ATENCIÓN
Y POESÍA
En algunos viejos libros se le ha dado al justo el
celeste nombre de mediador. Mediador entre el hombre y Dios, entre el hombre y
otro hombre, entre el hombre y las leyes secretas de la naturaleza. Al justo, y
al justo solo, se le concede el oficio de mediador porque ninguna atadura
imaginaria, pasional, puede coartar o deformar en él la facultad de lectura. « Et
chaque être humain (y se podría añadir: et
chaque chose) crie en silence pour être
lu autrement ».
De aquí la importancia de la libertad del corazón
que todas las iglesias recomiendan como higiene espiritual: vigilia de las
turbaciones, mantenerse en disponibilidad para la revelación divina. Pero
ninguna iglesia ha dicho nunca explícitamente: manteneos puros en las obras y
en los pensamientos para concertar a los hombres y las cosas según esta mirada
sin sombras. En este plano aparecen como equivalentes: justicia, poesía y
crítica: son tres formas de mediación.
Pues, ¿qué puede ser la mediación sino una facultad
para atender enteramente limpia? Contra ella actúa lo que muy impropiamente
llamamos la pasión, o sea: la imaginación febril, la ilusión fantástica. De
modo que se podría decir que justicia e imaginación son términos antitéticos.
La imaginación pasional, una de las formas más incontrolables de la opinión
(ese sueño en que todos nos movemos) no puede servir sino a una justicia
imaginaria. Y ésta parece ser la diferencia esencial entre la justicia pasional
de Electra y la justicia espiritual de Antígona: que la primera imagina poder
restituir culpa por culpa, trasfiriendo el peso de uno a otro eslabón de una
cadena inquebrantable, mientras la segunda se mueve en un plano donde la ley de
la necesidad no tiene ya curso.
Al justo, contrariamente a cuanto suele pedírsele,
no le es necesaria la imaginación sino la atención. Solicitamos del juez una
cosa justa usando un término equivocado, cuando solicitamos de él que use “de
la imaginación”. ¿Qué sería, en este caso, la imaginación sino arbitrariedad
inevitable, violencia a la realidad de las cosas? Justicia es una atención
ferviente, enteramente no-violenta, igualmente distante de la apariencia y del
mito.
“Justicia, ojo de oro, mira”. Imagen de perfecta
inmovilidad, perfectamente atenta.
También la poesía es atención: lectura en múltiples
planos de la realidad circundante, que es verdad en figuras. Y el poeta, que
disuelve y recompone estas figuras, es así también un mediador: entre el hombre
y Dios, entre el hombre y otro hombre, entre el hombre y las leyes secretas de
la naturaleza.
Los griegos fueron seres desdeñosos de la
imaginación: la fantasmagoría no encontró lugar en su espíritu: su atención
heroica, inconmovible (de la que el ejemplo más cumplido es quizás Sófocles),
establecía de continuo relaciones, separaba y unía de continuo, en un esfuerzo
incesante por descifrar la realidad y también el misterio. Los chinos actuaron
de la misma manera en el maravilloso “Libro de las Mutaciones”. Dante no es,
por extraño que pueda sonar, un poeta de la imaginación sino de la atención:
ver almas retorciéndose en el fuego o en el olivo —para no recordar sino la
imagen más inmediata— es una suprema forma de atención que deja puros e
incontaminados los elementos de la idea. El arte de hoy es en grandísima parte
imaginación, o sea: contaminación caótica de elementos y de planos. Todo ello
se opone a la justicia (que por supuesto, no interesa al arte de hoy).
Pues si la atención es espera, aceptación ferviente,
valerosa de lo real, la imaginación es impaciencia, fuga en lo arbitrario:
eterno laberinto sin hilo de Ariadna. Por ello el arte antiguo es sintético; el
arte moderno, analítico: un arte que opera por pura descomposición, como
conviene a un tiempo nutrido de terror. Porque la verdadera atención no
conduce, como podría parecer, al análisis, sino a la síntesis que la resuelve,
al símbolo y a la figura, en una palabra: al destino. El análisis se convierte
en destino cuando la atención, cumpliendo una superposición perfecta de tiempos
y de espacios, los recompone paso a paso, en belleza, en figura. Es la atención
de la memoria en Marcel Proust.
