martes, 20 de mayo de 2025

Ezequiel Martínez Estrada: William Henry Hudson. Estética y filosofía

WILLIAM HENRY HUDSON

ESTÉTICA Y FILOSOFÍA


Aunque desconociera datos sobre la forma de elaborar Hudson sus obras, y sobre la vida que llevó durante treinta y tres años por estas tierras, creo que podría demostrar que es visible que se vale de recuerdos y de anotaciones hechas “d’après nature” para escribir. No sólo de su libreta de apuntes se valió, sino de una memoria lúcida y fidedigna, capaz de replasmar los estragos del olvido, como la salamandra regenera un miembro amputado.

La lejanía en el tiempo pone siempre en su obra un encanto de reverberación sutil a los hechos y las cosas. Y en este concepto no puede evitarse el nombre de Proust, ese otro maestro de la exploración endoscópica, especie de Testut de la anatomía del alma, a quien nuestro autor supera en relación de la selva al invernáculo. También él sale en busca del tiempo perdido.

Si todo libro de memorias, de Tolstoi a Bashkirtseff, encierra esa mística esencia de la evocación, en pocos recuperó el poderío homérico de la evidencia como en nuestro autor. “Poesía y Verdad” pudo titular a su obra entera, él que alcanzó la serena contemplación del mundo y de la vida desde cumbres no menos altas que las de aquel otro poeta naturalista. El poder de evocación en Hudson es tan vívido, que en ocasiones puede afirmarse que supera en nitidez y luminosidad a la visión directa. En ello reside el mágico secreto del artista, que acumula en su sensibilidad imágenes y estados de ánimo para extraerlos mucho más tarde a semejanza de cultivos indefinidamente conservados. En su definición de la poesía, Wordsworth aludió a tal proceso: “emotion recollected in tranquillity”.

En sus páginas están los seres y las cosas de la pampa; todo cuanto observó amorosa e infatigablemente, con el ocio del vagabundo más bien que del naturalista, ha recobrado su antigua vida; no por arte del taxidermista (que despreciaba él con toda el alma) sino del taumaturgo. En su lejano destierro londinense, enfermo, envejeciendo sin dinero y sin amigos, en compañía de una mujer decepcionada que envejecía contigua a él con su propio destino frustrado, fue restaurando en los maravillosos cultivos de su memoria la frescura, el brillo y la gracia de las cosas: frescura, brillo y gracia que Hudson reconocía en los ojos de los pájaros vivos y que nada del mundo podía reproducir, según él, una vez apagada la vida.

Todos sus libros están constelados de esos recuerdos. Y hasta diré que también en aquellos de escenario insular como: A traveller in little things, Hampshire Days, Afoot in England, Dead Man’s Plack, and Old Thorn, and Poems, etc., aunque tome por pretexto lo que tiene enfrente, a la vista, o de regionales historias, más bien lo utiliza para extraer desde tierras y tiempos lejanos la fuerza inmensa y creadora del recuerdo. Entonces Hudson alcanza la talla de los otros dos octogenarios, Goethe y Tolstoi, con quienes forma tríada única en la historia universal de la literatura (de buscarse otro, tendría que ser Homero).

Nunca ve sin superponer a una imagen actual otra latente. Hudson recuerda siempre, hasta cuando observa algo por primera vez, como si trasplantara seres y objetos a un ambiente, a un clima, o a una atmósfera que son los suyos; especie de almáciga en que se desarrollarán hasta su plenitud. En este concepto poseyó un don de sublime origen a semejanza de ciertos poetas y místicos que, en presencia de hechos o de individuos no vistos antes, sienten que los conocen a fondo, hasta poder enumerar sus cualidades y defectos, tan familiarmente cual si los hubieran tratado en otra vida, en un plano que compararía a un espejo de la memoria ancestral.

