En la larga lista de las escritoras de lengua francesa, desde María de Francia hasta Colette y Marguerite Yourcenar, pasando por Christine de Pizan y Marie-Madeleine de Lafayette, muchos fueron los nombres que durante el siglo XIX (siglo en que se estableció el reino de la crítica, periodística primero y luego académica, y de los manuales de historia de la literatura), terminaron borrándose de la memoria literaria. Ningún caso es más injusto, más aparentemente incomprensible, que el de Claire de Duras.
Después de la publicación de Ourika y de Édouard, y a pesar de que esas dos obras fueron publicadas sin nombre de autor, la celebridad fue inmensa y se extendió por toda Europa. Pero cuando Sainte-Beuve le dedicó uno de sus Portraits de femmes, en 1834, la fama de Claire de Duras comenzaba ya a declinar. De poco sirvió que la exquisita Librairie des bibliophiles volviese a publicar aquellas dos obras, con prólogos de Octave Uzanne y Mathurin de Lescure. Y cuando en 1863 Eugène de Fromentin publicó su Dominique, novela cuya segunda parte tiene escenas que parecen calcadas de Édouard, nadie pensó en el modelo. El siglo XX (pese al valioso libro de Gabriel Pailhès, La duchesse de Duras et Chateaubriand, de 1910, del que extrajimos el interesantísimo apéndice que incluimos en esta edición) iba a ser el siglo del gran olvido para Claire de Duras; un siglo en el que su nombre subsistió casi únicamente como el del personaje entrañable de la amiga íntima, de la querida hermana de Chateaubriand, en sus Memorias de ultratumba. En 1971, sin embargo, el editor Joseph Corti publicó una obra inédita: Olivier ou le secret. Aquella novela había circulado, hacia 1825, sólo en forma manuscrita, pero eso había bastado para que Stendhal la volviese a escribir con el título de Armance, dando así comienzo a su carrera de novelista. Más confidenciales fueron las publicaciones de Ourika, hecha por Flammarion en 1979, y de Édouard, por el Mercure de France, en 1983. Esta resurrección fue ayudada por el surgimiento de internet y de la edición electrónica. En 1997, el sitio de la Bibliothèque de Lisieux, que hace un notable trabajo de redescubrimiento de autores más o menos olvidados, puso en línea Ourika. En 2002, la revista literaria digital A Rascal Rat publicó la primera traducción moderna al castellano. En 2007, la prestigiosa editorial Gallimard publicó en su colección Folio las tres novelas conocidas hasta la fecha, en una edición de Marie-Bénédicte Diethelm, con prefacio de Marc Fumaroli.
Nada predisponía a nuestra futura duquesa a ser una “mujer de letras”. Como casi todas las damas de la nobleza y de la alta burguesía del siglo XVIII, de aquellos tiempos de antes de la tormenta revolucionaria de los que su fiel amigo Talleyrand dijo que en ellos se disfrutaba de la “dulzura de vivir”, Claire de Duras poseía el perfecto manejo de la lengua epistolar. ¿No es acaso Francia el único país en que una mujer ha entrado a la historia de la literatura únicamente por sus cartas, modelo de refinamiento, pero también de frescura y de ingenio? Y la larga estela que había dejado el paso de Madame de Sévigné por París y Versalles parecía prolongarse todavía bien entrado el siglo XIX.
YO iba a Baltimore a incorporarme a mi regimiento, que formaba parte de las tropas francesas destinadas a la guerra de América; y para evitar la lentitud de los buques militares, me embarqué en Lorient en una nave mercante armada para la guerra. Aquella nave transportaba, además de mí, a otros tres pasajeros. Uno de ellos me interesó desde el momento mismo en que lo vi: era un joven alto, apuesto, de modales llanos y fisonomía inteligente; su palidez, y la tristeza que impregnaba todas sus palabras y todos sus actos, despertaban al mismo tiempo el interés y la curiosidad. Estaba lejos de satisfacerlos; solía permanecer callado, pero sin desdén. Se hubiera dicho, por el contrario, que, en él, la amabilidad había sobrevivido a otras cualidades, ahogadas por la pena. Se lo veía generalmente distraído, y no esperaba ni rédito ni provecho para sí mismo de nada de lo que hacía. Esta manera de dejarse vivir, que proviene de la desdicha, tiene algo de conmovedor: inspira más piedad que las quejas más elocuentes.