La atención es el único camino de lo inexpresable,
la sola vía del misterio, ya que está inmediatamente vinculada con lo real: y
sólo por alusiones emboscadas en lo real se manifiesta el misterio. Los
símbolos contenidos en las historias sagradas, en los mitos y en las fábulas
que durante milenios han alimentado y consagrado la vida, se revisten de las
formas más concretas de esta tierra: de la Zarza Ardiente hasta el Grillo
Parlante (del Fruto del Conocimiento hasta la calabaza de la Cenicienta).
Ante la realidad, la imaginación retrocede. La
atención la penetra, directamente y como símbolo. (Pensemos en los cielos de
Dante, divina y minuciosa traducción de una liturgia.) Es esa, al fin, la forma
más legítima, absoluta de la imaginación: la misma a que se refiere sin duda el
viejo texto de Alquimia cuando recomienda dedicar a la obra la verdadera
imaginación y no la fantástica: Significando así claramente por ella la
atención —en la que está contenida la imaginación, sublimada, como el veneno en
la medicina. Por uno de los tantos equívocos del lenguaje, se la llama
comúnmente “fantasía creadora”.
Poco importa si a ese momento, en que se cumple la
alquimia de la perfecta atención, conducen largas y dolorosas peregrinaciones o
si aparece como una fulguración. Tales relámpagos no son sino aquella chispa,
de origen y naturaleza cada vez más misteriosa, en la medida en que se le
ofrece la clave de todo, que la atención solicita y prepara —como el pararrayos
al rayo, como la plegaria al milagro, como la búsqueda de la rima a la
inspiración que puede brotar de esa rima. A veces, se trata de la atención de
toda una estirpe, de toda una genealogía, que se enciende de improviso en la
centella de un dios: “Io posi li piedi in
quella parte della vita di là dalla quale non si puote ire più per desiderio di
ritornare”.
Y a ese individuo dotado de una atención que así
concluye y rapta, el mundo lo define —con una bella síntesis— como un genio,
para señalar al que está habitado por un “daimon”; que encarna la manifestación
de un espíritu ignoto.
Como el genio de la botella, la atención de la
imagen libera la idea y de la idea recoge la imagen, también a semejanza de los
alquimistas que trataban la sal disolviéndola en un líquido y estudiando luego cómo
se adensaban y rehacían las figuras así formadas. Opera una descomposición y
recomposición del mundo en dos planos diversos, igualmente reales. Cumple así
la justicia, el destino: esa dramática disolución y recomposición de una forma.
La expresión, la poesía así nacida no puede ser,
evidentemente, sino jeroglífica, como una nueva naturaleza; y sólo una nueva
atención, un nuevo destino la puede descifrar. Pero la palabra revela al
instante de qué potencia de atención han nacido. Lo revela con la integridad de
su peso, terrestre y ultraterrestre, tanto más respetado, tanto más circundado
de silencio y de espacio, cuanto más intenso haya sido el tiempo de la
atención.
Toda palabra se da según la multiplicidad de sus
secretos significados, semejantes a los estratos de una columna geológica, cada
uno coloreado y poblado diversamente; multiplicidad que está en relación
directa con la del espíritu —el destino— que la acoge y descifra. Mas, para
todos, cuando es pura, es portadora de un don colmado, parcial y total a la
vez: belleza y significación, independientes y al mismo tiempo inseparables,
como en una comunión. Como en aquella primera que fue la multiplicación de los
panes y de los peces. La palabra del maestro, dice un cuento hebraico, se le
aparecía a cada uno como un secreto destinado a su oído y a ningún otro, y así
cada cual oía como suya y completa la historia que él narraba en las plazas y
de la que el recién llegado no escuchaba más que un fragmento.
