EN QUÉ CONSISTE LA REVOLUCIÓN
La Revolución. Lo que no es.
La palabra revolución
es una palabra elástica de la que se
abusa en cada oportunidad posible para seducir a las mentes.
Una revolución, en
general, es un cambio fundamental que se realiza en la moral, en las ciencias,
en las artes, en la literatura y, sobre todo, en las leyes y el gobierno de las
sociedades. En religión o política, es el desarrollo completo, el triunfo total
de un principio que subvierte todo el antiguo orden social. Por lo general, la
palabra “revolución” se toma en el sentido equivocado; sin embargo, esta regla
no carece de excepciones. Así, decimos: “El cristianismo ha llevado a cabo una
gran revolución en el mundo”, y esa revolución ha sido muy feliz. También es verdadero
decir: “En tal o cual país ha estallado una revolución que ha trastocado todo a
sangre y fuego"; también se trata de una revolución, pero de una
revolución mala.
No hay ninguna
diferencia esencial entre una revolución y lo que desde hace un siglo se llama
LA Revolución. En todas las épocas han habido revoluciones en las sociedades
humanas; mientras que la Revolución es un fenómeno muy moderno y muy reciente.
Mucha gente se
imagina, porque creen en la prensa que leen, que es a la Revolución a quien la
humanidad le debe todo su bienestar desde hace sesenta años; que a ella le
debemos todos nuestros progresos en la industria, todo el desarrollo de nuestro
comercio, todos los inventos modernos de las artes y las ciencias; que sin ella
no tendríamos ferrocarriles, ni telégrafos eléctricos, ni barcos de vapor, ni
máquinas, ni ejército, ni educación, ni gloria; en pocas palabras, que sin la
Revolución todo estaría perdido y que el mundo volvería a sumirse en las
tinieblas.
Nada de eso. La
Revolución fue la ocasión para que se hicieran algunos de esos progresos, no su
causa. La violenta conmoción que produjo en el mundo entero precipitó, sin
duda, ciertos desarrollos de la civilización material; esa misma violencia hizo
fracasar muchos otros. El caso es que la Revolución, considerada en sí misma,
no fue, estrictamente hablando, el principio de ningún progreso real.
Tampoco fue, como
algunos quieren hacernos creer, la emancipación legítima de los oprimidos, la
abolición de los abusos del pasado, la mejora y el progreso de la humanidad, la
difusión de la ilustración, la realización de todas las aspiraciones generosas
de los pueblos, etc. Nos convenceremos de ello conociéndola a fondo.
Tampoco es la
Revolución, como querrían hacérnoslo creer, el gran acontecimiento histórico y
sangriento que trastornó a Francia e incluso a Europa a finales del siglo
pasado. Ese acontecimiento, tanto en su fase moderada como en sus horrendos
excesos, no fue más que un fruto, una manifestación de la Revolución, que es
una idea, un principio, incluso más que un hecho. Es importante no confundir
estas cosas.
¿Qué es, pues, la
Revolución?
Qué es la Revolución y cómo es una
cuestión religiosa, no menos que política y social.
La Revolución no es
una cuestión puramente política; es también una cuestión religiosa, y es
únicamente desde este punto de vista que hablo de ella aquí. La Revolución no
es sólo una cuestión religiosa, sino que es la gran cuestión religiosa de
nuestro siglo. Para convencerse de ello, basta con reflexionar y ser precisos.
Tomada en su sentido
más general, la Revolución es la revuelta establecida como principio y como
derecho. No es sólo el hecho de la revuelta; en todas las épocas hubo
revueltas; es el derecho, el principio de la revuelta convertido en norma
práctica y fundamento de las sociedades; es la negación sistemática de la
autoridad legítima; es la teoría de la revuelta, la apología y el orgullo de la
revuelta, la consagración legal del principio mismo de toda revuelta. Tampoco
es la revuelta del individuo contra su superior legítimo; esa revuelta se llama
simplemente desobediencia; es la revuelta de la sociedad como sociedad; el
carácter de la Revolución es esencialmente social y no individual.
La Revolución consta
de tres etapas:
1. La destrucción de
la Iglesia, como autoridad y sociedad religiosa, protectora de otras
autoridades y otras sociedades; en esta primera etapa, que nos concierne
directamente, la Revolución es la negación de la Iglesia, establecida como
principio y formulada en la ley; la separación de la Iglesia y el Estado con el
fin de desnudar al Estado y privarlo de su apoyo fundamental;
2. La destrucción de
los tronos y de la autoridad política legítima, consecuencia inevitable de la
destrucción de la autoridad católica. Esta destrucción es la última palabra del
principio revolucionario de la democracia moderna y de lo que ahora se llama la
soberanía del pueblo;
3. La destrucción de
la sociedad, es decir, de la organización que recibió de Dios; en otras
palabras, la destrucción de los derechos de la familia y de la propiedad, en
favor de una abstracción que los doctores revolucionarios denominan Estado.
