Al presentar en este pequeño volumen mi traducción castellana de cincuenta y un himnos del Breviario Romano comenzaré diciendo que todos los libros oficiales de la liturgia católica son admirables por su dignidad formal, pero que ninguno alcanza la justeza y la hermosura de expresión que caracterizan a aquél y que lo convierten en uno de los dechados estilísticos más verdaderamente dignos de tal nombre. Y ello no sólo por la calidad de los textos escriturísticos y patrísticos de que se compone fundamentalmente, sino también por la de los miembros verbales que sirven para ligarlos y articularlos, en todo lo cual resplandece de manera soberana, junto a la inspiración celestial de que la Iglesia disfruta como institución divina, el genio arquitectónico que heredó, como sociedad natural, del imperio sobre cuyas cenizas está viva y despierta para siempre. No obstante ser libro esencialmente religioso, y destinado por lo mismo no precisamente al progreso intelectual sino al adelantamiento espiritual de quienes lo frecuentan, el Breviario constituyó una sana y copiosa fuente de estilo para los escritores eclesiásticos de todas las épocas, y principalmente para los que, como tales eclesiásticos, quedaron obligados a leerlo diariamente después de la conocida disposición del Concilio de Trento. La influencia del venerable libro es tan evidente como la de los clásicos latinos y griegos aún en las obras profanas de aquellos escritores (algunos de los cuales se encuentran entre los más ilustres de su tiempo), y se nota claramente hoy mismo en el estilo de quienes, como Paul Claudel, ofrecen una imagen intelectual digna de ser comparada con las que muestran los mejores maestros de los más grandes siglos.
Desde los humanísimos salmos hasta los cánticos casi divinos, desde las sublimes lecciones de la Biblia hasta las prudentes homilías de los Padres, desde las jubilosas o meditabundas antífonas hasta las siempre severas oraciones, no hay elemento del Breviario que no impresione profundamente por su maravillosa constitución formal, pero ninguno conmueve al lector moderno de una o manera tan actual como los himnos, construcciones poéticas engarzadas en el contexto de las horas del Oficio con el particular objeto de dar el tono litúrgico de la festividad en cada caso celebrada. Este tipo de composición (que generalmente comprende de tres a siete y a veces más estrofas) suele comenzar con una invocación directa a Dios en una de sus Tres Personas y termina invariablemente con una doxología o fórmula de glorificación a la Santísima Trinidad. El resto del poema, cuya línea expresiva oscila entre el tono expositivo y el deprecatorio, se ciñe estrictamente a su tema peculiar, extrayéndole sus específicas figuras doctrinal es y desarrollándolas en imágenes de contornos muy claros y colores muy netos mediante palabras cuya fácil dicción las hace perfectamente apropiadas para la función lírica. Dos de las características sobresalientes de estos versos son su relieve y su dinamismo, resultantes sin duda del predominio ejercido sobre el conjunto del vocabulario por la abundancia de substantivos y verbos, elementos primordiales del movimiento y la plasticidad de todo discurso, así como por el escaso papel desempeñado por los adjetivos, que sólo aparecen cuando es absolutamente imprescindible su intervención determinativa, comparativa, calificativa o discretamente ornamental. La versificación. que empezó siendo cuantitativa, según los módulos tradicionales greco-romanos, derivó poco a poco hacia la rítmico-silábica, que fue desde el principio la connatural a la poesía de las lenguas neolatinas, y no siempre se basa sobre los consabidos dímetros yámbicos sino que por veces recurre también a estructuras rítmicas más complejas y refinadas, como ser, por ejemplo, la sáfico-adónica. La lengua de estos himnos es preferentemente coloquial, al menos en los más antiguos, y suena en ellos, como en el Breviario todo, con una voz que ya no tiene la pureza del latín horaciano pero que sorprende por la profunda humanidad de su timbre y por la masculina robustez de su volumen. A pesar de sus frecuentes y a veces bárbaros neologismos, esta lengua (cuyos rasgos esenciales son los de la de San Jerónimo) presenta una fisonomía bastante parecida todavía a la del idioma de los clásicos. La descomposición del latín tradicional durante los siglos en que fue compuesto el cuerpo básico del himnario litúrgico no es tan notable en esta