viernes, 31 de enero de 2020

William Butler Yeats y Luis Cernuda: Bizancio


BYZANTIUM

The unpurged images of day recede;
The Emperor's drunken soldiery are abed;
Night resonance recedes, night-walkers' song
After great cathedral gong;
A starlit or a moonlit dome disdains
All that man is,
All mere complexities,
The fury and the mire of human veins.

Before me floats an image, man or shade,
Shade more than man, more image than a shade;
For Hades' bobbin bound in mummy-cloth
May unwind the winding path;
A mouth that has no moisture and no breath
Breathless mouths may summon;
I hail the superhuman;
I call it death-in-life and life-in-death.

Miracle, bird or golden handiwork,
More miracle than bird or handiwork,
Planted on the starlit golden bough,
Can like the cocks of Hades crow,
Or, by the moon embittered, scorn aloud
In glory of changeless metal
Common bird or petal
And all complexities of mire or blood.

At midnight on the Emperor's pavement flit
Flames that no faggot feeds, nor steel has lit,
Nor storm disturbs, flames begotten of flame,
Where blood-begotten spirits come
And all complexities of fury leave,
Dying into a dance,
An agony of trance,
An agony of flame that cannot singe a sleeve.

Astraddle on the dolphin's mire and blood,
Spirit after spirit! The smithies break the flood,
The golden smithies of the Emperor!
Marbles of the dancing floor
Break bitter furies of complexity,
Those images that yet
Fresh images beget,
That dolphin-torn, that gong-tormented sea.







BIZANCIO

Ceden las inexpugnadas imágenes del día;
la imperial soldadesca borracha está acostada;
la resonancia nocturna cede, trasnochador que canta
después del gong en la gran iglesia.
Una cúpula estrellada o lunada desdeña
todo cuanto es el hombre,
tantas meras complejidades,
furia y fuego de humanas venas.

Flota ante mí una imagen, hombre o sombra,
sombra más que hombre, imagen más que sombra:
por bobina de Hades envuelta en bandeletas
puede desenvolver el sendero revuelto,
boca sin humedad ni aliento
convocar puede bocas desalentadas.
Saludo lo sobrehumano,
lo llamo muerte en vida y vida en muerte.

Milagro, ave o joyel dorado,
más milagro que joyel o ave,
plantado en estrellada rama de oro
puede cacarear como gallos de Hades
o, por la luna amargado, gritar escarnio,
en la gloria del metal inmutable,
a común ave o pétalo
y a la complejidad de fango y sangre.

Por el pavimento imperial van a medianoche
llamas que un leño no alimenta, ni un acero prende,
ni trastornan llamas; llamas engendradas en llama,
adonde acuden almas engendradas en sangre
que todas las complejidades de la furia dejan,
muriendo en una danza, una agonía de trance,
una agonía de llamas que a una manga no queman.

Por el fango y la sangre del delfín cabalgando,
un alma tras de otra. Las fraguas rompen el diluvio,
las doradas fraguas imperiales.
Los mármoles del suelo de danza
rompen de la complejidad la furia amarga,
esas imágenes que todavía
nuevas imágenes engendran,
ese mar que delfines rasgan y que un gong atormenta.


Traducción de LUIS CERNUDA



miércoles, 29 de enero de 2020

Julio Cortázar: Carlos Gardel



CARLOS GARDEL



Hasta hace unos días, el único recuerdo argentino que podía traerme mi ventana sobre la Rue de Gentilly era el paso de algún gorrión idéntico a los nuestros, tan alegre, despreocupado y haragán como los que se bañan en nuestras fuentes o bullen en el polvo de las plazas.

