Ediciones De La Mirándola acaba de publicar la primera traducción al castellano
del primer libro de ensayos de Chesterton, La acusación y la defensa.
De la extensa obra de Chesterton, lo más difundido son, sobre todo, los cuentos detectivescos del Padre Brown y la novela metafísico-policial El hombre que jueves.
Lo más importante, sin embargo, se encuentra en sus ensayos, que, en
número superior a 4.000, publicó a lo largo de su vida en diversos
periódicos antes de recogerlos en libro. Éstos fueron los que, junto con
sus libros de crítica literaria y de apología cristiana, le ganaron la
fama mundial que lo convirtió en uno de los escritores más influyentes
de su tiempo. La acusación y la defensa, primera de estas recopilaciones, muestra ya, en sus deliciosas páginas, toda la maestría del autor.
Proponemos aquí una primera selección de distintos pasajes de esta obra.
Proponemos aquí una primera selección de distintos pasajes de esta obra.
A lo largo de toda la historia de
la humanidad rige una extraña ley: la que dice que los hombres tienden
continuamente a subestimar su ambiente, a subestimar su felicidad, a
subestimarse a sí mismos. El gran pecado de la humanidad, el pecado del que es representativa
la caída de Adán, es la tendencia, no al orgullo, sino a esta extraña y
horrible humildad. Ésa es la gran caída, la caída por la cual el pez olvida el
mar, el buey olvida el prado, el oficinista olvida la ciudad, todo hombre
olvida su ambiente y, en el sentido más pleno y literal, se olvida a sí mismo.
Ésa es la verdadera caída de Adán, y es una caída espiritual. Es cosa extraña
que muchos hombres auténticamente espirituales, tales como el general Gordon,
hayan pasado realmente algunas horas especulando acerca de la ubicación precisa
del Jardín del Edén. Lo más probable es que todavía estemos en el Edén. Sólo
son nuestros ojos los que han cambiado.
***
El hombre que hace una promesa se
da cita a sí mismo en algún lugar o momento lejanos. El peligro que esto
encierra es que él mismo falte a la cita. Y, en los tiempos modernos, este
terror de uno mismo, de la debilidad y la mutabilidad de uno mismo, ha
aumentado peligrosamente, y es la base real de la objeción que se le hace a
cualquier tipo de promesas. Un hombre moderno se abstiene de jurar que contará
las hojas de uno de cada tres árboles en el Holland Walk, no porque sea tonto
hacerlo (hace cosas mucho más tontas), sino porque tiene la profunda convicción
de que antes de llegar a la hoja número trescientos setenta y nueve del primer
árbol estará sumamente cansado del asunto y querrá irse a su casa a tomar el
té. En otras palabras, tememos que a esas alturas sea, según dice la expresión
usual pero horriblemente elocuente, otro hombre.
***
Los martirios cristianos eran más
que demostraciones: eran anuncios publicitarios. En nuestros días, la nueva
teoría de la delicadeza espiritual querría alterar todo esto. Permitiría que a
Cristo se lo crucificase si fuera necesario para Su Naturaleza Divina, pero preguntaría,
en nombre del buen gusto, si no se lo podría crucificar en un cuarto privado.
Declararía que el acto de un mártir al ser despedazado por leones es vulgar y
sensacional, aunque, desde luego, no objetaría que lo despedazase un león en
nuestro propio salón y delante de un círculo de amigos realmente íntimos.
***
Durante siglos la religión ha
estado tratando de hacer que los hombres se regocijen con las “maravillas” de
la creación, pero olvidó que una cosa no puede ser completamente maravillosa
mientras siga siendo sensata. Mientras consideramos un árbol como una cosa
obvia, natural y razonablemente creada para que se lo coma una jirafa, no
podemos maravillarnos debidamente con él. Es cuando lo consideramos una
prodigiosa ola del suelo viviente alzándose hacia los cielos sin ninguna razón
en particular cuando nos sacamos el sombrero, ante el asombro del cuidador del
parque. Todo tiene, de hecho, un lado oculto, como la luna, patrona del nonsense.
Visto desde ese lado, un pájaro es una flor que se soltó de la cadena de su
tallo; un hombre, un cuadrúpedo que muestra su habilidad parándose sobre las
patas traseras; una casa, un sombrero gigantesco para cubrir a un hombre del
sol; una silla, un aparato de cuatro patas para un tullido que sólo tiene dos.
