CULTO A MALLARMÉ
III-bis. ERRORES
DE LA PROXIMIDAD
Banville pidió a Mallarmé un monólogo para Coquelin, La siesta del fauno, poema escrito en
Tournon, en cuyo ambiente flota el recuerdo de un cuadro de Boucher; fue leído,
durante unas vacaciones, a Banville y a Coquelin, que fingieron interesarse
mucho, aunque lamentaron que faltara en el poema “la anécdota necesaria que el
público exige siempre, por lo cual aquello sólo podría interesar a los poetas”.
Tampoco importa la incomprensión de su amigo Théodore Aubanel.
Yo no quisiera hablar mal de Aubanel, pero ¿por qué su amistad para
Mallarmé —tan confiado, tan cabal, tan bien nacido, que no vacila en calificar
de “admirable” la Vénus d’Arles de Aubanel—
anda siempre dando excusas, avergonzada de frecuentar al “fantástico profesor
de inglés” , al “lírico loco” , y haciendo lástima de las “extravagancias y abstracciones”
de aquel “excelente muchacho” , de aquel “espíritu distinguido”? Todas estas
lamentables palabras se encuentran en las cartas de Aubanel a su amigo Legré.
En Aviñón, verano de 1870, Mallarmé leyó unos fragmentos del Igitur a Mistral, a Villiers de l’Isle-Adam
y a Catulle Mendès. Nuevo fracaso.
—No hay duda —repetía Mendès—, Mallarmé se resiente de su vida de
privaciones en Londres. ¡Se ha vuelto loco! Pero es justo decir en descargo de
Catulle Mendès que, cuando recuerda aquella lectura en el informe que presentó
al Ministro de Instrucción Pública sobre Le
mouvement poétique français de 1867 à 1900 (París, Impr. Nationale, 1903, páginas
135-141), no lo hace sin cierta nobleza, sin cierta profunda melancolía y un
franco sentimiento de veneración para la persona y la obra de Mallarmé.
Mendès había conocido a Mallarmé en 1864. Mendès vivía entonces en
Choisy-le-Roi, en casa de su padre, y lo acompañaba Villiers de l’Isle-Adam,
quien por entonces escribía Elën.
Mallarmé se presentó con una carta de Emmanuel des Essarts. Dejaron a Villiers
entregado a su manuscrito, y salieron ambos a pasear a orillas del Sena. La
discreta melancolía de Mallarmé se insinuó en el corazón de Mendès, quien acabó
de sentirse suyo cuando el delicado joven de ojos transparentes y manos
femeninas, tras de hacerle con sencillez y como sin dar importancia a la cosa
el relato de las penurias y trabajos que acababa de pasar en Londres, donde se
mantenía dando clases de francés, comenzó a recitarle sus primeros versos, con
aquella voz que acariciaba. Mendès mostró todo a Villiers, que compartió su
entusiasmo. Y no hubo más por el momento. Mallarmé se fue a la Provenza, y
durante siete años estuvo comunicando por carta, a sus amigos, proyectos, tanteos,
esperanzas: daba a entender que se ocupaba en una obra trascendental, sin
querer declarar del todo, con una graciosa coquetería, en qué consistía su
descubrimiento. Por desgracia Genoveva Mallarmé no dejó nunca a Mendès publicar
estas cartas. Villiers y Mendès no dudaban, a juzgar por lo que ya habían
conocido de él, que Mallarmé estaría preparando grandes sorpresas. Muchas veces
invitados para ir a verlo, aprovecharon los primeros ahorros y se presentaron en
Aviñón.
La cena, a la que también asistía Mistral, fue breve. Y vino la fatal
lectura de los fragmentos de Igitur.
