miércoles, 16 de agosto de 2017

Saki y Adolfo Bioy Casares: Sredni Vashtar


Hector Hugh Munro (Saki) nació en Akyab, Birmania, en 1870.
Escribió sátiras políticas, un libro sobre los orígenes del imperio ruso y la novela When William came (1913), relato (y, esperemos, vana profecía) de la vida en Inglaterra después de una invasión alemana. Debe la fama a sus cuentos. La primera colección completa apareció en 1930, con el titulo: The stories of Saki. Desde entonces se han hecho no menos de once reimpresiones.
El nombre Saki lo tomó del copero de los Rubaiyat, de Omar Kheyyam:

And when... oh Saki, you shall pass
Among the guests star-scattered on the Grass,
And in your joyous errand reach the spot
When I made One — turn down an empty Glass.

Murió el 14 de noviembre de 1916, en el ataque de Beaumont Hamel.

SREDNI VASTHAR

Conradín tenía diez años y, según la opinión del médico, no podría vivir cinco años más. El médico era suave, ineficaz, y no se lo tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora de Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora de Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con los anteriores, estaban concentrados en su imaginación. Conradín suponía que de un día para otro iba a sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias: la enfermedad, las interdicciones propias de los mimos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora de Ropp, ni en los momentos de mayor franqueza, se habría confesado que no quería a Conradín, aunque hubiera podido darse cuenta de que al contrariarlo “por su bien” cumplía con un deber que no le resultaba particularmente penoso. Conradín la odiaba con una desesperada sinceridad, que podía disimular perfectamente. Las pocas diversiones que inventaba acrecían con la perspectiva de molestar a su tutora. La señora de Ropp estaba excluida del dominio de su imaginación, como un objeto sucio, que no podía tener entrada.
En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas listas a entreabrirse para recordarle la obligación de tomar una medicina o para decirle que no hiciera esto o aquello, encontraba poco encanto. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados; sin embargo, hubiera sido difícil descubrir un comprador de frutas que ofreciese diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi completamente escondida por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada; bajo su techo, Conradín halló un refugio, algo que participaba de los variados aspectos de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos sacados de la historia, otros de su propia imaginación; pero la casilla ostentaba también dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdan, de áspero plumaje, a la cual el chico consagraba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón. Estaba dividido en dos compartimientos, uno de ellos con travesaños de hierro en el frente. Era la morada de un gran hurón de los pantanos; el muchacho de la carnicería se lo había dado de contrabando, con jaula y todo, por unas pocas monedas de plata. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible y de garras afiladas; pero era su más preciado tesoro. Su presencia en la casilla era para Conradín una secreta y terrible felicidad; debía mantenerlo escondido de La Mujer (así denominaba a su prima). Un día, quién sabe cómo, urdió para la bestia un nombre maravilloso, y desde ese momento el hurón de los pantanos fue un dios y una religión.
A la religión condescendía La Mujer una vez por semana, en una iglesia de los alrededores; lo llevaba a Conradín. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla de herramientas, Conradín oficiaba con místico y elaborado ceremonial ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el Gran Hurón. Adornaba su altar con flores coloradas y frutas escarlatas, pues era un dios que favorecía el impaciente lado feroz de las cosas (la religión de La Mujer, según Conradín, estaba dirigida en sentido opuesto). En las grandes fiestas, echaba ante el cajón nuez moscada en polvo. Necesitaba robar la nuez moscada: eso daba mayor valor a su ofrenda. Las fiestas eran variables y tenían por objeto celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que por tres días padeció la señora de Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo y casi llegó a persuadirse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el dolor hubiera durado un día más, la provisión de nuez moscada se habría agotado.
La gallina del Houdan jamás intervino en el culto de Sredni Vashtar. Conradín había decidido que era Anabaptista. No pretendía tener el más remoto conocimiento de lo que era un Anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuese algo audaz y no muy respetable. Para Conradín, la señora de Ropp encarnaba la odiosa imagen de toda respetabilidad.
Después de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla empezaron a llamar la atención de su tutora. “No puede ser bueno para él pasarse el día allí, cuando hace frío”, decidió prontamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que la gallina del Houdan había sido vendida la noche anterior. Con sus ojos miopes escrutó a Conradín, esperando un ataque de rabia y de tristeza que estaba lista a reprimir con la fuerza de excelentes preceptos. Pero Conradín no dijo nada; no había nada que decir. Algo, en esa cara blanca e impávida, la tranquilizó. Esa tarde, a la hora del té, hubo tostadas: atención generalmente excluida con el pretexto de que “eran malas para Conradín”, y también porque hacerlas daba trabajo (mortal ofensa para una mujer de la clase media).
—Creía que te gustaban las tostadas — exclamó con resentimiento la señora de Ropp, al observar que no las comía.
—A veces — dijo Conradín.
Esa tarde, en la casilla de las herramientas, hubo un cambio en el culto al dios del cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
—Hazme un favor, Sredni Vashtar.
El favor no estaba especificado. Sredni Vashtar, como era un dios, no podía ignorarlo. Conradín miró hacia el otro rincón vacío y, conteniendo un sollozo, regresó al mundo que detestaba.
Y todas las noches, en la bien venida oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, proseguía la amarga letanía de Conradín:
—Hazme un favor, Sredni Vashtar.
La señora de Ropp advirtió que no cesaban las visitas a la casilla; una tarde llevó a cabo una inspección más completa.
—¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? — le preguntó —. Han de ser conejitos de la India. Los haré llevar.
Conradín apretó los labios, pero La Mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave escondida, y en seguida bajó a la casilla a coronar su descubrimiento. Era una tarde lluviosa, y a Conradín le habían prohibido salir al jardín. Desde la última ventana del comedor se podía ver la casilla; en esa ventana se instaló Conradín. Vió entrar a La Mujer y la imaginó abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con ojos miopes la espesa cama de paja donde estaba oculto su Dios. Tal vez, con impaciencia torpe, estuviera tanteando la paja con el paraguas. Fervorosamente, Conradín articuló su última plegaria. Pero al rezar sentía la incredulidad. Sabía que La Mujer iba a aparecer de un momento a otro, con la sonrisa fruncida que él tanto detestaba; dentro de una o dos horas, el jardinero se llevaría a su prodigioso dios, no ya un dios sino un simple hurón de color pardo, en un cajón.
Y sabía que La Mujer triunfaría siempre, como había triunfado hasta ahora, y que sus persecuciones y su tiranía irían debilitándolo poco a poco hasta que a él ya nada le importara; hasta que aconteciera lo previsto por el doctor. Y como un desafío, en el despecho de la derrota, empezó a gritar el himno a su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar acometió.
Sus pensamientos eran pensamientos rojos, sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero Él les trajo muerte.
Sredni Vashtar, el hermoso.