Pero cuando Hudson quiere evocar, o se lo propone con franqueza, alcanza un poder de magia tan exquisito, que es comprensible que haya sido admirado por grandes escritores ajenos en absoluto a nuestro medio, sin cuya vivencia la obra de Hudson queda reducida a una fracción de su valor auténtico y cabal. En aquel episodio del cardenal cautivo, reencontrado cuarenta años después de haberlo visto muerto; de Bruno López, del “Ermitaño”, de don Evaristo Peñalva, el patriarca de las pampas, de Basilio Barboza, el payador, de la sed y la lluvia en Nature in Downland, de toda The Purple Land, fragmento a fragmento, capítulo a capítulo, y de todos los cuentos de El Ombú; esas notas finísimas que trae como referencias y citas (en lugar de las transcripciones de la erudición) para corroborar y enaltecer el relato, tienen una fascinación de “revenants”. Hudson está seguro del valor viviente de esas anécdotas, por eso las coloca con habilidad a lo largo de un tema cualquiera, a modo de pilares que han de sostener un puente. Porque el recuerdo no es sólo un proceso mental en él, la recapitulación de un texto conservado en el cráneo igual que en un anaquel; es una reviviscencia somática, reanimada en las glándulas, la piel, la sangre, los nervios, el ponchito que siempre conservó. No es recordar; es revivir. Mas ese proceso vital de la memoria orgánica, fenómeno de trasplante en el tiempo, es la forma del recuerdo mental en Hudson; como otros recuerdan frases o teoremas, él reconstituye vivencias. En él están siempre vivos los materiales recogidos y no extrae un nombre, un rostro, el color de un plumaje, un gesto (la madre, al atardecer, tras un árbol con el sol dorado) sin arrastrar con ellos trozos enteros de la realidad, como cuando se arranca una planta de raíz con la tierra que la nutrió. La reconstrucción de esas sensaciones de la tierra, del aire, de los árboles, de los animales, de los olores silvestres, de la luz, de los infinitos matices, dibujos y coloraciones de los objetos, minúsculos o colosales, pero casi siempre minúsculos como en todo buen observador sin prisas, es fiel en la pieza evocada y en el lugar en que estuvo puesta cincuenta o sesenta años atrás. A sus ojos dotados por la naturaleza y el ejercicio de una milagrosa capacidad de captar y retener, de distinguir matices sutiles y apenas perceptibles (como cuando describe el plumaje del gorrión), agregaba el poder y la proximidad de su prismático, eterno compañero de andanzas. Lograba de ese modo acercarse a los pájaros fugaces como si los examinara en la palma de la mano, y sorprendía así los menores detalles de sus movimientos, de su expresión (los ojos, las patas), de sus posturas o modalidades de encobar, dormir, alimentar la cría y así de cien mil observaciones mínimas en decenas de miles de horas de observación intensísima. Idénticas comprobaciones hechas con el oído y las yemas de los dedos, con todo el organismo vigilante y absorbente, le permitieron reproducir con la palabra lo inefable. Con razón llegó a decir que el binóculo era de todas las invenciones del hombre la que más se asemejaba a una divina dádiva.

Tras ese trabajo de miniaturista y orfebre de la contemplación vino la reconstrucción, al examinar con microscópica prolijidad y devota emoción, cada pieza conservada: las danzas o el miedo de los pájaros; el canto crepuscular del avestruz; la fiel servidumbre de la gallareta o del chajá; la picardía del armadillo; el carácter del puma; la biografía de la vizcacha (sic); los hábitos de cuantas aves conoció, en la agitación de vuelos migratorios, en todo lo que es bello, inteligente, vivaz. Así como podía distinguir más de un centenar de cantos de pájaros y hasta reproducirlos mentalmente, o el plumaje, o los movimientos, sin que se interfirieran unos con otros, así el sabor, el tacto, o no sé qué efluvios que las cosas tienen para el que ha convivido con ellas muchos años, volvían a su alma quizá más ricos de emoción que en el momento mismo de aprehenderlos, por ese fenómeno de acústica que hace vibrar en resonancia la serie íntegra de los armónicos.

Cuando en Sussex o en Hampshire revelábales a los ingleses el mundo para ellos inadvertido de sus llanuras, no hacía otra cosa que revivir sus días de peregrinación a caballo (allá usaba bicicleta), cuando las cortaderas y los cardos llenaban el cielo de corpúsculos brillantes, y las vacas y los caballos pastaban o corrían al sol, y los muchachos gritaban al atardecer, después de la lluvia. En esas observaciones se engarzaban los cuadros y las figuras maravillosos de sus páginas inglesas, palimpsesto donde la primera versión es aún perceptible.