No sabemos lo que haría Mistral, aunque parece que más tarde opinó que un poco
de brusquedad y una buena reprimenda a tiempo, además de la saludable
influencia del sol provenzal (no podía faltarnos este adminículo) hubieran
bastado para enderezar a aquel pecador. Y en efecto, ¿qué hacía bajo los claros
fuegos del Sur aquel hijo del septentrión, verdadera nube perdida, en quien la
lucha de atmósferas estalla al fin con aquellos gritos de alucinado contra el
azul del cielo? ¿Qué haría sino “se boucher le nez devant l’azur”?
La serena ironía del Azul sempiterno
agobia —en su indolencia bella como las flores—
al poeta impotente, que maldice su genio,
a través de un desierto estéril de dolores.
Villiers de l’Isle-Adam se limitaba a seguir la lectura con unas
risillas alentadoras, aunque un poco forzadas. Eran una simple manifestación de
su embarazo, pero más tarde se arrepintió de ellas porque le parecieron
excesivamente aprobatorias. A los otros dos podemos perdonarles. A éste no le
perdonaremos nunca.
El pobre de Mendès, alegando la fatiga del viaje, se fue a acostar, y al
otro día tomó el tren de París, sin que Mallarmé —tan perfecto en todo— le
hablara una sola palabra del poema.
¡Cómo! —se
preguntaba Mendès—. ¿Y en esto, en esta
obra cuyo asunto mismo nunca acaba de declararse, en este estilo donde ciertamente
el arte no falta, pero en que las palabras, como por un compromiso ¡ay!
sistemático, abandonan su sentido propio; en esto, pues, había de parar tan
largo y concentrado esfuerzo?
Y Mendès volvió a París con dos tristezas más en el fondo: una, el
sentirse alejado del hombre a quien quería y estimaba; otra (y es la más
hermosa) el temor de haber sembrado la duda en el ánimo de su amigo, por su
actitud ostensiblemente reprobatoria. Pero Mendès era, como dicen en España, bastante
“listo” para comprender al mismo tiempo que ya en el ánimo de Mallarmé no
quedaba sitio para la duda. En adelante, seguirá solo su camino, hipnotizado
por su alto ideal, y sin necesitar de aprobaciones ajenas. Ni siquiera
necesitará alejarse de sus amigos de la primera hora.
(Villiers puso en sus manos el cuidado póstumo de sus papeles literarios,
y el velar por los intereses de su hijo, y Mendès se conservó su amigo hasta el fin.)
Pero, en adelante, su trato con los otros no pasará de ser una serie de
transacciones corteses. Vale la pena de meditar sobre este momento trágico,
místico, en la vida de los poetas: llega la hora de embarcarse solo,
enteramente solo. Sin cuidarse más que “del blanco afán de nuestra vela”. Y Mendès
se deshace en excusas para ante su propia conciencia: No —viene a decir—, yo no
creo equivocarme, aunque lo desearía por lo mucho que quise al amigo y lo mucho
que respeto la memoria del poeta. ¿Seré incomprensivo? ¿No podré salir de mis
hábitos de pensamiento? Porque, en verdad, aunque Mallarmé sea hermético, nunca
lo es por charlatanería, y nunca es incongruente. Él tiene su idea: él se
propone algo; de él diremos como de Hamlet: “Hay método en su locura”. Y
sabemos por Léon Daudet que uno de los recursos de Mendès para atraerse la
simpatía de los jóvenes era llevarlos a un rincón de la sala de Víctor Hugo, y
allí explicarles los misterios de Mallarmé.
Tan amargo para los camaradas, Leconte de Lisle juzgaba así:
Musset es un prosador más que un poeta; Lamartine, poeta intermitente; Víctor Hugo, tan pueril, como sublime; Barbier, carnero con piel de león; Ronsard, versificador de provincia; Autran, bardo marsellés; Bouilhet, despojo último del romanticismo; Zola, un granuja forrado de pedante; Baudelaire, un siniestro farsante; ¿y Mallarmé? ¡Mallarmé es la esfinge de Batignolles!
