Presentación
Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de Castilla, muy apreciada en su tiempo.
También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.
Carlista, católico ultramontano, o integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.
La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.
Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran encantado a un Baudelaire o a un Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los Machado.
VELADA QUINTA
CAPÍTULO IV
Las hormigas que carecen de alas, o que salen
demasiado al público, son muertas fácilmente por otros animales; pero las
aladas se elevan para no ser presa de sus enemigos.
Entiéndense por alas las virtudes, porque por ellas
se obtiene mucho bien; por lo cual dice Ezequiel: «y arrebatóme el espíritu, y oí detrás de mí una voz muy estrepitosa que
decía: Bendita sea la gloria del Señor que se va de su lugar. Y oí el ruido de
las alas de los animales, de las cuales la una batía con la otra, y el ruido de
las ruedas que seguían a los animales, y el ruido de su grande estruendo.»
Así expone esto San Gregorio en el libro XXIV de sus
Morales: «¿Qué debemos entender por alas
de animales, sino las virtudes de los santos, que cuando desprecian las cosas
terrenas, vuelan a las celestiales? Y por eso se dice rectamente por Isaías: ‘Los
que confíen en el Señor mudarán la fortaleza, tomando alas como águilas’. Los
animales que vuelan, a veces se hieren con sus alas; y las mentes de los
santos, consideradas en cuanto apetecen las cosas superiores, se excitan
mutuamente con diferentes virtudes. Aquel me hiere con su ala que me incita a
lo mejor con el ejemplo de su propia santidad, y hiero con mi ala al vecino,
cuando manifiesto alguna buena obra para que se incite.»
Pero aquellas hormigas monjas, que no están aladas
con las plumas de las virtudes, o que salen con frecuencia incautamente de su
casa, esto es de la Iglesia católica, cayendo en la perfidia, son devoradas por
los osos fácilmente, pudiéndose entender por osos los maléficos y
nigrománticos, como sucedió a aquellos simples muchachos, que saliendo de casa
de sus padres y burlándose de Eliseo, fueron devorados por los osos, según se
refiere en el libro IV de los Reyes.
Perezoso. — Ya que has mencionado a los nigrománticos,
dime si se diferencian de los maléficos, y si así es, cuáles son sus obras.
Teólogo. —Llámanse propiamente nigrománticos los que
ostentan con ritos y supersticiones que pueden levantar de sus sepulcros a los
muertos, para que digan las cosas ocultas; cual lo fue en otro tiempo aquella
Pitonisa, a quien rogó Saúl que hiciese aparecer a Samuel, para que le dijese
el éxito que tendría la guerra, cual lo fue también el malvado Simón Mago, que,
atribuyéndose más poder que el que tenía el príncipe de los Apóstoles, fingió
que había resucitado a un difunto.
Pero comúnmente aquellos se dicen nigrománticos, que
por pacto con los demonios predicen las cosas futuras, o que por revelación del
demonio manifiestan algunas ocultas, o que dañan a sus prójimos con maleficios,
y muchas veces son dañados por los demonios.
Hubo, y hoy vive en Viena, en el Monasterio dicho ad Scotos, el hermano, de quien en el
capítulo anterior dije que era de la Orden de San Benito, el cual, cuando
estaba en el siglo, era famosísimo nigromántico, porque tuvo de los demonios
libros de nigromancia y vivió mucho tiempo, conforme a ellos, bastante
miserable y disolutamente. Tuvo una hermana, virgen muy devota de la Orden de
los Penitentes, por cuyas oraciones creo que fue él sacado de las fauces del
demonio. Fue compungido, a los monasterios reformados de varios puntos,
pidiendo se le concediese el hábito de la santa conversión; mas, como era de
gigantesca estatura y de terrible aspecto, y conocido como el primero, respecto
a maleficios y cosas de joglar, apenas había quien le diese crédito. Admitido,
por fin, en el monasterio antes dicho, al ingresar mudó de nombre y de vida,
llamándose Benedicto; y de tal manera aprovechó en la regla del Santo Padre
Benito, que a los pocos años, hecho espejo de la religión, fue elegido prior, y
habiendo partido a Ambona para asuntos seculares, se captó las voluntades del
pueblo con sus sermones. Éste, pues, siendo aún novicio, según él mismo me
contó, sostuvo muchas vejaciones de los demonios, a quienes había dejado. Se
confesó un día sacramentalmente, vomitando el virus de su perversa vida con la
esperanza del perdón; y llevando la noche siguiente una lucerna en la mano,
sintió la presencia del demonio, que con violento ímpetu, hizo que se cayese la
lucerna al suelo, y la emprendió con él a golpes. Pero el soldado de Cristo
venció la tiranía de aquel oso, porque ya había tomado las alas de las virtudes
por las que, con sagradas oraciones, se libró de la boca de la bestia.