Nuestras cosas no han tenido poeta, pintor ni intérprete semejante a Hudson, ni lo tendrán nunca. Hernández es una parcela de ese cosmorama de la vida argentina que Hudson contó, describió y comentó. Pues casi siempre en el mero retrato y en el cuento sucinto está la definición implícita. En las últimas páginas de The Purple Land, por ejemplo, hay contenida la máxima filosofía y la suprema justificación de América frente a la civilización occidental y a los valores de la cultura de cátedra. “Una colonia de gentlemen” y “Mugre y libertad” representan dos ensayos de sociología suramericana. Dicho final hace juego con el capítulo sobre el “Desierto de las pampas” (en A Naturalist in La Plata), cuando compara la extinción de una especie de animales al desastre que significaría la posible destrucción del Museo Británico o de la Biblioteca Real, y decide que es más irreparable la pérdida de esos seres que no serán reconstruidos jamás, porque encarnaban la belleza y la vida en forma y sentidos imposibles de recrear ni por Dios mismo, en tanto que las obras de los cerebros y las manos aun se podrán hacer mejor.

No hay posibilidad de confundir las emociones de Hudson con las de ningún artista de cualesquiera tiempo y país: Hudson es nuestro, de aquí, un producto genuino del suelo y de las costumbres argentinas, o suramericanas. En tal sentido Green Mansions contiene elementos autobiográficos tan ricos como The Purple Land o Far Away and Long Ago, y no menos disimulados. Rima es Hudson, el mismo que en esta última obra se describe, de diez años, tendido en la tierra para mirar volar los vilanos, o para refrescar su cuerpo después de larga cabalgata, o contemplando flamencos o ibis en la laguna, con el frescor de la tierra fangosa en los pies, con el viento que le da en la cara, sintiendo el baño del sol, con el descubrimiento de la muerte, o aspirando los aromas de la llanura libre. En una palabra, Rima y él son dos hermanos gemelos, mujer y hombre, hijos de la tierra, animalitos divinos sostenidos por las mamas de la naturaleza, la luz, el agua, las plantas y los seres irracionales, que pueden hablar con los pájaros y las víboras. Esa capacidad de vivir en la naturaleza como una planta o un animal, fiel a sus reclamos y estímulos, ni Thoreau los ha expresado con la sencillez y frescura de Hudson. Hasta este extraordinario filósofo de los bosques parece amanerado y literario ante nuestro coloso. De ahí que el arte del escritor en él esté supeditado a la vida, y que no recurra jamás a las galas de la imaginación abstracta, sino a las substancias de la realidad, viejo comedor de caracú. Tampoco busca la literatura ni el artificio en el arte ni en las letras. Cuando recurre a los poetas, y lo hace frecuentemente porque los conoce muy a fondo (y los necesita por lo regular para poner de manifiesto, según pensaba Sócrates, que los poetas ignoran paladinamente la poesía), tiene el tacto de tomarlos en sus versos significativos y no literarios. Por eso admira de corazón al viejo Chaucer, a Shakespeare, a Keats y a muy pocos más, conociéndolos a todos. Aquellos tres genios de la poesía inglesa son también hijos de la tierra y del cielo, los cantores del hombre y de la naturaleza sin atavíos y sin retórica, o por encima de unos y otra.

Por las cualidades típicamente autobiográficas han interesado los libros de Hudson a escritores y gentes de habla y hábitos tan distintos a los nuestros, a pesar de que lo verdaderamente grande, que es lo mismo pero en su hábitat, sólo nosotros, que no lo leemos ni lo entenderíamos, podríamos gustarlo.

