Pasternak pertenece a la línea de los poetas secretos,
en los cuales la experiencia humana va haciendo ocultamente el verso. Así y de
radiante manera percibimos la experiencia religiosa en la poesía de G. M.
Hopkins, el poeta más secreto de todos.
Traductor de Shakespeare, y viviendo como pocos en el
mundo shakespiriano (Hamlet y Othello le han inspirado los más originales
poemas), Pasternak suele mostrar afinidades y coincidencias con algunos poetas
alemanes, franceses e ingleses, y representa en la moderna poesía rusa un aspecto
universalizado. Pero lo esencial es que ese aspecto se fusiona y combina
siempre con los elementos vivos de la naturaleza, y el mundo rusos; parece
tocar la tierra para recobrar fuerzas a cada momento, y ella constituye una
presencia latente que reanima el fuego de la poesía con todas sus raíces y
ramificaciones transportadas a la inmensa lengua, con la que coincide hasta el
punto que, si el hombre hubiese vivido en otros países, esa poesía sería
inconcebible.
Ella pasa con específica rapidez de lo temporal a lo
intemporal, y continuamente los une, pero, en un plano de interioridad, se nos
aparece tan ligada a su época que no podríamos nunca separarlas. El poeta
existe en el mundo presente, mas sin limitarse a él; participan, entran en su
experiencia los movimientos de la tierra que lo rodea, lo que acaece en ella y
su repercusión en el resto del mundo, y todo coexiste con multitudes y paisajes,
pero los fragmentos vivos de esa realidad nos llegan transcendidos, llevados
hacia una realidad poética más vasta, en la que el propio tiempo aspira a
identificarse con el tiempo.
Para unos, Pasternak es el más grande de los poetas
actuales de lengua eslava, para otros no es un poeta realista. Nosotros lo
consideramos como un poeta de la realidad, en cuya obra realismo y
superrealismo aparecen y desaparecen uno y otro como integrantes de la fuerza
espiritual y la fuerza telúrica difundidas hasta en sus versos más formales y
breves, y esas fuerzas transfiguradas por el canto nos comunican la experiencia
del hombre.
El propio Pasternak ha sido atormentado no sólo por la
idea de que sus versos eran demasiado individuales para expresar el “pathos” de
la realidad que actualmente él lleva en sí, sino más aún por la idea de que la
poesía no puede expresar esa realidad. Y acerca de este tema el poeta escribe
en una carta: “Pero todo esto no es
nada. No son más que bagatelas. Tengo el sentimiento de que una época
absolutamente nueva de tareas y de preguntas del corazón y de la dignidad
humana, muy diversamente resueltas, -época silenciosa, que nunca será
proclamada o promulgada a voz en cuello- nace y crece de día en día sin que uno
se dé cuenta. y no es propio de poesías desligadas y
particulares el meditar sobre estas cosas tan solemnes, tan oscuras y nuevas.
La prosa o la filosofía son las que pueden intentar ocuparse de ellas. Por lo
tanto, lo más importante que he podido hacer hasta ahora, durante toda mi vida,
es la novela El doctor Zhivago". ( ... ) Me avergüenza la circunstancia
verdaderamente triste de que se me haya hecho un renombre exagerado por mis
escritos primeros, y que no se conozcan mis trabajos recientes (la novela,
sobre todo) de una significación completamente distinta”. […]
El
primero de los poemas que se publican en este número fue elegido, a pesar de su
intraducible canto, porque me parece resumir no sólo el sentido de una de las
obras poéticas más considerables de nuestro tiempo, sino también el sentido de
la comunicación del poeta con todas las cosas; esa comunicación que es
exclusividad y total exigencia.
Las
cosas lo apremian, lo llaman, y está forzado a entrar en ellas y a no salir sin
intentar llevarlas al mundo; está habitado simultáneamente por ellas, sin poder
elegir entre una y otra. Y ellas y el paroxismo que las une entran en el molde
de las doce sílabas en que escribiera Pushkin, divididas en líneas de ocho y
cuatro. Aunque ya en su infancia, mientras escuchaba a Scriabine, había sentido
que nuestro siglo sólo podía expresarse con sus propias voces, vuelve a Chopin,
porque encuentra encarnadas en su voz las cosas reales y vivas que encuentra en
él mismo y que quiere desesperadamente poner en ocho líneas, porque si eso
fuera posible, ocho líneas bastarían.
Las
cosas están ahí, presencia, perfumes ruidos, colores y contradicciones contenidas
en el amor que las une y en el descubrimiento, vecino del amor.
Las
cosas enumeradas entran con violencia en esa tan concentrada forma y
representan a aquéllas que no menciona. Los nombres particulares de la rosa y
la menta estaban presentes, en el momento del canto, pero, no sólo expresan a
la rosa y la menta; sino a las flores y plantas de todos los jardines. Los
nombres están ligados mágica y verbalmente al canto que los contiene, y por él
vuelven a aquel origen musical de su primera inspiración.
Dentro
de la poesía moderna, que tiende a realizar diversamente su propia música, lo
que sorprende en Pasternak no es la sonoridad ni el acuerdo profundo entre las
partes, sino la reminiscencia persistente del más antiguo tiempo en que la
poesía y la música eran inseparables. Parecería que la poesía respondiera a un
llamado, y aunque libre de la sujeción anterior, aspirara, por su solo impulso
y sus medios, a reunirse de nuevo con la música en su fuente común.
