IGNACIO
MANUEL DE ALTUNA, EL AMIGO VASCO DE ROUSSEAU
Mientras
estuvo Juan Jacobo Rousseau en Venecia, como secretario del conde de Montaigu,
embajador de Francia, ligose en amistad con dos españoles: Carrió y Altuna. La
primera vez que en sus Confesiones nombra a éste le llama “el
virtuoso Altuna”, y aunque la idea que de la virtud tenía el patriarca del
romanticismo resulta, a bien leer sus confesiones, bastante
diferente de la que hoy casi todos los espíritus normales tienen de ella,
Altuna debió de ser, en efecto, un hombre virtuoso. En París volvió a
encontrarle.
“Había
hecho conocimiento en Venecia —nos dice— con un vizcaíno amigo de un amigo de
Carrió y digno de serlo de todo hombre de bien”. Le llama vizcaíno, que ha
solido equivaler a vascongado. Porque Altuna era de Azcoitia, en Guipúzcoa.
Pero a Íñigo de Loyola, guipuzcoano también, se le llamaba corrientemente
vizcaíno y Cervantes llama vizcaíno a Sancho de Azpeitia. Hasta hace muy poco
apenas se llamaba a los vascos todos españoles de otro modo que vizcaínos.
Altuna,
aquel “amable joven”, como le llama en su estilo Rousseau; Altuna, nacido para
todos los talentos y todas las virtudes, acababa de dar la vuelta a Italia para
tomar gusto a las bellas artes y quería volverse ya a su patria. Probablemente
sería músico como lo fue el Altuna que puso en notas, si es que no la compuso él
mismo, la música del “Guernicaco arbola”, que cantó Iparraguirre por primera
vez en un café de la Red de San Luis de Madrid. Rousseau le dijo a Altuna al
conocerle que las artes no eran más que una distracción para un ingenio como el
suyo, hecho para cultivar las ciencias, y le aconsejó para que tomase gustos a
éstas, un viaje de seis meses de demora a París. Lo creyó y fuese a París, donde
le encontró luego Rousseau.
En
eso de que el ingenio de Altuna le pareciera a Rousseau más adecuado para las
ciencias y no para las bellas artes, se ve que éste descubrió bien al vasco. El
pragmatismo, el didactismo, el pedagogismo del espíritu de mi casta vascongada
no se prestan bien al puro desinterés estético. La menguada honradez de la que
con malicioso, pero seguro tiro, llamó Menéndez y Pelayo “la honrada poesía
vascongada” proviene de su impureza estética. El sectarismo que nos domina,
querámoslo o no a los vascos, nos excluye de la pura contemplación estética,
indiferente a consecuencias de verdad o de bien. Íñigo de Loyola, el vasco,
fundó una compañía que no tiene oficio de canto en el coro y que sólo cultiva
la música —lo mismo que las demás artes— con fines pedagógicos para mejor seducir
a las muchedumbres.
Al llegar Rousseau a París fuese a
vivir con Ignacio Manuel de Altuna, encontrándole en el hervor de los “altos
conocimientos”. “Nada estaba por encima de su alcance —nos dice—, devoraba y
digería todo con una prodigiosa rapidez.” El ansia de saber atormentaba a
Altuna. Hiciéronse Rousseau y él íntimos. Sus gustos no eran los mismos;
disputaban siempre. Tercos ambos, jamás estaban de acuerdo sobre cosa alguna, y
con ello no podían separarse el uno del otro, y contrariándose sin cesar,
ninguno de los dos hubiera querido que el otro fuese de otro modo. Y he aquí,
por lo que hace a Altuna, rasgos bien característicos de su raza.
Tercos lo somos los vascos, a más no poder, y la terquedad es acaso la primera de nuestras virtudes. Y en aquella mi bendita tierra, he conocido no pocas fuertes y duraderas amistades fundadas en discrepancia de opiniones y de gustos; he conocido no pocas parejas de amigos íntimos unidas por la necesidad de discutir, fundadas en una especie de guerra civil. ¿Y no llevamos acaso cada uno de nosotros un campo de guerra civil en nuestra conciencia? ¿No discutimos con nosotros mismos? Lo que se funda, a mi ver, en un último fondo de incertidumbre y duda, de recelo acaso. El dogmatismo del vasco tiene una raíz de íntima desconfianza. Estudiando bien a Íñigo de Loyola se verá a un hombre que trata continuamente de convencerse a sí mismo y no un inconsciente convencido.
Tercos lo somos los vascos, a más no poder, y la terquedad es acaso la primera de nuestras virtudes. Y en aquella mi bendita tierra, he conocido no pocas fuertes y duraderas amistades fundadas en discrepancia de opiniones y de gustos; he conocido no pocas parejas de amigos íntimos unidas por la necesidad de discutir, fundadas en una especie de guerra civil. ¿Y no llevamos acaso cada uno de nosotros un campo de guerra civil en nuestra conciencia? ¿No discutimos con nosotros mismos? Lo que se funda, a mi ver, en un último fondo de incertidumbre y duda, de recelo acaso. El dogmatismo del vasco tiene una raíz de íntima desconfianza. Estudiando bien a Íñigo de Loyola se verá a un hombre que trata continuamente de convencerse a sí mismo y no un inconsciente convencido.