Todo ello, de una parte y de otra, significa sufrimiento
y amor. « Souffrir pour quelque chose c’est lui avoir
accordé une attention extrême. » (Homero
sufre por los troyanos, contempla la muerte de Héctor. El maestro de espada
japonés no distingue entre su propia muerte y la de su adversario.) Y haber acordado
a una cosa una atención extrema es haber aceptado sufrirla hasta el fin. Y no
sólo sufrirla a ella, sino sufrir por ella, colocándose como una pantalla entre
ella y todo lo que pueda amenazar su significado, en nosotros y fuera de
nosotros: haber asumido valerosamente el peso de estas oscuras e incesantes
amenazas.
En este punto la atención alcanza quizás su forma
más pura, su nombre más exacto: la responsabilidad, la capacidad de responder por algo o alguien que nutre
en igual medida el entendimiento entre los seres, el nacimiento de la poesía y
la oposición al mal. Pues, en verdad, todo error humano, poético y espiritual,
no es, en esencia, sino desatención.
Pedirle a un ser humano que no se distraiga en
ningún momento, que se sustraiga sin descanso al equívoco de la imaginación, a
la inercia de la costumbre, al hipnotismo del hábito su facultad de atender, es
pedirle que actualice al máximo su forma.
Es pedirle algo que se acerca a la santidad, en una
época que parece perseguir solamente —con ciega furia y escalofriante éxito— el
divorcio total de la mente humana de su propia facultad de atender.
ATTENZIONE E POESIA
La verità non può venire al
mondo nuda anzi è venuta nei simboli e nelle figure. C’è una rinascita, e c’è
una rinascita in figure. In verità essi dovranno rinascere in grazia della
figura.
Vangelo di Filippo
Nei vecchi libri è dato spesso all’uomo
giusto il celeste nome di mediatore. Mediatore fra l’uomo e il dio, fra l’uomo e
l’altro uomo, fra l’uomo e le regole segrete della natura. Al giusto, e solo al
giusto, si concedeva l’ufficio di mediatore perché nessun vincolo immaginario,
passionale, poteva costringere o deformare in lui la facoltà di lettura. «Et
chaque être humain (e si potrebbe aggiungere: et chaque chose) crie en
silence pour être lu autrement».
Per questo appare così importante la
libertà del cuore. Tutte le chiese la raccomandano come igiene spirituale:
vigilanza contro i turbamenti, disponibilità alla rivelazione divina. Nessuna
chiesa però disse mai esplicitamente: mantenetevi puri nelle opere e nei
pensieri per conciliare gli uomini e le cose secondo uno sguardo senz’ombre.
Qui poesia, giustizia e critica convergono: sono tre forme di mediazione.
Che cosa è dunque mediazione se non una
facoltà del tutto libera di attenzione? Contro di essa agisce quella che noi,
del tutto impropriamente, chiamiamo la passione; ossia l’immaginazione
febbrile, l’illusione fantastica.
Si potrebbe dire a questo punto che
giustizia e immaginazione sono termini antitetici. L’immaginazione passionale,
che è una delle forme più incontrollabili dell’opinione – questo sogno in cui
tutti ci muoviamo – non può servire in realtà che a una giustizia immaginaria.
È questa, per esempio, la differenza essenziale fra la giustizia passionale di
Elettra e la giustizia spirituale di Antigone. L’una immagina di poter avanzare
colpa per colpa, spostando il peso della forza dall’uno all’altro anello di una
catena infrangibile. L’altra si muove in un regno dove la legge di necessità
non ha più corso.
Al giusto, infatti, contrariamente a quanto
di solito si richiede da lui, non occorre immaginazione ma attenzione. Noi
chiediamo al giudice una cosa giusta chiamandola con un nome sbagliato quando
sollecitiamo da lui «dell’immaginazione». Che cosa mai sarebbe in questo caso
l’immaginazione del giudice se non arbitrio inevitabile, violenza alla realtà
delle cose? Giustizia è un’attenzione fervente, del tutto non violenta, ugualmente
distante dall’apparenza e dal mito.
