viernes, 5 de junio de 2020

Manuel de Falla: Notas sobre Wagner

 

NOTAS SOBRE WAGNER EN SU CINCUENTENARIO

NO creo que exista obra alguna de gran arte que, como en la de Wagner, hallemos de modo tan patente el acierto alternando con el error, ni tampoco ninguna que fuese más injustamente atacada o más incondicionalmente acatada. Situados ante la obra refulgente del músico germano, ni sus contemporáneos, ni la generación sucesiva, quisieron o supieron juzgarla limpios de pasión. Para ellos no existió el justo medio: o negaron las altas, altísimas cualidades y enseñanzas que encierra, o, cegando sus ojos a la razón, pretendieron convertir en virtudes los mismos grandes yerros que oscurecen y hasta, a veces, destruyen aquellas excelencias. El caso aún se agravaba cuando el fanático wagneriano era compositor de oficio: incapaz de reproducir lo que sólo es privativo del genio, solía aferrarse desesperadamente a cuanto, por ser falso o erróneo, se halla al alcance de cualquier simple mortal de mediana inteligencia, pensando así adueñarse del tesoro espejeante que percibiera entre frecuentes tinieblas. En cuanto a los no músicos, yo mismo he conocido más de uno cuya lengua se emponzoñaba con la blasfemia y que, sin embargo, rasgaba sus vestiduras ante el menor juicio adverso al ídolo que él juzgaba intangible.

Ahora, después de medio siglo, vemos a Wagner de manera distinta: las obras del glorioso músico viven por sí mismas y gracias a la fuerza del genio que las creó, pero sin la significación de anuncio profético que él pretendió darles. Para nosotros representan todo lo contrario: las clasificamos como eminentemente representativas del período en que fueron escritas: música y literatura muy de su tiempo. Y este fue el gran fracaso de Wagner: quiso ser un sembrador de música dramática para el porvenir, y de la cosecha apenas se ha salvado otro fruto que el de su propia música, y aun de esta música, la porción que más fácilmente se sitúa en un programa de concierto que en la escena de un teatro lírico, exceptuando aquella parte dramática de su obra en que, precisamente por sus formas líricas y escénicas, hallamos una transigencia más o menos oculta con las pretéritas que él se propuso reemplazar.

Algo, sin embargo, conserva su fuerza vital entre las influencias ejercidas por el arte de Wagner sobre la música de su época. De ello pretendo ocuparme, muy principalmente, en este breve ensayo, ajeno, en cambio, a todo propósito de examinar la obra del maestro desde cierto punto de vista más humano que puramente musical y, por lo tanto, sujeto a modas, sentimientos y gustos efímeros. Sobre la estética de Wagner, sobre su romanticismo exasperado, sobre sus intenciones filosóficas, etc., etc., ya se ha dicho todo y aun más de lo que había que decir. Por eso, si en el curso de estas notas aparece algo que con ello se relacione, será muy levemente y obedeciendo a sus estrictas consecuencias musicales.

Sabemos que Wagner, a pesar de su marcado anhelo hacia un ideal puro, sólo obedecía a ese impulso cuando no contrariaba humanos egoísmos. De ahí esa mezcla de fuerza y de flaqueza que acusan su vida y sus obras. De aquélla-salvando cuanto a su arte se refiera —apenas tenemos por qué ocuparnos. Es más: siempre que me hallo ante la música de Wagner procuro olvidar a su autor. Nunca he sabido soportar su vanidad altanera ni aquel empeño —orgullosamente pueril—de encarnar en sus personajes dramáticos. Se creyó Sigfrido, y Tristán, y Walther, y hasta Lohengrin y Parsifal. Claro está que el caso es característico de su tiempo; al fin y al cabo, Wagner era, como tantos otros de su categoría, un enorme personaje de aquel enorme Carnaval que fue el siglo XIX y al que sólo puso término la Gran Guerra, principio y base del Gran Manicomio que está resultando el siglo en que vivimos.

