THE END OF MARCH
For John Malcolm
Brinnin
and Bill Read: Duxbury
It was cold
and windy, scarcely the day
to take a
walk on that long beach.
Everything
was withdrawn as far as possible,
indrawn:
the tide far out, the ocean shrunken,
seabirds in
ones or twos.
The
rackety, icy, offshore wind
numbed our
faces on one side;
disrupted
the formation
of a lone
flight of Canada geese;
and blew
back the low, inaudible rollers
in upright,
steely mist.
The sky was
darker than the water
—it was the
color o f mutton-fat jade.
Along the
wet sand, in rubber boots, we followed
a track of
big dog-prints (so big
they were
more like lion-prints). Then we came on
lengths and
lengths, endless, of wet white string,
looping up
to the tide-line, down to the water,
over and
over. Finally, they did end:
a thick
white snarl, man-size, awash,
rising on
every wave, a sodden ghost,
falling
back, sodden, giving up the ghost…
A kite
string? -But no kite.
I wanted to
get as far as my proto-dream-house,
my
crypto-dream-house, that crooked box
set up on
pilings, shingled green,
a sort of
artichoke of a house, but greener
(boiled
with bicarbonate of soda?),
protected
from spring tides by a palisade
of —are they
railroad ties?
(Many
things about this place are dubious.)
I ’d like
to retire there and do nothing,
or nothing
much, forever, in two bare rooms:
look
through binoculars, read boring books,
old, long,
long books, and write down useless notes,
talk to
myself, and, foggy days,
watch the
droplets slipping, heavy with light.
At night, a
grog à l’américaine.
I ’d blaze
it with a kitchen match
and lovely
diaphanous blue flame
would
waver, doubled in the window.
There must
be a stove; there is a chimney,
askew, but
braced with wires,
and
electricity, possibly
—at least,
at the back another wire
limply
leashes the whole affair
to
something off behind the dunes.
A light to
read by —perfect! But —impossible.
And that
day the wind was much too cold
even to get
that far,
and o f
course the house was boarded up.
On the way
back our faces froze on the other side.
The sun
came out for just a minute.
For just a
minute, set in their bezels of sand,
the drab,
damp, scattered stones
were
multi-colored,
and all
those high enough threw out long shadows,
individual
shadows, then pulled them in again.
They could
have been teasing the lion sun,
except that
now he was behind them
—a sun
who’d walked the beach the last low tide,
making
those big, majestic paw-prints,
who perhaps
had batted a kite out of the sky to play with.
EL FIN DE MARZO
El mes de marzo llega
como león,
se va como cordero
—o viceversa: como
cordero llega,
se va como león.
VIEJO REFRÁN INGLÉS
A John Malcolm Brinnin
y Bill Read
Frío y
ventoso, no el mejor día
para un
paseo por esa larga playa.
Distante
cada cosa —lo más lejos posible,
lo más
adentro: remota, la marea: encogido, el océano;
pájaros
marinos, solos o en parejas.
El viento
de la costa, pendenciero y helado,
nos entumió
la mitad de la cara,
desbarató
la formación
de una
bandada solitaria de gansos canadienses,
sopló sobre
las horizontales olas inaudibles
y las alzó
en niebla acerada.
El cielo
más obscuro que el agua
—su color
el jade de la grasa de carnero.
Con botas
de hule, por la arena mojada, seguimos
un rastro
de grandes pisadas de perro
(tan
grandes que parecían más bien de león). Después,
repetidos,
sin fin, hallamos unos hilos blancos y mojados
—leguas y
leguas de lazos, hasta el filo del agua,
donde
comienza la marea. Terminaron al cabo:
una gruesa
maraña blanca del tamaño de un hombre
aparecía
con cada ola, empapada alma en pena,
y se hundía
con ella, saturada, dando el alma...
¿El hilo de
una cometa? Pero ¿dónde la cometa?
Yo quería
ir hasta mi proto-soñada-casa,
mi
cripto-soñada-casa, caja sobre pilotes,
torcida y
de verde tejado
—una casa
alcachofa pero más verde
(¿hervida
en bicarbonato de soda?),
protegida
contra las mareas de primavera
por una
empalizada de —¿son barras de ferrocarril?
(Muchas de
las cosas de este lugar son dudosas.)
Me gustaría
retirarme ahí, para no hacer nada
o casi nada
—y para siempre— en dos cuartos desnudos:
mirar con
los binoculares, leer libros aburridos,
largos, muy
largos libros viejos, apuntar notas inútiles,
hablar
conmigo misma y, los días de niebla,
atisbar el
resbalar de las gotas, grávidas de luz.
En la
noche, un grog à l’américaine.
Lo
encendería con un fósforo de cocina
y la
adorable, diáfana llama azul
se mecería
duplicada en la ventana.
Ha de haber
ahí una estufa; hay una chimenea,
sesgada,
enderezada con alambres,
y
electricidad sin duda
—al menos,
atrás de la casa, otro alambre
ata
flojamente todos los cabos
con algo
que está más allá de las dunas.
Luz para
leer: ¡perfecto! Pero —imposible.
Y aquel día
el viento era demasiado frío
para ir
hasta allá —y, por supuesto,
habían
condenado las ventanas con tablones.
Al regreso,
se heló la otra mitad de nuestras caras.
Salió el
sol, justo por un minuto.
Por un
minuto justo, montadas en sus biseles de arena,
las pardas,
húmedas piedras dispersas
fueron
multicolores
y las que
eran bastante altas arrojaron largas sombras,
sombras
individuales, que recogían inmediatamente.
Tal vez se
habían estado burlando del sol león
pero ahora
él estaba detrás de ellas
—un sol que
al caminar por la playa con la última marea baja
había
dejado ese rastro de grandes, majestuosas pisadas,
y que
quizá, para jugar, había dado un batazo
a una
cometa en el cielo.
Traducción de OCTAVIO PAZ
Versiones y diversiones, México, 1973.