Es significativo que la lozanía de las emociones y de los recuerdos en Hudson se acentuaron, en lo posible, con la vejez, por un fenómeno acaso común, pero que en él adquiere patéticos relieves. Hacia sus últimos años, él, que no había nunca dejado de ser un hijo de la pampa, y que vivía en caserones sin estufa ni calefacción en invierno, ni otros muebles que los indispensables, sin siquiera las comodidades ínfimas para un inglés (algo así como un rancho destartalado), notó que se le aguzaba el sentido viviente de lo que llevaba en su psique y en su sangre. No es caprichoso ni casual que en los postreros años hablara preferentemente en castellano y que lo prefiriera al inglés, el idioma de sus grandes triunfos. En inglés logró la gloria por esa maestría que comparte con Conrad, ese otro extranjero, que usó como idioma de la madre el de su institutriz. Al fin, como él diría, volvió a la querencia.

Hijo de la pampa, careció de toda ternura sentimental, amatoria. Su ternura era para las cosas y los seres inferiores, para las piedras, los árboles, las flores, el viento o el calor. No podemos decir que haya sido un hombre de predominante actividad cerebral, ni mucho menos. Lo sabemos sin lugar a dudas. Pero hay una limpieza y una impresión de cotidiana higiene de gimnasta en su prosa, que proviene de que no ha cedido nunca a las persuasiones del amor carnal, que en definitiva emascula al artista o lo hipertrofia en la libido o, más taxativamente, en lo sexual. Pensando en Leonardo, admitamos que la sexualidad puede diluirse y aplicarse al goce de la naturaleza entera, en una especie de cósmico pecado de bestialidad, con lo que el apetito carnal desaparece purificado e intensificado en la diversidad de sus incentivos. Esto mismo debe afirmarse de Hudson que, cualquiera haya sido la vida que llevara como ciudadano de carne y hueso, el más terrestre y epicúreo, a su obra no transmitió sino esa vasta ternura, admiración y sabiduría leonardescas, no privadas de sensualidad, por cierto, sino, muy al contrario, sensualizadas en sentido pánico y casto, en magnitud universal y total.

Para Hudson el hombre es, ante y sobre todo, un animal superior, susceptible de envilecerse en cuanto degrada a su condición zoológica o de desnaturalizarse en cuanto se eleve a su condición angélica. Ni el bruto ni el sabio son tipos humanos de mucho valor. Pero de los dos el bruto, si no se ha pervertido por la ignorancia (que se adquiere en cuanto se pierde contacto con la naturaleza y no se alcanza el siguiente estadio de franca humanidad), el bruto está más cerca de lo que podría llamarse el tipo específico puro. Cuando Hudson habla de sí evita muy cuidadosamente que se sospeche siquiera que ha frecuentado las bibliotecas como el que más, que es un ser cultivado, que sabe con seguridad irrebatible eso que expone con la vaguedad del hombre de nuestro campo que jamás asevera ni que conoce el camino de su casa. No cuenta sino su formación en la niñez, en los años verdaderamente proficuos del descubrimiento deslumbrado del mundo. Es un animalito que reacciona a las impresiones del ambiente; no un estudioso, un lector, un chico que resuelve problemas difíciles de música, geometría o ajedrez, no; es un ser criado y fortalecido a la intemperie, del que puede salir cualquier cosa, quiero decir cualquier cosa buena. Sólo tiene, en esa precocidad de sus sentidos artísticos, una condición de carácter científico: la necesidad de observar bien y de consignar por escrito sus observaciones; hábito que se origina en un suceso baladí, según él mismo cuenta. Los capítulos III y XVII de Far Away and Long Ago contienen toda su pedagogía, y en resumen Goethe y Tolstoi también se han formado así y no en la escuela.