Lo proximidad produce errores de perspectiva. Maestro del Simbolismo,
Mallarmé para otros no es más que el apogeo del Parnasismo (así lo declaraba
Laforgue). En cuanto a Charles Cros (Revue
du Monde Nouveau) oídlo: —Mallarmé no
es más que un Baudelaire destrozado, cuyos pedazos no han podido juntarse.
Todavía Poizet recuerda este punto de vista cuando dice, en resumen, que
después de Hugo, el esfuerzo sobrehumano de Baudelaire por dar un paso más le
costó a éste la felicidad y la razón y que ya a Mallarmé sólo le quedaba hacer
lo que hizo: un apéndice a Las Flores del
mal. Cierto que pone más en su sitio las figuras cuando compara a Baudelaire
con un ángel caído, y a Mallarmé con un dios proscrito que hubiera traído a la
tierra los elementos de la energía interior para fabricarse un cielo aparte.
Jean Moréas, cuando fundó la Escuela Románica, decía despectivamente:
—El Simbolismo, ese movimiento
que yo he inventado en cierto modo… (a reserva de declarar a la hora de la
muerte —¡él que tanto anduvo entre escuelas!— que no cabía en las escuelas
literarias).
Otras veces, en la conversación, se deslizaba a decir que Verlaine era
“un buen poetilla a la manera de Juan Segundo” y que Mallarmé era “un buen
traductor de inglés”.
René Ghil, preocupado con presentarse a sí mismo como la contrafigura de
Mallarmé y con dar carta de ciudadanía en las letras a su “poesía científica”,
cree, por una parte (aunque generosamente se lo perdona) que Mallarmé omitió de
propósito la mención de la “Escuela René Ghil” en su examen sobre las diversas
técnicas del tiempo; y por otra parte, asegura que Mallarmé siguió los preceptos
de dicha escuela en cuanto a la “instrumentación verbal”, en un preludio a la Herodiada” de unos sesenta versos que
llegó a mostrarle, y que supone a Mallarmé capaz de haber hecho desaparecer
después por ojeriza o antipatía literaria. (¿No será esa “Antigua obertura a la
Herodiada, unos cien versos, que publicó la Nouvelle
Revue Française —1° de noviembre de 1926— y que, según el doctor Bonniot,
Mallarmé pensaba rehacer del todo?)
Según Claudel, el mismo Mallarmé nos daría muestra de estos errores de
proximidad, con aquella “incomprensión total de Rimbaud’?. Léase sin embargo la
página de las Divagaciones [Medallones y retratos] sobre Rimbaud: “…niño precoz
e impetuosamente muy azotado por el ala de la literatura, que, antes de tener
casi tiempo para existir, agotó en sí tempestuosas y magistrales fatalidades,
sin recursos ante el futuro”.
Valéry esclarece así la antinomia: Mallarmé, lógico simbolista dado al
análisis de las formas, que llega a reducir las leyes físicas a unas cuantas
ecuaciones prodigiosamente logradas; Rimbaud, hombre al modo de Crookes o de Curie,
que obtienen la captación sensible de fenómenos inefables, que los enriquecen
con nuevos hechos el mundo. Rimbaud, descubridor de la armonía de las sensaciones,
no se opone a Mallarmé. Rimbaud es un dominio,
Mallarmé es un sistema. Y un dominio
no se opone a un sistema: son especies de orden diferente.
Si Mallarmé no acaba de entender a Rimbaud (en quien Claudel ve sobre
todo un iluminado, un herido por el rayo de la gracia), es porque Mallarmé
prefiere a todas las cosas, según las palabras de una carta con que saludó el
primer libro de René Ghil, “la tentativa de no producir nada, así sean maravillas,
como efecto del simple azar”. Duda de la legitimidad moral del dinero ganado a
la ruleta, y en tal sentido su actitud es una alta lección de lo que llama Juan
Ramón Jiménez ética-estética. No cree en la amistad gratis; no le parece honorable
concebir en lo irreal.