Pero si la vida de Wagner no ha de ser el objeto de estas notas, de su música, en cambio, creo que estamos obligados a señalar no sólo las virtudes, sino también, repito, aquellos aludidos yerros fundamentales que a ellas se mezclan, procurando evitar que esa influencia aún viva (a pesar del medio siglo transcurrido desde su muerte y de la espléndida reacción luego operada) contribuya a llenar los Limbos de la Música. Y conste que con ello no pretendo menguar en lo más mínimo la gloria del gran músico. Al puntualizar esos errores he de pesar mis palabras con atención escrupulosa, inspirándolas en el futuro y ajeno beneficio que ellas puedan, tal vez, ocasionar, pero nunca en tendencias ni en predilecciones personales.

Fue práctica frecuente en nuestro músico la de esquivar estorbos, siguiendo los caminos siniestros que conducen a la selva oscura cuando un obstáculo interrumpía su recto caminar. Una sola excepción hallamos en esa regla de conducta: parece ser que nunca, o muy rara vez, se permitió sacrificar a la música cuanto del poema, previamente publicado, pudiera entorpecerla; y he aquí un ejemplo de probidad digno de señalarse en estos tiempos donde otros más graves compromisos públicamente contraídos se suelen someter a ocultos designios.

Pero volvamos a la Música. ¿No hallamos, en el caso consignado, la causa de lo que muchos interpretaron como una excesiva predilección del músico por su creación literaria? De todos modos, sea cual fuere la razón verdadera, preciso es confesar que aun siendo muy laudable tal regla de conducta, no fue siempre ejemplar la manera como Wagner resolvió los problemas que su severo cumplimiento le imponía. Si el obstáculo presentaba demasiada resistencia, sus pasos cedían a la fácil atracción del siniestro camino. Así nos lo demuestra, por ejemplo, su famoso invento de esa melodía infinita (sucesiones melódicas sin límites tonales) que —dicho sea con todos los respetos que el mundo exige a quien juzga sus yerros conscientes— no es más que uno de tantos brillantes embustes con los que, desde el penúltimo siglo, se viene pretendiendo la sustitución de otras tantas verdades.

Por las que a la Música conciernen, pienso que, entre sus pocos dogmas intangibles, ocupa un primer lugar aquel que exige la unión interna del Ritmo con la Tonalidad (*), y que sólo por la obediencia a este eterno principio puede adquirir el artificio sonoro potencia de estabilidad.

No olvidemos que la Música se desarrolla en el tiempo y en el espacio, y para que la capción del espacio y del tiempo sea efectiva, forzoso nos será determinar sus límites, estableciendo de modo perceptible sus puntos de partida, medio y final, o su punto de partida y su punto de suspensión, enlaza dos por una estrecha relación interna, que si en apariencia se aleja, a veces, del sentido tonal que han de acusar sus límites, es sólo brevemente y con intención de acentuar el mismo valor tonal, que adquiere mayor intensidad al reaparecer, luego de haberse accidentalmente eclipsado.

Tampoco olvidemos que una plena convicción de la verdad fundamental que nos ofrece la escala natural acústica es tan necesaria para establecer las bases harmónicas —y por lo tanto contrapuntísticascomo para dar estructura tonal a un conjunto de períodos melódicos que, engendrados por las mismas resonancias que integran dicha escala, han de moverse sobre distintos planos. Quiero decir que los intervalos que forman esa columna sonora, no sólo representan las únicas posibilidades auténticas para la formación de lo que llamamos el acorde, sino, igualmente, una norma infalible para la conducción tonal-melódica de los períodos que, limitados por movimientos cadenciales, integran toda obra musical. Podemos afirmar, por consiguiente, que en esos principios naturales, plenamente sometidos al Ritmo, está contenida toda la Música. Dichas fuerzas —el movimiento metrificado y las resonancias acústicas— engendran todos los demás elementos del arte (escalas modales, disposición y desarrollo de las partes vocales o instrumentales, etc., etc.), y la misma palabra, que comparte el origen de lo que llamamos melodía, ha de obedecer a dichos principios para adquirir valor musical. Ahora bien: no podremos servirnos con eficacia de aquellos motores esenciales, sin ejercer una consciente y constante vigilancia sobre la mayor o menor potencia determinada por la aproximación o el alejamiento de su punto o período inicial, fijando, con relación al mismo, los límites con que luego se formen los períodos conducentes a un punto final o a un punto de voluntaria suspensión.

