En su artículo Clartés sur la poésie (Luces sobre la poesía), publicado en la revista L’Esprit français del 10 de enero de 1933, Jean Royère (poeta y crítico francés, fundador de la revista La Phalange, órgano oficial de la poesía y el arte simbolistas), evocaba en los siguientes términos la figura de John-Antoine Nau:
“El viernes 17 de marzo fue el 15º aniversario de la muerte de uno de los mayores poetas que Francia haya producido, pero también uno de los más inexplorables para los amantes de versos tradicionales y de pensamientos dialécticos o morales, de un hombre de una personalidad escarpada y bien defendida, de uno de esos liróforos, en una palabra, cuyo destino parece el de ser, y seguir siendo por siempre, oscuros y consagrados.”
Jean Royère, que durante largos años había estado ligado al nacimiento y a la evolución de la obra de su admirado amigo, y que más tarde velaría por su posteridad, publicando numerosos manuscritos inéditos o dispersos y reuniendo su correspondencia, no tenía la menor duda de su importancia y del lugar eminente que había conquistado en la literatura francesa. Ya había dado lugar a muchas de sus páginas en su revista Écrits pour l’art, y, más tarde, en La Phalange; había seguido de cerca cada estadio de la gestación de esa obra que, en su opinión, se contaba entre las más relevantes y originales de su tiempo; y no desaprovechó oportunidad alguna de difundir su punto de vista en artículos entusiastas que se propusieron, obstinadamente, abrirle a Nau las puertas de la celebridad.
El reconocimiento universal, pese a todo, no llegaba, y la voz de Royère se oscurecía con un comprensible resentimiento.
“Nau es un incivilizado” (seguía en el artículo citado). “¿Qué digo? ¡Es EL INCIVILIZADO, y, por ende, el Poeta! El género humano no es más que una jaula de feos pájaros domesticados. ¡Nau es la gaviota, el salvaje! Los burgueses son seres posados; Nau es el Errante.”
¿Cómo podía entender ese público de burgueses aletargados la violenta singularidad de esa obra única?
“Yo creo” (escribe Royère en otra parte, refiriéndose a la novela Cristóbal el poeta) “que es la amargura profunda de esta comicidad áspera y estridente la que espanta al lector. Ya que la relativa falta de éxito de obras semejantes, las más potentes, sin duda, de la novela contemporánea, sería, de otro modo, un enigma.”
Y, seguramente, había sobrados elementos, en las páginas de Nau, con que asustar a los lectores más apacibles. Pero ¿no vuelve el tiempo digeribles, aun para los estómagos más conservadores, los alimentos que alguna vez los irritaron? También Baudelaire (poeta a cuya altura, según Royère, se ubicaba Nau) había sufrido en vida el ataque de los “feos pájaros domesticados”; y Flaubert, de quien Nau había heredado la altanería artística, y el desprecio del vulgo, y el rigor del estilo. Pero ambos habían sido admitidos, finalmente, en el panteón de los más grandes. ¿No era fatal que lo mismo ocurriese, tarde o temprano, con John-Antoine Nau?
La convicción de Royère era inconmovible y visiblemente impaciente. Dos años antes la había expresado con más serena confianza en su artículo Recuerdo de Nau, publicado en L’Esprit français el 10 de julio de 1931, con motivo de un trabajo académico en curso sobre la poesía del autor desaparecido:
“La Universidad descubre, pues, a este gran poeta trece años después de su muerte. Es un tiempo de espera muy corto antes de la gran gloria. Nau no es, precisamente, un autor difícil: es un autor secreto. Todo gran genio es durante mucho tiempo un deus absconditus.”
Pero han pasado ya casi cien años de la muerte de Nau, y las historias de la literatura ignoran su nombre. El dios escondido mantiene oculto su rostro. John-Antoine Nau sigue siendo un autor secreto.
Carlos Cámara.
Miguel Ángel Frontán.
Del prólogo a Los tres amores de Benigno Reyes, de John-Antoine Nau. Ediciones De La Mirándola, abril de 2012. ISBN 978-987-28010-2-1
Miguel Ángel Frontán.
Del prólogo a Los tres amores de Benigno Reyes, de John-Antoine Nau. Ediciones De La Mirándola, abril de 2012. ISBN 978-987-28010-2-1
AQUELLA mañana a Benigno Reyes le pareció despertar, no sólo de su largo sueño sin sueños, sino también de un embotamiento de quince años que lo había vuelto indiferente a la extrañeza de los seres y de las cosas.
