LAS NECESIDADES DEL ALMA
La noción de obligación prima sobre la de derecho,
que está subordinada a ella y es relativa a ella. Un derecho no es eficaz por
sí mismo, sino sólo por la obligación que le corresponde. El cumplimiento
efectivo de un derecho no depende de quien lo posee, sino de los demás hombres,
que se sienten obligados a algo hacia él. La obligación es eficaz desde el
momento en que queda establecida. Pero una obligación no reconocida por nadie
no pierde un ápice de la plenitud de su ser. Un derecho no reconocido por nadie
no es gran cosa.
Carece de sentido decir que los hombres tienen, por
un lado, derechos, y por otro, deberes. Esas palabras sólo expresan puntos de
vista diferentes. Su relación es la del objeto y el sujeto. En sí mismo, un
hombre sólo tiene deberes, entre los que se cuentan algunos para consigo mismo;
los demás, desde su punto de vista, sólo tienen derechos. A su vez, hay
derechos cuando a ese hombre se le considera desde el punto de vista de los
demás, obligados para con él. Un hombre solo en el universo no tendría ningún
derecho pero sí tendría obligaciones.
La noción de derecho, al ser de orden objetivo, no
se puede separar de las nociones de existencia y de realidad. Aparece cuando la
obligación desciende al ámbito de los hechos; entraña siempre, por tanto, en
cierta medida, que se tomen en consideración supuestos de hecho y situaciones particulares.
Los derechos siempre están sujetos a condiciones determinadas. La obligación
sólo puede ser incondicionada. Se sitúa en un ámbito que está más allá de toda
condición porque está más allá de este mundo.
Los hombres de 1789 no reconocían tal ámbito. Sólo admitían
el de las cosas humanas. Por ello partieron de la noción de derecho. Pero
quisieron instaurar principios absolutos. Esa contradicción les hizo caer en
una confusión de lenguaje y de ideas aún presente en la confusión política y social
actual. El ámbito de lo eterno, lo universal y lo incondicionado es distinto
del ámbito de las condiciones de hecho; y en él habitan nociones diferentes,
ligadas a la parte más secreta del alma humana.
La obligación sólo vincula a los seres humanos. No
hay obligaciones para las colectividades como tales. Pero sí las hay para todos
los individuos que componen una colectividad, la sirven, la dirigen o la
representan, tanto en la parte de su vida sujeta a la colectividad como en la
que es independiente de ella.
Idénticas obligaciones vinculan a todos los hombres,
aunque corresponden a actos diferentes según las situaciones. Ningún ser humano
puede sustraerse a sus obligaciones en circunstancia alguna sin cometer un
crimen, salvo en el caso de que al ser incompatibles dos obligaciones reales se
vea forzado a incumplir una de ellas.
La imperfección de un orden social se mide por la cantidad
de situaciones de ese tipo que entraña.
En este caso, habrá crimen cuando la obligación abandonada
sea, además, negada.
El objeto de la obligación, en el ámbito de las
cosas humanas, es siempre el hombre como tal. Hay obligación hacia todo ser
humano por el mero hecho de serlo, sin que intervenga ninguna otra condición, e
incluso aunque el ser humano mismo no reconozca obligación alguna.
Esta obligación no se basa en ninguna situación de hecho,
ni en la jurisprudencia, ni en las costumbres, ni en la estructura social, ni
en las relaciones de fuerza, ni en la herencia del pasado, ni en el supuesto
sentido de la historia. Pues ninguna situación de hecho puede fundamentar una obligación.
Esta obligación no se basa en una convención. Todas
las convenciones son modificables por voluntad de los pactantes, mientras que
ningún cambio en la voluntad de los hombres puede modificar lo más mínimo esta
obligación.
Esta obligación es eterna. Responde al destino
eterno el ser humano. Sólo el ser humano tiene un destino eterno. Las
colectividades humanas no. Respecto de ellas no hay, por tanto, obligaciones
directas que sean eternas. Sólo es eterno el deber hacia el ser humano como
tal.
Esta obligación es incondicionada. Si se basa en
algo, ese algo no es de este mundo. No está basada en nada de este mundo. Es la
única obligación relativa a las cosas humanas no sujeta a ninguna condición.
Esta obligación halla verificación, que no
fundamento, en el acuerdo de la conciencia universal. Está expresada en algunos
de los textos más antiguos que se conservan. Se la reconoce en todos los casos
particulares en que no se la combate por el interés o las pasiones. El progreso
se mide por relación a ella.
El reconocimiento de esta obligación se halla
expresado de forma confusa e imperfecta —más o menos imperfecta según los
casos— en los llamados derechos positivos. En la medida en que los derechos
positivos entran en contradicción con ella quedan afectados de ilegitimidad.
Aunque esa obligación eterna responde al destino
eterno del ser humano, tal destino no es su objeto directo. El destino eterno
de un ser humano no puede ser objeto de obligación alguna porque no está
subordinado a acciones exteriores.
El hecho de que un ser humano posea un destino universal
sólo impone una obligación: el respeto. La obligación sólo se cumple cuando tal
respeto se manifiesta efectivamente, de forma real y no ficticia; y únicamente puede
manifestarse a través de las necesidades terrenas del hombre.
La consciencia humana nunca ha variado en este
punto. Hace miles de años los egipcios creían que un alma no puede justificarse
después de la muerte si no es capaz de decir: «No dejé a nadie pasar hambre».
Los cristianos saben que se exponen a que el propio Cristo les diga un día:
«Tuve hambre y no me diste de comer». Todo el mundo concibe el progreso,
principalmente, como el paso a un estadio de la sociedad en que las gentes no
pasen hambre. Si la cuestión se plantea en términos generales, nadie
considerará inocente a un hombre que teniendo alimento en abundancia y encontrando
ante su puerta a alguien medio muerto de hambre pase por su lado sin darle
nada.
Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no
dejarle pasar hambre cuando se le puede socorrer. Al ser ésta la obligación más
evidente, debe servir de modelo para elaborar la lista de los deberes eternos
hacia todo ser humano. Para confeccionar dicha lista con el máximo rigor hay
que proceder por analogía a partir de este primer ejemplo.
Así, la lista de las obligaciones hacia el ser
humano debe corresponder con la de las necesidades humanas vitales análogas al
hambre.
Algunas de estas necesidades son físicas, como el hambre.
Son bastante fáciles de enumerar. Atañen a la protección contra la violencia,
al alojamiento, al vestido, al calor, a la higiene, a los cuidados en caso de
enfermedad.
Hay otras necesidades, en cambio, que no tienen relación
con la vida física sino con la vida moral. Pero también son terrenas, como las
primeras, y tampoco tienen una relación directa accesible a nuestra
inteligencia con el destino eterno del hombre. Son, como las necesidades físicas,
necesidades de la vida de aquí abajo. Es decir: si no se satisfacen el hombre
cae poco a poco en un estado más o menos análogo a la muerte, más o menos
próximo a una vida meramente vegetativa.
Estas necesidades son mucho más difíciles de
reconocer y enumerar que las del cuerpo. Pero todo el mundo admite que existen.
Cuantas atrocidades pueda cometer un conquistador sobre las poblaciones
sometidas —masacres, mutilaciones, hambruna organizada, reducción a la esclavitud
o deportaciones masivas— son generalmente consideradas como medidas de la misma
especie, aunque la libertad o el país natal no sean necesidades físicas. Todo
el mundo es consciente de que hay crueldades que atentan contra la vida del
hombre sin atentar contra su cuerpo. Son las que le privan de cierto alimento
necesario para la vida del alma.
Las obligaciones —incondicionadas o relativas,
eternas o cambiantes, directas o indirectas respecto de las cosas humanas se
derivan sin excepción de las necesidades vitales del ser humano. Las que no
conciernen a tal o cual ser humano determinado tienen por objeto cosas que desempeñan,
en relación con los hombres, un papel análogo al del alimento.
A un campo de trigo no se le debe respeto por sí
mismo, sino por ser alimento para los seres humanos.
Análogamente, a una colectividad, sea la que sea — patria,
familia u otra cualquiera—, no se le debe respeto por sí misma, sino como
alimento de cierto número de almas.
Esta obligación impone en la práctica actitudes o
actos diferentes según las situaciones. Pero considerada en sí misma es
absolutamente idéntica para todos.
En particular, es absolutamente idéntica para
quienes están en el extranjero.
El grado del respeto debido a las colectividades
humanas es muy elevado, por varias consideraciones.
En primer lugar, cada una es única, y si se la
destruye no puede ser reemplazada. Un saco de trigo siempre se puede sustituir
por otro. El alimento que una colectividad suministra al alma de sus miembros
no tiene equivalente en todo el universo.
Además, por su duración, la colectividad penetra en
el futuro. Es alimento no sólo para las almas de los vivos, sino también para
las de los aún no nacidos que vendrán al mundo en los próximos siglos.
Por último, por su duración misma, la colectividad hunde
sus raíces en el pasado. Constituye el único órgano de conservación de los
tesoros espirituales juntados por los muertos, el único órgano de transmisión
mediante el cual los muertos pueden hablar a los vivos. Y la única cosa terrena
que tiene una relación directa con el destino eterno del hombre es la
irradiación —transmitida de generación en generación— de aquellos que tuvieron
plena conciencia de tal destino.
A causa de todo ello, bien puede ocurrir que la obligación
para con una colectividad en peligro llegue incluso al sacrificio total. Sin embargo,
de ello no se deriva que la colectividad esté por encima del ser humano. Pues también
sucede que la obligación de socorrer a un ser humano en peligro deba llegar
hasta el sacrificio total, sin que esto implique superioridad alguna por parte
del socorrido.
Un campesino, en determinadas condiciones, puede tener
que exponerse, para cultivar su campo, al agotamiento, a la enfermedad e
incluso a la muerte. Pero siempre tiene presente que en definitiva se trata
únicamente de pan.
De forma análoga, incluso en el momento del
sacrificio total, a ninguna colectividad se le debe más que un respeto análogo
al que se debe al alimento.
Sin embargo,
muy a menudo se invierten los papeles.
Ciertas colectividades, en vez de servir de
alimento, devoran a las almas. Hay en tal caso enfermedad social, y la primera
obligación es intentar un tratamiento; en determinadas circunstancias puede ser
necesario inspirarse en los métodos quirúrgicos.
También en este punto la obligación es la misma
tanto para quienes están dentro de la colectividad como para quienes están
fuera.
Puede ocurrir también que una colectividad
proporcione a las almas de sus miembros un alimento insuficiente. En ese caso
es necesario mejorarla.
Por último, hay colectividades muertas que, sin
llegar a devorar a las almas, tampoco las alimentan. Si es seguro que están
completamente muertas, que no se trata de un letargo pasajero, hay que
aniquilarlas.
El primer estudio a realizar es el de las
necesidades que son a la vida del alma lo que las necesidades de alimento, de sueño
y de calor son a la vida del cuerpo. Hay que intentar enumerarlas y definirlas.
No se las debe confundir nunca con los deseos, los caprichos,
las fantasías o los vicios. También es preciso discernir lo esencial de lo
accidental. El hombre no tiene necesidad de arroz o de patatas, sino de
alimento; ni de madera o de carbón, sino de calefacción. Igualmente, para las
necesidades del alma se debe reconocer las satisfacciones diferentes, aunque
equivalentes, que responden a las mismas necesidades. También hay que
distinguir los alimentos del alma de los venenos que, durante algún tiempo,
puede parecer que sustituyen al alimento.
La falta de un estudio de este tipo lleva a los
gobiernos, cuando tienen buenas intenciones, a dar palos de ciego. He aquí
algunas indicaciones.
EL ORDEN
La primera necesidad del alma humana, la más próxima
a su destino universal, es el orden: un tejido de relaciones sociales tal que
nadie se vea forzado a violar obligaciones rigurosas para cumplir otras obligaciones.
Únicamente en este caso el alma sufre violencia espiritual por parte de las circunstancias
exteriores. Pues quien deja de cumplir una obligación sólo por amenaza de
muerte o de sufrimiento puede desinteresarse de ello y sólo su cuerpo quedará lastimado.
Pero a quien las circunstancias le hagan incompatibles los actos prescritos por
varias obligaciones estrictas, ése, sin que tenga la posibilidad de defenderse,
quedará herido en su amor al bien.
Hoy día hay un grado muy elevado de desorden y de incompatibilidad
entre obligaciones.
Quien actúa en el sentido de aumentar esa incompatibilidad
es un factor de desorden. Quien lo hace en el sentido de disminuirla es un
factor de orden. Quien niega determinadas obligaciones para simplificar los
problemas ha concertado en su corazón una alianza con el crimen.
Desgraciadamente no se dispone de método alguno para
aminorar esta incompatibilidad. Ni siquiera se tiene la certeza de que la idea
de un orden donde todas las obligaciones fueran compatibles no sea más que una
ficción. Cuando el deber desciende al plano de los hechos entra en juego un
número tan grande de relaciones independientes que la incompatibilidad parece
bastante más probable que la compatibilidad.
Sin embargo, diariamente tenemos ante los ojos el ejemplo
del universo, donde una infinidad de acciones mecánicas independientes concurre
para constituir un orden que permanece fijo a través de la variación. Por eso
amamos la belleza del mundo, pues tras ella sentimos la presencia de algo
análogo a la sabiduría que desearíamos poseer para saciar nuestro deseo de
bien.
En un plano inferior, las obras de arte
verdaderamente bellas ofrecen ejemplos de conjuntos en los que, de un modo imposible
de comprender, determinados factores independientes concurren para constituir
una belleza única.
Por último, el sentimiento de las diversas
obligaciones procede siempre de un deseo de bien único, fijo e idéntico en todo
hombre, desde el nacimiento hasta la muerte. Este deseo, que arde perpetuamente
en el fondo de nosotros, impide que nos resignemos a las situaciones de incompatibilidad
entre obligaciones. O recurrimos a la mentira para olvidar que existen, o nos
debatimos ciegamente para escapar a la incompatibilidad.
La contemplación de auténticas obras de arte, y más
aún la de la belleza del mundo, e, incluso mucho más aún, la contemplación del
bien desconocido al que aspiramos, puede afirmarnos en el esfuerzo de pensar
continuamente acerca del orden humano que debe ser nuestro primer objeto de
atención.
Los grandes fautores de violencia se han enardecido contemplando
la fuerza mecánica ciega que es soberana en el universo entero.
Si contemplamos el mundo mejor que ellos hallaremos mayor
estímulo al considerar que las innumerables fuerzas ciegas son limitadas, que
se combinan en equilibrio y concurren en una unidad en virtud de algo que no comprendemos,
pero que amamos, y a lo que llamamos belleza.
Si tenemos siempre presente la idea de un orden humano
verdadero; si pensamos en él como en un objeto al que se debe un sacrificio
total si se presenta la ocasión, estaremos en la situación de un hombre que
camina de noche sin guía pero sin dejar de pensar en la dirección que desea
seguir. Para tal caminante hay una esperanza grande.
El orden es la primera necesidad; está incluso por encima
de las necesidades propiamente dichas. Para poder pensarlo hay que conocer las
demás necesidades.
La primera característica que distingue las
necesidades de los deseos, las fantasías o los vicios, y los alimentos de las golosinas
o de los venenos, es que las necesidades son limitadas, al igual que los
alimentos que les corresponden. Un avaro nunca tiene oro suficiente, pero a
todo hombre, si se le da pan a discreción, llegará un momento en que le baste.
El alimento suscita la saciedad. Lo mismo ocurre con los alimentos del alma.
La segunda característica, relacionada con la
primera, es que las necesidades se ordenan por parejas de contrarios y deben
combinarse en equilibrio. El hombre tiene necesidad de alimento, pero también
de un intervalo entre las comidas; tiene necesidad de calor y frescor, de
reposo y ejercicio. Igual ocurre con las necesidades del alma.
Lo que suele llamarse justo medio consiste en
realidad en la no satisfacción ni de una ni de otra de las necesidades contrarias.
Constituye una caricatura del verdadero equilibrio, en virtud del cual las
necesidades contrarias se satisfacen ambas plenamente.
LA LIBERTAD
Un alimento indispensable para el alma humana es la libertad.