Esto es el socialismo: última palabra de la Revolución perfecta, última revuelta,
destrucción del último derecho. En esta etapa, la Revolución consiste, o más
bien consistiría, en la destrucción total del orden divino en la tierra, en el
reinado perfecto de Satanás en el mundo.
Claramente formulada
por primera vez por Jean-Jacques Rousseau, y luego en 1789 y en 1793 por la
Revolución Francesa, la Revolución se mostró desde el principio como la enemiga
acérrima del cristianismo; hirió a la Iglesia con una furia que recordaba las
persecuciones del paganismo; cerró o destruyó los templos, dispersó las órdenes
religiosas, arrastró por el fango las cruces y las reliquias de los santos; su
furor se extendió por toda Europa; hizo añicos todas las tradiciones y, por un
momento, creyó haber destruido el cristianismo, al que despectivamente calificaba
de antigua y fanática superstición.
Sobre todas esas
ruinas, inauguró un nuevo régimen de leyes ateas, de sociedades sin religión,
de pueblos y reyes absolutamente independientes; durante sesenta años, ha
crecido y se ha extendido por todo el mundo, destruyendo en todas partes la
influencia social de la Iglesia, pervirtiendo las mentes, calumniando al clero
y socavando todo el edificio de la fe desde la base.
Desde un punto de
vista religioso, se la puede definir como la negación legal del reinado de
Jesucristo en la tierra, como la destrucción social de la Iglesia.
Luchar contra la
Revolución es, pues, un acto de fe, un deber religioso ante todo. Es también lo
propio de un buen ciudadano y de un
hombre honrado, porque significa defender la patria y la familia. Si los
partidos políticos honestos la combaten desde su punto de vista, los cristianos
debemos combatirla desde un punto de vista muy superior, para defender lo que
nos es más querido que la vida.
Que la Revolución es hija de la
incredulidad.
Para juzgar la
Revolución, basta con saber si se cree o no en Jesucristo. Si Cristo es Dios
hecho hombre, si el Papa es su Vicario, si la Iglesia es su enviada, es
evidente que tanto las sociedades como los individuos deben obedecer las
orientaciones de la Iglesia y del Papa, que son las orientaciones de Dios
mismo. La Revolución, que postula el principio de la independencia absoluta de
las sociedades con respecto a la Iglesia, la separación de la Iglesia y el
Estado, declara así su “incredulidad en el Hijo de Dios, y es juzgada de
antemano”, según las palabras del Evangelio.
La cuestión revolucionaria
es, pues, en última instancia, una cuestión de fe. Todo aquel que cree en
Jesucristo y en la misión de su Iglesia no puede, si es lógico, ser
revolucionario; y todo incrédulo, todo protestante, si es lógico, debe adoptar
el principio apóstata de la Revolución y, bajo su bandera, combatir a la
Iglesia. La Iglesia católica, en efecto, si no es divina, usurpa tiránicamente
los derechos del hombre.
¿Es Jesucristo Dios?
¿Le pertenece todo el poder en el cielo y en la tierra? Los pastores de la
Iglesia, y el Sumo Pontífice a su cabeza, ¿tienen o no tienen, por derecho
divino, por orden misma de Cristo, la misión de enseñar a todas las naciones y
a todos los hombres lo que hay que hacer y lo que hay que evitar para cumplir
la voluntad de Dios? ¿Hay un solo hombre, príncipe o súbdito, hay una sola
sociedad, que tenga derecho a rechazar esta enseñanza infalible, a apartarse de
esta alta dirección religiosa? ¡En eso consiste todo! Es una cuestión de fe, de
catolicismo.
El Estado debe
obedecer al Dios vivo, al igual que el individuo y la familia; tanto para el
Estado como para el individuo, está en juego la propia vida.
Quién fue el verdadero padre de la
Revolución y cuándo nació.
Hay un misterio en la
Revolución, un misterio de iniquidad que los revolucionarios no pueden
comprender, porque sólo la fe puede dar la clave y ellos no tienen fe.
Para comprender la
Revolución hay que remontarse al padre de todas las revueltas, el primero que
se atrevió a decir, y se atreve a repetir hasta el fin de los siglos: Non serviam, no obedeceré.