Yo trataba de acercarme a aquel joven, pero, a pesar de la especie de intimidad forzada que conlleva la vida en un barco, no lo lograba. Cuando iba a sentarme a su lado y le dirigía la palabra, él respondía a mis preguntas, y si éstas no se referían a ninguno de los sentimientos íntimos del corazón, sino a las vagas relaciones sociales, a veces agregaba una reflexión; pero, en cuanto yo quería abordar etema de las pasiones o de los sufrimientos del alma, lo que me ocurría a menudo, con la intención de despertar un poco su confianza, se levantaba, se alejaba, o su fisonomía se ensombrecía tanto que yo no me sentía con ánimo para continuar. Lo que me mostraba de sí mismo habría bastado tratándose de cualquier otro, ya que tenía un espíritu sumamente original; no veía nada de una manera común, y esto se debía a que la vanidad nunca se mezclaba con ninguno de sus juicios. Era el hombre más independiente que he conocido; la desdicha lo había vuelto como extraño a los demás hombres; era justo porque era imparcial, e imparcial porque todo le resultaba indiferente. Cuando una tal manera de ver no lo vuelve a uno muy egoísta, desarrolla el entendimiento e incrementa las facultades de la inteligencia. Se veía que tenía un espíritu muy cultivado; pero, durante toda la travesía, nunca lo vi abrir un libro; nada parecía llenar para él el largo ocio de nuestros días. Sentado en un banco, en la parte posterior del barco, permanecía horas enteras apoyado en la borda, mirando fijo la larga estela que el navío dejaba en las aguas. Un día me dijo:
—¡Qué fiel emblema de la vida! Así es como cavamos penosamente nuestro surco en ese océano de miseria que vuelve a cerrarse detrás de nosotros.
—¿Cómo es que, a su edad —le dije—, ve usted el mundo bajo una luz tan triste?
—Somos viejos —dijo— cuando ya no tenemos esperanzas.
—¿Acaso no pueden renacer? —le pregunté.
—Nunca —me respondió. Luego, mirándome tristemente, añadió—: Usted siente piedad por mí, me doy cuenta; créame que eso me onmueve, pero no puedo abrirle mi corazón; ni siquiera tiene usted que desearlo: no hay ningún remedio para mis males, y ahora todo es inútil para mí, incluso un amigo.
Se fue luego de pronunciar estas últimas palabras.
Pocos días después intenté retomar la misma conversación; le hablé de una aventura de mi juventud; le conté cómo los consejos de un amigo me habían salvado de cometer una gran falta.
—Hoy quisiera ser para usted —le dije— lo que otro fue entonces para mí.
Me tomó la mano y me dijo:
—Usted es demasiado bueno, pero no sabe lo que me pide; quiere ayudarme y terminaría haciéndome daño: los grandes dolores no necesitan confidentes, el alma que puede contenerlos se basta a sí misma; tenemos que vislumbrar la esperanza en alguna otra parte para sentir la necesidad de que los demás se interesen por nosotros. ¿Para qué tocar llagas que son incurables? Para mí todo se ha acabado en la vida, y me veo a mí mismo como si ya no existiera.
Se levantó, se puso a caminar por la cubierta, y pronto fue a sentarse en la otra punta del barco.
Dejé libre entonces el banco que estaba ocupando, para darle la posibilidad de volver a él: era su lugar favorito e, incluso a menudo, pasaba las noches allí. Nos encontrábamos, en ese momento, en el paralelo de los vientos alisios, al oeste de las Azores, y con un clima delicioso. Nada puede dar una idea del encanto de esas noches de los Trópicos: el firmamento tachonado de estrellas se refleja en un martranquilo. Uno se creería situado, como el arcángel de Milton{2}, en el centro del universo, y capaz de abarcar de un solo vistazo la creación entera.
Una noche, el joven pasajero me hizo observar aquel magnífico espectáculo:
—El infinito está en todas partes; lo vemos allí —dijo, señalándome el cielo—, lo sentimos aquí —y se señaló el corazón—; y, sin embargo, ¡qué misterio! ¿Quién puede comprenderlo? ¡Ah, la muerte tiene el secreto! Quizás nos lo revele, o quizás nos haga olvidarlo todo. ¡Olvidarlo todo! —repitió con voz temblorosa.
—¿No alimentará usted una idea tan culpable? —le dije.
—No —me respondió—, ¿quién podría dudar de la existencia de Dios al contemplar este hermoso cielo? Dios ha derramado sus dones sobre todos los seres de manera pareja, es soberanamente bueno; pero las instituciones de los hombres también son todopoderosas, y son fuente de mil dolores. Los antiguos situaban la fatalidad en el cielo: pero es en la tierra donde existe, y no hay nada más inflexible en el mundo que el orden social tal como los hombres lo han creado.
[...]