poesía casi desnuda como en la prosa, cada vez más preocupada de amontonar similicadencias, similidesinencias y aliteraciones que de servir a las íntimas conveniencias de la expresión con arreglo a los sobrios preceptos de la retórica ciceroniana. El máximo reproche que podría hacerse a estos versos sería decir que son impersonales, o despersonalizados; pero esta misma modalidad, en apariencia objetable, tiene también su razón de ser, y en cierto modo hasta es una virtud, ya que no se trata aquí de un arte para ser gozado en la intimidad individual, y con una intención puramente estética, sino para ser utilizado instrumentalmente, para dar fácil y disciplinado curso a la efusión religiosa de la asamblea cristiana en determinadas ceremonias públicas. En este caso, nada mejor que un arte en el que la personalidad del creador no trasparezca demasiado, nada mejor que un arte de todos y de ninguno, nada mejor que un arte casi mostrenco y, sobre todo, pasivo y neutral. Es lo que ocurre con el que ha dictado estos himnos sencillísimos, tan comprensibles para el pequeño como para el grande, tan elocuentes para el ignaro como para el docto y tan rigurosamente actuales hace mil años para los monjes de la abadía cluniacense como ahora para el clérigo de la última feligresía de la Patagonia. Ellos reflejan mejor que ningún otro texto litúrgico ese poderoso espíritu de universalidad que ha dado su nombre distintivo a la Iglesia Apostólica Romana y que informa todas y cada una de sus palabras oficiales y públicas, lo mismo las que eleva a Dios en nombre de los hombres que las que dirige en nombre de Dios a cada una de las almas, tanto las que emplea para la alabanza y para la súplica como las que utiliza para la advertencia y para la definición. Este estilo social, que en el verbo general de la Iglesia se manifiesta con el majestuoso hieratismo de lo intemporal, se allana y se temporaliza en la voz de los himnos, que es la voz con que el hombre histórico, arrebatado por la emoción religiosa, trasciende sus dramáticas limitaciones de tiempo y espacio, y se suma jubilosamente al canto infinito que en lo más hondo de su propio ser está entonando el hombre absoluto y eterno, la multitud de carne y hueso se hace presente de esta manera en el oficio celebratorio, acentuando con su voz de todos los días la sobrehumana emoción del coro de siempre, y desempeñando en la ceremonia litúrgica, como dice Dom Cabrol, “el mismo papel que el coro antiguo en la tragedia”, palabras todavía más significativas si se tiene en cuenta que las principales piezas del himnario católico están escritas en verso yámbico, y que el verso yámbico, por ser el de ritmo más parecido al de la lengua de la conversación, fue el que los griegos usaron preferentemente en el diálogo teatral. El origen de tan antiguas composiciones se confunde posiblemente con el del culto mismo, pero de las anteriores al siglo IV sólo se conserva completa la “gran doxología”, o sea el Gloria in excelsis Deo, espléndido himno trasladado del griego al latinen los primeros tiempos de la Iglesia y que forma parte del texto fijo de la misa, entre los kyries y las colectas u oraciones fundamentales; donde recuerda las palabras con que los Ángeles despertaron a los pastores en la gran noche del nacimiento del Mesías y donde en cierto modo vuelven a anunciar la venida de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tan real y viva y verdadera bajo las apariencias del pan y del vino del altar como en el cuerpo, el alma y la divinidad del Niño del pesebre de Belén. Posterior al Gloria, aunque anterior tal vez al siglo IV (no obstante los críticos que lo consideran ambrosiano, o ambrosiano-agustiniano) es el Te Deum, uno de los himnos más hermosos de todas las épocas en lo que atañe a su vuelo teológico, y especialmente notable, desde el punto de vista técnico, por su gracioso juego anafórico y aliterativo a base de tes:
Te Deum laudamus:
Te Dominum confitemur.
Te aeternum Patrem omnis
terra veneratur.
Tibi omnes Angeli,
Tibi Caeli et universae
potestates...
especie de escala por la que el fervor ascensional de la inspiración litúrgica sube gradualmente a regiones de significación casi celestial. La primera traducción castellana de este himno quizá sea la que Fernán Pérez de Guzmán hizo en el siglo XV. Hay en ella octavas tan bien logradas como la siguiente:
A ti loan cherubines,
Y con gran ardor te llaman,
Y los santos serafines,
Nunca cesando, proclaman.