Satanás es el padre de
la Revolución. La Revolución es su obra, comenzada en el cielo y perpetuada en
la humanidad de edad en edad. El pecado original, por el que Adán, nuestro
primer padre, se rebeló también contra Dios, introdujo en el mundo, no ya la
Revolución, sino el espíritu de orgullo y de revuelta que es su principio; y
desde entonces el mal no ha cesado de crecer, hasta la aparición del
cristianismo, que lo combatió y lo hizo retroceder.
El Renacimiento
pagano, luego Lutero y Calvino, después Voltaire y Rousseau, levantaron el
poder maldito de Satanás, su padre; y, favorecido por los excesos del
cesarismo, este poder recibió, en los principios de la Revolución Francesa, una
especie de consagración, una constitución de la que había carecido hasta entonces
y que nos hace decir con justicia que la Revolución nació en Francia en 1789. “La
Revolución Francesa —decía el feroz Babeuf en 1793— no es más que la precursora
de una revolución mucho más grande y solemne, que será la última”. Esa
revolución suprema y universal, que ya está llenando el mundo, es la
Revolución. Por primera vez en seis mil años, se ha atrevido a mostrar ante el
cielo y la tierra su verdadero y satánico nombre: Revolución, es decir: la gran
revuelta.
Su lema, como el del
diablo, son las famosas palabras: Non
serviam. Es satánica en su esencia; y, cuando derroca a todas las
autoridades, su fin último es la destrucción total del reinado de Cristo en la
tierra. La Revolución, no lo olvidemos, es ante todo un misterio de orden
religioso; es el anticristianismo. Así
lo dijo el Sumo Pontífice Pío IX en su encíclica del 8 de diciembre de 1849: “La
Revolución está inspirada por el mismo Satanás. Su objetivo es destruir de
arriba abajo el edificio del cristianismo y reconstituir sobre sus ruinas el
orden social del paganismo”. Esta solemne advertencia es confirmada al pie de
la letra por las confesiones de la propia Revolución: “Nuestro objetivo final”,
dice la instrucción secreta de la logia Alta
Vendita, “nuestro objetivo final es el de Voltaire y de la Revolución
Francesa, la aniquilación para siempre del catolicismo y hasta de la idea
cristiana”.
¿Quién es el antirrevolucionario por
excelencia?
Es Nuestro Señor
Jesucristo en el cielo, y en la tierra, el Papa, su Vicario.
La historia del mundo
es la historia de la lucha gigantesca de dos jefes de ejército: por una parte,
Cristo con su Santa Iglesia; por otra, Satanás con todos los hombres que
pervierte y alista bajo la bandera maldita de la revuelta. La batalla ha sido
siempre terrible; nosotros vivimos en medio de una de sus fases más peligrosas,
la de la seducción de las mentes y la organización social de lo que, ante Dios,
es desorden y mentira.
Al borde de la muerte,
uno de nuestros más ilustres obispos reveló recientemente el odio y los planes
de la Revolución contra el Sumo Pontífice. “El Papa”, escribía con su mano desfalleciente,
“el Papa tiene un enemigo: la Revolución. Un enemigo implacable, al que ningún
sacrificio puede apaciguar, con el que ningún arreglo es posible. Al principio,
sólo se pedían reformas. Hoy, las reformas no bastan. Si se desmiembra la
soberanía temporal de la Santa Sede; si se arroja en manos de la Revolución,
pieza por pieza, todo el patrimonio de San Pedro; no bastará para satisfacer a
la Revolución, no servirá para desarmarla. La ruina de la existencia temporal
de la Santa Sede no es tanto una meta como un medio; es un camino hacia una
ruina mayor. La existencia divina de la Iglesia es lo que debe ser aniquilado, eso
de lo que no debe quedar ningún vestigio. ¿Qué importa, después de todo, que el
débil dominio cuya sede está en Roma y el Vaticano se circunscriba dentro de
límites más o menos estrechos? ¿Qué importan la propia Roma y el Vaticano?
Mientras haya en la tierra o en el subsuelo, en un palacio o en una mazmorra,
un hombre ante el cual doscientos millones de hombres se postren como ante el
representante de Dios, la Revolución perseguirá a Dios en ese hombre. Y si en
esta guerra impía no nos ponemos resueltamente del lado de Dios contra la
Revolución, si capitulamos, las medidas de moderación con que las hemos tratado
de contener o moderar a la Revolución sólo habrán servido para envalentonar su
sacrílega ambición y exaltar sus feroces esperanzas. Fortalecida por nuestra
debilidad, contando con nosotros como si fuéramos cómplices, no basta con
decirlo así, como si fuéramos esclavos, nos ordenará que la sigamos hasta el
fin de sus abominables objetivos. Después de arrancarnos concesiones que
horrorizarán al mundo, nos impondrá exigencias que horrorizarán nuestra
conciencia.