En sentido estricto consiste en la posibilidad de elección. Se trata, desde
luego, de una posibilidad real. Donde hay vida en común resulta inevitable que
las reglas impuestas por la utilidad común limiten la elección.
Pero la libertad no es menor o mayor según que los límites
sean más o menos estrechos. Su plenitud no tiene lugar en condiciones tan
fácilmente mensurables.
Las reglas deben ser suficientemente razonables y simples
para que cualquiera que lo desee y disponga de una capacidad de atención media
pueda comprender, por un lado, la utilidad a la que corresponden y, por otro,
las necesidades de hecho que las han impuesto. Deben emanar de una autoridad
que no sea vista como extraña ni como enemiga, sino que sea amada como
perteneciente a los dirigidos por ella. Las reglas deben ser suficientemente estables,
poco numerosas y lo bastante generales para que el pensamiento pueda
asimilarlas de una vez por todas y no tope con ellas cada vez que haya de tomar
una decisión.
En tales condiciones, la libertad de los hombres de buena
voluntad, aunque de hecho limitada, es total en la conciencia. Pues, al estar
las reglas incorporadas a su mismo ser, las posibilidades prohibidas no se
presentan a su pensamiento y por tanto no han de ser rechazadas. Así, el hábito
de no comer cosas repugnantes o peligrosas imprimido por educación no es
sentido por un hombre normal como un límite a su libertad en el ámbito de la alimentación.
Sólo el niño lo siente así.
Quienes carecen de buena voluntad o siempre siguen siendo
infantiles jamás son libres, en ningún estado de la sociedad.
Cuando las posibilidades de elección son tan amplias
que resultan nocivas para la utilidad común los hombres no disfrutan de la
libertad. O se refugian en la irresponsabilidad, la puerilidad y la
indiferencia, donde sólo hallan tedio, o se sienten continuamente abrumados de responsabilidad
por temor a perjudicar a los demás. En este caso, creyendo erróneamente que
poseen la libertad y sintiendo que no gozan de ella, llegan a pensar que la libertad
no es un bien.
LA OBEDIENCIA
La obediencia
es una necesidad vital del alma humana. Es de dos tipos: obediencia a las
reglas establecidas y obediencia a los seres humanos vistos como jefes. Implica
el consentimiento, no a cada una de las órdenes recibidas, sino de una vez para
siempre, con la única salvedad llegado el caso de las exigencias de la
conciencia. Debe ser generalmente admitido, y en primer lugar por los jefes,
que es el consentimiento, y no el temor al castigo o el incentivo de la
recompensa, lo que constituye en realidad el móvil principal de la obediencia,
al objeto de que la sumisión no sea jamás sospechosa de servilismo. También es
preciso saber que quienes mandan obedecen a su vez; y toda la jerarquía ha de
estar orientada hacia un objetivo cuyo valor y cuya grandeza sean sentidos por
todos, desde el primero hasta el último.
Por ser la obediencia un alimento necesario del alma,
quien esté definitivamente privado de ella es un enfermo. Así, toda
colectividad regida por un jefe soberano no responsable ante nadie se halla en
manos de un enfermo.
Por ello, cuando un hombre es situado de por vida a
la cabeza de la organización social, ha de ser un símbolo y no un jefe, como
ocurre con el rey de Inglaterra; además, es preciso que las formas sociales
limiten su libertad más estrechamente que la de cualquier hombre del pueblo. De
esa forma, los jefes efectivos, aunque sean jefes, tienen a alguien por encima
de ellos; por otro lado, para no romper la continuidad, también pueden ser
sustituidos, y así recibir cada uno de ellos su indispensable ración de
obediencia.
Quienes someten a las masas humanas por la violencia
y la crueldad las privan a un tiempo de dos alimentos vitales: la libertad y la
obediencia; pues pierden su poder de acordar consentimiento interior a la
autoridad que padecen. Quienes favorecen un estado de cosas tal que el
incentivo del beneficio sea el móvil principal para los hombres sustraen a éstos
a la obediencia, pues el consentimiento, su principio, no es algo que se pueda
vender.
Multitud de signos muestran que los hombres de
nuestra época están desde hace tiempo hambrientos de obediencia. Pero se ha
aprovechado la ocasión para darles la esclavitud.
LA RESPONSABILIDAD
La iniciativa y la responsabilidad, la sensación de
ser útil, e incluso indispensable, son necesidades vitales del alma humana. La
privación completa de ambas se da en el parado, aunque perciba un subsidio que
le permita comer, vestirse y alojarse. El parado no es nadie en la vida
económica, y la papeleta de voto que constituye su participación en la vida política
carece de sentido para él. El peón apenas si está en mejor situación. La
satisfacción de la necesidad de responsabilidad exige que un hombre tome con
frecuencia decisiones en los problemas, grandes o pequeños, que afectan a
intereses que no son los suyos propios, pero con los que se siente
comprometido. También es necesario que tenga que aportar su esfuerzo
continuamente. Por último, debe poder abarcar intelectualmente la obra entera
de la colectividad de la que es miembro, incluidos los ámbitos en que nunca
tiene decisión que tomar o consejo que dar. Para ello es indispensable que se
le dé a conocer esa obra, que se le exija tomar interés, que se le haga
percibir su valor, su utilidad y, llegado el caso, su grandeza; y que se le
haga comprender claramente el papel que desempeña en ella. Toda colectividad,
del tipo que sea, que no proporcione estas satisfacciones a sus miembros está
deteriorada y debe ser transformada. En toda personalidad un poco fuerte la necesidad
de iniciativa llega hasta la necesidad de mando. Una vida local y regional
intensa y una multitud de obras educativas y de movimientos juveniles deben dar
a todo el que no sea incapaz la ocasión de mandar durante algunos períodos de
su vida.
LA IGUALDAD
La igualdad es una necesidad vital del alma humana. Consiste
en el reconocimiento público, general y efectivo, expresado por las
instituciones y las costumbres, de que a todo ser humano se le debe la misma
cantidad de respeto y de consideración; porque el respeto se le debe al ser humano
como tal, y en esto no hay gradaciones.
Por tanto, las inevitables diferencias entre los
hombres jamás deben implicar un diferente grado de respeto. Para que no se
vivan con esta significación es necesario que haya cierto equilibrio entre la
igualdad y la desigualdad.
Una combinación determinada de la igualdad y la desigualdad
está constituida por la igualdad de posibilidades. Si cualquiera puede alcanzar
el rango social correspondiente a la función que es capaz de desempeñar, y si
la educación está lo bastante extendida para que nadie se vea privado de ninguna
capacidad por el mero hecho de su nacimiento, la esperanza es la misma para
todos los niños. Así cada hombre es igual en esperanza a cualquier otro, por su
propia cuenta cuando es joven, y por cuenta de sus hijos después.
Sin embargo, cuando esta combinación aparece sola y
no como un factor entre otros, no constituye en modo alguno un equilibrio, sino
que, por el contrario, encierra grandes peligros.
En primer lugar, para quien se halle en una situación
inferior y sufra por ello, saber que tal situación se debe a su incapacidad y
que todos lo saben no constituye un consuelo sino que redobla su amargura;
según los caracteres, unos pueden deprimirse y otros verse llevados al crimen.
Además, de esta forma se crea inevitablemente en la
vida social una especie de bomba aspirante hacia arriba. De ello resulta una
enfermedad social si un movimiento descendente no restablece el equilibrio con
el ascendente. En la medida en que el hijo de un mozo de granja pueda llegar
algún día a ser ministro, un hijo de ministro debe poder llegar a ser mozo de
granja. El grado de esta segunda posibilidad no puede ser relevante sin un
grado muy peligroso de coerción social.
Este tipo de igualdad, si actúa sola y sin límites,
da a la vida social un grado de fluidez que la descompone.
Hay métodos menos groseros para combinar la igualdad
y la diferencia. El primero es la proporción. La proporción se define como la
combinación de igualdad y de desigualdad, y es el único factor de equilibrio en
todo el universo.
Aplicada al equilibrio social, la proporción
impondría a cada hombre cargas correspondientes al poder o bienestar que posee,
y, recíprocamente, los riesgos correspondientes en caso de incapacidad o de
falta. Por ejemplo, un patrón incapaz o culpable de una falta para con sus
obreros tendría que sufrir más en su alma y en su carne que un obrero incapaz o
culpable de falta para con su patrón. Además, todos los obreros tendrían que
saber que ello es así. Esto implica, por un lado, una cierta organización de
los riesgos y, por otro, en derecho penal, una concepción del castigo, en la
que el rango social constituyera siempre una circunstancia agravante en la
determinación de la pena. Con mayor razón, el ejercicio de altas funciones
públicas debe implicar graves riesgos personales.
Otra forma de hacer compatibles igualdad y
diferencia consiste en quitarles a las diferencias, siempre que sea posible,
todo carácter cuantitativo. Donde sólo hay diferencia de naturaleza y no de
grado no hay ninguna desigualdad.
Al hacer del dinero el estímulo único o casi único
de todos los actos, la medida única o casi única de todas las cosas, el veneno
de la desigualdad se ha diseminado por todas partes. Cierto que se trata de una
desigualdad móvil, no vinculada a las personas, pues el dinero se gana y se pierde;
pero no por ello la desigualdad es menos real.
Hay dos tipos de desigualdad, a los que corresponden
dos estímulos diferentes. La desigualdad más o menos estable, como la de la
antigua Francia, suscita la idolatría de los superiores —no sin una mezcla de
odio contenido— y la sumisión a sus órdenes. La desigualdad móvil, fluida,
suscita el deseo de ascender. Y no está más próxima a la igualdad que la
primera, amén de ser igualmente dañina. La Revolución de 1789, al dar prioridad
a la igualdad, no hizo en realidad más que consagrar la sustitución de una
forma de desigualdad por otra.
Cuanta mayor igualdad hay en una sociedad menor es
la acción de los dos estímulos vinculados a estas dos formas de desigualdad,
requiriéndose por tanto estímulos distintos.
La igualdad será tanto mayor cuanto que cada una de
las diferentes condiciones humanas no sean vistas como más o menos que las
demás, sino simplemente como condiciones distintas. Cuando las profesiones de
minero y de ministro sean sólo dos vocaciones distintas, como las de poeta y de
matemático. Cuando la dureza material que va unida a la condición de minero sea
tenida como un honor de quienes la padecen.
En tiempo de guerra, si un ejército tiene el
espíritu que debe tener, un soldado debe sentirse contento y orgulloso de estar
en primera línea y no en el cuartel general; y un general debe sentirse
igualmente feliz y orgulloso de que la suerte de la batalla se base en su
pensamiento; al mismo tiempo, el soldado admirará al general y el general al
soldado. Un equilibrio semejante constituye una igualdad. Habría, pues, igualdad
en las condiciones sociales si hubiera este equilibrio entre ellas.
Esto implica, para cada rango, las muestras de consideración
que le corresponden, sin mentiras.
LA JERARQUÍA
La jerarquía es una necesidad vital del alma humana.
Está constituida por una cierta veneración, por una cierta devoción hacia los
superiores, considerados no en sus personas ni en el poder que ejercen, sino
como símbolos. Símbolos de ese ámbito que está por encima de los hombres y cuya
expresión en este mundo son las obligaciones de cada uno para con sus
semejantes. Una verdadera jerarquía implica que los superiores tengan
consciencia de esta función de símbolo y de que ésa constituye el único objeto legítimo
de devoción por parte de sus subordinados. La verdadera jerarquía tiene la
consecuencia de llevar a cada uno a instalarse moralmente en el lugar que
ocupa.
EL HONOR
El honor es una necesidad vital del alma humana. El respeto
debido a cada ser humano como tal, aunque le sea dispensado efectivamente, no
basta para satisfacer esta necesidad, pues dicho respeto es idéntico para
todos, e inmutable, mientras que el honor no se relaciona simplemente con el
ser humano como tal sino con éste considerado en su entorno social. La
necesidad de honor queda plenamente satisfecha cuando cada una de las colectividades
de las que es miembro un ser humano le ofrece una parte en la tradición de
grandeza contenida en su pasado y públicamente reconocida desde fuera.
Por ejemplo, para que en la vida profesional se
satisfaga la necesidad de honor es preciso que a cada profesión le corresponda
alguna colectividad realmente capaz de conservar vivo el recuerdo de los
tesoros de grandeza, de heroísmo, de probidad, de generosidad y de genio empleados
en el ejercicio de tal profesión.
Toda opresión acarrea la insatisfacción de esta necesidad,
ya que las tradiciones de grandeza de los oprimidos no se reconocen, por falta
de prestigio social.
Tal es siempre la consecuencia de la conquista. Vercingetórix
no fue un héroe para los romanos. Si los ingleses hubieran conquistado Francia
en el siglo XV, Juana de Arco habría sido olvidada completamente, incluso en buena
medida por nosotros. Hoy les hablamos de ella a los annamitas y a los árabes,
pero ellos saben que entre nosotros no se habla de sus héroes ni de sus santos;
por eso, la situación en que les mantenemos constituye un atentado a su honor.
La opresión social tiene idénticas consecuencias. Guynemer
y Mermoz son conocidos por la opinión pública merced al prestigio social de la
aviación; el heroísmo en ocasiones increíble desplegado por mineros o
pescadores apenas si tiene resonancia en los ambientes de esos mismos oficios.
El grado extremo de privación de honor lo constituye
la ausencia total de consideración infligida a determinadas categorías de seres
humanos. Tales son, en Francia, en sus diversas modalidades, las prostitutas,
los condenados, los policías, el subproletariado de inmigrados y de indígenas coloniales…
Tales categorías no deben existir.
Sólo el crimen debe privar de consideración social a
quien lo ha cometido; y el castigo debe devolvérsela.
EL CASTIGO
El castigo es una necesidad vital del alma humana. Puede
ser de dos tipos: disciplinario y penal. Los del primer tipo ofrecen una
seguridad contra el desfallecimiento, luchar contra el cual sería demasiado
agotador de no existir un apoyo externo. Pero el castigo más indispensable para
el alma es el del crimen. Con el crimen un hombre se sitúa a sí mismo al margen
de la red de obligaciones eternas que vinculan a cada ser humano con todos los
demás. No se le puede reintegrar a ella más que por el castigo; de forma plena
si hay consentimiento por su parte, y, si no, imperfectamente. Del mismo modo
que la única manera de respetar al que pasa hambre es darle de comer,
igualmente el único medio de respetar al que se ha situado fuera de la ley es
reintegrarlo a ella sometiéndole al castigo que dicha ley prescriba.
La necesidad de castigo no queda satisfecha cuando, como
suele ocurrir, el código penal sólo es un procedimiento de coerción por medio
del terror.
La satisfacción de esta necesidad exige en primer
lugar que cuanto concierna al derecho penal tenga un carácter solemne y
sagrado; que la majestad de la ley se transmita al tribunal, a la policía, al
acusado, al condenado, y ello incluso en los delitos de poca importancia,
siempre que puedan implicar la privación de la libertad. Es preciso que el
castigo constituya un honor; que no solamente sirva para borrar el oprobio del
crimen sino que además sea visto como una educación suplementaria que obligue a
mayor grado de entrega al bien público. Igualmente es necesario que la dureza
de las penas corresponda al carácter de las obligaciones violadas y no a los
intereses de la seguridad de la sociedad.
La falta de consideración de la policía, la ligereza
de los magistrados, el régimen de las prisiones, el desclasamiento de los
condenados, la escala de las penas, que contempla una punición mucho más cruel
para diez robos menores que para una violación o ciertos asesinatos, y que
incluso prevé castigos para la simple desgracia, todo ello impide que exista entre
nosotros algo que merezca el nombre de castigo.
Tanto para las faltas como para los delitos, el
grado de impunidad no debe aumentar cuando se asciende en la escala social sino
cuando se desciende en ella. De lo contrario, los sufrimientos infligidos se
experimentan como coerciones e incluso como abusos de poder, y no constituyen castigos.
Sólo hay castigo cuando el sufrimiento va acompañado en algún momento, aunque
sea con posterioridad, en el recuerdo, de un sentimiento de justicia. Así como
el músico despierta el sentimiento de belleza a través de los sonidos, de la
misma manera el sistema penal debe saber despertar el sentido de la justicia en
el criminal a través del dolor, e incluso, en el peor caso, con la muerte. Al igual
que se dice del aprendiz herido que el oficio le entra en el cuerpo, así el
castigo es un método para hacer entrar la justicia en el alma del criminal
mediante el sufrimiento de la carne.