De golpe cesó de cantar y se acercó a la ventana. La puerta de la casilla seguía abierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miraba los gorriones que volaban y corrían por el césped. Los contó y los volvió a contar, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró en la pieza y puso la mesa para el té. Y Conradín seguía esperando, vigilando. Gradualmente, la esperanza se deslizaba en su corazón; el triunfo empezó a brillar en sus ojos, hasta ahora sólo conocedores de la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados. Por la puerta salió una larga bestia amarilla y parda, baja, con ojos deslumbrados por la luz del atardecer y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín cayó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió a una de las acequias del jardín, bebió, atravesó un puente de tablas y se perdió entre los arbustos. Ése fue el tránsito de Sredni Vashtar.
—Está servido el té — dijo la criada de expresión agria —. ¿Adónde fue la señora?
—A la casilla — dijo Conradín.
Y mientras la criada salió a buscar a la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar el pan.
Y mientras lo tostaba y le ponía mucha manteca y lo saboreaba con lentitud, escuchaba los ruidos y silencios que caían en rápidos espasmos del otro lado de la puerta del comedor. Los chillidos tontos de la criada, el correspondiente coro de las cocinas, los correteos, las urgentes embajadas para pedir auxilio y, después de una pausa, los sagrados sollozos y el deslizado andar de quienes llevan una carga pesada.
—¿Quién se lo dirá al pobre chico? Yo no me atrevo — dijo una voz chillona.
Y mientras discutían el asunto entre ellas, Conradín se preparó otra tostada.

Traducción y presentación de ADOLFO BIOY CASARES.
Revista Sur, julio de 1940, año IX.