No exageramos ni un
ápice. La Revolución, considerada no desde el punto de vista accidental, sino
desde el punto de vista de lo que constituye su esencia, es algo a lo que nada
puede compararse en la larga serie de revoluciones por las que se ha visto
arrastrada la humanidad desde el principio de los tiempos, y que vemos desarrollarse
en la historia del mundo.
La Revolución es la
insurrección más sacrílega que haya armado la tierra contra el cielo, el mayor
esfuerzo que el hombre haya hecho jamás, no sólo para apartarse de Dios, sino
para sustituir a Dios".
Debemos descatolicizar el mundo, escribió uno de los líderes de la logia
italiana Alta Vendita, conspiremos sólo contra Roma: la revolución
en la Iglesia significa la revolución permanente, es el derrocamiento inevitable
de los tronos y las dinastías. La conspiración contra la sede romana no debe confundirse
con otros proyectos”.
¿Es posible la conciliación entre la
Iglesia y la Revolución?
Tanto como entre el
bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre la luz y las tinieblas, entre
el cielo y el infierno. Escuchen esto más bien:
“La Revolución —dijo
una vez una logia italiana de carbonarios en un documento secreto— la
Revolución sólo es posible con una condición: el derrocamiento del Papado. Las
conspiraciones en el extranjero y las revoluciones en Francia nunca conseguirán
más que resultados secundarios mientras Roma siga en pie. Aunque débiles como
poder temporal, los papas tienen todavía una inmensa fuerza moral. Es, pues,
sobre Roma que deben converger todos los esfuerzos de los amigos de la
humanidad. Para destruirla, todos los medios son buenos. Una vez derrocado el
Papa, todos los tronos caerán naturalmente”.
Por su parte, Edgard
Quinet dijo: “Es necesario que caiga el catolicismo. ¡No hay tregua con lo
Injusto! Se trata no sólo de refutar al papismo, sino de extirparlo; no sólo de
extirparlo, sino de deshonrarlo; no sólo de deshonrarlo, sino de ahogarlo en el
fango”. “En nuestros consejos se ha decidido que ya no queremos cristianos”, se
lee en el documento de Alta Vendita.
Voltaire había dicho antes: “¡Aplastemos al Infame!”. Y Lutero: “¡Lavémonos las
manos con su sangre!”.
La Iglesia proclama
los derechos de Dios como principio tutelar de la moral humana y de la
salvación de las sociedades; la Revolución sólo habla de los derechos del
hombre y establece una sociedad sin Dios. La Iglesia toma como base la fe y el
deber cristiano; la Revolución no tiene en cuenta el cristianismo; no cree en
Jesucristo, prescinde de la Iglesia y se inventa unos deberes filantrópicos que
no tienen más sanción que el orgullo del hombre honrado y el miedo de la
policía. La Iglesia enseña y defiende todos los principios de orden, autoridad
y justicia en la sociedad; la Revolución los hace añicos y, con el desorden y la
arbitrariedad, constituye lo que se atreve a llamar el nuevo derecho de las
naciones, la civilización moderna.
El antagonismo es
total: sumisión y revuelta, fe e incredulidad. No puede haber acercamiento, ni componendas,
ni alianza. Recuerden bien esto: todo lo que la Revolución no ha hecho, lo
odia; todo lo que odia, lo destruye. Entréguenle hoy el poder absoluto y, a pesar
de sus protestas, mañana será lo que fue ayer, lo que será siempre: la guerra
sin cuartel contra la Religión, la sociedad y la familia. Que no diga que se la
calumnia: sus palabras están dan testimonio y sus hechos también. Recuerden lo
que hizo en 1791 y en 1793, ¡cuando fue dueña y señora!
En esta lucha, una de
las dos partes será derrotada tarde o temprano, y ésa será la Revolución. Durante
un tiempo, puede parecer que triunfa; puede obtener victorias parciales, en
primer lugar porque la sociedad ha cometido, durante los últimos cuatro siglos,
en toda Europa, ofensas enormes que exigen castigo; además porque el hombre es
siempre libre, y la libertad, incluso cuando se abusa de ella, es un gran
poder; pero después del Viernes Santo viene siempre el Domingo de Pascua, y fue
el mismo Dios quien, con sus labios infalibles, le dijo a la cabeza visible de
su Iglesia: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
Traducción, para Literatura &
Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
La Révolution. Ce qu’elle n’est pas.
Le mot révolution est une parole
élastique dont on abuse à tout propos pour séduire les esprits.