La cuestión acerca del procedimiento mejor para impedir
que arriba de todo se forme una conspiración para tener impunidad es uno de lo
problemas políticos más difíciles de resolver. No se podrá resolver más que si
uno o más hombres tienen como cometido impedir una conspiración semejante y se
hallan en una situación tal que no puedan tener la tentación de unirse a ella.
LA LIBERTAD DE OPINIÓN
A la libertad de opinión y a la libertad de
asociación se las menciona generalmente juntas. Es un error. Salvo en el caso
de las agrupaciones naturales, la asociación no es una necesidad, sino un
expediente de la vida práctica.
La libertad de expresión total, ilimitada, para toda
opinión, cualquiera que sea, sin ninguna restricción o reserva, es una
necesidad absoluta para la inteligencia. Consiguientemente, es una necesidad
del alma, ya que cuando la inteligencia se encuentra a disgusto el alma entera está
enferma. La naturaleza y los límites de la satisfacción de esta necesidad están
inscritos en la estructura misma de las diferentes facultades del alma. Pues
una misma cosa puede ser limitada e ilimitada, de igual modo que se puede prolongar
indefinidamente la longitud de un rectángulo sin que deje de estar limitado en
su anchura.
En un ser humano, la inteligencia se puede ejercer
de tres maneras. Puede trabajar sobre problemas técnicos, es decir, hallar los
medios para llegar a un fin dado de antemano. Puede aportar luz cuando se trata
de una deliberación de la voluntad en la elección de una orientación. Puede
finalmente operar sola, separada de las demás facultades, en una especulación
puramente teórica de la que se haya descartado provisionalmente toda preocupación
por la acción.
En un alma sana, la inteligencia se ejerce alternativamente
de las tres maneras, con grados diferentes de libertad. En su primera función
es una sirvienta. En la segunda es destructiva y debe ser reducida al silencio
cuando empiece a dar argumentos a la parte del alma que, en todo aquel que no
se halla en estado de perfección, se pone siempre del lado del mal. Pero cuando
opera sola y separada conviene que disponga de una libertad soberana. De lo contrario
le falta al ser humano algo esencial.
Ocurre lo mismo en una sociedad sana. Por ello sería
deseable constituir una reserva de libertad absoluta en el ámbito de la
edición, pero quedando convenido que las obras publicadas en ese ámbito
reservado no comprometen en grado alguno a los autores y no contienen ningún
consejo para los lectores. Ahí se podría exponer con toda su fuerza argumentos
en favor de causas malignas. Es bueno y saludable que se expongan. Cualquiera
podría hacer el elogio de lo que más reprobase. Sería público y notorio que el objeto
de tales obras no es definir la posición de los autores acerca de los problemas
de la vida, sino contribuir, por medio de investigaciones preliminares, a la
enumeración completa y correcta de los datos relativos a cada problema. La ley
impediría que su publicación entrañara cualquier tipo de riesgo para el autor.
Por el contrario, las publicaciones destinadas a
influir en lo que se llama la opinión, es decir, en el gobierno de la vida, constituyen
actos, y se deben someter a las mismas restricciones que todos los actos. Dicho
de otra forma: no deben causar ningún perjuicio ilegítimo en ningún ser humano,
y, sobre todo, jamás deben contener negación alguna, explícita o implícita, de
las obligaciones eternas hacia el ser humano, a partir del momento en que tales
obligaciones han sido solemnemente reconocidas por la ley.
La distinción de los dos ámbitos, el que queda fuera
de la acción y el que forma parte de ella, es imposible de formular sobre el
papel en lenguaje jurídico. Pero ello no impide en absoluto que dicha
distinción quede perfectamente clara. La separación de ámbitos es fácil de establecer
de hecho sólo con que la voluntad de llevarla a cabo sea suficientemente firme.
Está claro, por ejemplo, que la prensa diaria y
semanal se halla enteramente en el segundo ámbito. También las revistas, pues
todas ellas constituyen un foco de irradiación de determinada manera de pensar;
sólo las que renunciaran a dicha función podrían aspirar a la libertad total.
Lo mismo en lo que respecta a la literatura. Sería
una solución para el debate recientemente sostenido sobre moral y literatura,
oscurecido por el hecho de que todas las personas de talento, por solidaridad
profesional, se hallaban de un lado, y los imbéciles y los cobardes del otro.
Sin embargo, la posición de los imbéciles y de los cobardes
no dejaba de ser en gran medida razonable. Los escritores tienen una forma
inadmisible de jugar a dos barajas. Nunca como en nuestra época habían aspirado
a la función de directores de conciencia ni la habían ejercido. De hecho, en
los años que precedieron a la guerra, sólo los sabios se la disputaron. El
puesto en otro tiempo ocupado por los curas en la vida moral del país era
ocupado ahora por físicos y novelistas, lo que basta para medir el valor de nuestro
progreso. Sin embargo, si alguien pidiera cuentas a los escritores acerca de la
orientación de su influencia, se refugiarían indignados en el privilegio
sagrado del arte por el arte.
No cabe duda, por ejemplo, de que Gide supo siempre que
libros como Les Nourritures terrestres
o Les Caves du Vatican influyen en el
comportamiento práctico de cientos de jóvenes, y se enorgullecía de ello. A
partir de este momento no hay, pues, motivo alguno para situar tales libros
tras la barrera intocable del arte por el arte, ni tampoco para encarcelar a un
joven que arroje a alguien de un tren en marcha. Se podría reclamar igualmente
los privilegios del arte por el arte en favor del crimen. Los surrealistas no
anduvieron lejos de ello. Lo que tantos imbéciles han repetido hasta la
saciedad sobre la responsabilidad de los escritores en nuestra derrota es, por desgracia,
absolutamente cierto.
A un escritor que, gracias a la libertad total
concedida a la inteligencia pura, publicara escritos contrarios a los principios
morales reconocidos por la ley, y que luego se convirtiera en un foco de
influencia público y notorio, sería fácil preguntarle si está dispuesto a
admitir públicamente que tales escritos no expresan su posición. Si así no
fuera, resultaría fácil castigarle. Si mintiese, sería fácil deshonrarle. Además,
debe quedar establecido que un escritor, a partir del momento en que ocupa una
posición influyente en la dirección de la opinión pública, no puede aspirar ya
a una libertad ilimitada. También aquí es imposible una definición jurídica,
pero los hechos no son difíciles de discernir. No hay por qué limitar la
soberanía de la ley al ámbito de las cosas expresables en fórmulas jurídicas,
pues dicha soberanía se ejerce asimismo mediante los juicios de equidad.
Además, la necesidad misma de libertad, esencial a
la inteligencia, exige una protección contra la sugestión, la propaganda, la
influencia por obsesión. Pues constituyen formas de coerción: de una coerción
particular que no va acompañada de miedo o de dolor físico pero que no por ello
es menos violenta. La técnica moderna la provee de instrumentos extremadamente
eficaces. Por naturaleza, dicha coerción es colectiva, y sus víctimas son las
almas humanas.
El Estado se vuelve criminal si emplea tal coerción,
salvo en caso de imperiosa necesidad pública. Además, debe prohibir su uso. La
publicidad, por ejemplo, debe estar rigurosamente limitada por ley; su volumen
ha de reducirse muy considerablemente y debe estar rigurosamente prohibido que
aborde temas que pertenezcan al ámbito del pensamiento.
Por otro lado, puede haber represión contra la
prensa, las emisiones radiofónicas y demás no sólo cuando atenten contra los
principios de moralidad públicamente reconocidos, sino también cuando hagan uso
de la bajeza de tono y de pensamiento, del mal gusto, de la vulgaridad, y contribuyan
a crear una atmósfera moral solapadamente corruptora. Dicha represión puede
llevarse a cabo sin afectar lo más mínimo a la libertad de opinión. Por ejemplo,
un diario puede ser suprimido sin que los miembros de la redacción pierdan el
derecho a publicar donde mejor les parezca o, incluso, en los casos menos
graves, a seguir agrupados para mantener el mismo diario bajo otro nombre. Sólo
que dicho diario habrá sido acusado públicamente de infamia y correrá el riesgo
de volver a serlo. La libertad de opinión se debe exclusivamente y con reservas
al periodista, no al periódico, ya que sólo el periodista tiene capacidad de formar
opinión.
De manera general, todos los problemas que
conciernen a la libertad de expresión quedan aclarados si se conviene que tal
libertad constituye una necesidad de la inteligencia, y que la inteligencia
reside únicamente en el ser humano considerado solo. El ejercicio colectivo de la
inteligencia no existe. En consecuencia, ningún grupo puede aspirar legítimamente
a la libertad de expresión, pues no la necesita para nada.
Por el contrario, la protección de la libertad de
pensar exige que la ley prohíba a todo grupo la posibilidad de expresar una
opinión. Pues cuando un grupo afirma tener opiniones tiende inevitablemente a
imponerlas a sus miembros. Tarde o temprano se impide a los individuos, de forma
más o menos rigurosa, sostener opiniones opuestas a las del grupo en una
cantidad de problemas más o menos amplia, a menos que lo abandonen. Pero la
ruptura con el grupo del que se es miembro entraña siempre sufrimientos, cuando
menos de carácter sentimental. Y mientras que el riesgo y la posibilidad de
sufrimiento son elementos sanos y necesarios en la acción, resultan en cambio
perjudiciales en el ejercicio de la inteligencia. Un temor, incluso leve, provoca
siempre, según el grado de valor, sumisión o rigidez, y esto basta para
desajustar ese instrumento de precisión extremadamente delicado y frágil que
constituye la inteligencia. También la amistad es, en este sentido, un gran peligro.
La inteligencia está derrotada a partir del momento en que la expresión del
pensamiento va precedida, explícita o implícitamente, de la palabra «nosotros».
Y cuando la luz de la inteligencia se ofusca, al cabo de un tiempo harto breve
se extravía el amor al bien.
La solución práctica inmediata consiste en la
abolición de los partidos políticos. La lucha de partidos, tal como se daba en
la Tercera República, resulta intolerable; el partido único, que es por otro
lado su consecuencia inevitable, constituye el grado extremo del mal; no queda
otra posibilidad, pues, que una vida pública sin partidos. Hoy tamaña idea
puede parecer nueva y atrevida. Tanto mejor, puesto que precisamos algo nuevo.
Aunque en realidad se trata simplemente de la tradición de 1789.
Desde la perspectiva de las gentes de 1789, no había
siquiera otra posibilidad; una vida pública como la nuestra en el último medio
siglo les habría parecido una pesadilla horrible; no habrían considerado
admisible que un representante del pueblo pudiera abdicar de su dignidad hasta
el punto de convertirse en miembro disciplinado de un partido.
Rousseau mostró claramente que la lucha de partidos aniquila
automáticamente la República. Había predicho sus consecuencias. En este momento
sería bueno fomentar la lectura de El
Contrato Social. Pues hoy donde ha habido partidos políticos la democracia
está muerta. De todos es sabido que los partidos ingleses tienen una tradición,
un espíritu y una función tales que los hacen incomparables a los demás.
Asimismo, los equipos concurrentes en Estados Unidos no son propiamente
partidos políticos. Una democracia en que la vida pública esté constituida por
la lucha de partidos es incapaz de impedir la formación de uno que tenga como
fin declarado destruirla. Si promulga leyes de excepción, asfixiará la
democracia. Si no lo hace, estará tan segura como un pájaro ante una serpiente.
Habría que distinguir entre dos tipos de
agrupaciones, a saber: de un lado, los grupos de intereses, donde la organización
y la disciplina estarían en cierta medida autorizadas; de otro, los grupos de
ideas, donde estarían rigurosamente prohibidas. En la situación presente es
bueno permitir que las personas se agrupen en defensa de intereses tales como
salarios y similares, que se les deje actuar dentro de límites muy estrechos y
bajo la supervisión permanente de los poderes públicos. Pero no debe permitirse
que toquen las ideas. Los grupos donde se debaten ideas no han de ser tanto
grupos cuanto medios más o menos fluidos. Cuando se diseña una acción, no hay
razón alguna para que sea ejecutada por personas diferentes de quienes la
aprueban.
En el movimiento obrero, por ejemplo, una distinción
semejante pondría fin a una intrincada confusión. En el período anterior a la
guerra tres orientaciones reclamaban la atención de todos los obreros y
tironeaban constantemente de ellos. En primer lugar, la lucha por los salarios;
en segundo lugar, los restos cada vez más débiles pero siempre vivos del viejo
espíritu sindicalista de antaño, idealista y más o menos libertario; por
último, los partidos políticos. Con frecuencia, en el curso de una huelga, los
obreros que sufrían y luchaban eran absolutamente incapaces de discernir si se trataba
de salarios, de un impulso del viejo espíritu sindical o de una operación
política dirigida por un partido; y tampoco podía saberse desde fuera.
Una situación así es imposible. Cuando estalló la
guerra en Francia los sindicatos estaban muertos o casi muertos, a pesar de los
millones de afiliados o por causa de ellos. Tras un prolongado letargo,
recobraron un embrión de vida con ocasión de la resistencia al invasor. Pero
esto no prueba que sean viables. Es del todo evidente que habían sido aniquilados,
o casi, por dos venenos, cada uno de los cuales, por separado, era mortal.
Los sindicatos no pueden vivir si los obreros están
tan preocupados por los salarios como lo están mientras trabajan a destajo en
la fábrica. En primer lugar, porque de ello resulta esa especie de muerte moral
causada siempre por la obsesión del dinero. Y también porque, en las
condiciones sociales actuales, el sindicato, al ser un factor de actuación permanente
en la vida económica del país, acaba por transformarse inevitablemente en una
organización profesional única, obligatoria y asimilada a la vida oficial. Pasa
así al estado de cadáver.
Por otro lado, es igualmente evidente que el
sindicato no puede vivir junto a los partidos políticos. Hay en ello una imposibilidad
del orden de las leyes mecánicas. Análogamente, el partido socialista no puede
vivir junto al partido comunista, ya que el segundo posee la cualidad de partido,
si puede decirse así, en un grado mucho más elevado.
Además, la obsesión por los salarios refuerza la influencia
comunista, porque las cuestiones de dinero, al afectar tan vivamente a todo el
mundo, imponen al mismo tiempo en todos un tedio tan mortal que resulta indispensable,
como compensación, la perspectiva apocalíptica de la revolución en su versión
comunista. Si los burgueses no sienten la misma necesidad de apocalipsis es porque
las cifras elevadas cobran una poesía y un prestigio que atenúa en parte el
hastío ligado al dinero, mientras que cuando éste se cuenta por perras chicas
ese hastío se da en su estado puro. Por otro lado, la inclinación de los
burgueses grandes y pequeños hacia el fascismo muestra que, pese a todo,
también ellos se hastían.
El gobierno de Vichy creó en Francia organizaciones profesionales
únicas y obligatorias para los obreros. Es de lamentar que se les haya dado,
como está de moda actualmente, el nombre de corporación, nombre que en realidad
designa algo muy diferente y muy bello. Sin embargo, por fortuna esas
organizaciones muertas están ahí para asumir la parte muerta de la actividad
sindical. Sería peligroso suprimirlas. Es preferible que carguen con la acción
cotidiana de los salarios y de las reivindicaciones inmediatas. Por lo que hace
a los partidos políticos, si todos estuviesen rigurosamente prohibidos en un
clima general de libertad, es de esperar que su existencia clandestina fuese cuando
menos difícil. En tal caso, los sindicatos obreros, si aún tuviesen un destello
de vida, podrían convertirse poco a poco en expresión del pensamiento obrero,
en el órgano del honor de los trabajadores. Se interesarían —como es tradición
en el movimiento obrero francés, que se ha sentido siempre responsable de todo
el universo— por todo lo concerniente a la justicia, incluidas, llegado el caso,
las cuestiones de salarios, aunque muy de vez en cuando y para librar a los
seres humanos de la miseria.