“Ignacio Manuel de Altuna, -nos dice Rousseau-, era uno de esos
hombres raros que sólo España produce y de los que produce demasiado pocos para su gloria.” El concepto y no por
halagador para nuestra patria, me parece menos justo. Hay un temple de raros
espíritus que apenas se producen por ahí fuera.
“No tenía —sigue diciendo del vasco el ginebrino— esas violentas
pasiones nacionales comunes en su país; la idea de la venganza no podía entrar
en su mente más que el deseo en su corazón. Era demasiado activo para ser
vengativo y le he oído decir a menudo con mucha sangre fría que ningún mortal
podía ofender su alma.” Aquí Rousseau coteja al español que conoció directa y
personalmente con el tipo convencional y legendario del español que le era
conocido de lejos e indirectamente. Pasiones violentas en este nuestro país.
Que cotejen a Mío Cid, el del viejo poema castellano, al anterior, al del
romancero, con el Cid de Corneille. No, el español de España, y menos el vasco,
no es el de la leyenda dramática.
“Era galante sin ser tierno” —añade Rousseau. Lo que en plata quiere
decir que en cosas de sensualidad, de sensualidad más que de amor, aunque
Rousseau los confundiera, Altuna era frío. No se le ocurría como al pobre
filósofo ginebrino apetecer casi todas las mujeres jóvenes con que se
encontrara. Rousseau no conoció querida alguna a su amigo. En su retórica
romántica, decía de él que las llamas de la virtud de que su corazón estaba
devorado no permitieron jamás hacer a las de sus sentidos. Mas yo, vasco al
igual que Altuna, creo poder asegurar que la virtud del azcoitiano no era de
llamas, y que las supuestas llamas no le devorarían el corazón. La virtud de
Altuna debió de ser ante todo, y sobre todo, salud, robusta salud, salud de
cuerpo, salud de espíritu. Y la salud no es febril. Y nuestra fuerza, la de los
vascos, es salud. Nuestra terquedad misma lo es.
“Después de sus viajes —agrega Rousseau—, se ha casado; ha muerto
joven; ha dejado hijos, y estoy persuadido, como de mi existencia, de que su
mujer es la primera y la única a la que ha hecho conocer los placeres del amor.”
También nosotros estamos persuadidos de ello, pues que lo estaba el protegido
de “mamá” la baronesa de Warens y amante de Teresa, la madre de los hijos
hospicianos de Juan Jacobo. Creemos que Altuna, aunque muerto joven, era un
hombre sano, un vasco repleto de salud.
“Al exterior —prosigue el ginebrino—, era devoto como un español, pero
por dentro era la piedad de un ángel.” Rousseau, nacido y criado en un ambiente
de la más rabiosa gazmoñería, pues no hay gazmoñería mayor que la de origen
calvinista ni hipocresía más refinada que la puritana, no concebía que la
devoción exterior se uniese a la piedad interior. En mi bendita tierra vasca,
sin embargo, encuéntrase uno a cada paso con almas tan piadosas por dentro cuanto
devotas por fuera.
“Fuera de mí —dice Rousseau—, no he visto más que él que sea tolerante
desde que existo.” Sólo que Rousseau era tolerante por débil, por enfermo, y
Altuna debió de serlo por fuerte, por sano. No se ha informado jamás de nadie
de cómo pensaba en materia de religión. Que su amigo fuese judío, protestante,
turco, gazmoño, ateo, poco le importaba, siempre que fuese hombre honrado.
Obstinado, tozudo en opiniones indiferentes, desde que se trataba de religión,
aun de moral, se recogía, se callaba o decía sencillamente: “yo no tengo cargo
más que de mí mismo”. Honrado y sano, Altuna, mi paisano, ¡excelente cristiano!
Si ignacio Manuel de Altuna pudiese hoy resucitar y volver a su tierra,
a su Azcoitia, a su Guipúzcoa, encontraría las cosas algo cambiadas. En sus
tiempos, allá a mediados del siglo XVIII, la cristianísima Guipúzcoa era una
tierra liberal, y en ella se formaba la generación al que perteneció Idiáquez,
el conde de Peñaflorida, también azcoitiano, aquella generación liberal y
progresista que fundó la primera Sociedad de Amigos del País y el Seminario de nobles
de Vergara, aquella generación que había, sin duda, recibido savia, por
corrientes subhistóricas, de los hugonotes vascos —entre los que Juan de
Lizárraga, el que primero puso en vascuence los Evangelios—, y acaso de los
jansenistas, pues vasco fue también el abate de Saint-Cyran, el fundador de
Port-Royal. Si hoy Ignacio Manuel de Altuna volviese a su nativa tierra se la
encontraría infestada por el espíritu jesuítico, degeneración del loyolano, y
que se le pregunta a uno antes de relacionarse con él si es judío, protestante,
turco, beato o ateo, como si cada uno estuviese más encargado del prójimo que
de sí mismo.