Ahora unos amigos me han dejado una victrola y unos discos de Gardel. En seguida se comprende que a Gardel hay que escucharlo en la victrola, con toda la distorsión, y la pérdida imaginables; su voz sale de ella como la conoció el pueblo que no podía escucharlo en persona, como salía de zaguanes y de salas en el año veinticuatro o veinticinco. Gardel-Razzano, entonces: La cordobesa, El sapo y la comadreja, De mi tierra. Y también su voz sola, alta y llena de quiebros, con las guitarras metálicas crepitando en el fondo de las bocinas verde y rosa: Mi noche triste, La copa del olvido, El taita del arrabal. Para escucharlo hasta parece necesario el ritual previo, darle cuerda a la victrola, ajustar la púa. El Gardel de los pickups eléctricos coincide con su gloria, con el cine, con una fama que le exigió renunciamientos y traiciones. Es más atrás, en los patios a la hora del mate, en las noches de verano, en las radios a galena o con las primeras lamparitas, que él está en su verdad, cantando los tangos que lo resumen y lo fijan en las memorias. Los jóvenes prefieren, al Gardel de El día que me quieras, la hermosa voz sostenida por una orquesta que lo incita a engolarse y a volverse lírico. Los que crecimos en la amistad de los primeros discos sabemos cuánto se perdió de Flor de fango a Mi Buenos Aires querido, de Mi noche triste a Sus ojos se cerraron. Un vuelco de nuestra historia moral se refleja en ese cambio como en tantos otros cambios. El Gardel de los años veinte contiene y expresa al porteño encerrado en su pequeño mundo satisfactorio: la pena, la traición, la miseria, no son todavía las armas con que atacarán, a partir de la otra década, el porteño y el provinciano resentidos y frustrados. Una última y precaria pureza preserva aún del derretimiento de los boleros y el radioteatro. Gardel no causa, viviendo, la historia que ya se hizo palpable con su muerte. Crea cariño y admiración, como Legui o Justo Suárez; da y recibe amistad, sin ninguna de las turbias razones eróticas que sostienen el renombre de los cantores tropicales que nos visitan, o la mera delectación en el mal gusto y la canallería resentida que explican el triunfo de un Alberto Castillo. Cuando Gardel canta un tango, su estilo expresa el del pueblo que lo amó. La pena o la cólera ante el abandono de la mujer son pena y cólera concretas, apuntando a Juana o a Pepa, y no ese pretexto agresivo total que es fácil descubrir en la voz del cantante histérico de este tiempo, tan bien afinado con la histeria de sus oyentes. La diferencia de tono moral que va de cantar “¡Lejano Buenos Aires, qué linda que has de estar!” como lo cantaba Gardel, al ululante “¡Adiós, pampa mía!” de Castillo, da la tónica de ese viraje a que aludo. No sólo las artes mayores reflejan el proceso de una sociedad.

Escucho una vez más Mano a mano, que prefiero a cualquier otro tango y a todas las grabaciones de Gardel. La letra, implacable en su balance de la vida de una mujer que es una mujer de la vida, contiene en pocas estrofas “la suma de los actos” y el vaticinio infalible de la decadencia final. Inclinado sobre ese destino, que por un momento convivió, el cantor no expresa cólera ni despecho. Rechiflao en su tristeza, la evoca y ve que ha sido en su pobre vida paria sólo una buena mujer. Hasta el final, a pesar de las apariencias, defenderá la honradez esencial de su antigua amiga. Y le deseará lo mejor, insistiendo en la calificación:



Que el bacán que te acamala tenga pesos duraderos,

que te abrás en las paradas con cafishos milongueros,

y que digan los muchachos: “Es una buena mujer”.



Tal vez prefiero este tango porque da la justa medida de lo que representa Carlos Gardel. Si sus canciones tocaron todos los registros de la sentimentalidad popular, desde el encono irremisible hasta la alegría del canto por el canto, desde la celebración de glorias turfísticas hasta la glosa del suceso policial, el justo medio en que se inscribe para siempre su arte es el de este tango casi contemplativo, de una serenidad que se diría hemos perdido sin rescate. Si este equilibrio era precario, y exigía el desbordamiento de baja sensualidad y triste humor que rezuma hoy de los altoparlantes y los discos populares, no es menos cierto que cabe a Gardel haber marcado su momento más hermoso, para muchos de nosotros definitivo e irrecuperable. En su voz de compadre porteño se refleja, espejo sonoro, una Argentina que ya no es fácil evocar.

Quiero irme de esta página con dos anécdotas que creo bellas y justas. La primera es a la intención —y ojalá al escarmiento— de los musicólogos almidonados. En un restaurante de la Rue Montmartre, entre porción y porción de almejas a la marinera, caí en hablarle a Jane Bathori de mi cariño por Gardel. Supe entonces que el azar los había acercado una vez en un viaje aéreo. “¿Y qué le pareció Gardel?”, pregunté. La voz de Bathori —esa voz por la que en su día pasaron las quintaesencias de Debussy, Fauré y Ravel— me contestó emocionada: “II était charmant, tout à fait charmant. C’était un plaisir de causer avec lui”. Y después, sinceramente: “Et quelle voix !

La otra anécdota se la debo a Alberto Girri, y me parece resumen perfecta de la admiración de nuestro pueblo por su cantor. En un cine del barrio sud, donde exhiben Cuesta Abajo, un porteño de pañuelo al cuello espera el momento de entrar. Un conocido lo interpela desde la calle: “¿Entrás al biógrafo? ¿Qué dan?” Y el otro, tranquilo: “Dan una del mudo...




París, mayo de 1953. 
Revista Sur nº 323, julio-agosto de 1953
https://edicionesdelamirandola.blogspot.com/

martes, 28 de enero de 2020

San Ambrosio de Milán y Francisco Luis Bernárdez: Aeterne rerum Conditor

AETERNE RERUM CONDITOR

Creador sempiterno de las cosas,
Que gobiernas las noches y los días,
Y alternando la luz y las tinieblas
Alivias el cansancio de la vida.

Invocando a la luz desde las sombras
El heraldo del sol alza sus voces:
Nocturna claridad de los viajeros,
Que separa la noche de la noche.

Al oírlo el lucero se levanta
Y borra al fin la obscuridad del aire,
Con lo cual el tropel de los espíritus
Malignos pone fin a sus maldades.

Con esta voz que al nauta reanima
Las olas del océano se calman,
Con esta voz hasta la misma piedra
De la Iglesia se acuerda de su falta.

El gallo canta y llama a los dormidos
Increpa a los poltrones y reprende
A los que se resisten a su canto.
Levantémonos, pues, resueltamente.

Canta el gallo y renace la esperanza,
Retorna la salud a los heridos,
El puñal del ladrón vuelve a la vaina
Y la fe se despierta en los caídos,

Pon tus ojos, Señor, en quien vacila,
Y que a todos corrija tu mirada:
Con ella sostendrás a quien tropieza.
y harás que pague su delito en lágrimas,

Alumbra con tu luz nuestros sentidos,
Desvanece el sopor de nuestras mentes,
y sé el primero a quien, agradecidas,
Se eleven nuestras voces cuando suenen.

Glorificado sea el Padre eterno,
Así como su Hijo Jesucristo
Y así como el Espíritu Paráclito,
Ahora y por los siglos de los siglos.

Aeterne rerum Conditor,
Noctem diemque qui regis,
Et temporum das tempora,
Ut alleves fastidium.

Nocturna lux viantibus
A nocte noctem segregans,
Praeco diei jam sonat,
Jubarque solis evocat.

Hoc excitatus Lucifer
Solvit polum caligine:
Hoc omnis erronum cohors
Viam nocendi deserit.

Hoc nauta vires colligit,
Pontique mitescunt freta:
Hoc, ipsa petra Ecclesiae.
Canente, culpam diluit.

Surgamus ergo strenue:
Gallus jacentes excitat,
Et somnolentes increpat,
Gallus negantes arguit.

Gallo canente, spes redit,
Aegris salus refunditur,
Mucro latronis conditur,
Lapsis fides revertitur.

Jesu, labantes respice,
Et nos videndo corrige:
Si respicis, labes cadunt,
Fletuque culpa solvitur.

Tu, lux, refulge sensibus,
Mentisque somnum discute:
Te nostra vox primum sonet,
Et vota solvamus tibi.

Deo Patri sit gloria,
Ejusque soli Filio,
Cum Spiritu Paraclito,
Nunc, et per omne saeculum.


lunes, 20 de enero de 2020

Enrique Pezzoni: André Malraux, el Gran Traductor

ANDRÉ MALRAUX, EL GRAN TRADUCTOR

Traducir, en 1968, las Antimemorias de André Malraux por encargo de Victoria Ocampo fue para mí una experiencia fascinante. Seguir un pensamiento que avanza vertiginoso, se detiene, se cuestiona a sí mismo para reanudar su curso todavía con más ímpetu; ver esa fecunda arritmia reflejada en una sintaxis donde coinciden el arrebato y el rigor; seguir los pormenores de un lenguaje donde el fulgor del estilo literario no impide formas vivaces de la comunicación oral: todo eso no puede ser sino un desafío seductor para quien traduce. Pero las Antimemorias significaron para mí una experiencia aún más importante: la de descubrir en el propio Malraux al traductor por excelencia. No empleo el término en sentido puramente metafórico. En realidad, todos somos traductores. Vivir en contacto con el mundo y con el mundo del arte es actividad de traducción permanente. Traducimos cuando caminamos por una ciudad desconocida. Traducimos cuando leemos el Quijote o una novela de Balzac, cuando miramos un cuadro del Renacimiento o una estatua prehelénica. Conformados por códigos lingüísticos, culturales, ideológicos, intentamos recuperar, entender, refutar o admirar los de otros tiempos. Pocos hombres han vivido con tanta urgencia como André Malraux esa necesidad de traducir que está en el corazón mismo del vivir. ¿Las Antimemorias no son acaso la obstinada empresa de recobrar, interpretar —traducir a nuestro presente—  diferentes zonas del pasado? No tanto el pasado inmediatamente personal, cuanto el del mundo en que vivimos. Malraux lo dice con énfasis al iniciar sus Antimemoriass mucho más que él mismo —y aun que los hombres a quienes ha conocido y admirado— lo obsesiona el Hombre. El hombre cuyo existir es lastimoso y heroico a la vez: amenazado de muerte, empeñado en convertir la muerte en resurrección permanente. Reflexionar sobre la vida es para Malraux pensar en la vida frente a la muerte. “No hablo del hecho de que nos maten, que apenas supone un interrogante para quien tiene la trivial fortuna de ser valiente, sino de la muerte que asoma en todo lo que es más fuerte que el hombre: en el envejecimiento y hasta en la metamorfosis de la tierra y sobre todo en lo irremediable, en el: no sabrás qué quería decir todo esto.’' La respuesta a ese interrogante no quiere buscarla Malraux en el mero desahogo de la confesión o en las profundidades en que nos sumerge el reemplazo moderno de la confesión, el psicoanálisis. Malraux se aparta con desdén del retrato y del autorretrato, para él meras formas del chisme y del autochisme. Su expectativa de respuesta es diferente: “¿Qué responde mi vida a esos dioses que se acuestan y a esas ciudades que se levantan, a ese estrépito de la acción que sacude el barco como si fuera el ruido eterno del mar?” Una respuesta que quizá se encuentre sólo cuando se la busca precisamente en cuanto reitera la certeza de la muerte: el cambio constante, la metamorfosis de la tierra y de las obras con que la han poblado los hombres. Las obras humanas no regalan ni prometen la inmortalidad, pero ofrecen una posibilidad última: la de hacer que nuestro destino deje de ser padecido y se vuelva dominado por nosotros mismos. Cada obra humana significa el acto de poseernos y a la vez de entregarnos: al futuro, a otros hombres que interpretarán y traducirán a sus propios términos los interrogantes del pasado. El tiempo es la esencia del hombre. Pero no el tiempo rectilíneo, el tiempo cronológico que lleva a la muerte y del que está hecha la Historia. Ni sucesión, pero sí metamorfosis continua: traducción de mi yo efímero a otros no menos fugaces pero que afirman siempre la permanencia del traspaso. “El río que durando se destruye” de Pablo Neruda. El momento decisivo de una civilización es para Malraux ese durante el cual adquirimos conciencia de nuestro pasado como metamorfosis o cuando elegimos la metamorfosis como pasado. Conciencia muchas veces dolorosa: el rostro de los dioses antiguos se vuelve máscara, las revelaciones del arte se automatizan en procedimientos, los valores éticos se degradan a códigos de moral represora. Transformar la certeza de la muerte en la evidencia de la metamorfosis no es un consuelo. Significa asumir la condición humana en su contradictoria esencia de precariedad y permanencia.
Malraux se atrevió así a la empresa de concebir el museo imaginario y de lo imaginario, de las actitudes distintas con que el hombre domina su destino mediante la obra. Museo que desprecia la acumulación y se complace en señalar discrepancias o coincidencias que trascienden el tiempo rectilíneo y se sitúan en ese otro tiempo del fluir permanente. Una estatua sumeria junto a una vaca de Picasso. Museo farfelu, para usar un término predilecto de Malraux: chifladura, extravagancia, pero sólo ante los ojos de quienes viven esclavizados de la cronología, la Historia irreversible, y aceptan así su propia muerte. Ex-centricidad: el centro no está en cada obra que el museo tradicional preserva ahincada en sí misma y remota, sino en el sistema de relaciones que la vincula con todas las demás en el museo imaginario. Más que las obras mismas, el museo imaginario de Malraux reúne testimonios diversos, no tanto del mundo cuanto de la capacidad de atestiguarlo trascendiéndolo. “Llamamos realidad al sistema de las relaciones que atribuimos al mundo... La creación, en las artes plásticas y en las del lenguaje, parece la transcripción fiel o idealizada de esas relaciones, cuando en verdad se funda en otras. Ya sea en otras relaciones de sus elementos entre sí, ya sea con lo que los engloba, que no es ni el mundo ni lo real, sino el mundo-de-un-arte, un tiempo que no es el tiempo, un espacio que no es el espacio: la biblioteca o el museo, la novela o la pintura”. Son palabras del último libro de Malraux, El hombre precario y la literatura, escrito en vísperas de su muerte. Una prolongación del museo imaginario: la biblioteca. Esta última obra de Malraux es un libro febril, apresurado, escrito sin duda con el apremio del final de un tiempo: el de Malraux, quizá el de una civilización. “Esta es la primera civilización capaz de conquistar toda la tierra —había escrito Malraux en sus Antimemorias— pero no de inventar sus propios templos ni sus tumbas”. Desde esta era de la técnica, del maquinismo, de un balbuceo de imágenes cuya ex-centricidad es sólo dispersión y no la busca de otro centro, Malraux vuelve a interrogar el pasado, a traducirlo. Si su biblioteca es menos copiosa que el museo (es asombroso que la poesía falte en ella casi por completo), no es menos enigmática y a la vez reveladora. Como el museo, señala otra vez que nuestra historia es la metamorfosis. Sólo que el deseo de ahondar una vez más en esta concepción de un centro fuera de sí y situado en la totalidad de “lo englobante" adquiere en este último libro de Malraux un carácter ético que a veces se desliza peligrosamente hacia el juicio moralizante, es decir, hacia la imposición de un deber ser al arte. Como el Luckács de la Teoría de la novela Malraux lamenta el fin de épocas —la antigüedad griega, el cristianismo medieval— en que lo imaginario es sinónimo de la verdad. No la verdad entendida como la realidad inmediata, sino como una realidad trascendental. “Un mundo en que imágenes, estatuas, vitrales no imitaban lo que representaban, sino que formaban el único mundo de imágenes y el medio más poderoso de comunicación con lo sobrenatural y en que los mortales se sucedían ante el invisible vitral de la eternidad”. La obra no era entonces, para Malraux, una distancia con la verdad, no una forma evocadora. Era la verdad a que aspiraba. Ese imaginario de la verdad muerte cuando nace el arte, tal como lo bautizaría el siglo XIX: una nueva liturgia que representa el culto de la verdad y lo reemplaza por el de la ficción y la ilusión. Guerra de sucesión que durará largo tiempo y que para Malraux tiene dos etapas culminantes: el auge del teatro y el de la novela. Metamorfosis que a veces Malraux está muy cerca de considerar como degradaciones de ese imaginario primal de la verdad. El teatro, ámbito que captura lo imaginario y se encarna en él, crea un público y al mismo tiempo lo intoxica; ceremonial de religiones provisionales donde grandes sacerdotes engalanados, Shakespeare, Molière, mezclan lo fantástico con lo artificial. La novela, intento de escapar al tiempo sólo mediante la forma. Sin embargo, las vertiginosas apreciaciones que Malraux hace sobre Balzac o Flaubert, sobre Racine o Corneille rescatan la función salvadora de la metamorfosis (aunque no se haya producido la metamorfosis que él parecería desear) e iluminan poderosamente las relaciones entre la realidad y el arte, descartando la noción simplista de que la primera es materia prima maleable, pero absolutamente dominante, del segundo. “El diseño de una gran obra libera a la vida de su confusión ilimitada. El artista ha descubierto que la obra es el medio de su busca. El universo no habla al novelista... Le responde”.
Malraux cierra su último libro describiendo el mundo impaciente de la televisión, la prensa y el cine, en el cual no ve una nueva metamorfosis salvadora de la precariedad. Un “Olimpo de lo sensacional”, de lo instantáneo, de lo aleatorio, hecho de medios “de información, no de sugestión”, de imágenes que transmiten en lugar de construir. “Las masas —no sólo los aficionados a las ficciones— viven hoy en un imaginario que se jacta de poseer la verdad, como el imaginario medieval, y que rivaliza con él en extensión por primera vez. La Iglesia mantenía al cristiano en un misterio sin fin, la prensa mantiene al ciudadano en mi film sin entreacto... Cada diario es una jornada novelada que interroga su propio porvenir, ya que la actualidad hace del mundo un folletín inagotable. El público requiere la emoción y la prensa lo intoxica mediante un juego siempre reiterado: nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivía en la mitología”.
Un mundo que, sin embargo, nos ha hecho descubrir la que Malraux considera la verdadera definición del artista, creador o no: “Es artista aquel para quien el arte es necesario”. Un mundo que por abuso de la forma como mero procedimiento, revela la verdadera naturaleza de la forma artística: no ornato, sino el enigma fundamental que plantea el arte: lo que separa la creación de la Creación.
Esta es la última lección de André Malraux intérprete, traductor. Nos enfrenta con una época en que los significados tradicionales parecen haber perdido significación, nos enfrenta con un mundo tiranizado por los medios de comunicación donde nadie tiene nada que decir ni nada que oír, pero que emprende una vez más la busca del sentido. Octavio Paz lo definió en términos parecidos: “El arte moderno es la destrucción del significado —o sea: de la comunicación— pero es asimismo búsqueda de la significación. Quizá esta exploración terminará por descubrir que el no-significado es idéntico al significado...” Es curioso que, a diferencia de Octavio Paz y otros pensadores que denuncian la veneración del tiempo rectilíneo, la exaltación del futuro que nunca llega y sacrifica el presente, Malraux no haya destacado la función de la poesía, ámbito donde se da siempre la mayor empresa en pos del nuevo significado. Pero Malraux logra hacemos ver que, víctimas de la noción trascendentalista de una Historia única que nos engloba y diluye como individuos, y a la vez angustiados por la amenaza del fin de nuestra historia, debemos entender que existe una diversidad de historias que son otras tantas maneras de vivir la temporalidad, es decir, la permanente metamorfosis de la relación entre el hombre y el sentido.

Palabras leídas durante el homenaje a André Malraux organizado por la Embajada de Francia en la 3ª Feria Internacional del Libro, Buenos Aires, 13 de marzo de 1977 (Revista Sur, enero-junio de 1977).