Naturalmente, deberían poder influir en las organizaciones
profesionales según las modalidades definidas por la ley.
Tal vez sólo se cosecharían ventajas si se
prohibiera a las organizaciones profesionales declarar una huelga permitiéndolo
en cambio a los sindicatos; pero habría que establecer algunas limitaciones; a
saber: hacer corresponder ciertos riesgos a dicha responsabilidad, prohibir
toda coerción y proteger la continuidad de la vida económica.
Respecto del lock-out, no hay motivo alguno para no prohibirlo
absolutamente.
La autorización de las agrupaciones de ideas debería
estar sujeta a dos condiciones. Primera, que no existiese excomunión. El
reclutamiento se realizaría libremente por vía de afinidad, sin que pudiera
obligarse a nadie a adherirse a un conjunto de afirmaciones cristalizadas en
fórmulas escritas. Un miembro ya admitido sólo podría ser excluido por falta
contra el honor o por propaganda política, delito que implicaría una
organización ilegal y expondría por tanto a un castigo mayor.
Ello constituiría verdaderamente una medida de salud
pública, pues la experiencia muestra que los Estados totalitarios los
establecen partidos totalitarios, partidos que se forjan a golpes de exclusión
por delito de opinión.
La otra condición podría ser que realmente hubiera circulación
de ideas y pruebas tangibles de la misma en forma de folletos, revistas o
boletines donde se estudiaran problemas de orden general. Una excesiva
uniformidad de opiniones haría sospechoso al grupo.
Por lo demás, todas las agrupaciones de ideas
estarían autorizadas a actuar como mejor les pareciera, a condición de no
violar la ley ni imponer a sus miembros disciplina alguna.
Respecto de los grupos de intereses, su vigilancia
debería implicar ante todo una distinción; la palabra interés unas veces
expresa la necesidad y otras algo completamente distinto. Si se trata de un
obrero pobre, interés quiere decir alimento, alojamiento, calefacción. Para un
patrón significa otra cosa. Cuando la palabra está tomada en su primer sentido,
la acción de los poderes públicos debería consistir en estimular, apoyar y
proteger la defensa de estos intereses. En el caso contrario, la actividad de
los grupos de intereses debe estar continuamente controlada, limitada, y
reprimida por los poderes públicos siempre que proceda. Ni que decir tiene que
los límites más estrechos y los castigos más dolorosos deben corresponder a los
que por naturaleza son más poderosos.
Lo que se ha llamado libertad de asociación ha significado
en realidad la libertad de las asociaciones. Ahora bien: las asociaciones no
tienen por qué ser libres; son instrumentos, y, como tales, deben estar
sujetas. La libertad sólo corresponde al ser humano.
En cuanto a la libertad de pensamiento, es cierto
que sin ella no hay pensamiento. Pero aún es más cierto que cuando el
pensamiento no existe tampoco es libre. En los últimos años ha habido mucha
libertad de pensamiento, pero no pensamiento. Algo así como el niño que, no
teniendo comida, pide sal para sazonarla.
LA SEGURIDAD
La seguridad es una necesidad esencial del alma. Significa
que no está bajo el peso del miedo o del terror salvo como consecuencia de un
concurso de circunstancias accidentales y por breves y escasos momentos. El
miedo o el terror, como estados duraderos del alma, son venenos casi mortales,
ya sea su causa la posibilidad de despido, la represión policial, la presencia
de un conquistador extranjero, la espera de una invasión probable o cualquier otra
desgracia que sobrepase las fuerzas humanas.
Los señores romanos exponían un látigo en el
vestíbulo, a la vista de los esclavos, sabiendo que esta visión provocaba en
sus almas un estado de semi-muerte indispensable para la esclavitud. De otro
lado, para los egipcios, el justo debe poder decir después de la muerte: «A
nadie he causado temor».
El miedo permanente, incluso en estado latente —cuando
sólo raramente produce sufrimiento—, constituye siempre una enfermedad. Es una
hemiplejía del alma.
EL RIESGO
El riesgo es una necesidad esencial del alma. Su
ausencia suscita una especie de tedio que paraliza de forma diferente que el
miedo pero casi tanto como él. Por otro lado, hay situaciones que al implicar
una angustia difusa sin riesgos precisos transmiten ambas enfermedades a la
vez.
El riesgo es un peligro que provoca una reacción
refleja, es decir, que no excede los recursos del alma hasta llegar a aplastarla
bajo el miedo. En ciertos casos contiene un elemento de juego; en otros, cuando
una obligación concreta impele al hombre a hacerle frente, constituye el mayor estímulo
posible.
La protección de los hombres contra el miedo y el
terror no implica la supresión del riesgo; por el contrario, exige la presencia
permanente de cierta dosis de riesgo en todos los aspectos de la vida social,
pues su ausencia debilita el ánimo hasta dejar al alma, llegado el caso, sin la
menor defensa interior contra el miedo. Únicamente es necesario que aparezca en
condiciones tales que no se transforme en sensación de fatalidad.
LA PROPIEDAD PRIVADA
La propiedad privada es una necesidad vital del
alma. El alma está aislada, perdida, si no está rodeada de objetos que sean
para ella como una prolongación de los miembros del cuerpo. Todo hombre tiende
inevitablemente a apropiarse con el pensamiento de cuanto ha usado continua y prolongadamente
en el trabajo, en el placer o en las necesidades de la vida. Así, un jardinero,
al cabo de cierto tiempo, siente que el jardín es suyo. Pero cuando el sentimiento
de apropiación no coincide con la propiedad jurídica, el hombre se ve
permanentemente amenazado de despojamientos muy dolorosos.
Que la propiedad privada sea reconocida como una necesidad
implica para todos la posibilidad de poseer algo más que los objetos de consumo
corriente. Las modalidades de tal necesidad varían según las circunstancias;
sin embargo, sería deseable que la mayoría de la gente fuese propietaria de su
vivienda, de un poco de tierra alrededor y, cuando no sea imposible
técnicamente, de sus instrumentos de trabajo. La tierra y el ganado figuran
entre los instrumentos del trabajo campesino.
El principio de propiedad privada queda violado
cuando una tierra la trabajan obreros agrícolas y mozos de granja bajo las
órdenes de un administrador, pero la poseen rentistas que viven en la ciudad.
Porque, de cuantos entran en relación con esa tierra, no hay ninguno que, de
una forma u otra, no sea extraño a ella. No se la despilfarra desde el punto de
vista del grano, sino desde la perspectiva de la satisfacción que podría
proveer a la necesidad de propiedad.
Entre ese caso extremo y el límite contrario del campesino
que cultiva con su familia la tierra que posee se dan muchas situaciones
intermedias en que la necesidad de apropiación que tienen los hombres es más o
menos ignorada.
LA PROPIEDAD COLECTIVA
La participación en los bienes colectivos,
participación consistente no tanto en el goce material cuanto en un sentimiento
de propiedad, constituye una necesidad igualmente importante. Se trata más de
un estado de ánimo que de una disposición jurídica. Donde hay realmente vida cívica
cada uno se siente personalmente propietario de los monumentos públicos, de los
jardines, de la magnificencia desplegada en las ceremonias; el lujo que desean
casi todos los seres humanos se concede así incluso a los más pobres. Pero el
Estado no es el único que debe procurar tal satisfacción, sino cualquier clase
de colectividad.
Una gran fábrica moderna constituye un derroche por
lo que se refiere a la necesidad de propiedad. Ni los obreros; ni el director,
que está a sueldo de un consejo de administración; ni los miembros de ese
consejo, que no la ven jamás; ni los accionistas, que ignoran su existencia, pueden
hallar en ella la más mínima satisfacción de esa necesidad.
Cuando las modalidades de intercambio y de
adquisición provocan el despilfarro del alimento material y moral deben ser
transformadas.
No hay ningún vínculo natural entre la propiedad y
el dinero. La conexión establecida hoy en día es solamente obra de un sistema
que ha concentrado en el dinero la fuerza de todos los móviles posibles. Y,
puesto que se trata de un sistema malsano, hay que operar la disociación
inversa.
El verdadero criterio, en lo referente a la
propiedad, es que es legítima en la medida en que es real. O, más exactamente:
las leyes relativas a la propiedad serán tanto mejores cuanto mejor se
aprovechen las posibilidades contenidas en los bienes de este mundo para la
satisfacción de la necesidad de propiedad común a todos los hombres.
Por consiguiente, las modalidades actuales de adquisición
y de posesión deben transformarse en nombre del principio de propiedad. Toda
forma de posesión que no satisfaga en nadie la necesidad de propiedad privada o
colectiva puede razonablemente considerarse nula.
Ello no significa que haya que transferirla al
Estado, sino más bien que hay que tratar de convertirla en una verdadera propiedad.
LA VERDAD
La necesidad de verdad es la más sagrada de todas.
Sin embargo nunca se habla de ella. Cuando se percibe la cantidad y la
enormidad de falsedades materiales expuestas sin vergüenza incluso en los
libros de los autores más reputados da miedo leer. Pues se lee como se bebería
el agua de un pozo dudoso.
Hombres que trabajan ocho horas diarias hacen el
gran esfuerzo de leer por la noche para instruirse. Como no pueden ir a las
grandes bibliotecas a verificar lo que han leído, creen todo lo que figura en
los libros. No hay derecho a que se les dé de comer algo falso. ¿Qué sentido
tiene alegar que los autores van de buena fe? Ellos no hacen ocho horas diarias
de trabajo físico. La sociedad les alimenta para que dispongan de tiempo libre
y se tomen la molestia de evitar el error. Un guardagujas culpable de un
descarrilamiento que alegara buena fe no sería precisamente bien visto.
Con mayor razón resulta vergonzoso que se tolere la existencia
de diarios de los que todo el mundo sabe que ningún colaborador podría
permanecer en el cargo si a veces no aceptara alterar conscientemente la
verdad.
El público recela de los diarios, pero esa
desconfianza no le protege. Como sabe que un diario contiene verdades y mentiras,
reparte las noticias entre las dos rúbricas, pero al azar, según sus
preferencias. De este modo sigue expuesto al error.
Todo el mundo sabe que cuando el periodismo se confunde
con la organización de la mentira constituye un crimen. Pero se considera un
delito impunible. ¿Qué impide castigar una actividad cuando ha sido reconocida
como criminal? ¿De dónde proviene esta extraña idea de crímenes no punibles? Se
trata de una de las deformaciones más monstruosas del espíritu jurídico.
¿No es hora ya de proclamar que todo crimen es
punible, y que llegado el caso se está dispuesto a castigar todos los delitos?
Algunas sencillas medidas de salud pública podrían proteger
a la población de los atentados contra la verdad.
La primera podría consistir en crear tribunales
especiales de gran honorabilidad compuestos por magistrados especialmente
elegidos y preparados. Se encargarían de castigar con la reprobación pública
todo error evitable, y podrían infligir penas de cárcel en caso de frecuente reincidencia
agravada con manifiesta mala fe.
Por ejemplo, un amante de la Grecia antigua que
leyera en el último libro de Maritain: «los mayores pensadores de la antigüedad
no pensaron en condenar la esclavitud», citaría a Maritain ante uno de estos
tribunales. Aportaría el único texto importante que nos ha llegado sobre la
esclavitud, el de Aristóteles. Haría leer a los magistrados la siguiente frase:
«algunos afirman que la esclavitud es absolutamente contraria a la naturaleza y
a la razón». Haría observar que nada permite suponer que entre esos «algunos»
no estén los más grandes pensadores de la antigüedad. El tribunal censuraría a
Maritain por haber impreso una afirmación falsa cuando le era tan fácil evitar
el error, que constituye, aunque sea involuntariamente, una calumnia atroz
contra toda una civilización. Todos los periódicos diarios, semanales o de otro
tipo, las revistas y la radio estarían obligadas a poner en conocimiento del
público la censura del tribunal y, en su caso, la respuesta de Maritain. En
este caso concreto difícilmente podría darla.
Cuando Gringoire
publicó in extenso un discurso atribuido a un anarquista español anunciado como
orador en una reunión parisina pero que en el último momento no había podido
salir de España, un tribunal semejante no habría estado de más. Siendo en ese
caso la mala fe más evidente que dos y dos son cuatro, la cárcel quizá no habría
sido demasiado severa.
En un sistema así se permitiría llevar la acusación
ante los tribunales a cualquiera que detectase un error evitable en un texto
impreso o en una emisión de radio.
La segunda medida consistiría en prohibir absolutamente
la propaganda de todo tipo en la radio o en la prensa diaria. A estos dos
instrumentos sólo se les permitiría servir información no tendenciosa.
Los tribunales en cuestión velarían para que no lo
fuese.
Respecto de los órganos de información, deberían
poder juzgar no únicamente las afirmaciones erróneas, sino también las
omisiones voluntarias o tendenciosas.
Los medios de circulación de ideas que deseasen
darlas a conocer sólo tendrían derecho a órganos semanales, quincenales o
mensuales. No es en absoluto necesaria una periodicidad mayor si lo que se
pretende es hacer pensar y no embrutecer.
La corrección de los medios de persuasión quedaría garantizada
por la vigilancia de esos mismos tribunales, que estarían autorizados a
suprimir un órgano en caso de alteración excesivamente frecuente de la verdad.
Si bien los redactores podrían hacer reaparecer la publicación bajo otro nombre.
Todo esto no supondría el más mínimo perjuicio a las
libertades públicas. Se satisfaría la más sagrada necesidad del alma humana: la
protección contra la sugestión y el error.
Pero ¿quién garantizaría la imparcialidad de los
jueces?, se objetará. La única garantía, aparte de su total independencia,
consiste en que procedan de medios sociales diferentes, que estén dotados
naturalmente de una inteligencia amplia, clara y precisa, y que hayan sido formados
en una escuela donde no se les dé una educación jurídica sino principalmente
espiritual y secundariamente intelectual. Es necesario que se acostumbren a
amar la verdad.
No hay posibilidad alguna de satisfacer en un pueblo
la necesidad de verdad si para ello no pueden encontrarse hombres que la amen.
LES BESOINS DE L’ÂME
La notion d'obligation prime celle de droit, qui lui est
subordonnée et relative. Un droit n'est pas efficace par lui-même, mais
seulement par l'obligation à laquelle il correspond ; l'accomplissement
effectif d'un droit provient non pas de celui qui le possède, mais des autres
hommes qui se reconnaissent obligés à quelque chose envers lui. L'obligation
est efficace dès qu'elle est reconnue. Une obligation ne serait-elle reconnue
par personne, elle ne perd rien de la plénitude de son être. Un droit qui n'est
reconnu par personne n'est pas grand-chose.
Cela n'a pas de sens de dire que les hommes ont, d'une
part des droits, d'autre part des devoirs. Ces mots n'expriment que des
différences de point de vue. Leur relation est celle de l'objet et du sujet. Un
homme, considéré en lui-même, a seulement des devoirs, parmi lesquels se
trouvent certains devoirs envers lui-même. Les autres, considérés de son point
de vue, ont seulement des droits. Il a des droits à son tour quand il est
considéré du point de vue des autres, qui se reconnaissent des obligations
envers lui. Un homme qui serait seul dans l'univers n'aurait aucun droit, mais
il aurait des obligations.
La notion de droit, étant d'ordre objectif, n'est pas
séparable de celles d'existence et de réalité. Elle apparaît quand l'obligation
descend dans le domaine des faits ; par suite elle enferme toujours dans une
certaine mesure la considération des états de fait et des situations particulières.
Les droits apparaissent toujours comme liés à certaines conditions.
L'obligation seule peut être inconditionnée. Elle se place dans un domaine qui
est au-dessus de toutes conditions, parce qu'il est au-dessus de ce monde.
Les hommes de 1789 ne reconnaissaient pas la réalité d'un
tel domaine. Ils ne reconnaissaient que celle des choses humaines. C'est
pourquoi ils ont commencé par la notion de droit. Mais en même temps ils ont
voulu poser des principes absolus. Cette contradiction les a fait tomber dans une
confusion de langage et d'idées qui est pour beaucoup dans la confusion
politique et sociale actuelle. Le domaine de ce qui est éternel, universel,
inconditionné, est autre que celui des conditions de fait, et il y habite des
notions différentes qui sont liées à la partie la plus secrète de l'âme
humaine.
L'obligation ne lie que les êtres humains. Il n'y a pas
d'obligations pour les collectivités comme telles. Mais il y en a pour tous les
êtres humains qui composent, servent, commandent ou représentent une
collectivité, dans la partie de leur vie liée à la collectivité comme dans
celle qui en est indépendante.
Des obligations identiques lient tous les êtres humains,
bien qu'elles correspondent à des actes différents selon les situations. Aucun
être humain, quel qu'il soit, en aucune circonstance, ne peut s'y soustraire
sans crime ; excepté dans les cas où, deux obligations réelles étant en fait
incompatibles, un homme est contraint d'abandonner l'une d'elles.
L'imperfection d'un ordre social se mesure à la quantité
de situations de ce genre qu'il enferme.
Mais même en ce cas il y a crime si l'obligation
abandonnée n'est pas seulement abandonnée en fait, mais est de plus niée.
L'objet de l'obligation, dans le domaine des choses
humaines, est toujours l'être humain comme tel. Il y obligation envers tout
être humain, du seul fait qu'il est un être humain, sans qu'aucune autre
condition ait à intervenir, et quand même lui n'en reconnaîtrait aucune.
Cette obligation ne repose sur aucune situation de fait,
ni sur les jurisprudences, ni sur les coutumes, ni sur la structure sociale, ni
sur les rapports de force, ni sur l'héritage du passé, ni sur l'orientation
supposée de l'histoire. Car aucune situation de fait ne peut susciter une
obligation.
Cette obligation ne repose sur aucune convention. Car
toutes les conventions sont modifiables selon la volonté des contractants, au
lieu qu'en elle aucun changement dans la volonté des hommes ne peut modifier
quoi que ce soit.
Cette obligation est éternelle. Elle répond à la destinée
éternelle de l'être humain. Seul l'être humain a une destinée éternelle. Les
collectivités humaines n'en ont pas. Aussi n'y a-t-il pas à leur égard
d'obligations directes qui soient éternelles. Seul est éternel le devoir envers
l'être humain comme tel.
Cette obligation est inconditionnée. Si elle est fondée
sur quelque chose, ce quelque chose n'appartient pas à notre monde. Dans notre
monde, elle n'est fondée sur rien. C'est l'unique obligation relative aux
choses humaines qui ne soit soumise à aucune condition.
Cette obligation a non pas un fondement, mais une
vérification dans l'accord de la conscience universelle. Elle est exprimée par
certains des plus anciens textes écrits qui nous aient été conservés. Elle est
reconnue par tous dans tous les cas particuliers où elle n'est pas combattue
par les intérêts ou les passions. C'est relativement à elle qu'on mesure le
progrès.
La reconnaissance de cette obligation est exprimée d'une
manière confuse et imparfaite, mais plus ou moins imparfaite selon les cas, par
ce qu'on nomme les droits positifs. Dans la mesure où les droits positifs sont
en contradiction avec elle, dans cette mesure exacte ils sont frappés
d'illégitimité.
Quoique cette obligation éternelle réponde à la destinée
éternelle de l'être humain, elle n'a pas cette destinée pour objet direct. La
destinée éternelle d'un être humain ne peut être l'objet d'aucune obligation,
parce qu'elle n'est pas subordonnée à des actions extérieures.
Le fait qu'un être humain possède une destinée éternelle
n'impose qu'une seule obligation ; c'est le respect. L'obligation n'est
accomplie que si le respect est effectivement exprimé, d'une manière réelle et
non fictive ; il ne peut l'être que par l'intermédiaire des besoins terrestres
de l'homme.
La conscience humaine n'a jamais varié sur ce point. Il y
a des milliers d'années, les Égyptiens pensaient qu'une âme ne peut pas être
justifiée après la mort si elle ne peut pas dire : « Je n'ai laissé personne
souffrir de la faim. » Tous les chrétiens se savent exposés à entendre un jour
le Christ lui-même leur dire : « J'ai eu faim et tu ne m’as pas donné à manger.
» Tout le monde se représente le progrès comme étant d'abord le passage à un
état de la société humaine où les gens ne souffriront pas de la faim. Si on
pose la question en termes généraux à n'importe qui, personne ne pense qu'un
homme soit innocent si, ayant de la nourriture en abondance et trouvant sur le
pas de sa porte quelqu'un aux trois quarts mort de faim, il passe sans rien lui
donner.
C'est donc une obligation éternelle envers l'être humain
que de ne pas le laisser souffrir de la faim quand on a l'occasion de le
secourir. Cette obligation étant la plus évidente, elle doit servir de modèle
pour dresser la liste des devoirs éternels envers tout être humain. Pour être
établie en toute rigueur, cette liste doit procéder de ce premier exemple par
voie d'analogie.
Par conséquent, la liste des obligations envers l'être
humain doit correspondre à la liste de ceux des besoins humains qui sont
vitaux, analogues à la faim.
Parmi ces besoins, certains sont physiques, comme la faim
elle-même. Ils sont assez faciles à énumérer. Ils concernent la protection
contre la violence, le logement, les vêtements, la chaleur, l'hygiène, les
soins en cas de maladie.
D'autres, parmi ces besoins, n'ont pas rapport avec la
vie physique, mais avec la vie morale. Comme les premiers cependant ils sont
terrestres, et n'ont pas de relation directe qui soit accessible à notre
intelligence avec la destinée éternelle de l'homme. Ce sont, comme les besoins
physiques, des nécessités de la vie d'ici-bas. C'est-à-dire que s'ils ne sont
pas satisfaits, l'homme tombe peu à peu dans un état plus ou moins analogue à
la mort, plus ou moins proche d'une vie purement végétative,
Ils sont beaucoup plus difficiles à reconnaître et à
énumérer que les besoins du corps. Mais tout le monde reconnaît qu'ils
existent. Toutes les cruautés qu'un conquérant peut exercer sur des populations
soumises, massacres, mutilations, famine organisée, mise en esclavage ou déportations
massives, sont généralement considérées comme des mesures de même espèce,
quoique la liberté ou le pays natal ne soient pas des nécessités physiques.
Tout le monde a conscience qu'il y a des cruautés qui portent atteinte à la vie
de l'homme sans porter atteinte à son corps. Ce sont celles qui privent l'homme
d'une certaine nourriture nécessaire à la vie de l'âme.
Les obligations, inconditionnées ou relatives, éternelles
ou changeantes, directes ou indirectes à l'égard des choses humaines dérivent
toutes, sans exception, des besoins vitaux de l'être humain. Celles qui ne
concernent pas directement tel, tel et tel être humain déterminé ont toutes
pour objet des choses qui ont par rapport aux hommes un rôle analogue à la
nourriture.
On doit le respect à un champ de blé, non pas pour
lui-même, mais parce que c'est de la nourriture pour les hommes.
D'une manière analogue, on doit du respect à une
collectivité, quelle qu'elle soit – patrie, famille, ou toute autre –, non pas
pour elle-même, mais comme nourriture d'un certain nombre d'âmes humaines.
Cette obligation impose en fait des attitudes, des actes
différents selon les différentes situations. Mais considérée en elle-même, elle
est absolument identique pour tous.
Notamment, elle est absolument identique pour ceux qui
sont à l'extérieur.
Le degré de respect qui est dû aux collectivités humaines
est très élevé, par plusieurs considérations.
D'abord, chacune est unique, et, si elle est détruite,
n'est pas remplacée. Un sac de blé peut toujours être substitué à un autre sac
de blé. La nourriture qu'une collectivité fournit à l'âme de ceux qui en sont
membres n'a pas d'équivalent dans l'univers entier.
Puis, de par sa durée, la collectivité pénètre déjà dans
l'avenir. Elle contient de la nourriture, non seulement pour les âmes des
vivants, mais aussi pour celles d'êtres non encore nés qui viendront au monde
au cours des siècles prochains.
Enfin, de par la même durée, la collectivité a ses
racines dans le passé. Elle constitue l'unique organe de conservation pour les
trésors spirituels amassés par les morts, l'unique organe de transmission par
l'intermédiaire duquel les morts puissent parler aux vivants. Et l'unique chose
terrestre qui ait un lien direct avec la destinée éternelle de l'homme, c'est
le rayonnement de ceux qui ont su prendre une conscience complète de cette
destinée, transmis de génération en génération.
À cause de tout cela, il peut arriver que l'obligation à
l'égard d'une collectivité en péril aille jusqu'au sacrifice total. Mais, il ne
s'ensuit pas que la collectivité soit au-dessus de l'être humain. Il arrive
aussi que l'obligation de secourir un être humain en détresse doive aller
jusqu'au sacrifice total, sans que cela implique aucune supériorité du côté de
celui qui est secouru.
Un paysan, dans certaines circonstances, peut devoir
s'exposer, pour cultiver son champ, à l'épuisement, à la maladie ou même à la
mort. Mais il a toujours présent à l'esprit qu'il s'agit uniquement de pain.
D'une manière analogue, même au moment du sacrifice total,
il n'est jamais dû à aucune collectivité autre chose qu'un respect analogue à
celui qui est dû à la nourriture.
Il arrive très souvent que le rôle soit renversé.
Certaines collectivités, au lieu de servir de nourriture, tout au contraire
mangent les âmes. Il y a en ce cas maladie sociale, et la première obligation
est de tenter un traitement ; dans certaines circonstances il peut être
nécessaire de s'inspirer des méthodes chirurgicales.
Sur ce point aussi, l'obligation est identique pour ceux
qui sont à l'intérieur de la collectivité et pour ceux qui sont au-dehors.
Il arrive aussi qu'une collectivité fournisse aux âmes de
ceux qui en sont membres une nourriture insuffisante. En ce cas il faut
l'améliorer.
Enfin il y a des collectivités mortes qui, sans dévorer
les âmes, ne les nourrissent pas non plus. S'il est tout à fait certain
qu'elles sont bien mortes, qu'il ne s'agit pas d'une léthargie passagère, et
seulement en ce cas, il faut les anéantir.
La première étude à faire est celle des besoins qui sont
à la vie de l'âme ce que sont pour la vie du corps les besoins de nourriture,
de sommeil et de chaleur. Il faut tenter de les énumérer et de les définir.
Il ne faut jamais les confondre avec les désirs, les
caprices, les fantaisies, les vices. Il faut aussi discerner l'essentiel et
l'accidentel. L'homme a besoin, non de riz ou de pommes de terre, mais de
nourriture ; non de bois ou de charbon, mais de chauffage. De même pour les
besoins de l'âme, il faut reconnaître les satisfactions différentes, mais équivalentes,
répondant aux mêmes besoins. Il faut aussi distinguer des nourritures de l'âme
les poisons qui, quelque temps, peuvent donner l'illusion d'en tenir lieu.
L'absence d'une telle étude force les gouvernements,
quand ils ont de bonnes intentions, à s'agiter au hasard.
Voici quelques indications.
L’ORDRE
Le premier besoin de l'âme, celui qui est le plus proche
de sa destinée éternelle, c'est l'ordre, c'est-à-dire un tissu de relations
sociales tel que nul ne soit contraint de violer des obligations rigoureuses
pour exécuter d'autres obligations. L'âme ne souffre une violence spirituelle
de la part des circonstances extérieures que dans ce cas. Car celui qui est
seulement arrêté dans l'exécution d'une obligation par la menace de la mort ou
de la souffrance peut passer outre, et ne sera blessé que dans son corps. Mais
celui pour qui les circonstances rendent en fait incompatibles les actes
ordonnés par plusieurs obligations strictes, celui-là, sans qu'il puisse s'en
défendre, est blessé dans son amour du bien.
Aujourd'hui, il y a un degré très élevé de désordre et
d'incompatibilité entre les obligations.
Quiconque agit de manière à augmenter cette
incompatibilité est un fauteur de désordre. Quiconque agit de manière à la
diminuer est un facteur d'ordre. Quiconque, pour simplifier les problèmes, nie
certaines obligations, a conclu en son cœur une alliance avec le crime.
On n'a malheureusement pas de méthode pour diminuer cette
incompatibilité. On n'a même pas la certitude que l'idée d'un ordre où toutes
les obligations seraient compatibles ne soit pas une fiction. Quand le devoir
descend au niveau des faits, un si grand nombre de relations indépendantes
entrent en jeu que l'incompatibilité semble bien plus probable que la
compatibilité.
Mais nous avons tous les jours sous les yeux l'exemple de
l'univers, où une infinité d'actions mécaniques indépendantes concourent pour
constituer un ordre qui, à travers les variations, reste fixe. Aussi
aimons-nous la beauté du monde, parce que nous sentons derrière elle la présence
de quelque chose d'analogue à la sagesse que nous voudrions posséder pour
assouvir notre désir du bien.
À un degré moindre, les œuvres d'art vraiment belles
offrent l'exemple d'ensembles où des facteurs indépendants concourent, d'une
manière impossible à comprendre, pour constituer une beauté unique.
Enfin le sentiment des diverses obligations procède
toujours d'un désir du bien qui est unique, fixe, identique à lui-même, pour
tout homme, du berceau à la tombe. Ce désir perpétuellement agissant au fond de
nous empêche que nous puissions jamais nous résigner aux situations où les
obligations sont incompatibles. Ou nous avons recours au mensonge pour oublier
qu'elles existent, ou nous nous débattons aveuglément pour en sortir.
La contemplation des œuvres d'art authentiques, et bien
davantage encore celle de la beauté du monde, et bien davantage encore celle du
bien inconnu auquel nous aspirons peut nous soutenir dans l'effort de penser
continuellement à l'ordre humain qui doit être notre premier objet.
Les grands fauteurs de violence se sont encouragés
eux-mêmes en considérant comment la force mécanique, aveugle, est souveraine
dans tout l'univers.
En regardant le monde mieux qu'ils ne font, nous
trouverons un encouragement plus grand, si nous considérons comment les forces
aveugles innombrables sont limitées, combinées en un équilibre, amenées à
concourir à une unité, par quelque chose que nous ne comprenons pas, mais que
nous aimons et que nous nommons la beauté.
Si nous gardons sans cesse présente à l'esprit la pensée
d'un ordre humain véritable, si nous y pensons comme à un objet auquel on doit
le sacrifice total quand l'occasion s'en présente, nous serons dans la
situation d'un homme qui marche dans la nuit, sans guide, mais en pensant sans
cesse à la direction qu'il veut suivre. Pour un tel voyageur, il y a une grande
espérance.
Cet ordre est le premier des besoins, il est même
au-dessus des besoins proprement dits. Pour pouvoir le penser, il faut une
connaissance des autres besoins.
Le premier caractère qui distingue les besoins des
désirs, des fantaisies ou des vices, et les nourritures des gourmandises ou des
poisons, c'est que les besoins sont limités, ainsi que les nourritures qui leur
correspondent. Un avare n'a jamais assez d'or, mais pour tout homme, si on lui
donne du pain à discrétion, il viendra un moment où il en aura assez. La
nourriture apporte le rassasiement. Il en est de même des nourritures de l'âme.
Le second caractère, lié au premier, c'est que les
besoins s'ordonnent par couples de contraires, et doivent se combiner en un
équilibre. L'homme a besoin de nourriture, mais aussi d'un intervalle entre les
repas ; il a besoin de chaleur et de fraîcheur, de repos et d'exercice. De même
pour les besoins de l'âme.
Ce qu'on appelle le juste milieu consiste en réalité à ne
satisfaire ni l'un ni l'autre des besoins contraires. C'est une caricature du
véritable équilibre par lequel les besoins contraires sont satisfaits l'un et
l'autre dans leur plénitude.
LA LIBERTÉ
Une nourriture indispensable à l'âme humaine est la
liberté. La liberté, au sens concret du mot, consiste dans une possibilité de
choix. Il s'agit, bien entendu, d'une possibilité réelle. Partout où il y a vie
commune, il est inévitable que des règles, imposées par l'utilité commune,
limitent le choix.
Mais la liberté n'est pas plus ou moins grande selon que
les limites sont plus étroites ou plus larges. Elle a sa plénitude à des
conditions moins facilement mesurables.
Il faut que les règles soient assez raisonnables et assez
simples pour que quiconque le désire et dispose d'une faculté moyenne
d'attention puisse comprendre, d'une part l'utilité à laquelle elles
correspondent, d'autre part les nécessités de fait qui les ont imposées. Il
faut qu'elles émanent d'une autorité qui ne soit pas regardée comme étrangère
ou ennemie, qui soit aimée comme appartenant à ceux qu'elle dirige. Il faut
qu'elles soient assez stables, assez peu nombreuses, assez générales, pour que
la pensée puisse se les assimiler une fois pour toutes, et non pas se heurter
contre elles toutes les fois qu'il y a une décision à prendre.
À ces conditions, la liberté des hommes de bonne volonté,
quoique limitée dans les faits, est totale dans la conscience. Car les règles
s'étant incorporées à leur être même, les possibilités interdites ne se
présentent pas à leur pensée et n'ont pas à être repoussées. De même
l'habitude, imprimée par l'éducation, de ne pas manger les choses repoussantes
ou dangereuses n'est pas ressentie par un homme normal comme une limite à la liberté
dans le domaine de l'alimentation. Seul l'enfant sent la limite.
Ceux qui manquent de bonne volonté ou restent puérils ne
sont jamais libres dans aucun état de la société.
Quand les possibilités de choix sont larges au point de
nuire à l'utilité commune, les hommes n'ont pas la jouissance de la liberté.
Car il leur faut, soit avoir recours au refuge de l'irresponsabilité, de la
puérilité, de l'indifférence, refuge où ils ne peuvent trouver que l'ennui,
soit se sentir accablés de responsabilité en toute circonstance par la crainte
de nuire à autrui. En pareil cas les hommes, croyant à tort qu'ils possèdent la
liberté et sentant qu'ils n'en jouissent pas, en arrivent à penser que la
liberté n'est pas un bien.
L’OBÉISSANCE
L'obéissance est un besoin vital de l'âme humaine. Elle
est de deux espèces : obéissance à des règles établies et obéissance à des
êtres humains regardés comme des chefs. Elle suppose le consentement, non pas à
l'égard de chacun des ordres reçus, mais un consentement accordé une fois pour
toutes, sous la seule réserve, le cas échéant, des exigences de la conscience.
Il est nécessaire qu'il soit généralement reconnu, et avant tout par les chefs,
que le consentement et non pas la crainte du châtiment ou l'appât de la
récompense constitue en fait le ressort principal de l'obéissance, de manière
que la soumission ne soit jamais suspecte de servilité. Il faut qu'il soit
connu aussi que ceux qui commandent obéissent de leur côté ; et il faut que
toute la hiérarchie soit orientée vers un but dont la valeur et même la
grandeur soit sentie par tous, du plus haut au plus bas.
L'obéissance étant une nourriture nécessaire à l'âme,
quiconque en est définitivement privé est malade. Ainsi toute collectivité
régie par un chef souverain qui n'est comptable à personne se trouve entre les
mains d'un malade.
C'est pourquoi, là où un homme est placé pour la vie à la
tête de l'organisation sociale, il faut qu'il soit un symbole et non un chef,
comme c'est le cas pour le roi d'Angleterre ; il faut aussi que les convenances
limitent sa liberté plus étroitement que celle d'aucun homme du peuple. De
cette manière, les chefs effectifs, quoique chefs, ont quelqu'un au-dessus
d'eux ; d'autre part ils peuvent, sans que la continuité soit rompue, se
remplacer, et par suite recevoir chacun sa part indispensable d'obéissance.
Ceux qui soumettent des masses humaines par la contrainte
et la cruauté les privent à la fois de deux nourritures vitales, liberté et
obéissance ; car il n'est plus au pouvoir de ces masses d'accorder leur
consentement intérieur à l'autorité qu'elles subissent. Ceux qui favorisent un
état de choses où l'appât du gain soit le principal mobile enlèvent aux hommes
l'obéissance, car le consentement qui en est le principe n'est pas une chose
qui puisse se vendre.
Mille signes montrent que les hommes de notre époque
étaient depuis longtemps affamés d'obéissance. Mais on en a profité pour leur
donner l'esclavage.
LA RESPONSABILITÉ
L'initiative et la responsabilité, le sentiment d'être
utile et même indispensable, sont des besoins vitaux de l'âme humaine.
La privation complète à cet égard est le cas du chômeur,
même s'il est secouru de manière à pouvoir manger, s'habiller et se loger. Il
n'est rien dans la vie économique, et le bulletin de vote qui constitue sa part
dans la vie politique n'a pas de sens pour lui.
Le manœuvre est dans une situation à peine meilleure.
La satisfaction de ce besoin exige qu'un homme ait à
prendre souvent des décisions dans des problèmes, grands ou petits, affectant
des intérêts étrangers aux siens propres, mais envers lesquels il se sent
engagé. Il faut aussi qu'il ait à fournir continuellement des efforts. Il faut
enfin qu'il puisse s'approprier par la pensée l'œuvre tout entière de la
collectivité dont il est membre, y compris les domaines où il n'a jamais ni
décision à prendre ni avis à donner. Pour cela, il faut qu'on la lui fasse
connaître, qu'on lui demande d'y porter intérêt, qu'on lui en rende sensible la
valeur, l'utilité, et s'il y a lieu la grandeur, et qu'on lui fasse clairement
saisir la part qu'il y prend.
Toute collectivité, de quelque espèce qu'elle soit, qui
ne fournit pas ces satisfactions à ses membres, est tarée et doit être
transformée.
Chez toute personnalité un peu forte, le besoin
d'initiative va jusqu'au besoin de commandement. Une vie locale et régionale
intense, une multitude d'œuvres éducatives et de mouvements de jeunesse,
doivent donner à quiconque n'en est pas incapable, l'occasion de commander
pendant certaines périodes de sa vie.
L’ÉGALITÉ
L'égalité est un besoin vital de l'âme humaine. Elle
consiste dans la reconnaissance publique, générale, effective, exprimée
réellement par les institutions et les mœurs, que la même quantité de respect
et d'égards est due à tout être humain, parce que le respect est dû à l'être
humain comme tel et n'a pas de degrés.
Par suite, les différences inévitables parmi les hommes
ne doivent jamais porter la signification d'une différence dans le degré de
respect. Pour qu'elles ne soient pas ressenties comme ayant cette
signification, il faut un certain équilibre entre l'égalité et l'inégalité.
Une certaine combinaison de l'égalité et de l'inégalité
est constituée par l'égalité des possibilités. Si n'importe qui peut arriver au
rang social correspondant à la fonction qu'il est capable de remplir, et si
l'éducation est assez répandue pour que nul ne soit privé d'aucune capacité du
seul fait de sa naissance, l'espérance est la même pour tous les enfants. Ainsi
chaque homme est égal en espérance à chaque autre, pour son propre compte quand
il est jeune, pour le compte de ses enfants plus tard.
Mais cette combinaison, quand elle joue seule et non pas
comme un facteur parmi d'autres, ne constitue pas un équilibre et enferme de
grands dangers.
D'abord, pour un homme qui est dans une situation
inférieure et qui en souffre, savoir que sa situation est causée par son
incapacité, et savoir que tout le monde le sait, n'est pas une consolation,
mais un redoublement d'amertume ; selon les caractères, certains peuvent en
être accablés, certains autres menés au crime.
Puis il se crée ainsi inévitablement dans la vie sociale
comme une pompe aspirante vers le haut. Il en résulte une maladie sociale si un
mouvement descendant ne vient pas faire équilibre au mouvement ascendant. Dans
la mesure où il est réellement possible qu'un enfant, fils de valet de ferme,
soit un jour ministre, dans cette mesure il doit être réellement possible qu'un
enfant, fils de ministre, soit un jour valet de ferme. Le degré de cette
seconde possibilité ne peut être considérable sans un degré très dangereux de
contrainte sociale.
Cette espèce d'égalité, si elle joue seule et sans
limites, donne à la vie sociale un degré de fluidité qui la décompose.
Il y a des méthodes moins grossières pour combiner
l'égalité et la différence. La première est la proportion. La proportion se
définit comme la combinaison de l'égalité et de l'inégalité, et partout dans
l'univers elle est l'unique facteur de l'équilibre.
Appliquée à l'équilibre social, elle imposerait à chaque
homme des charges correspondantes à la puissance, au bien-être qu'il possède,
et des risques correspondants en cas d'incapacité ou de faute. Par exemple, il
faudrait qu'un patron incapable ou coupable d'une faute envers ses ouvriers ait
beaucoup plus à souffrir, dans son âme et dans sa chair, qu'un manœuvre
incapable, ou coupable d'une faute envers son patron. De plus, il faudrait que
tous les manœuvres sachent qu'il en est ainsi. Cela implique, d'une part, une
certaine organisation des risques, d'autre part, en droit pénal, une conception
du châtiment où le rang social, comme circonstance aggravante, joue toujours
dans une large mesure pour la détermination de la peine. À plus forte raison
l'exercice des hautes fonctions publiques doit comporter de graves risques personnels.
Une autre manière de rendre l'égalité compatible avec la
différence est d'ôter autant qu'on peut aux différences tout caractère
quantitatif. Là où il y a seulement différence de nature, non de degré, il n'y
a aucune inégalité.
En faisant de l'argent le mobile unique ou presque de
tous les actes, la mesure unique ou presque de toutes choses, on a mis le
poison de l'inégalité partout. Il est vrai que cette inégalité est mobile ;
elle n'est pas attachée aux personnes, car l'argent se gagne et se perd ; elle
n'en est pas moins réelle.
Il y a deux espèces d'inégalités, auxquelles
correspondent deux stimulants différents. L'inégalité à peu près stable, comme
celle de l'ancienne France, suscite l'idolâtrie des supérieurs – non sans un
mélange de haine refoulée – et la soumission à leurs ordres. L'inégalité
mobile, fluide, suscite le désir de s'élever. Elle n'est pas plus proche de
l'égalité que l'inégalité stable, et elle est tout aussi malsaine. La
Révolution de 1789, en mettant en avant l'égalité, n'a fait en réalité que
consacrer la substitution d'une forme d'inégalité à l'autre.
Plus il y a égalité dans une société, moindre est
l'action des deux stimulants liés aux deux formes d'inégalité, et par suite il
en faut d'autres.
L'égalité est d'autant plus grande que les différentes
conditions humaines sont regardées comme étant, non pas plus ou moins l'une que
l'autre, mais simplement autres. Que la profession de mineur et celle de
ministre soient simplement deux vocations différentes, comme celles de poète et
de mathématicien. Que les duretés matérielles attachées à la condition de
mineur soient comptées à l'honneur de ceux qui les souffrent.
En temps de guerre, si une armée a l'esprit qui convient,
un soldat est heureux et fier d'être sous le feu et non au quartier général ;
un général est heureux et fier que le sort de la bataille repose sur sa pensée
; et en même temps le soldat admire le général et le général admire le soldat.
Un tel équilibre constitue une égalité. Il y aurait égalité dans les conditions
sociales s'il s'y trouvait cet équilibre.
Cela implique pour chaque condition des marques de
considération qui lui soient propres, et qui ne soient pas des mensonges.
LA HIÉRARCHIE
La hiérarchie est un besoin vital de l'âme humaine. Elle
est constituée par une certaine vénération, un certain dévouement à l'égard des
supérieurs, considérés non pas dans leurs personnes ni dans le pouvoir qu'ils
exercent, mais comme des symboles. Ce dont ils sont les symboles, c'est ce
domaine qui se trouve au-dessus de tout homme et dont l'expression en ce monde
est constituée par les obligations de chaque homme envers ses semblables. Une
véritable hiérarchie suppose que les supérieurs aient conscience de cette
fonction de symbole et sachent qu'elle est l'unique objet légitime du
dévouement de leurs subordonnés. La vraie hiérarchie a pour effet d'amener
chacun à s'installer moralement dans la place qu'il occupe.
L’HONNEUR
L'honneur est un besoin vital de l'âme humaine. Le
respect dû à chaque être humain comme tel, même s'il est effectivement accordé,
ne suffit pas à satisfaire ce besoin ; car il est identique pour tous et
immuable ; au lieu que l'honneur a rapport à un être humain considéré, non pas
simplement comme tel, mais dans son entourage social. Ce besoin est pleinement
satisfait, si chacune des collectivités dont un être humain est membre lui
offre une part à une tradition de grandeur enfermée dans son passé et
publiquement reconnue au-dehors.
Par exemple, pour que le besoin d'honneur soit satisfait
dans la vie professionnelle, il faut qu'à chaque profession corresponde quelque
collectivité réellement capable de conserver vivant le souvenir des trésors de
grandeur, d'héroïsme, de probité, de générosité, de génie, dépensés dans
l'exercice de la profession.
Toute oppression crée une famine à l'égard du besoin
d'honneur, car les traditions de grandeur possédées par les opprimés ne sont
pas reconnues, faute de prestige social.
C'est toujours là l'effet de la conquête. Vercingétorix
n'était pas un héros pour les Romains. Si les Anglais avaient conquis la France
au XVe siècle, Jeanne d'Arc serait bien oubliée, même dans une large mesure par
nous. Actuellement, nous parlons d'elle aux Annamites, aux Arabes ; mais ils
savent que chez nous on n'entend pas parler de leurs héros et de leurs saints ;
ainsi l'état où nous les maintenons est une atteinte à l'honneur.
L'oppression sociale a les mêmes effets. Guynemer, Mermoz
sont passés dans la conscience publique à la faveur du prestige social de
l'aviation ; l'héroïsme parfois incroyable dépensé par des mineurs ou des
pêcheurs a à peine une résonance dans les milieux de mineurs ou de pêcheurs.
Le degré extrême de la privation d'honneur est la
privation totale de considération infligée à des catégories d'êtres humains.
Tels sont en France, avec des modalités diverses, les prostituées, les repris
de justice, les policiers, le sous-prolétariat d'immigrés et d'indigènes
coloniaux... De. telles catégories ne doivent pas exister.
Le crime seul doit placer l'être qui l'a commis hors de
la considération sociale, et le châtiment doit l'y réintégrer.
LA CHÂTIMENT
Le châtiment est un besoin vital de l'âme humaine. Il est
de deux espèces, disciplinaire et pénal. Ceux de la première espèce offrent une
sécurité contre les défaillances, à l'égard desquelles la lutte serait trop
épuisante s'il n'y avait un appui extérieur. Mais le châtiment le plus
indispensable à l'âme est celui du crime. Par le crime un homme se met lui-même
hors du réseau d'obligations éternelles qui lie chaque être humain à tous les
autres. Il ne peut y être réintégré que par le châtiment, pleinement s'il y a
consentement de sa part, sinon imparfaitement. De même que la seule manière de
témoigner du respect à celui qui souffre de la faim est de lui donner à manger,
de même le seul moyen de témoigner du respect à celui qui s'est mis hors la loi
est de le réintégrer dans la loi en le soumettant au châtiment qu'elle
prescrit.
Le besoin de châtiment n'est pas satisfait là où, comme
c'est généralement le cas, le code pénal est seulement un procédé de contrainte
par la terreur.
La satisfaction de ce besoin exige d'abord que tout ce
qui touche au droit pénal ait un caractère solennel et sacré ; que la majesté
de la loi se communique au tribunal, à la police, à l'accusé, au condamné, et
cela même dans les affaires peu importantes, si seulement elles peuvent
entraîner la privation de la liberté. Il faut que le châtiment soit un honneur,
que non seulement il efface la honte du crime, mais qu'il soit regardé comme
une éducation supplémentaire qui oblige à un plus grand degré de dévouement au
bien public. Il faut aussi que la dureté des peines réponde au caractère des
obligations violées et non aux intérêts de la sécurité sociale.
La déconsidération de la police, la légèreté des
magistrats, le régime des prisons, le déclassement définitif des repris de
justice, l'échelle des peines qui prévoit une punition bien plus cruelle pour
dix menus vols que pour un viol ou pour certains meurtres, et qui même prévoit
des punitions pour le simple malheur, tout cela empêche qu'il existe parmi nous
quoi que ce soit qui mérite le nom de châtiment.
Pour les fautes comme pour les crimes, le degré
d'impunité doit augmenter non pas quand on monte, mais quand on descend
l'échelle sociale. Autrement les souffrances infligées sont ressenties comme
des contraintes ou même des abus de pouvoir, et ne constituent pas des
châtiments. Il n'y a châtiment que si la souffrance s'accompagne à quelque
moment, fût-ce après coup, dans le souvenir, d'un sentiment de justice. Comme
le musicien éveille le sentiment du beau par les sons, de même le système pénal
doit savoir éveiller le sentiment de la justice chez le criminel par la
douleur, ou même, le cas échéant, par la mort. Comme on dit de l'apprenti qui
s'est blessé que le métier lui entre dans le corps, de même le châtiment est
une méthode pour faire entrer la justice dans l'âme du criminel par la
souffrance de la chair.
La question du meilleur procédé pour empêcher qu'il
s'établisse en haut une conspiration en vue d'obtenir l'impunité est un des
problèmes politiques les plus difficiles à résoudre. Il ne peut être résolu que
si un ou plusieurs hommes ont la charge d'empêcher une telle conspiration, et
se trouvent dans une situation telle qu'ils ne soient pas tentés d'y entrer
eux-mêmes.
LA LIBERTÉ D’OPINION
La liberté d'opinion et la liberté d'association sont
généralement mentionnées ensemble. C'est une erreur. Sauf le cas des
groupements naturels, l'association n'est pas un besoin, mais un expédient de
la vie pratique.
Au contraire, la liberté d'expression totale, illimitée,
pour toute opinion quelle qu'elle soit, sans aucune restriction ni réserve, est
un besoin absolu pour l'intelligence. Par suite c'est un besoin de l'âme, car
quand l'intelligence est mal à l'aise, l'âme entière est malade. La nature et
les limites de la satisfaction correspondant à ce besoin sont inscrites dans la
structure même des différentes facultés de l'âme. Car une même chose peut être
limitée et illimitée, comme on peut prolonger indéfiniment la longueur d'un
rectangle sans qu'il cesse d'être limité dans sa largeur.
Chez un être humain, l'intelligence peut s'exercer de
trois manières. Elle peut travailler sur des problèmes techniques, c'est-à-dire
chercher des moyens pour un but déjà posé. Elle peut fournir de la lumière
lorsque s'accomplit la délibération de la volonté dans le choix d'une
orientation. Elle peut enfin jouer seule, séparée des autres facultés, dans une
spéculation purement théorique d'où a été provisoirement écarté tout souci d'action.
Dans une âme saine, elle s'exerce tour à tour des trois
manières, avec des degrés différents de liberté. Dans la première fonction,
elle est une servante. Dans la seconde fonction, elle est destructrice et doit
être réduite au silence dès qu'elle commence à fournir des arguments à la
partie de l'âme qui, chez quiconque n'est pas dans l'état de perfection, se met
toujours du côté du mal. Mais quand elle joue seule et séparée, il faut qu'elle
dispose d'une liberté souveraine. Autrement il manque à l'être humain quelque
chose d'essentiel.
Il en est de même dans une société saine. C'est pourquoi
il serait désirable de constituer, dans le domaine de la publication, une
réserve de liberté absolue, mais de manière qu'il soit entendu que les ouvrages
qui s'y trouvent publiés n'engagent à aucun degré les auteurs et ne contiennent
aucun conseil pour les lecteurs. Là pourraient se trouver étalés dans toute
leur force tous les arguments en faveur des causes mauvaises. Il est bon et
salutaire qu'ils soient étalés. N'importe qui pourrait y faire l'éloge de ce
qu'il réprouve le plus. Il serait de notoriété publique que de tels ouvrages
auraient pour objet, non pas de définir la position des auteurs en face des
problèmes de la vie, mais de contribuer, par des recherches préliminaires, à
l'énumération complète et correcte des données relatives à chaque problème. La
loi empêcherait que leur publication implique pour l'auteur aucun risque
d'aucune espèce.
Au contraire, les publications destinées à influer sur ce
qu'on nomme l'opinion, c'est-à-dire en fait sur la conduite de la vie,
constituent des actes et doivent être soumises aux mêmes restrictions que tous
les actes. Autrement dit, elles ne doivent porter aucun préjudice illégitime à
aucun être humain, et surtout elles ne doivent jamais contenir aucune négation,
explicite ou implicite, des obligations éternelles envers l'être humain, une
fois que ces obligations ont été solennellement reconnues par la loi.
La distinction des deux domaines, celui qui est hors de
l'action et celui qui en fait partie, est impossible à formuler sur le papier
en langage juridique. Mais cela n'empêche pas qu'elle soit parfaitement claire.
La séparation de ces domaines est facile à établir en fait, si seulement la
volonté d'y parvenir est assez forte.
Il est clair, par exemple, que la presse quotidienne et
hebdomadaire tout entière se trouve dans le second domaine. Les revues
également, car elles constituent toutes un foyer de rayonnement pour une
certaine manière de penser ; seules celles qui renonceraient à cette fonction
pourraient prétendre à la liberté totale.
De même pour la littérature. Ce serait une solution pour
le débat qui s'est élevé récemment au sujet de la morale et de la littérature,
et qui a été obscurci par le fait que tous les gens de talent, par solidarité
professionnelle, se trouvaient d'un côté, et seulement des imbéciles et des
lâches de l'autre.
Mais la position des imbéciles et des lâches n'en était
pas moins dans une large mesure conforme à la raison. Les écrivains ont une manière
inadmissible de jouer sur les deux tableaux. Jamais autant qu'à notre époque
ils n'ont prétendu au rôle de directeurs de conscience et ne l'ont exercé. En
fait, au cours des années qui ont précédé la guerre, personne ne le leur a
disputé excepté les savants. La place autrefois occupée par des prêtres dans la
vie morale du pays était tenue par des physiciens et des romanciers, ce qui
suffit à mesurer la valeur de notre progrès. Mais si quelqu'un demandait des
comptes aux écrivains sur l'orientation de leur influence, ils se réfugiaient
avec indignation derrière le privilège sacré de l'art pour l'art.
Sans aucun doute, par exemple, Gide a toujours su que des
livres comme Les Nourritures terrestres ou Les Caves du Vatican ont eu une
influence sur la conduite pratique de la vie chez des centaines de jeunes gens,
et il en a été fier. Il n'y a dès lors aucun motif de mettre de tels livres
derrière la barrière intouchable de l'art pour l'art, et d'emprisonner un
garçon qui jette quelqu'un hors d'un train en marche. On pourrait tout aussi
bien réclamer les privilèges de l'art pour l'art en faveur du crime. Autrefois
les surréalistes n'en étaient pas loin. Tout ce que tant d'imbéciles ont répété
à satiété sur la responsabilité des écrivains dans notre défaite est, par
malheur, certainement vrai.
Si un écrivain, à la faveur de la liberté totale accordée
à l'intelligence pure, publie des écrits contraires aux principes de morale
reconnus par la loi, et si plus tard il devient de notoriété publique un foyer
d'influence, il est facile de lui demander s'il est prêt à faire connaître
publiquement que ces écrits n'expriment pas sa position. Dans le cas contraire,
il est facile de le punir. S'il ment, il est facile de le déshonorer. De plus,
il doit être admis qu'à partir du moment où un écrivain tient une place parmi
les influences qui dirigent l'opinion publique, il ne peut pas prétendre à une
liberté illimitée. Là aussi, une définition juridique est impossible, mais les
faits ne sont pas réellement difficiles à discerner. Il n'y a aucune raison de
limiter la souveraineté de la loi au domaine des choses exprimables en formules
juridiques, puisque cette souveraineté s'exerce aussi bien par des jugements
d'équité.
De plus, le besoin même de liberté, si essentiel à
l'intelligence, exige une protection contre la suggestion, la propagande,
l'influence par obsession. Ce sont là des modes de contrainte, une contrainte
particulière, que n'accompagnent pas la peur ou la douleur physique, mais qui
n'en est pas moins une violence. La technique moderne lui fournit des
instruments extrêmement efficaces. Cette contrainte, par sa nature, est
collective, et les âmes humaines en sont victimes.
L'État, bien entendu, se rend criminel s'il en use
lui-même, sauf le cas d'une nécessité criante de salut public. Mais il doit de
plus en empêcher l'usage. La publicité, par exemple, doit être rigoureusement
limitée par la loi ; la masse doit en être très considérablement réduite ; il
doit lui être strictement interdit de jamais toucher à des thèmes qui
appartiennent au domaine de la pensée.
De même, il peut y avoir répression contre la presse, les
émissions radiophoniques, et toute autre chose semblable, non seulement pour
atteinte aux principes de moralité publiquement reconnus, mais pour la bassesse
du ton et de la pensée, le mauvais goût, la vulgarité, pour une atmosphère
morale sournoisement corruptrice. Une telle répression peut s'exercer sans
toucher si peu que ce soit à la liberté d'opinion. Par exemple, un journal peut
être supprimé sans que les membres de la rédaction perdent le droit de publier
où bon leur semble, ou même, dans les cas les moins graves, de rester groupés
pour continuer le même journal sous un autre nom. Seulement, il aura été
publiquement marqué d'infamie et risquera de l'être encore. La liberté
d'opinion est due uniquement, et sous réserves, au journaliste, non au journal
; car le journaliste seul possède la capacité de former une opinion.
D'une manière générale, tous les problèmes concernant la
liberté d'expression s'éclaircissent si l'on pose que cette liberté est un
besoin de l'intelligence, et que l'intelligence réside uniquement dans l'être
humain considéré seul. Il n'y a pas d'exercice collectif de l'intelligence. Par
suite nul groupement ne peut légitimement prétendre à la liberté d'expression,
parce que nul groupement n'en a le moins du monde besoin.
Bien au contraire, la protection de la liberté de penser
exige qu'il soit interdit par la loi à un groupement d'exprimer une opinion.
Car lorsqu'un groupe se met à avoir des opinions, il tend inévitablement à les
imposer à ses membres. Tôt ou tard les individus se trouvent empêchés, avec un
degré de rigueur plus ou moins grand, sur un nombre de problèmes plus ou moins
considérables, d'exprimer des opinions opposées à celles du groupe, à moins
d'en sortir. Mais la rupture avec un groupe dont on est membre entraîne
toujours des souffrances, tout au moins une souffrance sentimentale. Et autant
le risque, la possibilité de souffrance, sont des éléments sains et nécessaires
de l'action, autant ce sont choses malsaines dans l'exercice de l'intelligence.
Une crainte, même légère, provoque toujours soit du fléchissement, soit du
raidissement, selon le degré de courage, et il n'en faut pas plus pour fausser
l'instrument de précision extrêmement délicat et fragile que constitue
l'intelligence. Même l'amitié à cet égard est un grand danger. L'intelligence
est vaincue dès que l'expression des pensées est précédée, explicitement ou
implicitement, du petit mot « nous ». Et quand la lumière de l'intelligence
s'obscurcit, au bout d'un temps assez court l'amour du bien s'égare.
La solution pratique immédiate, c'est l'abolition des
partis politiques. La lutte des partis, telle qu'elle existait dans la
Troisième République, est intolérable ; le parti unique, qui en est d'ailleurs
inévitablement l'aboutissement, est le degré extrême du mal ; il ne reste
d'autre possibilité qu'une vie publique sans partis. Aujourd'hui, pareille idée
sonne comme quelque chose de nouveau et d'audacieux. Tant mieux, puisqu'il faut
du nouveau. Mais en fait c'est simplement la tradition de 1789. Aux yeux des
gens de 1789, il n'y avait même pas d'autre possibilité ; une vie publique
telle que la nôtre au cours du dernier demi-siècle leur aurait paru un hideux
cauchemar ; ils n'auraient jamais cru possible qu'un représentant du peuple pût
abdiquer sa dignité au point de devenir le membre discipliné d'un parti.
Rousseau d'ailleurs avait montré clairement que la lutte
des partis tue automatiquement la République. Il en avait prédit les effets. Il
serait bon d'encourager en ce moment la lecture du Contrat Social. En fait, à
présent, partout où il y avait des partis politiques, la démocratie est morte.
Chacun sait que les partis anglais ont des traditions, un esprit, une fonction tels
qu'ils ne sont comparables à rien d'autre. Chacun sait aussi que les équipes
concurrentes des États-Unis ne sont pas des partis politiques. Une démocratie
où la vie publique est constituée par la lutte des partis politiques est
incapable d'empêcher la formation d'un parti qui ait pour but avoué de la
détruire. Si elle fait des lois d'exception, elle s'asphyxie elle-même. Si elle
n'en fait pas, elle est aussi en sécurité qu'un oiseau devant un serpent.
Il faudrait distinguer deux espèces de groupements, les
groupements d'intérêts, auxquels l'organisation et la discipline seraient
autorisées dans une certaine mesure, et les groupements d'idées, auxquels elles
seraient rigoureusement interdites. Dans la situation actuelle, il est bon de
permettre aux gens de se grouper pour défendre leurs intérêts, c'est-à-dire les
gros sous et les choses similaires, et de laisser ces groupements agir dans des
limites très étroites et sous la surveillance perpétuelle des pouvoirs publics.
Mais il ne faut pas les laisser toucher aux idées. Les groupements où s'agitent
des pensées doivent être moins des groupements que des milieux plus ou moins
fluides. Quand une action s'y dessine, il n'y a pas de raison qu'elle soit
exécutée par d'autres que par ceux qui l'approuvent.
Dans le mouvement ouvrier par exemple, une telle
distinction mettrait fin à une confusion inextricable. Dans la période qui a
précédé la guerre, trois orientations sollicitaient et tiraillaient
perpétuellement tous les ouvriers. D'abord la lutte pour les gros sous ; puis
les restes, de plus en plus faibles, mais toujours un peu vivants, du vieil
esprit syndicaliste de jadis, idéaliste et plus ou moins libertaire ; enfin les
partis politiques. Fréquemment, au cours d'une grève, les ouvriers qui
souffraient et luttaient auraient été bien incapables de se rendre compte s'il
s'agissait de salaires, ou d'une poussée du vieil esprit syndical, ou d'une
opération politique menée par un parti ; et personne non plus ne pouvait s'en
rendre compte du dehors.
Une telle situation est impossible. Quand la guerre a
éclaté, les syndicats en France étaient morts ou presque, malgré les millions
d'adhérents ou à cause d'eux. Ils ont repris un embryon de vie, après une
longue léthargie, à l'occasion de la résistance contre l'envahisseur. Cela ne
prouve pas qu'ils soient viables. Il est tout à fait clair qu'ils avaient été
tués ou presque par deux poisons dont chacun séparément était mortel.
Des syndicats ne peuvent pas vivre si les ouvriers y sont
obsédés par les sous au même degré que dans l'usine, au cours du travail aux
pièces. D'abord parce qu'il en résulte l'espèce de mort morale toujours causée
par l'obsession de l'argent. Puis parce que, dans les conditions sociales
présentes, le syndicat, étant alors un facteur perpétuellement agissant dans la
vie économique du pays, finit inévitablement par être transformé en
organisation professionnelle unique, obligatoire, mise au pas dans la vie
officielle. Il est alors passé à l'état de cadavre.
D'autre part, il est non moins clair que le syndicat ne
peut pas vivre à côté des partis politiques. Il y a là une impossibilité qui
est de l'ordre des lois mécaniques. Pour une raison analogue, d'ailleurs, le
parti socialiste ne peut pas vivre à côté du parti communiste, parce que le
second possède la qualité de parti, si l'on peut dire, à un degré beaucoup plus
élevé.
D'ailleurs l'obsession des salaires renforce l'influence
communiste, parce que les questions d’argent, si vivement qu'elles touchent
presque tous les hommes, dégagent en même temps pour tous les hommes un ennui
si mortel que la perspective apocalyptique de la révolution, selon la version
communiste, est indispensable pour compenser. Si les bourgeois n'ont pas le
même besoin d'apocalypse, c'est que les chiffres élevés ont une poésie, un prestige
qui tempère un peu l'ennui lié à l'argent, au lieu que quand l'argent se compte
en sous, l'ennui est à l'état pur. D'ailleurs le goût des bourgeois grands et
petits pour le fascisme montre que, malgré tout, eux aussi s'ennuient.