«Giustizia, occhio d’oro, guarda». Immagine
di perfetta immobilità, perfettamente attenta.
Poesia è anch’essa attenzione, cioè
lettura su molteplici piani della realtà intorno a noi, che è verità in figure.
E il poeta, che scioglie e ricompone quelle figure, è anch’egli un mediatore:
tra l’uomo e il dio, tra l’uomo e l’altro uomo, tra l’uomo e le regole segrete
della natura.
I Greci furono esseri sdegnosi di immaginazione:
la fantasticheria non trovò posto nel loro spirito. La loro attenzione eroica,
irremovibile (di cui l’esempio estremo è forse Sofocle) di continuo stabiliva
rapporti, di continuo separava ed univa, in uno sforzo incessante di decifrazione
così della realtà come del mistero. I Cinesi meditarono per millenni allo
stesso modo, intorno al meraviglioso Libro delle Mutazioni. Dante non è, per
quanto scandaloso possa suonare, un poeta dell’immaginazione, ma dell’attenzione:
vedere anime torcersi nel fuoco e nell’olivo, ravvisare nell’orgoglio un manto
di piombo, è una suprema forma di attenzione, che lascia puri e incontaminati
gli elementi dell’idea.
L’arte d’oggi è in grandissima parte
immaginazione, cioè contaminazione caotica di elementi e di piani. Tutto questo,
naturalmente, si oppone alla giustizia (che infatti non interessa all’arte
d’oggi).
Se dunque l’attenzione è attesa, accettazione
fervente, impavida del reale, l’immaginazione è impazienza, fuga nell’arbitrario:
eterno labirinto senza filo di Arianna. Per questo l’arte antica è sintetica,
l’arte moderna analitica; un’arte in gran parte di pura scomposizione, come si conviene
ad un tempo nutrito di terrore. Poiché la vera attenzione non conduce, come potrebbe
sembrare, all’analisi, ma alla sintesi che la risolve, al simbolo e alla figura
– in una parola, al destino.
L’analisi può diventare destino quando
l’attenzione, riuscendo a compiere una sovrapposizione perfetta di tempi e di
spazi, li sappia ricomporre, volta per volta, nella pura bellezza della figura.
È l’attenzione di Marcel Proust.
L’attenzione è il solo cammino verso
l’inesprimibile, la sola strada al mistero. Infatti è solidamente ancorata nel reale,
e soltanto per allusioni celate nel reale si manifesta il mistero. I simboli delle
sacre scritture, dei miti, delle fiabe, che per millenni hanno nutrito e consacrato
la vita, si vestono delle forme più concrete di questa terra: dal Cespuglio Ardente
al Grillo Parlante, dal Pomo della Conoscenza alle Zucche di Cenerentola.
Davanti alla realtà l’immaginazione
indietreggia. L’attenzione la penetra invece, direttamente e come simbolo
(pensiamo ai cieli di Dante, divina e minuziosa traduzione di una liturgia).
Essa è dunque, alla fine, la forma più legittima, assoluta d’immaginazione. Quella
a cui allude senza dubbio l’antico testo di alchimia là dove raccomanda di dedicare
all’opera «la vera immaginazione e non quella fantastica».
Intendendo con ciò, chiaramente,
l’attenzione, in cui l’immaginazione è presente, sublimata, come il veleno
nella medicina. Per uno dei tanti equivoci del linguaggio, comunemente la si
chiama «fantasia creatrice».
Importa poco se a questo attimo creatore,
nel quale si compie l’alchimia della perfetta attenzione, conducano lunghi e
dolorosi pellegrinaggi, o se scaturisca da un’illuminazione. Tali lampi non sono
se non quella scintilla (di origine e natura sempre più misteriose via via che
per ogni cosa ci viene fornita una chiave) che l’attenzione sollecita e
prepara: come il parafulmine il fulmine, come la preghiera il miracolo, come la
ricerca di una rima l’ispirazione che proprio da quella rima potrà sgorgare.