La nueva diputación de Vizcaya, en su mayoría nacionalista, acaba de
acordar que se consagre el Señorío al Sagrado Corazón de Jesús, a este culto
pagano y materialista que no es sino una degeneración de la verdadera devoción católica,
a este culto barroco, que sólo ha podido medrar donde la falta de sentimiento
estético ha hecho enfermar de histeria espiritual al alma.
Quien compare las visiones puramente intelectuales de Santa Teresa de Ávila
con las materiales —¡y tan materiales!— de la beata Margarita María de
Alacoque, la de Paray-le-Monial, la que mirando por la llaga del costado de
Cristo, como por el objetivo de un cosmorama, vio como un prado amenísimo
(¡así!), quien compare eso podrá ver la diferencia. Y luego se ha discutido en
la amenísima diputación provincial de Vizcaya si la leyenda de los emblemas del
Corazón de Jesús estaría en castellano, que es hoy la lengua de la mayoría de los
vizcaínos, o si en vascuence. Y la pondrán, estamos de ello seguros en ese
volapük o esperanto “euskádico” que ni los que se han criado hablando vascuence
lo entienden. ¿Qué diría de todo esto Ignacio Manuel de Altuna, el amigo íntimo
de Rousseau, si resucitase?
“Es increíble —prosigue el ginebrino— que se pueda asociar tanta elevación
de alma con un espíritu de detalle llevado hasta la minucia. Dividía y fijaba
de antemano el empleo de su jornada por horas, cuartos de hora y minutos, y
seguía esta distribución con tal escrúpulo que si hubiera sonado la hora
mientras leía habría cerrado el libro sin acabar.” También lo creemos sin que
Rousseau no los jure; también conocemos este rasgo de salud de nuestra raza.
Sabemos cuál es la base de la laboriosidad de nuestro pueblo vasco, de este
pueblo “corto en palabras pero en obras largo” que dijo Tirso, de Molina.
Condición de secretarios, y para secretarios decía Cervantes que hemos nacido
los vizcaínos. ¿Y no es nuestro secretarismo lo que ha explotado la compañía que
fundó Íñigo de Loyola e informó Acquaviva?
Altuna “jamás molestaba a nadie: soportaba que se le molestase; trataba
bruscamente a las gentes que por cortesía querían molestarle.” ¡Y cuántos nos
molestan con su cortesía! ¿Hay hombre más molesto que el que se pasa de fino? Altuna
“se irritaba sin enojarse» (“Il était emporté sans être boudeur”). “Le
he visto —dice su amigo— a menudo encolerizado pero no lo he visto jamás
enfadado (“faché”). ¡Hombre sano! Camoens hablaba (Lucíadas, canto IV, estrofa 11) de
a gente biscainha, que carece
de polidas razoes e que as injurias
muito mal dos estranhos compadece.
¡Y hay quien nos llama misántropos! ¿Misántropos? “Nada era tan alegre
como su humor —nos dice de Altuna su amigo íntimo—, entendía burlas y le gustaba
burlarse y hasta brillaba en ello teniendo el talento del epigrama. Cuando se
le animaba era barullero y hablador, su voz se oía de lejos, pero mientras
gritaba se lo veía sonreír y, a través de sus arrebatos, se le ocurría algún
chiste que hacía reír a todo el mundo.” También esto lo conocemos: también
conocemos la sana alegría de nuestro pueblo. ¡Cómo nos la estropean ahora, con
esas pueriles gazmoñerías, caricatura del verdadero y sano buen humor, del buen
humor de los ordenados luchadores!...
Altuna no tenía ni lo que Rousseau creía ser la tez española, ni la
flema; tenía la piel blanca, las mejillas coloradas, el cabello de un color
castaño casi rubio; era alto y bien formado. Un buen “guizón” de Azcoitia.
Sabio de corazón así como de cabeza, “sage de coeur ainsi que de tête”
le llama Rousseau. Quien intimó tanto con nuestro paisano que formaron el proyecto
de pasar sus días juntos, y Rousseau debería algunos años ir a Azcoitia para
vivir con Altuna, en la tierra de éste, que es la nuestra. ¿Y qué hubiera sido
de él si el pobre filósofo ginebrino, perdido en la Francia de Voltaire y de
Diderot, hubiera ido a vivir en la apacible Guipúzcoa, entre hombres sanos que
aliaban la devoción con la piedad, y a los que no les devoraba, las entrañas la
sensualidad de la carne? Pero disertar sobre esto es como disertar sobre lo que
habría sido de Napoleón si en vez de ser vencido hubiera él vencido en Waterloo.
En estos días, de hondísima crisis para nuestra patria española, cuando
está acaso rompiendo un capullo de siglos para salir a volar al aire lleno de
sol de la civilización europea, porque los pueblos luchan ahora contra el imperialismo
opresor, el haberme encontrado con Ignacio Manuel de Altuna en las Confesiones de Rousseau me ha sido un consuelo. Altuna estaría hoy, si
viviese, del lado de la democracia y la libertad, del lado en que está la
Francia en que formó su mente.
La Nación,
Buenos Aires, 10 de septiembre de 1917.