Une révolution, en général,
c’est un changement fondamental qui s’opère dans les mœurs, dans les sciences,
dans les arts, dans les lettres, et surtout dans les lois et le gouvernement
des sociétés. En religion ou en politique, c’est le développement complet, le complet
triomphe d’un principe subversif de tout l’ancien ordre social. Ordinairement
le mot « révolution » se prend dans un mauvais sens ; cependant cette règle n’est pas sans exception. Ainsi l’on
dit: « Le christianisme a opéré une grande révolution dans le monde », et cette
révolution a été très heureuse. Il est également vrai de dire: « Dans tel ou tel pays a éclaté une
révolution qui a mis tout à feu et à sang »; c’est encore une révolution, mais
une révolution mauvaise.
Il n’y a aucune différence
essentielle entre une révolution et ce que depuis un siècle on appelle LA
Révolution. De tout temps il y a eu des révolutions dans les sociétés humaines
; tandis que la Révolution est un phénomène tout moderne et tout récent.
Bien des gens s’imaginent,
sur la foi de leur journal, que c’est à la révolution que depuis soixante ans l’humanité
doit tout son bien-être; que nous lui
devons tous nos progrès dans l’industrie,
tout le développement de notre commerce,
toutes les inventions modernes des arts et des sciences; que sans elle
nous n’aurions ni chemins de fer, ni télégraphes électriques, ni bateaux à vapeur,
ni machines, ni armée, ni instruction,
ni gloire ; en un mot, que sans la Révolution tout serait perdu et que le monde retomberait dans
les ténèbres.
Rien de tout cela. La Révolution
a été l’occasion de quelques-uns de ces progrès, elle n’en a pas été la cause.
La violente secousse qu’elle a imprimée au monde entier a sans doute précipité
certains développements de la civilisation
matérielle; cette même violence en a fait avorter beaucoup d’autres.
Toujours est-il que la Révolution, considérée en elle-même, n’a été, à
proprement parler, le principe d’aucun progrès réel.
Elle n’est pas non plus,
comme on voudrait nous le faire croire, l’affranchissement légitime des
opprimés, la suppression des abus du passé, l’amélioration et le progrès de l’humanité,
la diffusion des lumières, la réalisation de toutes les aspirations généreuses
des peuples, etc. Nous allons nous en convaincre en apprenant à la connaître à
fond.
La Révolution n’est pas
davantage le grand fait historique et sanglant qui a bouleversé la France et
même l’Europe à la fin du siècle dernier. Ce fait, dans sa phase modérée aussi
bien que dans ses excès épouvantables, n’a été qu’un fruit, qu’une
manifestation de la Révolution, laquelle est une idée, un principe, plus encore
qu’un fait. Il est important de ne pas confondre ces choses.
Qu’est-ce donc que la
Révolution ?
Ce que c’est que la Révolution, et comment
c’est une question religieuse, non moins que politique et sociale.
La Révolution n’est pas une
question purement politique ; c’est aussi une question religieuse, et c’est
uniquement à ce point de vue que j’en parle ici. La Révolution n’est pas seulement
une question religieuse, mais elle est la grande question religieuse de notre
siècle. Pour s’en convaincre, il suffit de réfléchir et de préciser.
Prise dans sons sens le plus
général, la Révolution est la révolte érigée en principe et en droit. Ce n’est
pas seulement le fait de la révolte ; de tout temps il y a eu des révoltes; c’est
le droit, c’est le principe de la révolte devenant la règle pratique et le
fondement des sociétés; c’est la négation systématique de l’autorité légitime ;
c’est la théorie de la révolte, c’est l’apologie et l’orgueil de la révolte, la
consécration légale du principe même de toute révolte. Ce n’est pas non plus la
révolte de l’individu contre son supérieur légitime, cette révolte s’appelle
tout simplement désobéissance ; c’est la révolte de la société en tant que
société ; le caractère de la Révolution est essentiellement social et non pas
individuel.
Il y a trois degrés dans la
Révolution:
1. La destruction de l’Église,
comme autorité et société religieuse, protectrice des autres autorités et des
autres sociétés; à ce premier degré, qui nous intéresse directement, la Révolution
est la négation de l’Église érigée en principe et formulée en droit; la
séparation de l’Église et de l’État dans le but de découvrir l’État et de lui
enlever son appui fondamental;
2. La destruction des trônes
et de l’autorité politique légitime, conséquence inévitable de la destruction
de l’autorité catholique. Cette destruction est le dernier mot du principe
révolutionnaire de la démocratie moderne et de ce qu’on appelle aujourd’hui la
souveraineté du peuple;
3. La destruction de la société,
c’est-à-dire de l’organisation qu’elle a reçue de Dieu; en d’autres termes, la
destruction des droits de la famille et de la propriété, au profit d’une
abstraction que les docteurs révolutionnaires appellent l’État. C’est le
socialisme, dernier mot de la Révolution parfaite, dernière révolte, destruction
du dernier droit. A ce degré, la Révolution est, ou plutôt serait la
destruction totale de l’ordre divin sur la terre, le règne parfait de Satan
dans le monde.