Además, según oí, a dicho juez Pedro, en el
territorio de Berna y en los lugares a él cercanos, hace sesenta años, fueron
practicados por muchos los referidos maleficios, de los cuales fue el principal
autor un tal llamado Escalio, el cual se atrevió a gloriarse públicamente de
que cuando quisiera podía convertirse en ratón a los ojos de todos sus émulos y
deslizarse de las manos de sus enemigos, como en efecto se dice que se escapó
así muchas veces. Mas cuando la justicia divina quiso poner término a su
malicia, hallándose sentado cerca de una ventana, los que le acechaban entraron
por ella inopinadamente, y cuando él menos lo temía, y murió miserablemente a
los golpes de las lanzas y de las espadas. Dejó, sin embargo, sus malas artes a
un su discípulo llamado Hoppo, e hizo
maestro en maleficios al referido Staedelin.
Supieron estos dos, siempre que quisieron llevarse
del campo ajeno al suyo, granos, heno y otras cosas, sin que nadie los viese,
promover grandes granizadas y nocivos vientos, arrojar a los niños, en
presencia de sus padres, al agua, cerca de la cual andaban, hacer estériles a
los hombres y a los animales, dañar a los demás en sus bienes y en sus cuerpos,
emitir de sí pestilentísimos olores cuando iban a ser cogidos, hacer frenéticos
a los caballos, cuando tenían el pie a los que los montaban, los cuales creían
que eran trasportados por los aires de un lugar a otro, hacer temblar las manos
y los ánimos de los que los cogían; manifestar a otros cosas ocultas, predecir
las futuras, ver las ausentes, como si estuvieran presentes, matar a veces con
un rayo; y supieron, en fin, hacer otras cosas pestíferas donde y cuando la
justicia de Dios permitió que se hiciesen.
Perezoso. —Dos cosas quisiera saber aquí. Primera,
si los demonios y sus discípulos pueden hacer los maleficios que has dicho en
rayos, tormentas y otras cosas semejantes, de lo cual dudan algunos; y segundo,
si confesaban aquellos miserables cuáles eran las obras divinas con que se
impedían aquellas maquinaciones.
Teólogo. — A la primera te respondo, que sin duda
pueden; pero permitiéndolo Dios. Así vemos, que, recibida de Dios la potestad,
al instante el demonio hizo que los Sabeos quitasen a Job los bueyes y los
jumentos, que el fuego consumiese las ovejas del mismo y aun a los pastores,
que los Caldeos se llevasen los camellos, pasando a cuchillo a los que los
guardaban, que los hijos pereciesen bajo los escombros de una casa, y que el
mismo Job fuese ulcerado desde la planta del pie hasta la coronilla de la
cabeza. Por lo cual el Santo Doctor dice: «Preciso
es confesar que, permitiéndolo Dios, pueden los demonios perturbar los aires,
concitar los vientos y hacer que caiga fuego del cielo. Aun cuando la
naturaleza corpórea no obedece a la voluntad de los ángeles buenos ni malos,
para recibir forma, sino sólo a Dios criador, sin embargo, en cuanto al
movimiento local, la naturaleza corporal es nacida para obedecer a la
espiritual, como lo vemos en el hombre, pues al sólo imperio de la voluntad se
mueven los miembros para ejecutar lo que ella dispone. Cualesquiera cosas por consiguiente,
que pueden hacerse con sólo el movimiento local, las pueden hacer por natural
virtud tanto los ángeles buenos, como los malos, a no ser que divinamente se
prohíba; es así que los vientos, las lluvias y otras semejantes perturbaciones
del aire pueden hacerse por el sólo movimiento de los vapores exhalados de la
tierra y el agua; luego para procurar tales cosas basta la natural virtud del
demonio». Hasta aquí Santo Tomás.