Y esto fue lo que Wagner (fiel cumplidor de aquellas leyes en la porción imperecedera de su música) quiso tantas veces deliberadamente preterir, amparando su heterodoxia musical en razonamientos que le inspirara su diletantismo filosófico. Y era entonces cuando, torciendo su paso recio y sereno, se internaba en la selva oscura, produciendo esa constante inestabilidad que empieza por molestarnos, y que termina por apartar insensiblemente nuestra atención del runruneo y aun de los aspavientos sonoros que inútilmente se nos quiere imponer.

A los marcados efectos de esa tendencia suya, que halló, al fin, su fácil desarrollo en el abuso del cromatismo y de su implacable cortejo de enharmónicas transformaciones modulantes, se le llamó entonces música omnitonal; concepto tan pomposo como característico de otros yerros más trascendentales y propios de aquel Siglo, cuyas consecuencias vemos todavía lejos de caducar.

Por mi parte, prefiero que me hablen con mayor claridad: de ahí mi no dudosa preferencia, en trance de elección, por la nueva —cronológicamente— música atonal sobre aquella omnitonal que, en gracia a su cómodo empleo para producir una aparente complejidad o para disimular el abuso de dos únicas formas modales, aún resiste a las mudanzas que todo tiempo nuevo sabe y suele imponer. Y es que también ocurre con este error lo que suceder suele con todo mal ejemplo: siendo, generalmente, muy fácil de imitar, es seguido hasta por aquellos que no transigen con lo que representa la personalidad de quien lo dio.

Podrá decirse cuanto se quiera en refutación de la verdad esencial que he venido afirmando; ya sabemos que apenas existe aberración que no se pueda razonar y defender, y es humana flaqueza la de acatar errores evidentes ante el temor de verse desdeñado por quienes poderosamente los imponen. Ahora bien: por lo que concierne al caso musical en cuestión, creo superfluo advertir que el cromatismo y la omnitonalidad, como cualquier otro consciente procedimiento de arte, no sólo pueden ser legítimos, sino hasta excelentes, cuando su empleo no obedece a un cómodo sistema, sino a la razonada elección de medios expresivos accidentalmente aplicados. Así lo prueba el mismo Wagner con su Tristán, donde el cromatismo (frecuentemente tonal, por otra parte) tiene su justa aplicación como espontánea y viva fuerza expresiva.

Ya dije al comienzo de estas notas que la obra de Wagner —cual ninguna otra en la Música y aun en las demás artes— nos revela con toda eficacia dónde el bien y el mal, tan claramente en ella demarcados, pueden producirse en la práctica del arte, estimulándonos este conocimiento para procurar la verdad evitando el error. Así, por ejemplo, la servidumbre de su música, ante ciertos propósitos que le son ajenos, nos induce a un primordial cuidado en la defensa de sus derechos; su aparatosa vanidad, a la eliminación de cuanto no represente una fuerza esencial; su inquietud tonal y melódica, a observar una más serena y estrecha disciplina en el discurso musical; la impersonalidad instrumental de su orquesta —tan admirable por otros conceptos—, al aislamiento y valoración de timbres; su enfadosa verbosidad y su exasperado realismo dramático, a procurar una firme concisión y una simple —aunque intensa-expresión musical; su dócil situación bajo ciertas anuladoras influencias de su tiempo, a prevenirnos ante las que igualmente pueda ofrecer el nuestro. Y así sucesivamente en cuanto a los demás efectos negativos. Por lo que concierne a los positivos, son tan grandes y claros los que nos ofrece la obra del músico genial, que, para quienes la conozcan (y a ellos principalmente pretendo dirigirme), pudiera parecer superfluo consignarlos.

La obediencia de sus cantos y de su declamación lírica al valor expresivo de la palabra o del concepto, cuenta —salvando los excesos ya indicados— entre las excelencias de su arte; y por lo que atañe a su mano de obra, pienso que ninguna ha sido más perfecta.

En las derivaciones de esos motivos conductores con los que, a pesar de su abusivo empleo, hizo cosas tan bellas y admirables, nótese, como sutil ejemplo del arte con que transformaba un motivo, el comienzo orquestal del monólogo de Sigfrido en la selva. Este aspecto del arte wagneriano tiene el valor de un rico ejemplario para la ciencia de la variación.