Nettement formulée pour la
première fois par Jean- Jacques Rousseau, puis en 1789 et en 1793 par la
révolution française, la Révolution s’est montrée dès son origine l’ennemie
acharnée du christianisme ; elle a frappé l’Église avec une fureur qui
rappelait les persécutions du paganisme; elle a fermé ou détruit les églises,
dispersé les Ordres religieux, traîné dans la boue les croix et les reliques
des Saints; sa rage s’est étendue dans l’Europe entière ; elle a brisé toutes
les traditions, et un moment elle a cru détruit le christianisme, qu’elle
appelait avec mépris une vieille et fanatique superstition.
Sur toutes ces ruines, elle
a inauguré un régime nouveau de lois athées, de sociétés sans religion, de
peuples et de rois absolument indépendants ; depuis soixante ans, elle grandit
et s’étend dans le monde entier, détruisant partout l’influence sociale de l’Eglise,
pervertissant les intelligences, calomniant le clergé, et sapant par la base
tout l’édifice de la foi.
Au point de vue religieux,
on peut la définir: la négation légale du règne de Jésus-Christ sur la terre,
la destruction sociale de l’Eglise.
Combattre la Révolution est
donc un acte de foi, un devoir religieux au premier chef. C’est de plus un acte
de bon citoyen et d’honnête homme; car c’est défendre la patrie et la famille.
Si les partis politiques honnêtes la combattent à leur point de vue, nous
devons, nous autres chrétiens, la combattre à un point de vue bien supérieur,
pour défendre ce qui nous est plus cher que la vie.
Que la Révolution est fille de l’incrédulité.
Pour juger la Révolution, il
suffit de savoir si l’on croit ou non en Jésus-Christ. Si le Christ est Dieu
fait homme, si le Pape est son Vicaire, si l’Église est son envoyée, il est
évident que les sociétés comme les individus doivent obéir aux directions de l’Église
et du Pape, lesquelles sont les directions de Dieu même. La Révolution, qui
pose en principe l’indépendance absolue des sociétés vis-à-vis de l’Église, la séparation
de l’Église et de l’État, se déclare par cela seul « incrédule au Fils de Dieu,
et est jugée d’avance », selon la parole de l’Évangile.
La question révolutionnaire
est donc en définitive une question de foi. Quiconque croit en Jésus-Christ et
en la mission de son Église, ne peut être révolutionnaire s’il est logique; et
tout incrédule, tout protestant, s’il est logique, doit adopter le principe
apostat de la Révolution, et, sous sa bannière, combattre l’Église. L’Église
catholique, en effet, si elle n’est divine, usurpe tyranniquement les droits de
l’homme.
Jésus-Christ est-il Dieu ? Toute
puissance lui appartient-elle au ciel et sur la terre? Les pasteurs de l’Église,
et le Souverain Pontife à leur tête, ont-ils ou n’ont-ils pas, de droit divin,
par l’ordre même du Christ, la mission d’enseigner à toutes les nations et à
tous les hommes ce qu’il faut faire et ce qu’il faut éviter pour accomplir la
volonté de Dieu? Y a-t- il un seul homme, prince ou sujet, y a-t-il une seule
société, qui ait le droit de repousser cet enseignement infaillible, de se
soustraire à cette haute direction religieuse ? Tout est là! C’est une question
de foi, de catholicisme.
L’État doit obéir au Dieu vivant,
aussi bien que l’individu et la famille; pour l’État comme pour l’individu, il
y va de la vie.
Quel est le véritable père de la
Révolution, et quand elle est née.
Il y a dans la Révolution un
mystère, un mystère d’iniquité que les révolutionnaires ne peuvent pas
comprendre, parce que la foi seule peut en donner la clef et qu’ils n’ont pas
la foi.
Pour comprendre la
Révolution, il faut remonter jusqu’au père de toute révolte, qui le premier a
osé dire, et oser répéter jusqu’à la fin des siècles : Non serviam, je n’obéirai pas.
Satan est le père de la
Révolution. La Révolution est son œuvre, commencée dans le ciel et se
perpétuant dans l’humanité d’âge en âge. Le péché originel, par lequel Adam, notre
premier père, s’est également révolté contre Dieu, a introduit sur la terre,
non pas encore la Révolution, mais l’esprit d’orgueil et de révolte qui en est
le principe; et depuis lors le mal a été sans cesse grandissant, jusqu’à l’apparition
du christianisme, qui l’a combattu et refoulé en arrière.