Suele Dios castigar con los males correspondientes a
nuestros pecados, valiéndose para ello de los demonios, como de sus
atormentadores o ministros de tormentos; y por eso dice la glosa sobre aquellas
palabras del salmo 104: Hizo venir el
hombre sobre la tierra y destruyó todo sustento. «Dios permite estos males por medio de los ángeles malos, que son los
destinados a tales cosas. Llama, pues, al hambre, esto es, al ángel destinado a
causar mal por el hambre.»
Finalmente, en cuanto a la segunda duda, conocerás
que se puede contrarrestar a los maléficos de muchas maneras; pues así lo
confiesan muchos en los tormentos, algunos con dificultad, y otros
espontáneamente. Y en cuanto en suma pude colegir de las palabras del
mencionado Pedro, cinco medios hay para impedir las obras maléficas, a veces en
todo, a veces en parte, a veces el que se hagan en la persona de uno, o en sus
amigos; y esos cinco medios son: guardar íntegra la fe o los preceptos de Dios
en caridad, armarse con la señal de la cruz y con la oración, reverenciar los
ritos y ceremonias de la Iglesia, administrar bien la justicia pública, y
repasar verbal o mentalmente la pasión de Cristo.
Del primero y segundo me refirió Pedro los
siguientes ejemplos, que había él oído de los maléficos.
«Conocí, dijo
uno, a cierto simple, que vino a pedirme que privase de la vida a su enemigo o
le dañase en su cuerpo con un rayo, o de otra manera. Llamé al Maestrillo, esto es, al demonio, el cual
me respondió, que ni una ni otra cosa podía hacer. Tiene, dijo, buena fe, y se
defiende diligentemente con la señal de la cruz; por lo tanto, no en el cuerpo,
sino en la undécima parte de sus frutos del campo, si se quiere, le podré dañar.»
Conocí a cierta virgen veterana, que se llamaba
Seriosa, en los confines de la diócesis de Constancia, madre y espejo de todas
las vírgenes del pueblo, la cual tenía gran confianza en el signo de la cruz y
en la pasión de Cristo, vivía en un miserable tugurio de una aldea pobre y
pobre ella misma voluntariamente, en una tierra donde se sabe que algunas veces
tenían lugar bastantes maleficios. Un amigo suyo fue dañado en un pie con grave
maleficio, de que por arte ninguno podía sanar. Después de aplicados muchos
remedios, visitó dicha virgen al enfermo, quien le pidió que aplicase al pie
alguna bendición, a lo que ella accedió, y silenciosamente aplicó la oración dominical
y el símbolo de los apóstoles, con repetidos signos de la vivificadora Cruz.
Sintiéndose el paciente curado en aquel instante, quiso saber, para lo
sucesivo, qué clase de versos había
aplicado la virgen, y ésta le dijo: «vos, por debilidad o por mala fe, no os
adherís a los ejercicios aprobados por la Iglesia, y aplicáis frecuentemente a
vuestras enfermedades versos y remedios prohibidos, que, sin obrar en el cuerpo
sino rara vez, perjudican a vuestra alma; pero, si confiaseis en la eficacia de
las oraciones y de los signos lícitos, muchas veces sanaríais. Nada os he
aplicado más que la oración dominical y el símbolo de los Apóstoles, y ya
estáis curado».