Éste es el material vivo que utilizará en sus posteriores trabajos de gabinete, vale decir en sus novelas escritas en Londres. Andariego y versátil como un pájaro, no necesitaba sino de sus múltiples sentidos para proseguir sus estudios, para cantar la belleza libre de artificios que se da en los seres y las cosas de la naturaleza. Ante sí tiene la fabulosa realidad cambiante, renovada y siempre fiel a normas inmutables: el perecer y renacer bajo un inexorable plan; el plan simple de la naturaleza y la complejísima y de verdad impenetrable estructura y sensorium de los seres, y los fenómenos a que la existencia y el ingenio de los mismos dan lugar. Nada escapa a su mirada de inquisidor, a sus tímpanos acostumbrados a examinar modulaciones, timbres y acentos hasta ese regreso ascético que consiste en preferir, por ejemplo, la modulación de la voz por la laringe al sonido de los instrumentos musicales, y que lo lleva a decir con inocente intrepidez que la langosta verde produce el sonido de mayor expresión entre todos los del mundo animal. Expresión de lo aparente, aun de lo accesorio, ésa es una clave de su filosofía que no quiere argumentar. Hasta el movimiento a simple vista automático de un gorrión o el vuelo del batitú o de los patos que se ordenan en escuadra, tienen en su diccionario de observador consciente acepciones de significado profundo y trascendental. Una pluma contiene, como la flor, ciencia y arte milagrosos, belleza y exactitud. Hay que descubrirlas sin conformarse con las explicaciones de los ornitólogos.

Así también su sabiduría y su saber especializado desaparecen bajo una ola inmensa y transparente de amor y asombro que todo lo cubre. Hay que desentrañar en sus páginas lo que contienen de observación científica con el más riguroso método empírico y lo que corresponde a la ciencia oficial que, sin ninguna duda, conocía tan bien como el más renombrado especialista de gabinete.

Sin embargo, hay en él siempre algo de herético, de naturalista que sabe infinidad de cosas que los sabios ignoran porque desdeñan pasar un día bajo la lluvia para observar el final de un episodio en la vida de un pichón; algo de montaraz y mucho de drogmán de la naturaleza que sabe ambas lenguas, la del ángel y la del animal, con lo que vela ese saber áspero y reluctante del naturalista sistemático y nomenclador. Particularmente sobre pájaros su saber es tan cierto, vasto y honrado como el de Fabre sobre insectos. Y éste es, precisamente, otro Homero en su género, quien más se le parece en esta particularidad de su genio, por el disimulo gentil de sus conocimientos de librería y de lupa. Más que los textos y manuales, que las monografías y teorías de los laboratorios, a los dos sabios importábales en grado sumo el hecho y el personaje vivos: el argumento, la acción, el diálogo y el actor. Por eso las obras de Hudson y de Fabre sólo interesan al lector inteligente sin profesión de fe y al especialista que ha superado el estudio en que la fórmula y el teorema tienen valor documental. Sólo hombres como Einstein, Eddington, Russell, Dilthey, Driesch, Mach, Thoreau, Santayana y aquellos dos pueden hablar el lenguaje sencillo del ser humano culto, sin necesidad de recordarnos que la grandeza efectiva del saber se expresa mejor con signos matemáticos o con fórmulas técnicas. También la sabiduría de Hudson toma ese aspecto humilde de toda su obra, como filosofía circunstancial, a lo largo de los relatos y de los días. Está disimulada en cuentos y anécdotas, en observaciones sutiles, en artículos dirigidos a los hijos de los sabios especialistas, no a éstos, en la oportunidad con que trae al tema un episodio o una cita de renombrado autor para darle sentido vivo dentro de su trabajo o para refutarla sin encono; nunca para humillar al lector haciéndole bajar la vista al pie de la página.

No se puede en Hudson separar eso que en otros autores se llama filosofía de eso que en otros autores se llama estética, y hasta diría que tampoco la bondad puede aislarse; ni del conjunto de tales virtudes se puede juzgar aparte del mérito de su prosa, similar al lenguaje cotidiano y coloquial. Tampoco se podría hacer esto en Platón. En el fondo, Hudson es un cuentista, un poeta que ha vivido muchos años conforme a las normas de su propio ser y destino, y que ha aprendido por la mera circunstancia de vivir exigiéndose a cada instante la honradez de ser exacto, el saber profundo de los filósofos antiguos que no difiere de la ignorancia sino en que es completamente lo contrario. De su filosofía hablan quienes lo han entendido mejor, leyéndolo con el cuidado que merece un autor que procede siempre descarnando sus temas, reduciéndolos a lo esencial; de su belleza quienes han penetrado la rica fibra humana de sus personajes y de sus ambientes, combinados unos y otros con suma destreza. Por lo tanto, a nadie extrañará que Galsworthy haya dicho: “su verdadera grandeza y el extraordinario atractivo que ejerce son debidos a su espíritu y a su filosofía”.