Santo, Santo, Santo llaman
Dios, de las huestes Señor,
De cuya gloria y valor
Cielos y tierra se inflaman.
Tres siglos más tarde, fray Diego González realizó una versión admirable por su fuerza y su dinamismo. He aquí la primera estrofa:
A vos, Señor, por Dios os alabamos,
Y vuestro señorío
Sobre todas las cosas confesamos,
Padre eterno de inmenso poderío
Os venera la tierra
Y cuanto el orbe encierra.
Pero es en el siglo IV cuando aparecen los primeros himnos propiamente dichos, al principio con algunos de San Hilario y en seguida con los muchos de San Ambrosio. Y digo muchos porque, aunque la crítica histórica le atribuye solamente cuatro, es de buena y segura tradición eclesiástica que el número de piezas ambrosianas es bastante mayor. De todos modos, no hay duda de que fue el bienaventurado obispo de Milán quien fijó el tipo de himno que se canta en las horas canónicas, y de que a ese tipo de himno se fueron ajustando los mejores que se añadieron al Breviario Romano con el correr de los tiempos. La estructura formal es muy simple. Los versos de constitución yámbica se agrupan en estancias de dibujo escueto pero muy vigoroso. Se advierte en seguida que estas someras pero sólidas arquitecturas líricas han sido planeadas para el canto coral, y que es en el canto coral donde alcanzan toda su elocuencia celebratoria y toda su multitudinaria exaltación. Pero no se crea que faltan en ellas esos valores de intimidad de que por lo general carece la poesía hímnica. Esos valores aparecen frecuentemente en la lírica ambrosiana, realzan conmovedoramente la sana y concreta humanidad de sus varoniles versos y asombran al lector de hoy con su modernidad, que es la imperecedera modernidad de lo que ha sido pensado y escrito para la Eternidad misma. La obra maestra de la poesía de San Ambrosio es, sin duda alguna, el famoso Aeterne rerum Conditor, himno que se canta los domingos a la hora de laudes y en el que todo gira en torno a la voz del gallo, cuya mágica influencia no sólo va disipando las tinieblas y trayendo a la tierra la claridad del sol, sino que obra también sobre las almas y sobre las piedras y, entre éstas, hasta sobre esa misteriosa piedra de la Iglesia, quizá Pedro, que al escuchar la clarinada del pregonero de la aurora recuerda arrepentido su llorada infidelidad de la noche del prendimiento de Jesús. Otro de los más hermosos himnos del obispo de Milán es el Consors paterni luminis, que forma parte del oficio de maitines y que llama la atención por su vigoroso arranque así como por la nitidez de su dibujo compositivo. Entre los más significativos de la escuela ambrosiana citaré el espléndido Ad regias Agni dapes, bello canto eucarístico que antes de la corrección a que fue sometido en el siglo XVI empezaba con el verso Ad coenam Agni providi, y que en cierto modo preludia los que después iba a escribir con elevación incomparable el santo autor de la Suma Teológica; el Jesu Redemptor omnium, donde la creación entera se asocia al hombre en la recordación del advenimiento del Mesías; y el Veni Creator Spiritus, cuyos profundísimos versos de invocación al divino Paráclito, libre pero inspiradamente parafraseados en el siglo XVII por el gran poeta católico inglés John Dryden en una composición que comienza de este modo:
Creator Spirit, by whose aid
The world's
foundations first were laid,
Come visit every pious
mind,
Come pour thy joys on
human-kind;
From sin and sorrow
set us free,
And make thy temples
worthy thee...
habían sido traducidos, dos centurias antes, por Gonzalo de Berceo en estrofas de tan sobrio artificio como ésta, correspondiente a la tercera del original:
De la tu sancta gracia, de la tu caridat
Manan los siete dones de grant actoridat:
Tú eres dicho dedo del Rey de magestat,
Tú faces a los bárbaros fablar latinidat...
y alcanzaron su más notable castellanización en la que el ya citado fray Diego González hizo hacia fines del siglo XVIII, y cuya primera estancia dice así:
Ven, Criador Espíritu amoroso,
Ven y visita el alma, que a ti clama,
Y con tu soberana gracia inflama
Los pechos que criaste poderoso.