Al esfuerzo de Wagner debemos que la música prosiguiera, con paso victorioso, su liberación de fórmulas y prácticas, que aun siendo buenas, y hasta en ciertos casos de un valor permanente, no representaban únicas posibilidades, como pretendieron quienes, en su mayoría, eran ajenos a la práctica del arte. Grande fue el de Wagner hasta en sus mismos yerros, y espléndido en los casos donde se doblegaba a los eternos cánones: ¿quién no recuerda la pieza contundente que sirve de obertura a Los Maestros Cantores?

Mucho se ha comentado —y lamentado— la influencia que el voluntario germanismo de Wagner ejerció sobre compositores de raza distinta y aun opuesta a la suya. El caso es evidente; pero siempre he pensado que tomando ese ejemplo en su justo valor, lejos de ser pernicioso, supone un alto estímulo para que todos se esfuercen —con intención noblemente amplia y generosa— por reflejar en su obra el genio característico de su nación y de su raza.

En Parsifal —ese a modo de Auto Sacramental, del que luego he de ocuparme— culmina la ya consignada tendencia de Wagner hacia un ideal puro; anhelo que, de modo indudable, habían precedentemente demostrado muchos de los poemas que compuso e ilustró con su música. No olvidemos tampoco cierta fase altamente simpática de su índole espiritual: en ninguna ocasión sacrificó su arte al fácil lucro. Wagner nunca fue avaro. Es cierto que buscaba el oro incesantemente, pero sólo para ponerlo al servicio de sus nobles fines artísticos o de sus menos nobles fines humanos: jamás para sepultarlo.

Consignemos también el ejemplo de obstinada firmeza que nos dio con su afanoso empeño por la consecución de altos designios, así como aquel celo con que siempre veló por la excelencia y esplendor del teatro musical. Gracias a su potente iniciativa aún podemos exigir con probable eficacia que cuantos intervienen en la ejecución y representación de una obra lírica no cesen de vivirla y dignificarla.

Nadie antes que Wagner hizo campear la acción dramática en más propicio ambiente musical. En este sentido fue más que un extraordinario artista: podemos afirmar que fue un vidente. Y ese don se manifiesta más potente que nunca cuando su espíritu, elevado a sonoros espacios infinitos, despierta en el nuestro altísimas aspiraciones. Tal es el valor de algunas páginas de Lohengrin y de muchas —las más significativas— de Parsifal: ese claro testamento de fe —de redentora fe cristiana— que Wagner ya en los confines de su vida, y cediendo a un latente y puro impulso de su desordenada conciencia, quiso oponer a lamentables pretéritos alardes, que no fueron acaso —como suele ocurrir— más que un medio de excusar la ausencia de responsabilidad que a veces denunciaba su humano proceder. Y aquel acto de fe no sólo se revela en la emoción profunda que emana de la música con que exaltó las escenas sagradas de su obra y cuantas directamente les atañen, sino, del mismo modo, en el amor y reverencia que acusan los textos religiosos del poema: textos y escenas tantas veces inspirados en la misma liturgia católica. Por eso me parece indudable que esta obra, a pesar de ciertos extraños conceptos que amenguan el carácter religioso de su dramatismo, y de la voluntaria descomposición tonal que tantas veces la perturba, cuenta, por su intensa y serena expresión mística, entre las más sublimes manifestaciones que debemos al arte de todos los tiempos.

Con estas notas he querido, a mi manera, rendir homenaje al genio y al arte de Wagner en el cincuentenario de su muerte. Algo o mucho hubo en mis palabras que pudiera chocar con mi propósito; pero entiendo (como ya pensó Quevedo) que no basta sentir cuanto se dice: hay también que decir lo que se siente.

MANUEL DE FALLA

Revista Cruz y Raya nº 6. Madrid, 15 de septiembre de 1933.

 

 (*) TONALIDAD: Pienso que podríamos definirla de este modo: Forma melódica (serie de sonidos sucesivos conjuntos o disjuntos) que, basada en una escala acústica, integra un concepto musical. A esta misma forma o tonalidad inicial se han de someter las nuevas que, por medio de alteraciones modulantes, o por la transposición de aquélla a uno o más grados de elevación o descenso, integran igualmente toda composición sonora.