Consta además, por confesión de los maléficos, que
son vencidos sus maleficios con los ritos de la Iglesia, guardados y venerados,
como por la aspersión del agua bendita, la toma de la sal consagrada, el uso
lícito de las luces y palmas consagradas en los días de la Purificación y de
Ramos, y por otros semejantes; porque la Iglesia exorciza estas cosas, para que
disminuyan las fuerzas del demonio.
De la justicia pública dicen todos los maléficos, y
lo dice la experiencia también, que en el mismo instante en que aquellos son
cogidos por los oficiales de justicia de la república, queda enervada toda su
potestad. Por lo cual; como muchas veces el dicho juez Pedro quisiese coger,
por medio de sus criados, al citado Staedelin, tanto hedor percibieron, que no
se determinaron a acometerle; y diciéndoles el juez que le echasen mano, pues,
tocado por la justicia, al instante perdería todas sus fuerzas, hiciéronlo así,
y quedo probado el dicho del juez.
Éste mismo refirió lo siguiente: «Habiendo cogido a Staedelin, que había
dañado gravemente con granizos, causado hambre, y ocasionado con rayos muchas
devastaciones, le pregunté cuál era la
verdad en esto, y me contestó: ‘Procuro con facilidad los granizos; pero no
puedo dañar a mi arbitrio sino a aquellos que están destituidos del auxilio
divino: los que se defienden con la señal de la cruz, no morirán con mi rayo’.
Y preguntándole luego que cómo procedía para concitar las tempestades y
granizos, dijo: ‘En primer lugar invocamos en el campo al príncipe de todos los
demonios, para que nos envíe a uno de los suyos; después, viniendo cierto
demonio, inmolamos un pollo negro, tirándolo a lo alto, y tomado por el demonio
obedece éste al instante y concita el viento, arrojando rayos y granizos, no
siempre a los lugares por nosotros designados, sino donde el Dios vivo lo
permite’. Preguntéle, por tercera vez, si podían remediarse de alguna manera
tales tempestades concitadas por los maléficos y por los demonios, y respondió:
‘Pueden remediarse, pronunciando estas palabras: Os conjuro, granizos y
vientos, por los tres divinos clavos, que taladraron las manos y los pies de
Cristo, y por los cuatro santos Evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, para
que descendáis resueltos en agua’ ».
Ya aparece de lo dicho que la sabiduría y clemencia
de Dios, dispone suavemente los maleficios de los hombres pésimos y de los
demonios, de tal manera que cuando busquen con su perfidia el disminuir y
enfermar el reino y la fe de Cristo, se afirmen uno y otra y echen mayores
raíces en el corazón de muchos. Pueden venir a los fieles muchas utilidades de
los males referidos, porque así se robustece la fe, se ve la malicia del
demonio, se manifiestan la misericordia y potestad divinas, miran los hombres
por guardarse y se acercan a la reverenda pasión de Cristo y a las ceremonias
de la Iglesia.
M. —No pasa de aquí el capítulo cuarto; y ya que en
él se habla de las tempestades concitadas por los demonios a ruego de los
maléficos, voy a referirles a ustedes un caso que he leído en el Martillo, que no deja de ser gracioso.
Cuentan los autores de aquel prodigioso libro, que
en una ciudad próxima a las orillas del Rin había una maléfica que era
sumamente odiosa a sus convecinos; y como no hubiese sido convidada a ciertas
bodas, a que lo habían sido casi todos los del pueblo, quiso, indignada,
vengarse de tamaño desaire. Al efecto, llamó al diablo, le contó su cuita y le
pidió hiciese caer una granizada sobre los que en las bodas se encontraban.
Accedió el demonio a la petición de su devota, a quien elevó y llevó por los
aires hasta un monte inmediato a la ciudad, en cuya cumbre la depositó. Luego
que ella se vio en el suelo hizo un hoyo, donde vertió agua, y con el dedo
empezó a revolver el líquido a presencia del mismo demonio, el cual, elevando
el vapor que de tal laboratorio salía y convirtiéndolo en grueso granizo, lo
arrojó sobre los que, muy alegres y contentos, cantaban y bailaban en las
bodas. Estos, al grito de «sálvese el que pueda,» se dispersaron en completa
derrota llevando a su casa la cabeza llena de los golpes con que el granizo los
había atormentado.