La Renaissance païenne, puis
Luther et Calvin, puis Voltaire et Rousseau, ont relevé la puissance maudite de
Satan, leur père; et, favorisée par les excès du césarisme, cette puissance a
reçu, dans les principes de la révolution française, une sorte de consécration,
une constitution qu’elle n’avait pas eue jusque là et qui fait dire avec
justice que la Révolution est née en France en 1789. « La révolution française,
disait en 1793 le féroce Babeuf, n’est que l’avant-courrière d’une révolution
bien plus grande, bien plus solennelle, et qui sera la dernière. » Cette
révolution suprême et universelle qui remplit déjà le monde, c’est la
Révolution. Pour la première fois, depuis six mille ans, elle a osé prendre à
la face du ciel et de la terre son nom véritable et satanique: la Révolution, c’est-à-dire
: la grande révolte.
Elle a pour devise, comme le
démon, la fameuse parole : Non serviam.
Elle est satanique dans son essence; et, en renversant toutes les autorités, elle
a pour fin dernière la destruction totale du règne du Christ sur la terre. La
Révolution, qu’on ne l’oublie pas, est avant tout un mystère de l’ordre
religieux; c’est l’antichristianisme. C’est ce que constatait, dans son
encyclique du 8 décembre 1849, le Souverain Pontife Pie IX: « La Révolution est
inspirée par Satan lui-même. Son but est de détruire de fond en comble l’édifice
du Christianisme et de reconstituer sur ses ruines l’ordre social du paganisme.
» Avertissement solennel confirmé à la lettre par les aveux de la Révolution
elle-même: « Notre but final, dit l’instruction secrète de la Vente suprême,
notre but final est celui de Voltaire et de la Révolution française, l’anéantissement
à tout jamais du catholicisme et même de l’idée chrétienne. »
Quel est l’antirévolutionnaire par
excellence ?
C’est Notre-Seigneur
Jésus-Christ dans le ciel, et, sur la terre, le Pape, son Vicaire.
L’histoire du monde est l’histoire
de la lutte gigantesque des deux chefs d’armée : d’une part, le Christ avec sa
sainte Église; de l’autre, Satan avec tous les hommes qu’il pervertit et qu’il
enrôle sous la bannière maudite de la révolte. Le combat a de tout temps été
terrible; nous vivons au milieu d’une de ses phases les plus dangereuses, celle
de la séduction des intelligences et de l’organisation sociale de ce qui,
devant Dieu, est désordre et mensonge.
Sur le point de mourir, un
de nos plus illustres évêques dévoilait naguère la haine et les projets de la
Révolution contre le Souverain Pontife. « Le pape, écrivait-il de sa main
défaillante, le pape a un ennemi: la Révolution. Un ennemi implacable, qu’aucun
sacrifice ne saurait apaiser, avec lequel il n’y a point de transaction
possible. Au début, on ne demandait que des réformes. Aujourd’hui, les réformes
ne suffisent pas. Démembrez la souveraineté temporelle du Saint-Siège ; jetez
aux mains de la Révolution, morceau par morceau, tout le patrimoine de saint
Pierre, vous n’aurez pas satisfait la Révolution, vous ne l’aurez pas désarmée.
La ruine de l’existence temporelle du Saint-Siège est moins un but qu’un moyen,
c’est un acheminement vers une plus grande ruine. L’existence divine de l’Église,
voilà ce qu’il faut anéantir, ce dont il ne doit rester aucun vestige. Qu’importe,
après tout, que la faible domination dont le siège est à Rome et au Vatican
soit circonscrite dans des limites plus ou moins étroites ? Qu’importent Rome
même et le Vatican ? Tant qu’il y aura sur terre ou sous terre, dans un palais
ou dans un cachot, un homme devant lequel deux cent millions d’hommes se
prosterneront comme devant le représentant de Dieu, la Révolution poursuivra
Dieu dans cet homme. Et si, dans cette guerre impie, vous n’avez pas pris
résolument contre la Révolution le parti de Dieu, si vous capitulez, les
tempéraments par lesquels vous aurez essayé de contenir ou de modérer la
Révolution n’auront servi qu’à enhardir son ambition sacrilège et à exalter ses
sauvages espérances. Forte de votre faiblesse, comptant sur vous comme sur des
complices, je ne dis pas assez, comme sur des esclaves, elle vous sommera de la
suivre jusqu’au terme de ses abominables entreprises. Après vous avoir arraché
des concessions qui auront consterné le monde, elle aura des exigences qui
épouvanteront votre conscience.
