But how much stiller than still, when the earth has drawn over
its shoulders that morning mist that allows of no slightest breath—when under
the haze the very air seems to lie curled and to have gone to sleep. And yet
how portentous! The haze seems to brood.
It seems somehow to suggest that there is all of life asleep on earth.
You seem to feel rather than to hear the whole creation breathing in its
sleep—as if it was soundlessly stirring in dreams—presently to stretch, to
awake. There is also the delicacy, the tenderness of all young things about it.
Even in winter it reminds me of the very first unfolding of young leaves on
trees; of the few hours while they are still hanging down, unable to raise
themselves up as yet; they look so worldlywise sometimes, so precocious, and
before them there still lie all hopes and all disappointments. ... In clear
nights you forget the earth— under the hazy cover your eye is thrown back upon
it. It is the contrast of the universe and of creation.
We
drove along—and slowly, slowly came the dawn. You could not define how it came.
The whole world seemed to pale and to whiten, and that was all. There was no
sunrise. It merely seemed as if all of Nature—very gradually—was soaking itself
full of some light; it was dim at first, but never grey; and then it became the
whitest, the clearest, the most undefinable light. There were no shadows. Under
the brush of the wild land which I was skirting by now there seemed to be quite
as much of luminosity as overhead. The mist was the thinnest haze, and it
seemed to derive its whiteness as much from the virgin snow on the ground as
from above. I could not cease to marvel at this light which seemed to be
without a source—like the halo around the Saviour’s face. The eye as yet did
not reach very far, and wherever I looked, I found but one word to describe it:
impalpable—and that is saying what it was not rather than what it was. As I
said, there was no sunshine, but the light was there, omnipresent, diffused,
coming mildly, softly, but from all sides, and out of all things as well as
into them.
Shakespeare
has this word in Macbeth, and I had often pondered on it:
So fair and foul a day I have not
seen.
This
was it, I thought. We have such days about four or five times a year—and none
but the northern countries have them. There are clouds—or rather, there is a
uniform layer of cloud, very high, and just the slightest suggestion of
curdiness in it; and the light is very white. These days seem to waken in me
every wander instinct that lay asleep. There is nothing definite, nothing that
seems to be emphasized—something seems to beckon to me and to invite me to take
to my wings and just glide along—without beating of wings—as if I could glide
without sinking, glide and still keep my height. ... If you see the sun at
all—as I did not on this day of days—he stands away up, very distant and quite
aloof. He looks more like the moon than like his own self, white and heatless
and lightless, as if it were not he at all from whom all this transparency and
visibility proceeded.
I
have lived in southern countries, and I have travelled rather far for a single
lifetime. Like an epic stretch my memories into dim and ever receding pasts. I
have drunk full and deep from the cup of creation. The Southern Cross is no
strange sight to my eyes. I have slept in the desert close to my horse, and I
have walked on Lebanon. I have cruised in the seven seas and seen the white
marvels of ancient cities reflected in the wave of incredible blueness. But
then I was young. When the years began to pile up, I longed to stake off my
horizons, to flatten out my views. I wanted the simpler, the more elemental
things, things cosmic in their associations, nearer to the beginning or end of
creation. The parrot that flashed through “nutmeg groves” did not hold out so
much allurement as the simple gray-and-slaty junco. The things that are
unobtrusive and differentiated by shadings only—grey in grey above all— like
our northern woods, like our sparrows, our wolves—they held a more compelling
attraction than orgies of colour and screams of sound. So I came home to the
north. On days like this, however, I should like once more to fly out and see
the tireless wave and the unconquerable rock. But I should like to see them
from afar and dimly only—as Moses saw the promised land. Or I should like to
point them out to a younger soul and remark upon the futility and innate vanity
of things.
And
because these days take me out of myself, because they change my whole being
into a very indefinite longing and dreaming, I wilfully blot from my vision
whatever enters. If I meet a tree, I see it not. If I meet a man, I pass him by
without speaking. I do not care to be disturbed. I do not care to follow even a
definite thought. There is sadness in the mood, such sadness as enters— strange
to say—into a great and very definitely expected disappointment. It is an
exceedingly delicate sadness— haughty, aloof like the sun, and like him cool to
the outer world. It does not even want sympathy; it merely wants to be left
alone.
It strangely chimed in with my mood on this particular and very perfect morning that no jolt shook me up, that we glided along over virgin snow which had come soft-footedly over night, in a motion, so smooth and silent as to suggest that wingless flight…
We spurned the miles, and I saw them not. As if in a dream we turned in at one of the “half way farms,” and the horses drank. And we went on and wound our way across that corner of the marsh. We came to the “White Range Line House,” and though there were many things to see, I still closed the eye of conscious vision and saw them not. We neared the bridge, and we crossed it; and then—when I had turned southeast— on to the winding log-road through the bush—at last the spell that was cast over me gave way and broke. My horses fell into their accustomed walk, and at last I saw.
Now, what I saw, may not be worth the describing, I do not know. It surely is hardly capable of being described. But if I had been led through fairylands or enchanted gardens, I could not have been awakened to a truer day of joy, to a greater realization of the good will towards all things than I was here.
Oh, the surpassing beauty of it! There stood the trees, motionless under that veil of mist, and not their slenderest finger but was clothed in white. And the white it was! A translucent white, receding into itself, with strange backgrounds of white behind it—a modest white, and yet full of pride. An elusive white, and yet firm and substantial. The white of a diamond lying on snow white velvet, the white of a diamond in diffused light. None of the sparkle and colour play that the most precious of stones assumes under a definite, limited light which proceeds from a definite, limited source. Its colour play was suggested, it is true, but so subdued that you hardly thought of naming or even recognising its component parts. There was no red or yellow or blue or violet, but merely that which might flash into red and yellow and blue and violet, should perchance the sun break forth and monopolize the luminosity of the atmosphere. There was, as it were, a latent opalescence.
And every twig and every bough, every branch and every limb, every trunk and every crack even in the bark was furred with it. It seemed as if the hoarfrost still continued to form. It looked heavy, and yet it was nearly without weight. Not a twig was bent down under its load, yet with its halo of frost it measured fully two inches across. The crystals were large, formed like spearheads, flat, slablike, yet of infinite thinness and delicacy, so thin and light that, when by misadventure my whip touched the boughs, the flakes seemed to float down rather than to fall. And every one of these flat and angular slabs was fringed with hairlike needles, or with featherlike needles, and longer needles stood in between. There was such an air of fragility about it all that you hated to touch it—and I, for one, took my whip down lest it shook bare too many boughs.