Discurriendo sobre tan extraño suceso, todos
sospechaban de la maléfica, hasta que por la declaración de unos pastores que
casualmente se hallaron en el monte cuando se confeccionó la tormenta, y
tuvieron ocasión de ver sin ser vistos el diabólico artificio, las sospechas se
convirtieron en evidencia; por lo cual, y por otras habilidades por el estilo
que se averiguaron, a aquella infernal mujer, la llevaron al quemadero, donde
pagó todo lo que debía a la justicia humana, partiendo al tribunal donde la
divina se administra.
R. —Siento que no se haya detenido Fray Juan Nyder
en decir algo sobre los llamados propiamente nigrománticos , y en especial
sobre el suceso de la Pitonisa de Endor, que, aun cuando nunca me lo he podido
explicar satisfactoriamente, siempre he creído que no debe entenderse tal como
suena.
M. —Pues procuraré
suplir en esta parte el silencio del autor con algo de lo que en otros
he leído.
Uno dice: «El
evocar las almas de los muertos, para que digan las cosas ocultas y futuras
llamábase nigromancia, y es muy antigua. Este arte tuvo origen del error de
aquellos que creían que las almas existían desde la eternidad y eran partícipes
de la sustancia divina, y libres del cuerpo, como que conseguían la divinidad;
por lo cual los romanos y los hebreos creían que, no con lamentos, sino con
himnos y cánticos se habían de celebrar las defunciones. Mas como dicho
fundamento sea falso, ni está en potestad de las almas el aparecer cuando
quieran, de aquí es que no son las almas de los muertos las que aparecen, sino
los demonios».
Prohíbe el canon XIV del concilio iliberitano el que
se enciendan cirios en los cementerios porque no deben inquietarse los
espíritus de los santos, y con ocasión de esto, dice un escritor: «Obsérvese que no se prohíben los cirios
dentro de las iglesias, en las cuales, ni en tiempo del concilio iliberitano,
ni en los siguientes se permitía enterrar los cuerpos de los fieles, sino sólo
en los cementerios. Porque este canon no prohíbe las ceremonias del culto
divino, sino los prestigios de la nigromántica impiedad y de la adivinación
demoníaca de que usaban muchos, género de víboras nacidas de la escuela de
Simón Mago y de sus discípulos Basílides, Menandro y Saturnino, de la que
surgió en España la diabólica propagación de los priscilianistas, dados a las
encantaciones y adivinaciones. En los mismos sacrilegios consistía la curiosa
evocación de los muertos por medio de los demonios, de quienes, como de
oráculos, decían que se podían saber los más ocultos misterios y los sucesos
futuros. Las sagradas historias de los Reyes refieren que el infelicísimo rey
Saúl, el día antes de su muerte y de aquel funesto conflicto con los filisteos,
sintiéndose abandonado de Dios y que a él y a los suyos amenazaban grandes
peligros, salió de los reales en una noche tempestuosa y fue a Endor a pedir a
una pitonisa que evocase el alma de Samuel, para saber por sus respuestas la
suerte que le esperaba. De Apión escribe Plinio que evocó los manes de Homero,
para que le dijesen cuál era su patria y otras cosas vanas y de ninguna
importancia, sin atreverse después a manifestar lo que le hubiesen respondido.