En el himnario litúrgico romano estas piezas y las demás de San Ambrosio son las que reúnen las mejores condiciones para el canto y la oración coral, tanto por la simplicidad de su ritmo como por la claridad de su simbología y la llaneza de su lenguaje, todo ello perfectamente acorde con el alma de aquellos para quienes fueron escritos, y llenos de altísimo sentido para cualquiera que se les acerque con ese mínimo de humildad intelectual que Dios exige de quienes se aproximan a sus misterios. Más elaboración en su idioma y en su estilo, más calidad literaria, en la acepción moderna de la palabra, tienen indudablemente los que Prudencio escribió poco después. Pero esas mismas virtudes retóricas, a veces excelentísimas artísticamente, los hacen mucho menos aptos para su peculiar función litúrgica, y es por eso que muy pocos han merecido el honor de figurar en el Breviario. La fuerte poesía de Prudencio (poesía naturalista, según Menéndez y Pelayo) conjuga la letra de Horacio con algo del espíritu de Lucrecio, y recogiendo en su prosodia las últimas esencias de un arte exhausto a fuerza de haber prodigado sus virtualidades expresivas, se entrega sumisamente a la poderosa fecundación de la verdad evangélica y del entusiasmo apostólico, y ofrece a nuestra. vista, en el confuso marco de un siglo que aun cantaba por boca de Claudiano los últimos triunfos de los héroes de Roma, la noble imagen de un poeta levantado sobre aquel ruinoso mundo para exaltar las victorias de los primeros mártires de Cristo, y para celebrar en ellos el nuevo rumbo de un imperio que, después de haber sido todo lo glorioso que un imperio puede ser en la tierra, se transfiguraba místicamente en la Iglesia Católica y emprendía, con el coraje y la abnegación de sus primeros soldados, la conquista de lo único que a Roma le faltaba conquistar para ser verdaderamente grande y verdaderamente gloriosa: la conquista del cielo. Prudencio realizó en el orden del saber poético algo semejante a lo que por entonces hizo San Agustín en el orden del saber filosófico y teológico: la síntesis de lo mejor que el conocimiento antiguo podría ofrecer a un mundo que acababa de descubrir su anhelada razón de ser y que se disponía a comprenderla en sus más íntimos alcances y a vivirla hasta en sus más dramáticas consecuencias. San Agustín bautizó la sabiduría platónica. Prudencio cristianizó la retórica horaciana. Y si aquél, el sublime obispo de Hipona, logró levantar a la esfera sobrenatural de la gracia un sistema mental que no había trascendido las fronteras de la naturaleza; éste, el gran poeta latino-español, consiguió nada menos que espiritualizar la vida, vigorosa pero meramente física, del armonioso lenguaje poético que tan brillantemente había culminado en las epístolas y en las odas magistrales. Leyendo el Peristephanon llega uno a la conclusión de que la sangre de los atletas cristianos allí celebrados sirvió no sólo para cubrir de gloria a quienes la derramaron y para enriquecer el tesoro de méritos de los fieles todos, sino también para vivificar con su torrencial energía el cuerpo claudicante de una literatura enferma de profanidad y para redimir el alma de un arte cuyas formas estaban subordinadas al abyecto culto de la letra por la letra misma. Y repasando el Cathemerinon y la Apotheosis resulta fácil comprobar el grado de excelsitud expresiva que puede alcanzar un idioma poético en postración cuando quien lo anima y lo empuja y lo remonta es una inteligencia poseída por la pasión de la verdad y una voluntad arrebatada por el fuego del amor. De toda la profunda y caudalosa poesía de Prudencio, pocos son, repito, los cantos incorporados a los libros litúrgicos de la Iglesia. Uno de ellos (acaso el más conocido) comienza con las palabras Ales diei nuntius y fue trasladado al francés por Racine en una paráfrasis que se inicia de esta manera:
L’oiseau
vigilant nous réveille;
Et ses chants redoublés
semblent chasser la nuit;
Jésus se fait entendre a l’âme
qui sommeille,
Et l’appelle a la vie où son
jour nous conduit.
Pero este himno no es de lo más representativo del estilo de Prudencio. En él se advierte la sumisión a los cánones ambrosianos y el claro propósito de amoldarse a las necesidades del canto deprecatorio. La personalidad del gran lírico brilla en cambio plenamente en el Salvete, flores martyrum, pequeño fragmento del Cathemerinon que integra el oficio de los Santos Inocentes, festividad que la Iglesia celebra el 28 de diciembre. El poeta habla en él conmovedoramente de aquellos niños que en la tierra dieron con sus vidas el primer testimonio de Jesucristo, y que ahora (como niños que son y que seguirán siendo por toda la eternidad) juegan inocentemente al pie del ara del cielo con las palmas y las coronas que ganaron con su martirio.