A volte è l’attenzione di un’intera stirpe,
di tutta una genealogia, che avvampa improvvisamente alla scintilla di un dio:
«Io posi li piedi in quella parte della vita di là della quale non si puote ire
più per desiderio di ritornare...».
Questo individuo
dall’attenzione conclusiva, rapinatrice, il mondo lo definisce, con un’abbreviazione
molto bella, un genio, significando colui che è abitato da un demone, che
incarna il manifestarsi di uno spirito sconosciuto.
Come il gigante dalla
bottiglia, dall’immagine l’attenzione libera l’idea, poi di nuovo raccoglie
l’idea dentro l’immagine: a somiglianza, ancora una volta, degli alchimisti che
prima scioglievano il sale in un liquido e poi studiavano in quale modo si
riaddensasse in figure. Essa opera una scomposizione e una ricomposizione del
mondo in due momenti diversi e ugualmente reali. Compie così la giustizia, il
destino: questa drammatica scomposizione e ricomposizione di una forma.
L’espressione, la poesia che
ne nasce, non potrà essere, evidentemente, che una poesia geroglifica: simile
ad una nuova natura. Tale che solo una nuova attenzione, un nuovo destino, la
potrà decifrare. Ma la parola svela istantaneamente a quale grado di attenzione
sia nata. Lo svela col suo peso, terrestre e sopraterrestre: tanto più
rispettato, tanto più circondato di silenzio e di spazio quanto più intenso è
stato il tempo dell’attenzione.
Ogni parola si offre nei
suoi multipli significati, simili alle faglie di una colonna geologica:
ciascuna diversamente colorata e abitata, ciascuna riservata al grado di
attenzione di chi la dovrà accogliere e decifrare. Ma per tutti, quando sia
pura, ha un colmo dono, che è totale e parziale insieme: bellezza e
significato, indipendenti e tuttavia inseparabili, come in una comunione. Come
in quella prima comunione che fu la moltiplicazione dei pani e dei pesci.
La parola del maestro, dice
un racconto ebraico, appariva a ciascuno un segreto destinato all’orecchio suo
e a nessun altro: sicché ciascuno sentiva come sua, e completa, la storia
meravigliosa che egli narrava nelle piazze e di cui ogni nuovo venuto non udiva
che un frammento.
«Souffrir pour quelque chose c’est lui avoir accordé une attention extrême».
(Così Omero soffre per i
Troiani, contempla la morte di Ettore; così il maestro di spada giapponese non
distingue tra la sua morte e quella dell’avversario). E avere accordato a
qualcosa un’attenzione estrema è avere accettato di soffrirla fino alla fine, e
non soltanto di soffrirla ma di soffrire per essa, di porsi come uno schermo
tra essa e tutto quanto può minacciarla, in noi e al di fuori di noi. E avere
assunto sopra se stessi il peso di quelle oscure, incessanti minacce, che sono
la condizione stessa della gioia.
Qui l’attenzione raggiunge
forse la sua più pura forma, il suo nome più esatto: è la responsabilità, la
capacità di rispondere per qualcosa o qualcuno, che nutre in misura uguale la
poesia, l’intesa fra gli esseri, l’opposizione al male.
Perché veramente ogni errore
umano, poetico, spirituale, non è, in essenza, se non disattenzione.
Chiedere a un uomo di non
distrarsi mai, di sottrarre senza riposo all’equivoco dell’immaginazione, alla
pigrizia dell’abitudine, all’ipnosi del costume, la sua facoltà di attenzione,
è chiedergli di attuare la sua massima forma.
È chiedergli qualcosa di
molto prossimo alla santità in un tempo che sembra perseguire soltanto, con
cieca furia e agghiacciante successo, il divorzio totale della mente umana
dalla propria facoltà di attenzione.