Nous n’exagérons rien. La
Révolution, considérée, non par le côté accidentel, mais dans ce qui constitue
son essence, est quelque chose à quoi rien ne peut être comparé dans la longue
suite des révolutions par lesquelles humanité avait été emportée depuis l’origine
des temps, et que nous voyons se dérouler dans l’histoire du monde.
La Révolution est l’insurrection
la plus sacrilège qui ait armé la terre contre le ciel, le plus grand effort
que l’homme ait jamais fait, non pas seulement pour se détacher de Dieu, mais
pour se substituer à Dieu. »
« Il faut décatholiciser le
monde, écrit un des chefs de la Vente de la Haute-Italie; ne conspirons que
contre Rome: la révolution dans l’Eglise, c’est la révolution en permanence, c’est
le renversement obligé des trônes et des dynasties. La conspiration contre le
siège romain ne devrait pas se confondre avec d’autres projets. »
Entre l’Église et la Révolution, la
conciliation est-elle possible ?
Pas plus qu’entre le bien et
le mal, entre la vie et la mort, entre la lumière et les ténèbres, entre le
ciel et l’enfer. Écoutez plutôt :
« La Révolution, disait naguère
une loge italienne de carbonari dans un document occulte, la Révolution n’est
possible qu’à une condition: le renversement de la Papauté. Les conspirations à
l’étranger, les révolutions en France n’aboutiront jamais qu’à des résultats
secondaires tant que Rome sera debout. Quoique faibles comme puissance
temporelle, les papes ont encore une immense force morale. C’est donc sur Rome
que doivent converger tous les efforts des amis de l’humanité. Pour la
détruire, tous les moyens sont bons. Une fois le pape renversé, tous les trônes
tomberont naturellement. »
« Il faut, dit de son côté
Edgard Quinet, il faut que le catholicisme tombe. Point de trêve avec l’Injuste
! Il s’agit non seulement de réfuter le papisme, mais de l’extirper; non seulement
de l’extirper, mais de le déshonorer; non seulement de le déshonorer, mais de l’étouffer
dans la boue. » — « Il est décidé dans nos conseils que nous ne voulons plus de
chrétiens », écrit la Haute Vente. Voltaire avait dit auparavant: «Écrasons l’Infâme
! » Et Luther: « Lavons-nous les mains dans leur sang ! »
L’Église proclame les droits
de Dieu comme principe tutélaire de la moralité humaine et du salut des
sociétés; la Révolution ne parle que des droits de l’homme et constitue une
société sans Dieu. L’Église prend pour base la foi, le devoir chrétien; la
Révolution ne tient nul compte du christianisme; elle ne croit pas en
Jésus-Christ, elle écarte l’Église et se fabrique à elle-même je ne sais quels
devoirs philanthropiques qui n’ont d’autre sanction que l’orgueil de l’honnête
homme et la peur des gendarmes. L’Église enseigne et maintient tous les
principes d’ordre, d’autorité, de justice dans la société; la Révolution les
bat en brèche, et, avec le désordre et l’arbitraire, constitue ce qu’elle ose
appeler le droit nouveau des nations, la civilisation moderne.
L’antagonisme est complet: c’est
la soumission et la révolte, c’est la foi et l’incrédulité. Nul rapprochement
possible, nulle transaction, nulle alliance. Retenez bien ceci: tout ce que la
Révolution n’a pas fait, elle le hait; tout ce qu’elle hait, elle le détruit.
Donnez-lui aujourd’hui le pouvoir absolu; et, malgré ses protestations, elle
sera demain ce qu’elle fut hier, ce qu’elle sera toujours: la guerre à outrance
contre la Religion, la société, la famille. Qu’elle ne dise pas qu’on la
calomnie: ses paroles sont là et ses actes aussi. Souvenez- vous de ce qu’elle
fit en 1791 et en 1793, quand elle fut la maîtresse !
Dans cette lutte, l’un des
deux partis tôt ou tard sera vaincu, et ce sera la Révolution. Elle paraîtra
peut-être triompher pour un temps; elle pourra remporter des victoires partielles,
d’abord parce que la société a commis, depuis quatre siècles, dans toute l’Europe,
d’énormes attentats qui appellent des châtiments ; puis parce que l’homme est
toujours libre, et que la liberté, même quand il en abuse, constitue une grande
puissance ; mais, après le Vendredi-saint vient toujours le dimanche de Pâques,
et c’est Dieu lui-même qui, de ses lèvres infaillibles, a dit au chef visible
de son Église : « Tu es Pierre, et sur cette pierre je bâtirai mon Église, et
les puissances de l’enfer ne prévaudront pas contre elle. »