Le gouvernement de Vichy a créé en France pour les
ouvriers des organisations professionnelles uniques et obligatoires. Il est
regrettable qu'il leur ait donné, selon la mode moderne, le nom de corporation,
qui désigne en réalité quelque chose de tellement différent et de si beau. Mais
il est heureux que ces organisations mortes soient là pour assumer la partie
morte de l'activité syndicale. Il serait dangereux de les supprimer. Il vaut
bien mieux les charger de l'action quotidienne pour les gros sous et les
revendications dites immédiates. Quant aux partis politiques, s'ils étaient
tous rigoureusement interdits dans un climat général de liberté, il faut
espérer que leur existence clandestine serait au moins difficile.
En ce cas, les syndicats ouvriers, s'il y reste encore
une étincelle de vie véritable, pourraient redevenir peu à peu l'expression de
la pensée ouvrière, l'organe de l'honneur ouvrier. Selon la tradition du
mouvement ouvrier français, qui s'est toujours regardé comme responsable de
tout l'univers, ils s'intéresseraient à tout ce qui touche à la justice – y
compris, le cas échéant, les questions de gros sous, mais de loin en loin et
pour sauver des êtres humains de la misère.
Bien entendu, ils devraient pouvoir exercer une influence
sur les organisations professionnelles selon des modalités définies par la loi.
Il n'y aurait peut-être que des avantages à interdire aux
organisations professionnelles de déclencher une grève, et à le permettre aux
syndicats, avec des réserves, en faisant correspondre des risques à cette
responsabilité, en interdisant toute contrainte, et en protégeant la continuité
de la vie économique.
Quant au lock-out, il n'y a pas de motif de ne pas
l'interdire tout à fait.
L'autorisation des groupements d'idées pourrait être
soumise à deux conditions. L'une, que l'excommunication n'y existe pas. Le
recrutement se ferait librement par voie d'affinité, sans toutefois que
personne puisse être invité à adhérer à un ensemble d'affirmations
cristallisées en formules écrites ; mais un membre une fois admis ne pourrait
être exclu que pour faute contre l'honneur ou délit de noyautage ; délit qui
impliquerait d'ailleurs une organisation illégale et par suite exposerait à un
châtiment plus grave.
Il y aurait là véritablement une mesure de salut public,
l'expérience ayant montré que les États totalitaires sont établis par les
partis totalitaires, et que les partis totalitaires se forgent à coups
d'exclusions pour délit d'opinion.
L'autre condition pourrait être qu'il y ait réellement
circulation d'idées, et témoignage tangible de cette circulation, sous forme de
brochures, revues ou bulletins dactylographiés dans lesquels soient étudiés des
problèmes d'ordre général. Une trop grande uniformité d'opinions rendrait un
groupement suspect.
Au reste, tous les groupements d'idées seraient autorisés
à agir comme bon leur semblerait, à condition de ne pas violer la loi et de ne
contraindre leurs membres par aucune discipline.
Quant aux groupements d'intérêts, leur surveillance
devrait impliquer d'abord une distinction ; c'est que le mot intérêt exprime
quelquefois le besoin et quelquefois tout autre chose. S'il s'agit d'un ouvrier
pauvre, l'intérêt, cela veut dire la nourriture, le logement, le chauffage.
Pour un patron, cela veut dire autre chose. Quand le mot est pris au premier
sens, l'action des pouvoirs publics devrait consister principalement à
stimuler, soutenir, protéger la défense des intérêts. Au cas contraire,
l'activité des groupements d'intérêts doit être continuellement contrôlée,
limitée, et toutes les fois qu'il y a lieu réprimée par les pouvoirs publics.
Il va de soi que les limites les plus étroites et les châtiments les plus
douloureux conviennent à celles qui par nature sont les plus puissantes.
Ce qu'on a appelé la liberté d'association a été en fait
jusqu'ici la liberté des associations. Or les associations n'ont pas à être
libres ; elles sont des instruments, elles doivent être asservies. La liberté
ne convient qu'à l'être humain.
Quant à la liberté de pensée, on dit vrai dans une large
mesure quand on dit que sans elle il n'y a pas de pensée. Mais il est plus vrai
encore de dire que quand la pensée n'existe pas, elle n'est pas non plus libre.
Il y avait eu beaucoup de liberté de pensée au cours des dernières années, mais
il n'y avait pas de pensée. C'est à peu près la situation de l'enfant qui,
n'ayant pas de viande, demande du sel pour la saler.
LA SÉCURITÉ
La sécurité est un besoin essentiel de l'âme. La sécurité
signifie que l'âme n'est pas sous le poids de la peur ou de la terreur, excepté
par l'effet d'un concours de circonstances accidentelles et pour des moments
rares et courts. La peur ou la terreur, comme états d'âme durables, sont des
poisons presque mortels, que la cause en soit la possibilité du chômage, ou la
répression policière, ou la présence d'un conquérant étranger, ou l'attente
d'une invasion probable, ou tout autre malheur qui semble surpasser les forces
humaines.
Les maîtres romains exposaient un fouet dans le vestibule
à la vue des esclaves, sachant que ce spectacle mettait les âmes dans l'état de
demi-mort indispensable à l'esclavage. D'un autre côté, d'après les Égyptiens,
le juste doit pouvoir dire après la mort : « Je n'ai causé de peur à personne.
»
Même si la peur permanente constitue seulement un état
latent, de manière à n'être que rarement ressentie comme une souffrance, elle
est toujours une maladie. C'est une demi-paralysie de l'âme.
LE RISQUE
Le risque est un besoin essentiel de l'âme. L'absence de
risque suscite une espèce d'ennui qui paralyse autrement que la peur, mais
presque autant. D'ailleurs il y a des situations qui, impliquant une angoisse
diffuse sans risques précis, communiquent les deux maladies à la fois.
Le risque est un danger qui provoque une réaction
réfléchie ; c'est-à-dire qu'il ne dépasse pas les ressources de l'âme au point
de l'écraser sous la peur. Dans certains cas, il enferme une part de jeu ; dans
d'autres cas, quand une obligation précise pousse l'homme à y faire face, il
constitue le plus haut stimulant possible.
La protection des hommes contre la peur et la terreur
n'implique pas la suppression du risque ; elle implique au contraire la
présence permanente d'une certaine quantité de risque dans tous les aspects de
la vie sociale ; car l'absence de risque affaiblit le courage au point de
laisser l'âme, le cas échéant, sans la moindre protection intérieure contre la
peur. Il faut seulement que le risque se présente dans des conditions telles
qu'il ne se transforme pas en sentiment de fatalité.
LA PROPRIÉTÉ PRIVÉE
La propriété privée est un besoin vital de l'âme. L'âme
est isolée, perdue, si elle n'est pas dans un entourage d'objets qui soient
pour elle comme un prolongement des membres du corps. Tout homme est
invinciblement porté à s'approprier par la pensée tout ce dont il a fait
longtemps et continuellement usage pour le travail, le plaisir ou les
nécessités de la vie. Ainsi un jardinier, au bout d'un certain temps, sent que
le jardin est à lui. Mais là où le sentiment d'appropriation ne coïncide pas
avec la propriété juridique, l'homme est continuellement menacé d'arrachements
très douloureux.
Si la propriété privée est reconnue comme un besoin, cela
implique pour tous la possibilité de posséder autre chose que les objets de
consommation courante. Les modalités de ce besoin varient beaucoup selon les
circonstances ; mais il est désirable que la plupart des gens soient
propriétaires de leur logement et d'un peu de terre autour, et, quand il n'y a
pas impossibilité technique, de leurs instruments de travail. La terre et le
cheptel sont au nombre des instruments du travail paysan.
Le principe de la propriété privée est violé dans le cas
d'une terre travaillée par des ouvriers agricoles et des domestiques de ferme
aux ordres d'un régisseur, et possédée par des citadins qui en touchent les
revenus. Car de tous ceux qui ont une relation avec cette terre, il n'y a
personne qui, d'une manière ou d'une autre, n'y soit étranger. Elle est
gaspillée, non du point de vue du blé, mais du point de vue de la satisfaction
qu'elle pourrait fournir au besoin de propriété.
Entre ce cas extrême et l'autre cas limite du paysan qui
cultive avec sa famille la terre qu'il possède, il y a beaucoup d'intermédiaires
où le besoin d'appropriation des hommes est plus ou moins méconnu.
LA PROPRIÉTÉ COLLECTIVE
La participation aux biens collectifs, participation
consistant non pas en jouissance matérielle, mais en un sentiment de propriété,
est un besoin non moins important. Il s'agit d'un état d'esprit plutôt que
d'une disposition juridique. Là où il y a véritablement une vie civique, chacun
se sent personnellement propriétaire des monuments publics, des jardins, de la
magnificence déployée dans les cérémonies, et le luxe que presque tous les
êtres humains désirent est ainsi accordé même aux plus pauvres. Mais ce n'est
pas seulement l'État qui doit fournir cette satisfaction, c'est toute espèce de
collectivité.
Une grande usine moderne constitue un gaspillage en ce
qui concerne le besoin de propriété. Ni les ouvriers, ni le directeur qui est
aux gages d'un conseil d'administration, ni les membres du conseil qui ne la
voient jamais, ni les actionnaires qui en ignorent l'existence, ne peuvent
trouver en elle la moindre satisfaction à ce besoin.
Quand les modalités d'échange et d'acquisition entraînent
le gaspillage des nourritures matérielles et morales, elles sont à transformer.
Il n'y a aucune liaison de nature entre la propriété et
l'argent. La liaison établie aujourd'hui est seulement le fait d'un système qui
a concentré sur l'argent la force de tous les mobiles possibles. Ce système
étant malsain, il faut opérer la dissociation inverse.
Le vrai critérium, pour la propriété, est qu'elle est
légitime pour autant qu'elle est réelle. Ou plus exactement, les lois
concernant la propriété sont d'autant meilleures qu'elles tirent mieux parti
des possibilités enfermées dans les biens de ce monde pour la satisfaction du
besoin de propriété commun à tous les hommes.
Par conséquent, les modalités actuelles d'acquisition et
de possession doivent être transformées au nom du principe de propriété. Toute
espèce de possession qui ne satisfait chez personne le besoin de propriété
privée ou collective peut raisonnablement être regardée comme nulle.
Cela ne signifie pas qu'il faille la transférer à l'État,
mais plutôt essayer d'en faire une propriété véritable.
LA VÉRITÉ
Le besoin de vérité est plus sacré qu'aucun autre. Il
n'en est pourtant jamais fait mention. On a peur de lire quand on s'est une
fois rendu compte de la quantité et de l'énormité des faussetés matérielles
étalées sans honte, même dans les livres des auteurs les plus réputés. On lit
alors comme on boirait l'eau d'un puits douteux.
Il y a des hommes qui travaillent huit heures par jour et
font le grand effort de lire le soir pour s'instruire. Ils ne peuvent pas se
livrer à des vérifications dans les grandes bibliothèques. Ils croient le livre
sur parole. On n'a pas le droit de leur donner à manger du faux. Quel sens cela
a-t-il d'alléguer que les auteurs sont de bonne foi ? Eux ne travaillent pas
physiquement huit heures par jour. La société les nourrit pour qu'ils aient le
loisir et se donnent la peine d'éviter l'erreur. Un aiguilleur cause d'un
déraillement serait mal accueilli en alléguant qu'il est de bonne foi.
À plus forte raison est-il honteux de tolérer l'existence
de journaux dont tout le monde sait qu'aucun collaborateur ne pourrait y
demeurer s'il ne consentait parfois à altérer sciemment la vérité.
Le public se défie des journaux, mais sa défiance ne le
protège pas. Sachant en gros qu'un journal contient des vérités et des
mensonges, il répartit les nouvelles annoncées entre ces deux rubriques, mais
au hasard, au gré de ses préférences. Il est ainsi livré à l'erreur.
Tout le monde sait que, lorsque le journalisme se confond
avec l'organisation du mensonge, il constitue un crime. Mais on croit que c'est
un crime impunissable. Qu'est-ce qui peut bien empêcher de punir une activité
une fois qu'elle a été reconnue comme criminelle ? D'où peut bien venir cette
étrange conception de crimes non punissables ? C'est une des plus monstrueuses
déformations de l'esprit juridique.
Ne serait-il pas temps de proclamer que tout crime
discernable est punissable, et qu'on est résolu, si on a en l'occasion, à punir
tous les crimes ?
Quelques mesures faciles de salubrité publique
protégeraient la population contre les atteintes à la vérité.
La première serait l'institution, pour cette protection,
de tribunaux spéciaux, hautement honorés, composés de magistrats spécialement
choisis et formés. Ils seraient tenus de punir de réprobation publique toute
erreur évitable, et pourraient infliger la prison et le bagne en cas de
récidive fréquente, aggravée par une mauvaise foi démontrée.
Par exemple un amant de la Grèce antique, lisant dans le
dernier livre de Maritain : « les plus grands penseurs de l'antiquité n'avaient
pas songé à condamner l'esclavage », traduirait Maritain devant un de ces
tribunaux. Il y apporterait le seul texte important qui nous soit parvenu sur
l'esclavage, celui d'Aristote. Il y ferait lire aux magistrats la phrase : «
quelques-uns affirment que l'esclavage est absolument contraire à la nature et
à la raison ». Il ferait observer que rien ne permet de supposer que ces
quelques-uns n'aient pas été au nombre des plus grands penseurs de l'antiquité.
Le tribunal blâmerait Maritain pour avoir imprimé, alors qu'il lui était si
facile d'éviter l'erreur, une affirmation fausse et constituant, bien
qu'involontairement, une calomnie atroce contre une civilisation tout entière.
Tous les journaux quotidiens, hebdomadaires et autres, toutes les revues et la
radio seraient dans l'obligation de porter à la connaissance du public le blâme
du tribunal, et, le cas échéant, la réponse de Maritain. Dans ce cas précis, il
pourrait difficilement y en avoir une.
Le jour où Gringoire publia in extenso un discours
attribué à un anarchiste espagnol qui avait été annoncé comme orateur dans une
réunion parisienne, mais qui en fait, au dernier moment, n'avait pu quitter
l'Espagne, un pareil tribunal n'aurait pas été superflu. La mauvaise foi étant
dans un tel cas plus évidente que deux et deux font quatre, la prison ou le
bagne n'auraient peut-être pas été trop sévères.
Dans ce système, il serait permis à n'importe qui, ayant
reconnu une erreur évitable dans un texte imprimé ou dans une émission de la
radio, de porter une accusation devant ces tribunaux.
La deuxième mesure serait d'interdire absolument toute
propagande de toute espèce par la radio ou par la presse quotidienne. On ne
permettrait à ces deux instruments de servir qu'à l'information non
tendancieuse.
Les tribunaux dont il vient d'être question veilleraient
à ce que l'information ne soit pas tendancieuse.
Pour les organes d'information ils pourraient avoir à
juger, non seulement les affirmations erronées, mais encore les omissions
volontaires et tendancieuses.
Les milieux où circulent des idées et qui désirent les
faire connaître auraient droit seulement à des organes hebdomadaires,
bi-mensuels ou mensuels. Il n'est nullement besoin d'une fréquence plus grande
si l'on veut faire penser et non abrutir.
La correction des moyens de persuasion serait assurée par
la surveillance des mêmes tribunaux, qui pourraient supprimer un organe en cas
d'altération trop fréquente de la vérité. Mais ses rédacteurs pourraient le
faire reparaître sous un autre nom.
Dans tout cela il n'y aurait pas la moindre atteinte aux
libertés publiques. Il y aurait satisfaction du besoin le plus sacré de l'âme
humaine, le besoin de protection contre la suggestion et l'erreur.
Mais qui garantit l'impartialité des juges ?
objectera-t-on. La seule garantie, en dehors de leur indépendance totale, c'est
qu'ils soient issus de milieux sociaux très différents, qu'ils soient
naturellement doués d'une intelligence étendue, claire et précise, et qu'ils
soient formés dans une école où ils reçoivent une éducation non pas juridique,
mais avant tout spirituelle, et intellectuelle en second lieu. Il faut qu'ils
s'y accoutument à aimer la vérité.
Il n'y a aucune possibilité de satisfaire chez un peuple
le besoin de vérité si l'on ne peut trouver à cet effet des hommes qui aiment
la vérité.