De Apolonio de Tiana, escribe Filostrato, que fue al sepulcro de Aquiles y
evocó sus manes, para que se le presentase a la vista la imagen de aquel héroe
tal cual había sido en vida. Cuenta Tertuliano que los nosamonas, según las
historias de Heraclido, Nynfodoro y Herodoto, acostumbraban consultar a los
oráculos, pernoctando junto al sepulcro de sus padres. Lo mismo dice de los
celtas, citando a Nicandro. Enseña que las imágenes de los muertos, aparecidos
a estos evocadores, en manera alguna son las almas de los difuntos, sino vanos
espectros, con que el demonio fascina su vista. Añade el mismo Tertuliano que
no fue el alma de Samuel la que apareció a Saúl, sino su mentida efigie, y que
no fueron en realidad convertidas en serpientes las varas de los magos de
Faraón, sino que los demonios las hicieron aparecer tales, fascinando al efecto
los ojos de los que estaban presentes. Finalmente, los santos, que este canon
dice, que no se han de inquietar, deben entenderse los mismos fieles, a quienes
las sagradas escrituras suelen muchas veces significar con el nombre de santos,
como hace también frecuentísimamente el apóstol San Pablo en sus epístolas».
M. —Es interesantísimo un diálogo de San Cirilo
sobre esta materia; y aunque no todo, porque es bastante largo y ya se va
acercando la hora de nuestra retirada, creo que no ha de pesar a ustedes el oír
alguna parte de él. Es como sigue.
«Pal. —¿Quién
vendría a tal grado de demencia que creyese que los ventrílocuos y encantadores
que vaticinan de los muertos, hacen semejantes portentos por medio de Dios, que
por su ley condenó al último suplicio a los que a estas cosas se aplican?
Entonces sucedería que iba contra sus propias leyes.
»Cir. —Piensas
perfectamente. Pero ¿juzgaremos, por ventura, que las almas de los santos son
tan abyectas y de ningún precio, o más bien que han venido a tal miseria, que
estén sujetas a los malos e inmundos
espíritus, a cuyo arbitrio sean llevados de aquí para allí? El libro del
Apocalipsis, que San Juan nos escribió y los santos Padres aprobaron,
manifiestamente afirma que las almas de los santos se miran ante el mismo altar
divino. Si, pues, las arrebatan de las mansiones celestes y de los sacratísimos
lugares, e impunemente, sin que ninguno
se oponga, las llevan a otra parte, se sigue que el cielo está franco a todos
los demonios y verosímilmente les esta abierta a éstos la puerta del paraíso,
cediendo ante ellos la espada de fuego, y que no sólo les esta libre la entrada
y la salida, sino que también pueden sacar a su arbitrio a los que están
dentro. Pero ¿no es esto arrancar la esperanza en Cristo y constituir a los
santos en cierta vida miserable?
»Pal. —Así
parece.
»Cir. —Ninguna
duda cabe. Mas si después que nos hemos separado de los vivos y nos hemos
asociado a Cristo, hemos de venir a estar bajo la potestad de espíritus
enemigos, irrita nuestra fe, según la escritura, y nadie después dejaría de
juzgar que valía incomparablemente más el que nuestra alma estuviese siempre en
el cuerpo y no se asociase a Cristo; y, lo que es más grave e intolerable: cuando aún gozamos de esta vida
mortal, ningún derecho tiene sobre nosotros el diablo, antes bien pisamos sobre
serpientes y escorpiones, y sobre toda potestad del enemigo, según la voz del
Salvador; pero después, cuando merecemos reunidos con Cristo, ¿cómo hemos de
estar en peor lugar? El cómo Él mismo lo dice con estas palabras: ‘Mis ovejas
oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no
perecerán en el siglo, ni nadie las arrebatará de mis manos. Mi padre que me
las dio es superior a todos, y nadie arrebatará cosa alguna de la mano de mi
padre’. ¿Y engañaría acaso a los que pelean por su fe en Cristo el sapientísimo
Pedro, que escribe así?: ‘Por tanto, aquellos mismos que padecen por la
voluntad de Dios, encomienden por medio de las buenas obras sus almas al
Criador, el cual es fiel’. Si, pues, Satanás hace fuerza al alma encomendada a
Dios, llevándola donde quiere, ¿cómo se ha de creer preferida el alma del
santo, al ser puesta como en depósito ante Dios? Es, pues, necio delirio el
creer que el alma del profeta fue verdaderamente sacada de los lugares, a la
misma designados, por las profanas encantaciones de una impurísima mujer.