La imagen final de este poema, consabida imagen de la tensión, nos muestra la cuerda y el arco identificados con el juego y el tormento. Y una vez más recuerdo la insistente frase de Éluard -con el cual el poeta ruso tiene manifiestas afinidades, en algunos aspectos del lenguaje poético-: “Ya no vuelvo a encontrar nunca en aquello que escribo, aquello que amo”. No sé cuál es la interpretación de Pasternak, pero la emoción de este poema está ligada, para mí, a la imagen de un violín, con el nervio y el arco. Él que crea, en el difícil acuerdo del juego y el tormento, hace su música, pero no puede escucharla nunca; si la oye, no puede reconocerla, porque se le aparece como si fuera indefinidamente otra. Sólo queda la presencia del juego y el tormento, desde el principio hasta el final. Pero otros escuchan; alguna vez la música se hace en ellos y, como siempre, ésta es la realidad de la poesía.
La imagen final de este poema, consabida imagen de la tensión, nos muestra la cuerda y el arco identificados con el juego y el tormento. Y una vez más recuerdo la insistente frase de Éluard -con el cual el poeta ruso tiene manifiestas afinidades, en algunos aspectos del lenguaje poético-: “Ya no vuelvo a encontrar nunca en aquello que escribo, aquello que amo”. No sé cuál es la interpretación de Pasternak, pero la emoción de este poema está ligada, para mí, a la imagen de un violín, con el nervio y el arco. Él que crea, en el difícil acuerdo del juego y el tormento, hace su música, pero no puede escucharla nunca; si la oye, no puede reconocerla, porque se le aparece como si fuera indefinidamente otra. Sólo queda la presencia del juego y el tormento, desde el principio hasta el final. Pero otros escuchan; alguna vez la música se hace en ellos y, como siempre, ésta es la realidad de la poesía.
Entregas de La Licorne 9-10, Montevideo 1957.
DOS POEMAS
I
Yo quisiera ir hasta el centro
de toda cosa
en el trabajo, en la búsqueda
del camino, en los tumultos
del corazón.
Llegar hasta la sustancia
de los días fugitivos
hasta el origen
la raíz y el fundamento,
hasta la médula.
Cada vez asir el hilo,
de los hechos y destinos,
vivir, pensar,
sentir, amar, descubrir.
Si lograra apenas algo,
describiría en ocho líneas
los modos de la pasión.
Desenfrenos y pecados,
huídas, persecuciones,
con los codos y las palmas
en súbitos atropellos.
Deduciría sus leyes
y su principio,
volvería a pronunciar
iniciales de sus nombres.
Compondrían un jardín
los estremecidos nervios,
florecerían los tilos
uno tras otro en fila india
como los gansos.
En mis versos el perfume
de la rosa y de la menta,
junto a la siega del heno,
el prado y el esparganio
y el fragor de la tormenta.
Así Chopin una vez,
puso el viviente prodigio
de las moradas y los parques,
el bosque, las sepulturas,
en sus estudios.
Logrado triunfo
donde el juego y el tormento,
serán la cuerda estirada
del arco tenso.
II
CASA DE SALUD
Todos estaban como mirando una
vitrina
y cerraban la calle.
Pusieron la camilla y saltó el
enfermero
al interior del coche. La
ambulancia pasaba
a través del tumulto de la
calle nocturna,
pasaba entre portales, aceras
y curiosos
y sumergió sus fuegos dentro
de las tinieblas.
Uniformes, semblantes y calles
titilaban
a la luz de los faros.
La asistente y su frasco de
amoníaco oscilaban.
Empezaba a llover y en la sala
de espera
había un melancólico rumor de
alcantarillas.
Línea a línea entretanto
alguien ennegrecía la hoja del
cuestionario.
Pusieron al enfermo en un lugar
de entrada,
todos los pabellones estaban
ocupados,
hedían en el aire los vapores
de yodo
mientras afuera el viento
soplaba en la ventana.
La ventana abarcaba, en su
solo rectángulo,
un trozo de jardín y unas
hebras de cielo.
Se sintió por las salas,
encerados y túnicas
admitido el novicio.
Súbitamente vio
el leve movimiento de la que
interrogaba,
y entonces comprendió
que no saldría vivo de esta
transformación.
Cuando él, agradecido, miró
por la ventana
detrás reverberaba el muro,
exactamente
como ascua en la encendida
chispa de la ciudad.
Allí en el resplandor brillaba
la barrera,
y allí, entre los reflejos de
la ciudad, el arce
se inclinaba, y curvando su
retorcida rama,
despedía al enfermo con una
reverencia.
Perfectas son tus obras,
Señor, pensó el enfermo,
sólo lechos y gentes, muros,
noche de muerte
y nocturna ciudad.
Oh Dios, tomé la dosis de narcótico y lloro
desgarrando el pañuelo,
se interponen las lágrimas y
no me dejan verte.
Bajo la medialuz levemente
caída
sobre el lecho, me es dulce
admitir que mi suerte
y yo somos regalo incalculable
y tuyo.
Yo siento al terminar en lecho
de hospital.
el fuego de tus manos.
Obra del arte tuyo, me
sostienes y escondes
como anillo y su piedra en
afelpada caja.