jueves, 26 de febrero de 2015

Marguerite Yourcenar: Rainer Maria Rilke



No lo conocí, e incluso sus libros me fueron revelados bastante tarde, el mismo año en que este poeta tomaba definitivamente figura de fantasma. Toda una parte de su obra escapa a mi comprensión, se hunde para mí en el balbuceo y en la niebla, ya que los poemas traducidos nunca son más que palomas a las que les han cortado las alas, Sirenas separadas de su elemento natal, seres exiliados en la orilla extranjera que no pueden más que decir, gimiendo, que estaban mejor en otra parte. Me han bastado sus obras en prosa, sus cartas, algunos versos escritos directamente en francés, algunos relatos de personas que lo estimaron, para concebir por él un cariño infinito y fraternal, con el que sólo puedo comparar mi amistad por Virgilio. Pero el Tiempo no es sólo una ilusión, y tiene su importancia haber navegado en la balsa de un mismo siglo: mientras que Virgilio se hunde para nosotros en el polvo dorado de dos mil años de crepúsculos, Rilke está todavía tan cerca de nosotros, que podemos amarlo como a nosotros mismos. Es poca cosa ser grande, o ser puro: lo queremos porque sus sufrimientos fueron casi los nuestros, y porque el destino le asignó la misma porción de desdicha. Las soluciones que encontró para su vida dividida entre la angustia y el respeto están entre las que nosotros podríamos aceptar, y esta comunidad de peligro y soledad hace que su genio nos resulte un poco menos extraño. El profundo Virgilio hace pensar en las plantas nocturnas que crecen silenciosamente bajo los rocíos lunares, en la melancolía de los vergeles corrompidos por el otoño, en el destino dorado de las abejas y los astros. También Rilke tiene sus vergeles, sus astros y su Orfeo. Pero la verdadera patria del joven Malte no son los Campos Elíseos de Gluck, es el país enfermo y gris en el que el condenado se consuela con la esperanza, es París, es Praga, pensativos Purgatorios. La luz temblorosa que invade la habitación de la Rue Toullier es la de un amanecer aún pálido por haber atravesado la noche, y los árboles del vergel de Muzot se doblan con el peso tranquilizador y triste de la manzana de Cézanne. Manos extrañas, semejantes a las que Rodin no se cansó nunca de modelar, frecuentan los corredores de esta obra crepuscular como la mañana, y que parece dictada a la hora en que palidecen los fantasmas. Si este poeta acostumbrado a las visitaciones angélicas quiso ser insubstancial, humilde, despojado hasta la transparencia, es porque sabía que había nacido para transmitir, para escuchar, para traducir, poniendo en riesgo su vida, esos secretos mensajes que le permitían captar las antenas de su genio; encerrado en su cuerpo como un hombre a la escucha en un barco que zozobra, mantuvo hasta el final el contacto con esa misteriosa estación emisora situada en el centro de los sueños.

Respeto por los hombres, respeto por sus almas invisibles, o tan rara vez, tan patéticamente intuidas; respeto por sus tristes cuerpos que ellos mismos no respetan, contentándose con quererlos, torturarlos o negarlos. Respeto por las cosas de las que los hombres abusan con mayor inconsciencia aún, y que tratan peor que a su propio corazón. Respeto por el silencio, lleno del presentimiento de las voces futuras; respeto por el pasado, que está presente, como en el estuche la marca que ha dejado el anillo desaparecido, y respeto por el instante presente, que pronto irá a unirse con el pasado, atraído por el imán del Tiempo. Respeto por los ángeles, que son nuestros guardianes y son, quizás, nuestras almas; respeto también por nuestros demonios, que no son más que la sombra que proyectan nuestros ángeles. Respeto por Dios, incluso si no existe, porque no ser, después de todo, no es sino una manera más noble y más pura de existir, y porque lo poseemos, al menos, bajo la forma de deseo y de espera. Respeto por el amor, que los hombres y las mujeres ya no respetan, porque temen que se los obligue a ser dignos de él. Respeto por la muerte, que es el fruto de nuestra vida, y casi su hija. Rilke respetó todas estas cosas, y pasó su existencia venerándolas, posando sobre ellas manos cada vez más temblorosas, pero que sólo tiemblan, como las de un amante, de tan audaces que son. En una época que se muere de sequedad desdeñosa y de indiferencia grosera, Rilke es el único poeta al que las cosas y los seres han librado sus supremos secretos, porque fue el único en comprender la necesidad de ponerse de rodillas. No dispone de los dones del visionario, como Blake; del nigromante, como Swedenborg; o del brujo, como el viejo Goethe; no posee el extraño magnetismo telúrico que hace de la obra de Thomas Mann la más poderosa reserva de fuerzas elementales; ni siquiera tiene en las manos las herramientas cortantes y curvas de un Proust. Desde lo hondo de tanta carencia y de tanta soledad, los privilegios de Rilke, y su misterio mismo, son el resultado del respeto, de la paciencia, y de la espera con las manos juntas. Un buen día, esas manos doradas por el reflejo de no sabemos qué cielos desconocidos se separaron por sí solas, semejantes a la cáscara frágil y perecedera de un fruto formado en la profundidad de esas palmas, y del que nunca sabremos si le debe más a la luz que lo hizo madurar o a las tinieblas de las que nació.

En Roma, una noche de Navidad que alcanza e iguala la mañana de Pascua del primer Fausto, Rilke le escribía a un joven poeta para aconsejarle que fuese grande, y consolarlo porque estaba solo. Entre los compañeros dispuestos a poblar nuestras soledades, enumeraba a Dios, y la primavera, y la infancia, y, sobre todo, el viento, “que ha pasado por encima de los árboles de muchos países”. Ahora el recuerdo de Rilke se ha vuelto semejante a esa brisa que, como una rosa de Jericó, vuelve a abrirles el corazón reseco a los solitarios. Porque fue triste, nuestra amargura es menos grande; estamos menos inquietos porque vivió sin seguridad; estamos menos abandonados porque él estuvo solo. Hace diez años que Rilke entró en esa tierra en la que el sepulturero de sus cuentos esperaba cavar lo bastante hondo para encontrar a Dios, y ya la obra de este poeta ha tomado figura de Ángel y calma la sed de los desdichados con el agua de sus propias lágrimas.


MARGUERITE YOURCENAR (1936)

Traducción para Literatura & Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.