Pero para unos y otros es bien sensible el método de construir sus obras Hudson, que resulta de lo que expuse ya. Su libro póstumo: A Hind in Richmond Park es casi la revelación postrera del secreto de su procedimiento. ¿Qué es ese libro? ¿Un tratado de psicología trascendental, de metapsíquica, especie de fisiología vitalista de los sentidos; una monografía sobre las ramificaciones extremas y colindantes de las psiques humana y animal, en esa zona fantasmal en que los bordes de la conciencia o de la vida susurran como las olas en la playa la existencia del océano inabarcable; o el cuento de una cierva y de un observador que se divierte alarmándola? Es todo eso, naturalmente; mas el esqueleto se reduce a otra cosa: a la contemplación de un animal silvestre que está en cautiverio en un parque y que reacciona aun según sus sentidos puros a las notas de un ambiente perturbado por agentes para él incomprensibles.

Entonces se clasifican esas notas según tengan o no importancia para la defensa y esplendor de la vida, y todo el resto es digresión en torno de cada uno de esos limitados tópicos de la vida y sus defensas a través de los órganos creados por la naturaleza en cada ser (la cierva es aquí el pretexto).

Verdadero testamento de su concepción filosófica de los seres de la naturaleza a los cuales tanto amó y comprendió, y de las fuerzas todavía incógnitas a las cuales reaccionan, A Hind in Richmond Park es un libro misterioso, que por instantes se encorva hacia la sima del animismo o del pampsiquismo, pero que sin duda forma en las tinieblas del cosmos la vía láctea de esas fuerzas biológicas que recién se están vislumbrando con las investigaciones de biólogos y psiquiatras que no tienen ya ni la superstición de la ciencia. Hombre como ninguno negado para lo sobrenatural —son sus palabras—, Hudson deja que su obra póstuma plantee ante nosotros, sin su ayuda, los problemas máximos de la metafísica como problemas sencillamente correspondientes a las ciencias naturales.

Sobre ese esquema y esa amplificación proyectiva, se entretejen anécdotas, no tomadas caprichosamente por su valor literario sino por su congruencia con el objeto del libro. Él mismo se pregunta a medida que avanza en la exposición, si su libro tiene un plan, y naturalmente que sí lo tiene. Un plan y un atisbo que hacen pensar en aquel otro ensayo curioso y audaz de Freud: “Más allá del principio del placer”.

Sólo agregaré esta observación, en materia tan ardua; hablando de los sentidos, Hudson supone que existan otros, además de los cinco, como ya se ha leído muchas veces. Pero creo muy importante ése que él llama “sentido de la cosa en sí” (percibir el árbol como árbol, la tiza como tiza). Si este sentido nos da la intuición sensible de la naturaleza y hasta de la muerte por la sensación de la tierra en el cuerpo, puede admitirse que exista asimismo a distancia. Acción a distancia o alcance de la actividad de los sentidos, ése es otro problema esencial del libro, de donde derivan el magnetismo, la orientación migratoria, la telepatía, etc. Todos los sentidos comunes serían sentidos de tacto (mínima distancia): el del tacto, que lo es por definición; sabor, olfato, oído y vista en grado cada vez mayor de poder a distancia. Entre el órgano y el objeto se va interponiendo espacio (¿y qué es eso?), y el órgano —fundamentalmente el gusto, o tacto trófico— adquiere una cualidad de función que se adapta progresivamente al contacto, a distancia, hasta el ojo, que no tiene por qué ser el órgano de máxima posibilidad de contacto a través del espacio. Parecería ser, pues, que el ser entero fuera un órgano y un sentido, que se han diversificado. Pero ¿hasta dónde? Ése es el problema del último libro de Hudson, enriquecido con recuerdos y descripciones.