¡Hoy nos es tan fácil, de lejos, ver a Mallarmé aislado, libre de toda
esta maraña de escuelas y clasificaciones, al menos en lo que de él nos
interesa!
¿Otro ejemplo? (que unos llamarán incomprensión y otros comprensión): en
1883, Mallarmé dice a Verlaine: —Sagesse
es admirable; pero ¿por qué no continuar las Fiestas galantes? Henry Fouquier se decía representante del buen
juicio francés. Escribía unas veintitrés crónicas semanales para diversos periódicos,
sobre numerosos asuntos literarios que no entendía. Ni siquiera conocía los
nombres de los poetas y de los pintores que juzgaba: A Verlaine le llamaba
Verlain; a Laforgue, Lafargue; a Odilon Redon, Odilon Renot. Atribuía a
Mallarmé el Traité du verbe de Glu… A la muerte de Verlaine se le
ocurrió escribir: “¡Lástima que no haya muerto en el hospital!” A la muerte de
Mallarmé escribió en Le Temps un
artículo que Gide calificó de indecente y que arrancó a Rémy de Gourmont una
observación curiosa: Fouquier cita fragmentos de La penúltima, a título de ejemplo de la demencia de Mallarmé, y
Gourmont hace notar que las líneas con que comienza el poema de Mallarmé son
tan poco “delirantes” que hasta corresponden a las que emplea Th. Ribot en su Psicología de la atención. En efecto,
dice Ribot: “A todo el mundo le ha sucedido sentirse perseguido por un aire musical
o por una frase insignificante, que vuelven y vuelven obstinadamente sin
ninguna razón especial” (capítulo III, 1). Y dice Mallarmé: “¿Palabras
desconocidas cantaron alguna vez entre vuestros labios, jirones malditos de una
frase absurda? Y yo salí de mi casa con aquella sensación que daría un ala
—arrastrada y leve— al deslizarse sobre las cuerdas de un instrumento,
etcétera, etcétera.”
Paul Masson, el célebre mistificador que también firmaba Lemice-Terrieux, escribe en sus Regards Littéraires d’un Yoghi (La Plume, 1896):
Hace poco, recorriendo una estrofa de Mallarmé, estuve
a punto de comprenderla. Hecha la verificación del caso, resultó que mi texto
tenía una errata.
Pocos saben que la Nouvelle Revue Française
hizo, en 15 de noviembre de 1908, una primera salida en falso, antes de la segunda
y definitiva del 19 de febrero de 1909, de suerte que hay dos números 1. La
primera vez, Léon Bocquet, en una información publicada bajo el titulo “Contra
Mallarmé”, reprodujo cierto artículo de Jean-Marc Bernard. André Gide se indignó,
y dijo que exigía la expulsión de Bocquet, porque no podía consentir en que se
atacara a Mallarmé, siquiera a título informativo, en una revista donde el nombre
de Gide figuraba entre los directores. Otro de los directores, Eugène Montfort,
tomó el partido de Bocquet, y optó por retirarse y continuar la publicación de Les Marges. En el segundo número 1,
aparece una notita bajo el mismo título: “Contra Mallarmé”, y firmada con las
iniciales A. G., en que se declara ayunos de todo sentido crítico a Bernard y a
Bocquet.
Jean-Marc Bernard puede tener cierta gracia en sus epigramas (Oeuvres completes, Au Divan, 1923), pero
éste no es de los más felices:
Mallarmé doit être marri:
En obtenant pour garniture
Messieurs Royère et Valéry,
Il fait de l’ostréiculture.
Se explica que alguien pueda equivocarse con algunos de los primeros
versos de Mallarmé (sobre todo, versos sueltos) y atribuirlos a Baudelaire. Se
explica menos, pero también es disculpable, que Paul Morand haya dado por ahí
como de Verlaine este verso de Mallarmé: Ayant
peur de mourir lorsque je couche seul.