Los himnos de Sedulio, casi de la misma época, son más artificiosos y menos originales que los del poeta español, principalmente los que compuso en forma acróstica (en los cuales cada estrofa comienza con una letra del alfabeto), pero hay uno, el correspondiente a la fiesta de la Epifanía, que me parece dignísimo de recuerdo, sobre todo por la profunda y elegante contraposición con que se cierra la estrofa inicial:
Non eripit mortalia
Qui regna dat caelestia...
En la segunda mitad del siglo VI, Venancio Fortunato escribió excelentes composiciones, tanto por la gracia de su forma como por la riqueza y hondura de su contenido conceptual. De una de ellas tomó Santo Tomás de Aquino las primeras palabras de su famoso Pange lingua. Pero la obra maestra de Fortunato es sin disputa el Vexilla Regis, que pertenece a la liturgia del tiempo de Pasión. Se trata de un fervoroso canto a la Cruz (Qua vita mortem pertulit / Et morte vitam protulit), acaso el más patético de los muchos escritos en los tiempos medios, y está compuesto según los cánones ambrosianos, pero con más movimiento y más calor que los característicos del himnario primitivo. Su primer traductor castellano fue, posiblemente, Juan del Enzina (que también trasladó el Ave Maris Stella y el Quem terra, pontus, sidera), pero no creo que haya versión más castiza de este himno que la que después hizo Cristóbal de Castillejo, ni mejor estrofa en ella que la que expresa:
¡Oh Cruz de consolación,
Única esperanza nuestra,
Dios te salve, pues te muestra
En tiempos de tal pasión!
Acrecienta la justicia
A los justos sin pecados,
Y a los míseros culpados
Da perdón de su malicia.
Figura también en el Breviario
Romano una composición, no muy anterior al Vexilla Regis, que se distingue por la noble dignidad de su
inspiración. Me refiero al Decora lux,
himno construido en ritmo sáfico en honor de los Apóstoles San Pedro y San Pablo
por Elpis, esposa de Boecio. La tercera estrofa fue escrita por San Paulino de Aquileya,
de uno de cuyos himnos pasó al de Elpis por obra y gracia de los discutidos correctores
del siglo XVI. Algo posteriores al grave y majestuoso Decora lux, y tan simples como él desde el punto de vista formal,
son el Ecce jam noctis tenuatur umbra y el Audi
benigne Conditor, del gran Papa San Gregorio, versificados el primero en
estancias sáfico-adónicas y el segundo en los dímetros yámbicos
consubstanciales a la poesía ambrosiana. Dos siglos más tarde merecen ser
recordados: el español Teodulfo, obispo de Orleáns, cuyo Gloria, laus et honor, de la liturgia del Domingo de Ramos, figura
en el Misal, y el lombardo Pablo Warnefride, más conocido por Pablo el Diácono,
que fue contemporáneo y amigo de Carlomagno, con quien dicen que se escribía en
verso. Ni esta privanza ni su Historia
longobardorum le dieron tanta fama como su himno a San Juan Bautista, y no
porque sus estrofas sean extraordinarias (que no lo son) sino porque la primera
de ellas proporcionó (a Guido de Arezzo o a quien haya sido) la nomenclatura de
la escala musical. La primera sílaba de cada verso corresponde, en efecto, al
nombre de una nota (hasta la), y el si está constituido por la unión de las
iniciales de Sancte y Joannes. Así:
Ut
queant laxis
Resonare fibris
Mira gestorum
Famuli tuorum,
Solve polluti
Labii reatum,
Sancte Joannes.
Siglos después, el Ave Maris Stella se aparta de la forma tradicional de los himnos y se parece más bien a las secuencias, sobre todo por ser silábica y no cuantitativa su versificación. Hay quien lo tiene por obra de San Bernardo y quien lo considera como de Fulberto de Chartres. Pero a juzgar por su lengua quizá sea más antiguo, aunque no hasta el punto de remontarlo a la sexta centuria y atribuírselo nada menos que a Venancio Fortunato, como hacen algunos críticos. Es una composición casi inmaterial a fuerza de ser leves y simples los límpidos elementos de que se compone, y por ello mismo apta como ninguna para celebrar la pureza y la ternura de la virginal Madre de Dios. De las numerosísimas castellanizaciones del Ave Maris Stella ninguna me parece tan emocionante, en su candorosa rudeza, como la que Gonzalo de Berceo, antes que nadie, inició con estos versos de hierro y de miel:
Ave Sancta María estrella de la mar,
Madre del Rey de gloria que nunqua ovist par,
Virgo todas sazones, ca non quisist pecar,
Puerta de pecadores por al cielo entrar.
Si son muchísimos los críticos que niegan a San Bernardo la paternidad de tan paradisíacos versos, pocos son por el contrario los que le discuten la del delicadísimo himno al Santísimo Nombre de Jesús, que se canta el 2 de enero. Sólo de un alma como la del Doctor Melifluo pudo nacer la dulce musicalidad de estas palabras, dignas de las bocas angélicas:
Nil canitur suavius
Nil auditur jucundius
Nil cogitatur dulcius.
Quam Jesus Dei Filius…
Los himnos posteriores al Ave Maris Stella fueron compuestos conforme a leyes retóricas completamente distintas de las tradicionales. Santo Tomás de Aquino restableció en los suyos el viejo respeto por la versificación de San Ambrosio Y de Prudencio, aunque perfeccionándola de manera tan profunda como para hacer de ella un instrumento casi nuevo, que le permitió construir el Pange lingua, el Verbum supernum y el Sacris solemnis, y escalar con tales versos (así como con sus demás prosas y ritmos eucarísticos) alturas a que jamás había llegado antes y a que nunca se remontó después la poesía oficial de la Iglesia Católica y posiblemente toda la poesía cristiana. Tan entrañablemente consubstanciadas están la música y la significación en cada uno de estos rigurosísimos versos, que resulta poco menos que imposible trasladarIos exactamente a otra lengua, por más hija que esta lengua sea de la que les da cuerpo y alma en el original. Hay sin embargo en nuestro idioma dos versiones verdaderamente magistrales del Pange lingua: la que fray Luis de León hizo en liras tan limpias como ésta:
Publica, lengua, y canta
El misterio del cuerpo glorioso
Y de la sangre santa
Que dio por mi reposo
El fruto de aquel vientre generoso...
y la que Juan de Jáuregui (traductor también del Jam lucis orto sidere y de otros himnos) elaboró en octosílabos que por momentos acusan esta sencilla elocuencia:
Si tan profundo milagro
No alcanza el humano ingenio,
La fe sola por firmeza
Basta al corazón sincero.
Entre los himnos de los oficios modernos me parecen particularmente notables: el Jam tato subitus vesper eat polo, que enumera con patética minuciosidad (cristiano-criatural como diría Auerbach) los dolores compasionales de la Santísima Virgen; el En ut superba criminum, que está dedicado al Sagrado Corazón de Jesús y que por su fidelidad a la música yámbica y a la simplicidad general de los himnos primitivos merecería ser de San Ambrosio; y el Festivis resonent compita vocibus (destinado a la exaltación de la Preciosísima Sangre de Cristo), canto de arquitectura menos arcaica que el anterior pero de emoción todavía más intensa y comunicativa, principalmente en esta estrofa:
Quem dura moriens Christus in arbore
Fudit multiplici vulnere sanguinem,
Nos facti memores dum colimus, decet
Saltem fundere lacrymas.
He cerrado mi serie de traducciones con la del Caelestis urbs Jerusalem, himno que forma parte del Común de la Dedicación de la Iglesia. El oficio a que pertenece (compuesto en el siglo VI para la consagración de la iglesia de Santa María ad Martyres, de Roma) es una inflamada alabanza a la Iglesia de Jesucristo en su condición de Jerusalén terrestre y Jerusalén celeste, de Sión visible y Sión invisible, de templo material y templo espiritual, de cuerpo histórico y Cuerpo Místico. Sus figuras litúrgicas proceden en gran parte de los salmos 23, 45 y 47 (alusivos a la patria eterna del hombre), pero junto a ellas hay otras que vienen de aquel misteriosísimo capítulo que en el Apocalipsis se refiere a la nueva Jerusalén, a la ciudad cuyos cimientos estarán fundados para siempre sobre la montaña santa y en cuyos muros inconmovibles resplandecerán eternamente el oro y las piedras preciosas. Este maravilloso pasaje de San Juan (que tuvo en los Comentarios de Cornelio Alápide su resonancia más culta) dio lugar, como se sabe, a los numerosos lapidarios de la Edad Media, obras de un género entre poético y mistagógico que se inició probablemente con una composición atribuida a San Agustín, el Ritmo sobre los gozos del Paraíso; y que después de fulgurar esotéricamente en el extraño Libro de las gemas (donde Marbodio enumera las propiedades naturales y sobrenaturales del ágata, la alectoria, el jaspe, el zafiro, la esmeralda, el ónix, el coral, el crisolito, el berilo, el topacio, el jacinto, el crisopacio, la amatista, la celidonia, el azabache, la cornalina, la piedra imán y el rubí), llegó a la cumbre de su refinamiento y de su artificiosidad en aquella exquisita secuencia en que Conrado de Hamburgo, monje del siglo XIV, estableció la correspondencia simbólica entre cada piedra preciosa y cada virtud de la Santísima Virgen. El ignorado poeta que en el remoto siglo IX o X compuso el Urbs beata Jerusalem, que los correctores del Breviario transformaron en el actual Coelestis urbs Jerusalem, se inspiró indudablemente en el texto apocalíptico y quizá conoció el mencionado Ritmo agustiniano. El himno comienza invocando a la Iglesia como ciudad construida con piedras vivas, como Esposa y Reina unida a su Esposo y Rey eterno, y como resplandeciente urbe del firmamento; continúa con una alusión a sus puertas, siempre abiertas para quienes hayan padecido por amor de Cristo; sigue con una estrofa sobre la unión de las piedras, es decir, de las almas que componen la mole total; y termina glorificando a Dios en cada una de sus Tres Personas. La gran concepción paulina que habla de la comunidad humana como de un cuerpo universal cuya cabeza es Jesús, se transfigura en el Coelestis urbs Jerusalem en esta inmensa mole cuyos cimientos descansan en la piedra de Pedro y cuyos sillares constitutivos son las almas de los fieles todos. He aquí la casa del Padre celestial y la morada común de sus hijos terrestres. Sólo en ella es posible vivir a cubierto de todas las intemperies de la vida, de las que abrasan el alma y de las que congelan el corazón, y sobre todo de la más dura, que es la intemperie del tiempo mismo, del tiempo inexorable, del tiempo que, segundo a segundo y siglo a siglo, va deshaciendo en humo, en aire y en final silencio los trabajos, los amores y los sueños de la humanidad. Sólo en tan alta ciudadela es posible escapar al rigor de la condena terrible y resistir victoriosamente al implacable asedio de las horas, porque sólo en ella el tiempo no transcurre, ni el espacio existe, ni el dolor tiene poder, ni la muerte prevalecerá jamás. Cuando se recuerdan las palabras con que San Juan dice que en esta morada no habrá noche nunca, se penetra mejor el último sentido de aquellas otras con que el Salmista asegura que es mejor un solo día pasado en sus atrios que millares vividos fuera de ellos; y se comprende plenamente que no podría ser de otro modo, puesto que estos millares son de días terrestres, fugaces y perecederos, y en cambio aquel solo día es el solo y único día de los cielos, el gigantesco día sin pasado ni futuro, el interminable e imperturbable hoy de la bienaventurada eternidad.
Después de manifestar que he realizado casi todas mis versiones mediante cuartetas endecasilábicas por entender que dicha combinación estrófico-métrica permite trasladar con menores violencias prosódicas y sintácticas que cualquiera otra la estructura musical de los versos originales, y luego de señalar que en la traducción del Ecce jam noctis tenuatur umbra y en la del Ut queant laxis he cerrado cada estrofa con un heptasílabo por creer que de esa manera se simula mejor el ritmo adónico de las estancias de una y otra composición, finalizo estas consideraciones preliminares deseando que mi trabajo (cuya intención ha sido más estética que devocional) no sea considerado sino como una modestísima prueba de mi viejo amor a la Santa Madre Común, de la cual tengo a honra declararme, también en el orden poético, el más humilde y más obscuro de los discípulos.