SREDNI VASHTAR

Conradin was ten years old, and the doctor had pronounced his professional opinion that the boy would not live another five years. The doctor was silky and effete, and counted for little, but his opinion was endorsed by Mrs. De Ropp, who counted for nearly everything. Mrs. De Ropp was Conradin's cousin and guardian, and in his eyes she represented those three-fifths of the world that are necessary and disagreeable and real; the other two-fifths, in perpetual antagonism to the foregoing, were summed up in himself and his imagination. One of these days Conradin supposed he would succumb to the mastering pressure of wearisome necessary things---such as illnesses and coddling restrictions and drawn-out dulness. Without his imagination, which was rampant under the spur of loneliness, he would have succumbed long ago.
Mrs. De Ropp would never, in her honestest moments, have confessed to herself that she disliked Conradin, though she might have been dimly aware that thwarting him “for his good” was a duty which she did not find particularly irksome. Conradin hated her with a desperate sincerity which he was perfectly able to mask. Such few pleasures as he could contrive for himself gained an added relish from the likelihood that they would be displeasing to his guardian, and from the realm of his imagination she was locked out---an unclean thing, which should find no entrance.
In the dull, cheerless garden, overlooked by so many windows that were ready to open with a message not to do this or that, or a reminder that medicines were due, he found little attraction. The few fruit-trees that it contained were set jealously apart from his plucking, as though they were rare specimens of their kind blooming in an arid waste; it would probably have been difficult to find a market-gardener who would have offered ten shillings for their entire yearly produce. In a forgotten corner, however, almost hidden behind a dismal shrubbery, was a disused tool-shed of respectable proportions, and within its walls Conradin found a haven, something that took on the varying aspects of a playroom and a cathedral. He had peopled it with a legion of familiar phantoms, evoked partly from fragments of history and partly from his own brain, but it also boasted two inmates of flesh and blood. In one corner lived a ragged-plumaged Houdan hen, on which the boy lavished an affection that had scarcely another outlet. Further back in the gloom stood a large hutch, divided into two compartments, one of which was fronted with close iron bars. This was the abode of a large polecat-ferret, which a friendly butcher-boy had once smuggled, cage and all, into its present quarters, in exchange for a long-secreted hoard of small silver. Conradin was dreadfully afraid of the lithe, sharp-fanged beast, but it was his most treasured possession. Its very presence in the tool-shed was a secret and fearful joy, to be kept scrupulously from the knowledge of the Woman, as he privately dubbed his cousin. And one day, out of Heaven knows what material, he spun the beast a wonderful name, and from that moment it grew into a god and a religion. The Woman indulged in religion once a week at a church near by, and took Conradin with her, but to him the church service was an alien rite in the House of Rimmon. Every Thursday, in the dim and musty silence of the tool-shed, he worshipped with mystic and elaborate ceremonial before the wooden hutch where dwelt Sredni Vashtar, the great ferret. Red flowers in their season and scarlet berries in the winter-time were offered at his shrine, for he was a god who laid some special stress on the fierce impatient side of things, as opposed to the Woman's religion, which, as far as Conradin could observe, went to great lengths in the contrary direction. And on great festivals powdered nutmeg was strewn in front of his hutch, an important feature of the offering being that the nutmeg had to be stolen. These festivals were of irregular occurrence, and were chiefly appointed to celebrate some passing event. On one occasion, when Mrs. De Ropp suffered from acute toothache for three days, Conradin kept up the festival during the entire three days, and almost succeeded in persuading himself that Sredni Vashtar was personally responsible for the toothache. If the malady had lasted for another day the supply of nutmeg would have given out.
The Houdan hen was never drawn into the cult of Sredni Vashtar. Conradin had long ago settled that she was an Anabaptist. He did not pretend to have the remotest knowledge as to what an Anabaptist was, but he privately hoped that it was dashing and not very respectable. Mrs. De Ropp was the ground plan on which he based and detested all respectability.
After a while Conradin's absorption in the tool-shed began to attract the notice of his guardian. “It is not good for him to be pottering down there in all weathers,” she promptly decided, and at breakfast one morning she announced that the Houdan hen had been sold and taken away overnight. With her short-sighted eyes she peered at Conradin, waiting for an outbreak of rage and sorrow, which she was ready to rebuke with a flow of excellent precepts and reasoning. But Conradin said nothing: there was nothing to be said. Something perhaps in his white set face gave her a momentary qualm, for at tea that afternoon there was toast on the table, a delicacy which she usually banned on the ground that it was bad for him; also because the making of it “gave trouble,” a deadly offence in the middle-class feminine eye.
“I thought you liked toast,” she exclaimed, with an injured air, observing that he did not touch it.
“Sometimes,” said Conradin.
In the shed that evening there was an innovation in the worship of the hutch-god. Conradin had been wont to chant his praises, tonight be asked a boon.
“Do one thing for me, Sredni Vashtar.”
The thing was not specified. As Sredni Vashtar was a god he must be supposed to know. And choking back a sob as he looked at that other empty comer, Conradin went back to the world he so hated.
And every night, in the welcome darkness of his bedroom, and every evening in the dusk of the tool-shed, Conradin's bitter litany went up: “Do one thing for me, Sredni Vashtar.”
Mrs. De Ropp noticed that the visits to the shed did not cease, and one day she made a further journey of inspection.
“What are you keeping in that locked hutch?” she asked. “I believe it's guinea-pigs. I'll have them all cleared away.”
Conradin shut his lips tight, but the Woman ransacked his bedroom till she found the carefully hidden key, and forthwith marched down to the shed to complete her discovery. It was a cold afternoon, and Conradin had been bidden to keep to the house. From the furthest window of the dining-room the door of the shed could just be seen beyond the corner of the shrubbery, and there Conradin stationed himself. He saw the Woman enter, and then be imagined her opening the door of the sacred hutch and peering down with her short-sighted eyes into the thick straw bed where his god lay hidden. Perhaps she would prod at the straw in her clumsy impatience. And Conradin fervently breathed his prayer for the last time. But he knew as he prayed that he did not believe. He knew that the Woman would come out presently with that pursed smile he loathed so well on her face, and that in an hour or two the gardener would carry away his wonderful god, a god no longer, but a simple brown ferret in a hutch. And he knew that the Woman would triumph always as she triumphed now, and that he would grow ever more sickly under her pestering and domineering and superior wisdom, till one day nothing would matter much more with him, and the doctor would be proved right. And in the sting and misery of his defeat, he began to chant loudly and defiantly the hymn of his threatened idol:

Sredni Vashtar went forth,
His thoughts were red thoughts and his teeth were white.  
His enemies called for peace, but he brought them death.  
Sredni Vashtar the Beautiful.

And then of a sudden he stopped his chanting and drew closer to the window-pane. The door of the shed still stood ajar as it had been left, and the minutes were slipping by. They were long minutes, but they slipped by nevertheless. He watched the starlings running and flying in little parties across the lawn; he counted them over and over again, with one eye always on that swinging door. A sour-faced maid came in to lay the table for tea, and still Conradin stood and waited and watched. Hope had crept by inches into his heart, and now a look of triumph began to blaze in his eyes that had only known the wistful patience of defeat. Under his breath, with a furtive exultation, he began once again the pæan of victory and devastation. And presently his eyes were rewarded: out through that doorway came a long, low, yellow-and-brown beast, with eyes a-blink at the waning daylight, and dark wet stains around the fur of jaws and throat. Conradin dropped on his knees. The great polecat-ferret made its way down to a small brook at the foot of the garden, drank for a moment, then crossed a little plank bridge and was lost to sight in the bushes. Such was the passing of Sredni Vashtar.
“Tea is ready,” said the sour-faced maid; “where is the mistress?” “She went down to the shed some time ago,” said Conradin. And while the maid went to summon her mistress to tea, Conradin fished a toasting-fork out of the sideboard drawer and proceeded to toast himself a piece of bread. And during the toasting of it and the buttering of it with much butter and the slow enjoyment of eating it, Conradin listened to the noises and silences which fell in quick spasms beyond the dining-room door. The loud foolish screaming of the maid, the answering chorus of wondering ejaculations from the kitchen region, the scuttering footsteps and hurried embassies for outside help, and then, after a lull, the scared sobbings and the shuffling tread of those who bore a heavy burden into the house.
“Whoever will break it to the poor child? I couldn't for the life of me!” exclaimed a shrill voice. And while they debated the matter among themselves, Conradin made himself another piece of toast.