El mismo plan de A Hind in Richmond Park puede advertirse en cada obra de Hudson; un propósito muy noble y alto, sirviendo de eje invisible a infinitas variaciones de carácter poético, excepto cuando toma la forma neta y clásica de la novela o del cuento. También él fue una cierva en el Richmond Park y un gorrión en Londres; con la diferencia de que Dios le había otorgado juntas las más excelsas cualidades del ser humano.

EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA

Revista Sur Junio de 1941 Año X 




sábado, 10 de mayo de 2025

Juan Rodolfo Wilcock y Juan Rodolfo Wilcock: Tres sonetos


EN LA MAÑANA FRESCA

(HABLA UNA PALOMA)

 

En la mañana fresca ambulativa

sobrevolé un islote cenagoso;

los olivos brillaban, y en un pozo

tres personas flotaban boca arriba.

 

Traje una rama a la nauseante estiba;

entré posada en un tapir o un oso

y con voz de animal clamé en el foso:

«El móvil ácueo al Ararat arriba».

 

«Pronto saldremos, bestias navegantes,

sin más recuerdos de esta sociedad

que nos produjo tantos ascos antes».

 

Como en la cárcel, la promiscuidad

formó lazos que no han de mantenerse

cuando el establo en tierra se disperse.

 

NELLA MATTINA FRESCA

(PARLA UNA COLOMBA)

 

Nella mattina fresca ambulativa

sorvolai un isolotto fangoso;

gli ulivi brillavano, e in un pozzo

tre morti gallegiavano supini.

 

Portai un ramo nella nauseante stiva;

entrai sul capo di un tapiro o un orso

e con voce di bestia proclamai :

«Il mobile acqueo all'Ararat arriva».

 

«Presto usciremo, bestie naviganti,

senza ricordi di questa società

che tante nausee ci produsse prima».

 

Come nel carcere, la promiscuità

creò legami che si scioglieranno

quando la stalla in terra andrà dispersa.

 


EN TI PIENSO DE NOCHE

 

En ti pienso de noche, alma querida;

cierro los ojos en la sombra y siento

el constelado y fabuloso viento

del éter que me arrastra en su caída;

 

el éter sideral donde impelida

te uniste a mi arbitrario movimiento,

alma de tan virtuoso sentimiento,

y en todo instante de piedad vestida.

 

Pienso: el premio de haberte conocido

es por algo que aún no he cometido

y que un gran dios aguarda con orgullo;

 

un dios que remunera de antemano

al permitir que sea un mero humano

eternamente, eternamente tuyo.

 

A TE PENSO DI NOTTE

 

A te penso di notte, anima cara;

nella penombra chiudo gli occhi e sento

il costellato e favoloso vento

dell'etere che cade e mi trascina;

 

l'etere siderale in cui sospinta

ti unisti al mio arbitrario movimento,

anima di cosí puro sentimento,

e in ogni istante di pietà vestita.

 

Penso : il premio di averti conosciuta

è per qualcosa che non ho fatto ancora

e che un gran dio aspetta con orgoglio;

 

un dio che rimunera in anticipo

permettendo che sia un mero umano

eternamente, eternamente tuo.

 


ES EL FONDO DEL MAR

 

Es el fondo del mar, es un cristal

azulado y fluctuante en cadenciosas

ondas oscuras de hojas y de rosas

que oscilan en el aire inmaterial.

 

Y la luna desciende a un manantial;

el rocío, las aves silenciosas,

las cintas olvidadas por las diosas

entre la hierba, ¡oh noche espiritual,

 

hondo techo de estrellas, firmament

sobre la vaguedad del universo,

ámbito donde nace el pensamiento!

 

Confundido en las sombras soy un alma

acostado en la tierra me disperse

en las ondulaciones de la calma.

 

È IL FONDO DEL MARE

 

È il fondo del mare, è un cristallo

azzurro e ondeggiante in cadenzati

flutti scuri di foglie e di rose

che oscillano nell’raria immateriale.

 

E la luna discende a una sorgente;

la rugiada, gli uccelli silenziosi,

i nastri abbandonati dalle dee

in mezzo all'erba, oh notte spirituale,

 

alto tetto di stelle, firmamento

sopra la tenuità dell'universo,

ambito donde nasce ogni pensiero !