***
La concepción del Pastor Ideal
les parece absurda a nuestras ideas modernas. Pero, después de todo, era quizás
el único oficio de la democracia que fue equiparado a los oficios de la
aristocracia, incluso por la aristocracia misma. El pastor de la poesía pastoril
era, sin duda alguna, muy distinto del pastor de la realidad. Mientras que uno,
inocentemente, les tocaba la flauta a los corderos, el otro, inocentemente, los
maldecía; y su disparidad de inteligencia y de aseo personal era inmensa. Pero
la diferencia entre el pastor ideal que bailaba con Amarilis y el pastor real
que la molía a palos no es ni un poquito mayor que la diferencia entre el
soldado ideal que muere para capturar la bandera enemiga y el soldado real que
vive para limpiar su equipo, entre el sacerdote ideal que está perpetuamente
junto a la cama de alguien y el sacerdote real que se siente tan contento como
cualquier otro de irse a la suya. Hay concepciones ideales y hombres reales en
todas las profesiones; sin embargo, pocos son los que ponen reparos a las
concepciones ideales, y no muchos, después de todo, los que ponen reparos a los
hombres reales.
***
Difícilmente se pueda hacer
alguna vez que la gente meramente educada crea que este mundo es, en sí mismo,
un lugar interesante. Cuando miran una obra de arte, buena o mala, esperan
sentirse interesados, pero cuando miran el anuncio de un diario o un grupo en
la calle, no esperan, propia y literalmente hablando, sentirse interesados.
Pero para la gente común y sencilla este mundo es una obra de arte, aunque sea,
como muchas grandes obras de arte, anónima. Esperan que la vida les interese
con el mismo tipo de alegre e inconmovible seguridad con que nosotros esperamos
que nos interese una comedia por la que pagamos dinero a la entrada. A los ojos
de la suprema escuela de la exigencia contemporánea, el universo es, en verdad,
un cuadro mal dibujado y excesivamente colorido, los garabatos en círculos de
un niño en la pizarra de la noche; sus cielos estrellados son un diseño vulgar
que no querrían en el empapelado de sus paredes; sus flores y frutas tienen una
brillantez charra, como el sombrero dominguero de una florista.
***
Hubo en la Revolución Francesa
una clase de gente de la que todos se reían, y de la que probablemente era
difícil, en la práctica, evitar reírse. Intentaron erigir, por medio de enormes
estatuas de madera y festivales totalmente nuevos, las más extraordinarias
nuevas religiones. Adoraban a la Diosa de la Razón, que resultaría ser, incluso
después de tomar en cuenta de la manera más completa las muchas virtudes que
tenían, la deidad que menos les había sonreído. Pero esos locos frenéticos,
repudiados tanto por el viejo como por el nuevo mundo, eran hombres que vieron
una gran verdad desconocida tanto para el nuevo como para el viejo mundo. Vieron
aquello que permanecía oculto para los sabios y los perspicaces, para toda la
moderna civilización democrática hasta la época presente. Se dieron cuenta de
que la democracia debe tener una heráldica, que debe tener una pompa orgullosa
y colorida, si tiene que mantener siempre presente ante su propia mente su
propia misión sublime.
***
Es extraordinario contemplar la
gradual emasculación de los monstruos del mito griego bajo la pestilente
influencia del Apolo de Belvedere. La quimera era una criatura de la que
cualquier pueblo de mente sana se habría sentido orgulloso; pero cuando la
vemos en las pinturas griegas, nos sentimos inclinados a atarle una cinta
alrededor del cuello y darle un platito de leche. ¿Quién siente que los
gigantes del arte y la poesía griegos eran realmente grandes —grandes como lo
fueron algunos gigantes de las leyendas populares? En alguna historia
escandinava, un héroe camina kilómetros y kilómetros por una cadena de
montañas, que finalmente resulta ser el puente de la nariz del gigante. Eso es
lo que deberíamos llamar, con la conciencia tranquila, un gran gigante. Pero
esta fantasía sísmica aterrorizaba a los griegos, y su terror aterrorizó a la
humanidad entera despojándola de su amor natural por el tamaño, la vitalidad,
la variedad, la energía, la fealdad. La intención de la Naturaleza fue hacer de
cada rostro humano, mientras resultara convincente, algo individual y
expresivo, para que se lo viera como distinto de todos los demás, así como un
álamo es distinto de un roble y un manzano de un sauce. Pero lo que los
jardineros holandeses hicieron con los árboles, los griegos lo hicieron con la
forma humana; podaron sus rasgos vivientes y expansivos para darle cierta forma
académica; troncharon narices y recortaron barbillas con una horrible calma
hortícola. Y hasta ahora, realmente, han tenido éxito, haciendo que llamemos
feas algunas de las caras más potentes y atractivas, y hermosas algunas de las
caras más tontas y repulsivas.
***
La acusación y la defensa - Gilbert Keith Chesterton.
Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara.
ISBN: 978-987-3725-07-4
Ediciones De La Mirándola, julio de 2015.
Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara.
ISBN: 978-987-3725-07-4
Ediciones De La Mirándola, julio de 2015.