»Pal. —¿Cuál
es entonces la manera de resolver esta cuestión?; pues creo estas cosas tan
torpes, que ninguna razón de ellas puede concebir el ánimo.
»Cir. —Puesto
en primer lugar el texto de la Sagrada Escritura, saquemos el sentido, y
tendremos fijamente la verdad. Dice así: ‘Había ya muerto Samuel y llorádole
todo Israel amargamente, habiéndole sepultado en Famatha, su patria. Saúl, por
consejo suyo, había limpiado el reino de magos y adivinos. Reunidos, pues, los
filisteos, fueron y plantaron sus reales en Sunam. Asimismo Saúl, juntando
todas las tropas de Israel, fue a Gelboé. Y visto el grande ejército de los
filisteos, temió y desmayó su corazón sobremanera. Consultó, pues, al Señor;
mas no le respondió, ni por sueños, ni por los sacerdotes, ni por los profetas.
Dijo entonces Saúl a sus criados: Buscadme una mujer que tenga espíritu de
Pitón iré a encontrarla y a consultar al espíritu por
medio de ella. Respondieron sus criados: En Endor hay una mujer que tiene
espíritu pitónico. Disfrazóse luego, y mudado el traje, se puso en camisa,
acompañado de dos hombres. Fue de noche a casa de la mujer y díjola: Adivíname
por el espíritu de Pitón,
y hazme aparecer quien yo te dijese. Respondióle la mujer: Sabes bien cuanto ha
hecho Saúl por extirpar de todo el país los magos y adivinos; ¿por qué, pues,
vienes a armarme un lazo, para hacerme perder la vida? Mas Saúl le juró por el
Señor, diciendo: vive Dios que no te vendrá por esto mal ninguno. Díjole
entonces la mujer: ¿Quién es el que debo hacer aparecer? Respondióle: Haz que
se me aparezca Samuel. Mas luego que la mujer vio a Samuel, exclamó a grandes
gritos: ¿Por qué me has engañado? Tú
eres Saúl. Y díjola el Rey: No temas. ¿Qué
es lo que has visto? He visto, respondió la mujer, como un dios que salía
de dentro de la tierra. Respondió Saúl: ¿Qué
figura tiene? La de un varón anciano, dijo ella, cubierto con un manto.
Reconoció, pues, Saúl que era Samuel, y le hizo una profunda reverencia,
postrándose en tierra sobre su rostro. Pero Samuel dijo a Saúl: ¿Por qué has turbado mi reposo haciéndome levantar?
Respondió Saúl. Me veo en un estrechísimo apuro: los filisteos me han movido
guerra, y Dios se ha retirado de mí, y no ha querido responderme, ni por medio
de los profetas, ni por sueños: por esta razón te he llamado, a fin de que me
declares lo que debo hacer. Respondióle Samuel: ¿A qué viene el consultar conmigo, cuando el Señor
te ha desamparado y pasádose a tu rival? Porque el Señor te tratará como te
predije yo de su parte. Arrancará de tus manos el reino, y le dará a tu
prójimo, a David, tu yerno. Por cuanto no obedeciste a la voz del Señor, ni
quisiste hacer lo que la indignación de su ira exigía contra los amalecitas:
por esto el Señor ha hecho contigo lo que estás padeciendo. Y además, el Señor
te entregará a ti y a Israel en manos de los filisteos. Mañana, tú y tus hijos
estaréis conmigo, y también el campamento de Israel le abandonará el Señor en
poder de los filisteos. Cayó Saúl al instante, tendido en tierra, despavorido
al oír las palabras de Samuel, y estaba además falto de fuerzas, a causa de no
haber comido en todo el día’.
»¿Puede todavía
caberte duda de que Saúl pagó las penas, condenado por su propio juicio? Cuando
temió a los enemigos que contra él se habían congregado, cierto de su debilidad
para la batalla, procuraba saber de Dios lo que había de suceder, y como Dios
callase, sin revelarle cosa alguna, para vejar a aquel que se había propuesto
el silencio, fue a la mujer que vaticinaba por los muertos, por aquéllos dice,
que se creen peritos en las cosas futuras. Después dijo: ‘Tráeme a Samuel’, no
porque el arte encantadora o mágica pudiese sacar el alma del santo, sino
porque muchos de los que vaticinan usan de semejante voz. Oí, sin embargo, que
aquellos a quienes los demonios fascinan y encantan con el agua, ven en ésta
como en un espejo, ciertas figuras y sombras, que no son otra cosa que los
demonios que procuran parecerse a aquellos de quienes se dice ser las figuras.
Dijo primero la mujer: ‘veo que salen dioses de la tierra’; después dijo: ‘Y
vio la mujer a Samuel’. No es difícil que se hubiese visto una sombra que
representase una figura igual al beato Samuel y un simulacro hecho por arte
diabólica.
»Sí, pues, si
alguno cree que el alma del profeta fue realmente evocada, y da fe a las
palabras de la mujer, cuando dice que ve ascender dioses de la tierra, no
atribuirá mentira a los ritos del vaticinio; pero creerá que hay ciertos dioses
con el cargo de levantarse de la tierra, aunque, según la naturaleza, existe
Dios único y sólo.
»Pal. —Dices
rectamente; pero dirá alguno: Todo lo que se le dijo a Saúl que había de
sucederle, salió cierto, y, sin embargo, se enseña que nada de verdad hay en
los espíritus impuros.
»Cir. — Y así
es en efecto. No hay conveniencia ni sociedad alguna entre la luz y las
tinieblas, o Cristo o Belial; pero a veces los encantadores predicen por
permisión de Dios cosas verdaderas.»
M. —Por lo dicho hasta aquí por San Cirilo,
comprenderán ustedes que las respuestas que los espiritistas dicen que les dan
los espíritus que evocan, son respuestas dadas por los demonios.
R. —¿Luego deben ser contados los espiritistas entre
los nigrománticos, encantadores y adivinos?
M. —Sin duda, como que lo que ellos hacen no es otra
cosa que lo que siempre se ha conocido con el nombre de magia. Esto lo oirían
ustedes perfectamente expuesto en pocas palabras, si les leyese lo que sobre el
particular publicó un autor anónimo en el Boletín eclesiástico de Zaragoza con
el título de El magnetismo, sonambulismo
y espiritismo. Pero, aun cuando he traído ese escrito con ánimo de leérselo
a ustedes, no lo consiente el tiempo
trascurrido, y habré de dejarlo para
mejor ocasión.
C. —Ninguna mejor que mañana mismo; y así, ruego a
usted que dé principio a la próxima
velada con esa lectura, pues me perezco de curiosidad por saber algo del tal
espiritismo.
M. —Así lo haré
sin falta.
Conforme a lo prometido,
leyó M. en la noche siguiente el escrito del autor anónimo, concebido en estos
términos.
No esta
esto muy en consonancia con el adagio, refrán o proverbio que se habla entre
los que recopiló el Comendador Hernán Núñez, que después incluyó en su Filosofía Vulgar Juan de Malhara y que
dice:
«Dánse alas
a la hormiga,
para que se
pierda más aína».
Pero no hay
contradicción alguna atendiendo a que la palabra alas se dice en diversos
sentidos o acepciones, y así como a veces se entiende por alas lo mismo que por
virtudes, otras sucede que se entiende por soberbia y atrevimiento; como el
mismo Malhara escribe con estas palabras: «Alas
en muchas maneras de hablar quieren decir soberbia y atrevimiento, pues tomar
una cosa tan pequeña como la hormiga alas, viene a perderse muy presto. Consejo
es para que los bajos se tengan en aquel adagio: Nosce te ipsum ( Conócete) y que consideren los subidos en
alto qué caídas dan tan grandes».