 

Indistinto tra le ombre sono un'anima

coricato per terra mi disperdo

nelle ondulazioni della calma.

JUAN RODOLFO WILCOCK




martes, 6 de mayo de 2025

Charles Baudelaire: Poemas en prosa XII. Las muchedumbres

 

XII

LES FOULES

 

Il n’est pas donné à chacun de prendre un bain de multitude : jouir de la foule est un art ; et celui-là seul peut faire, aux dépens du genre humain, une ribote de vitalité, à qui une fée a insufflé dans son berceau le goût du travestissement et du masque, la haine du domicile et la passion du voyage.

Multitude, solitude : termes égaux et convertibles pour le poëte actif et fécond. Qui ne sait pas peupler sa solitude, ne sait pas non plus être seul dans une foule affairée.

Le poëte jouit de cet incomparable privilège, qu’il peut à sa guise être lui-même et autrui. Comme ces âmes errantes qui cherchent un corps, il entre, quand il veut, dans le personnage de chacun. Pour lui seul, tout est vacant ; et si de certaines places paraissent lui être fermées, c’est qu’à ses yeux elles ne valent pas la peine d’être visitées.

Le promeneur solitaire et pensif tire une singulière ivresse de cette universelle communion. Celui-là qui épouse facilement la foule connaît des jouissances fiévreuses, dont seront éternellement privés l’égoïste, fermé comme un coffre, et le paresseux, interné comme un mollusque. Il adopte comme siennes toutes les professions, toutes les joies et toutes les misères que la circonstance lui présente.

Ce que les hommes nomment amour est bien petit, bien restreint et bien faible, comparé à cette ineffable orgie, à cette sainte prostitution de l’âme qui se donne tout entière, poésie et charité, à l’imprévu qui se montre, à l’inconnu qui passe.

Il est bon d’apprendre quelquefois aux heureux de ce monde, ne fût-ce que pour humilier un instant leur sot orgueil, qu’il est des bonheurs supérieurs au leur, plus vastes et plus raffinés. Les fondateurs de colonies, les pasteurs de peuples, les prêtres missionnaires exilés au bout du monde, connaissent sans doute quelque chose de ces mystérieuses ivresses ; et, au sein de la vaste famille que leur génie s’est faite, ils doivent rire quelquefois de ceux qui les plaignent pour leur fortune si agitée et pour leur vie si chaste.

 

XII

LAS MUCHEDUMBRES

 

No a todos está dado mezclarse con la multitud: gozar de la muchedumbre es un arte; y el único que puede darse, a costa del género humano, un atracón de vitalidad, es aquel a quien un hada le ha insuflado en la cuna el gusto por el disfraz y la máscara, el odio al domicilio y la pasión por el viaje.

Multitud, soledad: términos iguales e intercambiables para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada.

El poeta goza del incomparable privilegio de poder ser, a su antojo, él mismo y alguien distinto. Como esas almas errantes que buscan un cuerpo, entra, cuando así lo quiere, en el personaje de cualquier otro. Para él, sólo para él, todo lugar está vacante; y si algunos parecen estarle vedados, es porque estima que no vale la pena visitarlos.

El caminante solitario y pensativo encuentra una singular embriaguez en esa comunión universal. El que se une fácilmente a la muchedumbre experimenta deleites febriles, de los que se estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un baúl, y el perezoso, recluido como un molusco. Adopta como suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le presentan.

Lo que los hombres llaman amor es muy pequeño, muy restringido y muy débil, comparado con esa inefable orgía, con esa santa prostitución del alma que se entrega por entero, poesía y caridad, a lo imprevisto que se muestra, a lo desconocido que pasa.

Está bien enseñarles a veces a los felices de este mundo, aunque más no fuese para humillar por un momento su tonto orgullo, que hay felicidades superiores a la suya, mayores y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros exiliados en los confines de la tierra, conocen sin duda algo de esas misteriosas embriagueces; y, en el seno de la vasta familia que su genio se ha formado, deben reírse a veces de los que se compadecen de ellos por su destino tan agitado y su vida tan casta.

 

CHARLES BAUDELAIRE

Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán