jueves, 28 de noviembre de 2024

Elizabeth Bishop y Octavio Paz: El fin de marzo


THE END OF MARCH

For John Malcolm Brinnin

and Bill Read: Duxbury

It was cold and windy, scarcely the day

to take a walk on that long beach.

Everything was withdrawn as far as possible,

indrawn: the tide far out, the ocean shrunken,

seabirds in ones or twos.

The rackety, icy, offshore wind

numbed our faces on one side;

disrupted the formation

of a lone flight of Canada geese;

and blew back the low, inaudible rollers

in upright, steely mist.

 

The sky was darker than the water

—it was the color o f mutton-fat jade.

Along the wet sand, in rubber boots, we followed

a track of big dog-prints (so big

they were more like lion-prints). Then we came on

lengths and lengths, endless, of wet white string,

looping up to the tide-line, down to the water,

over and over. Finally, they did end:

a thick white snarl, man-size, awash,

rising on every wave, a sodden ghost,

falling back, sodden, giving up the ghost…

A kite string? -But no kite.

 

I wanted to get as far as my proto-dream-house,

my crypto-dream-house, that crooked box

set up on pilings, shingled green,

a sort of artichoke of a house, but greener

(boiled with bicarbonate of soda?),

protected from spring tides by a palisade

of —are they railroad ties?

(Many things about this place are dubious.)

I ’d like to retire there and do nothing,

or nothing much, forever, in two bare rooms:

look through binoculars, read boring books,

old, long, long books, and write down useless notes,

talk to myself, and, foggy days,

watch the droplets slipping, heavy with light.

At night, a grog à l’américaine.

I ’d blaze it with a kitchen match

and lovely diaphanous blue flame

would waver, doubled in the window.

There must be a stove; there is a chimney,

askew, but braced with wires,

and electricity, possibly

—at least, at the back another wire

limply leashes the whole affair

to something off behind the dunes.

A light to read by —perfect! But —impossible.

And that day the wind was much too cold

even to get that far,

and o f course the house was boarded up.

 

On the way back our faces froze on the other side.

The sun came out for just a minute.

For just a minute, set in their bezels of sand,

the drab, damp, scattered stones

were multi-colored,

and all those high enough threw out long shadows,

individual shadows, then pulled them in again.

They could have been teasing the lion sun,

except that now he was behind them

—a sun who’d walked the beach the last low tide,

making those big, majestic paw-prints,

who perhaps had batted a kite out of the sky to play with.

ELIZABETH BISHOP

 

 

EL FIN DE MARZO

El mes de marzo llega como león,

se va como cordero

—o viceversa: como cordero llega,

se va como león.

VIEJO REFRÁN INGLÉS

A John Malcolm Brinnin y Bill Read

Frío y ventoso, no el mejor día

para un paseo por esa larga playa.

Distante cada cosa —lo más lejos posible,

lo más adentro: remota, la marea: encogido, el océano;

pájaros marinos, solos o en parejas.

El viento de la costa, pendenciero y helado,

nos entumió la mitad de la cara,

desbarató la formación

de una bandada solitaria de gansos canadienses,

sopló sobre las horizontales olas inaudibles

y las alzó en niebla acerada.

 

El cielo más obscuro que el agua

—su color el jade de la grasa de carnero.

Con botas de hule, por la arena mojada, seguimos

un rastro de grandes pisadas de perro

(tan grandes que parecían más bien de león). Después,

repetidos, sin fin, hallamos unos hilos blancos y mojados

—leguas y leguas de lazos, hasta el filo del agua,

donde comienza la marea. Terminaron al cabo:

una gruesa maraña blanca del tamaño de un hombre

aparecía con cada ola, empapada alma en pena,

y se hundía con ella, saturada, dando el alma...

¿El hilo de una cometa? Pero ¿dónde la cometa?

 

Yo quería ir hasta mi proto-soñada-casa,

mi cripto-soñada-casa, caja sobre pilotes,

torcida y de verde tejado

—una casa alcachofa pero más verde

(¿hervida en bicarbonato de soda?),

protegida contra las mareas de primavera

por una empalizada de —¿son barras de ferrocarril?

(Muchas de las cosas de este lugar son dudosas.)

Me gustaría retirarme ahí, para no hacer nada

o casi nada —y para siempre— en dos cuartos desnudos:

mirar con los binoculares, leer libros aburridos,

largos, muy largos libros viejos, apuntar notas inútiles,

hablar conmigo misma y, los días de niebla,

atisbar el resbalar de las gotas, grávidas de luz.

En la noche, un grog à l’américaine.

Lo encendería con un fósforo de cocina

y la adorable, diáfana llama azul

se mecería duplicada en la ventana.

Ha de haber ahí una estufa; hay una chimenea,

sesgada, enderezada con alambres,

y electricidad sin duda

—al menos, atrás de la casa, otro alambre

ata flojamente todos los cabos

con algo que está más allá de las dunas.

Luz para leer: ¡perfecto! Pero —imposible.

Y aquel día el viento era demasiado frío

para ir hasta allá —y, por supuesto,

habían condenado las ventanas con tablones.

 

Al regreso, se heló la otra mitad de nuestras caras.

Salió el sol, justo por un minuto.

Por un minuto justo, montadas en sus biseles de arena,

las pardas, húmedas piedras dispersas

fueron multicolores

y las que eran bastante altas arrojaron largas sombras,

sombras individuales, que recogían inmediatamente.

Tal vez se habían estado burlando del sol león

pero ahora él estaba detrás de ellas

—un sol que al caminar por la playa con la última marea baja

había dejado ese rastro de grandes, majestuosas pisadas,

y que quizá, para jugar, había dado un batazo

a una cometa en el cielo.

Traducción de OCTAVIO PAZ

Versiones y diversiones, México, 1973.