Desde su ventana divisaba la inmensa bahía abierta de olas verdosas y algo amarillentas, como aceitosas, bajo el cielo de intenso azul de ultramar que con todo su esplendor no lograba alterar el tinte apagado del gran desierto marino casi inmóvil, carente de espuma y de corrientes perceptibles.
El Océano Pacífico, tan radiantemente cerúleo en cualquier otro lugar, parece reflejar, por más de cien leguas a lo largo de la costa sudoeste del Perú y de la región tropical de Chile, la tristeza de la tierra horriblemente árida y salvaje.
Muy cerca de Benigno, un muellecito de piedras resquebrajadas se desmoronaba entre dos casas bajas siniestramente derruidas: techos grisáceos hundidos aquí y allá, verandas derrumbadas sobre pilares rematados por arcos, postigos medio arrancados. Y lo más lúgubre era que aquellas ruinas tenían habitantes —lastimosas familias de tez sepia, enfermizas y andrajosas, cuyos niños ulcerosos y raquíticos dormitaban delante de las casuchas, acuclillados entre el polvo y las basuras, o les tiraban piedras a perros de raza inclasificable.
ieles relucientes —era todo lo que brillaba en el paisaje— se estiraban hasta donde se perdía la vista en el suelo rojizo y seco, entre dos hileras de postes telegráficos que constituían la única vegetación de la comarca junto con un escuálido cocotero empenachado de largas hojas algo amarillas, una acacia espinosa —resto de una plaza cuyas rejas aún subsistían—, cinco o seis nopales de un tono de ceniza apenas verdosa y tres aloes monumentales pero valetudinarios: ¡aloes achacosos!...
Un sembrado de cascotes y de construcciones rojizas o blancuzcas dibujaba mal que bien calles difícilmente discernibles: todo esto, visto desde la ventana; y tal era —dominado por una enorme, una titánica muralla de montañas peladas, salvajes y aterradoras— el panorama íntegro de Toboadongo, “ciudad marítima de Chile, provincia de Tarapacá, a los 19º 30’ de latitud sur y 72º 39’ de longitud oeste, conquistada al Perú en 1878; salinas, yacimientos de salitre; 5.900 habitantes”, para hablar como los diccionarios de geografía comercial.
Benigno Reyes miró por un momento la salida de un velero de pintura descascarada, herrumbrado, arqueado, tan sarnoso y leproso como el paisaje terrestre; les tuvo envidia a los catorce o quince privilegiados, capitán y tripulación, que se encomendaban a su peligroso maderamen para huir de la abominable región desolada, y les deseó de todo corazón que tuviesen buen viaje y llegasen a destino: hubiera sido por demás terrible ahogarse sin volver a ver tierras un poco más agradables que las playas de la maldita provincia de Tarapacá. Pero daba lo mismo —cualquiera fuese la suerte que corrieran, seguiría siendo preferible a la suya: ahora tenían grandes probabilidades de no morir en Toboadongo. Mientras que él…
¡Ah, qué encantador lugar para vivir, aquel Toboadongo! Por cierto, sin contar los bares de mala muerte, había, como lugar de distracción, una oficina de telégrafos de las mejor equipadas: hasta se podían mandar por teléfono mensajes tan chistosos como inútiles a alegres empleados alojados en puestos-chozas en el corazón de vagas regiones donde los habitantes eran tan escasos como los árboles. En cambio, por lo general había que recorrer cuatro o cinco tiendas antes de descubrir productos medianamente comestibles: el único panadero no siempre tenía bastante harina para hacer pan para todos y las provisiones de arroz y de maíz eran limitadas. El carnicero sólo faenaba los días en que los buques de vapor de la “Great Inca and Patagonian Company” desembarcaban para él dos o tres terneras monstruosas, puras patas y costillas, falazmente calificadas de vacas, o enternecedores corderitos con cara de niños tísicos. Y si bien era bastante fácil encontrar, de cuando en cuando, en el almacén-tintorería o en el restaurante-farmacia, gruesos trozos de bacalao bien amarillo, rígido como la mujer de Lot y por el mismo motivo, no se veía ni una barca de pescador en el mar, que rebosaba, sin embargo, de peces. ¿Hortalizas?... Sólo las había en las láminas de colores de algunos buenos libros de botánica enterrados en la biblioteca del Señor Cura; pero, en compensación, abundaban en el mercado unos bonitos trozos de badana conocidos con el halagüeño nombre de tasajo; algunos colosos provistos de estómagos de chapa o de platino se jactaban, exagerando un poco, de haber digerido aquellas cañas de bota por lo menos tres veces en la vida, después de unas horas de combate.
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