viernes, 12 de diciembre de 2025

Ezra Pound y dos versiones argentinas: La Fraisne

LA FRAISNE

For I was a gaunt, grave councilor

Being in all things wise, and very old,

But I have put aside this folly and the cold

That old age weareth for a cloak.

 

I was quite strong—at least they said so—

The young men at the sword-play;

But I have put aside this folly, being gay

In another fashion that more suiteth me.

 

I have curled ‘mid the boles of the ash wood,

I have hidden my face where the oak

Spread his leaves over me, and the yoke

Of the old ways of men have I cast aside.

 

By the still pool of Mar-nan-otha

Have I found me a bride

That was a dog-wood tree some syne.

She hath called me from mine old ways

She hath hushed my rancour of council,

Bidding me praise

 

Naught but the wind that flutters in the leaves.

 

She hath drawn me from mine old ways,

Till men say that I am mad;

But I have seen the sorrow of men, and am glad,

For I know that the wailing and bitterness are a folly.

 

And I? I have put aside all folly and all grief.

I wrapped my tears in an ellum leaf

And left them under a stone

And now men call me mad because I have thrown

All folly from me, putting it aside

To leave the old barren ways of men,

Because my bride

Is a pool of the wood, and

Though all men say that I am mad

It is only that I am glad,

Very glad, for my bride hath toward me a great love

That is sweeter than the love of women

That plague and burn and drive one away.

 

Aie-e! ‘Tis true that I am gay

              Quite gay, for I have her alone here

              And no man troubleth us.

 

Once when I was among the young men…

And they said I was quite strong, among the young men.

Once there was a woman…

…but I forget… she was...

…I hope she will not come again.

 

…I do not remember…

I think she hurt me once, but…

That was very long ago.

 

I do not like to remember things any more.

 

I like one little band of winds that blow

In the ash trees here:

For we are quite alone

Here ‘mid the ash trees.

EZRA POUND 

EL FRESNO

Pues era yo un solitario y grave consejero,

en todos los asuntos sabio, y muy anciano,

pero he dejado de lado esta locura y el frío

que la vejez usa como manto.

 

Era bastante fuerte, o al menos eso decían

los jóvenes practicando esgrima;

pero he dejado de lado esta locura, pues me alegro

de otra manera que mejor me sienta.

 

Me he enroscado en los troncos de los fresnos,

he escondido el rostro donde el roble

extiende sus hojas sobre mí, y el yugo

de las antiguas costumbres de los hombres desechado.

 

Junto al tranquilo estanque de Mar-nan-otha

encontré una esposa,

que antes era un cerezo silvestre.

Ella me ha rescatado de mis viejas costumbres

ella ha aplacado mi rencor de consejero,

haciendo que nada más ponderara

 

el viento que aletea entre las hojas.

 

Ella me ha apartado de mis viejas costumbres,

al punto de que los hombres dicen que estoy loco;

pero he visto el dolor de los hombres, y me alegro.

Porque sé que el lamento y la amargura son una locura.

 

¿Y yo? Yo he dejado de lado toda locura y toda pena.

Envolví mis lágrimas en una hoja de olmo

y las dejé debajo de una piedra

y ahora los hombres me llaman loco porque he arrojado

de mí toda forma de locura, apartándola

para abandonar las viejas costumbres de los hombres,

porque mi esposa

es un estanque en el bosque, y

aunque todos los hombres dicen que estoy loco

lo que pasa es que solo estoy contento,

muy contento, y mi esposa tiene por mí un gran amor

que es más dulce que el amor de las mujeres

que atormenta y quema y que nos aleja.

 

¡Aye! Es verdad que soy alegre

          muy alegre, porque la tengo aquí solo para mí,

          y no hay hombre que nos moleste.

 

Antes, cuando estaba entre los hombres…

 y decían que yo era fuerte, entre los jóvenes

 una vez hubo una mujer…

…pero no me acuerdo…  ella era…

…espero que no vuelva otra vez.

 

…no recuerdo…

Creo que una vez me lastimó, pero…

Hace mucho tiempo de eso.

 

Ya no me gusta más recordar cosas.

 

Me gusta una pequeña orquesta de vientos que soplan

aquí, en los fresnos:

porque estamos totalmente solos

aquí, entre los fresnos.

Traducción de Rolando Costa Picazo

LA FRAISNE

 

Pues era un grave y ceñudo consejero,

juicioso en todo y harto viejo.

Mas esta locura rechacé y el frío

que la vejez reviste como abrigo.

 

Era bastante fuerte -al menos lo decían-

los jóvenes con quienes practicaba la esgrima;

mas esta locura rechacé y estoy alegre

de otra manera que me va mejor.

 

Me enrosqué entre los troncos de los fresnos,

he escondido mi rostro donde el roble

extiende sobre mí sus hojas y dejé

el yugo de las viejas costumbres de los hombres.

 

Cerca del quieto lago Mar-nan-otha

encontreme una esposa

que era un cornejo antaño.

Me hizo abandonar mis viejos usos,

aplacó mi rencor de consejero

mandándome loar

 

tan solo al viento que entre las hojas suena.

 

Me ha hecho abandonar mis viejos usos

hasta que todos me reputan de loco;

pero he visto, y me alegra, el dolor de los hombres

pues sé que son locura, sollozos y amarguras.

¿Y yo? He apartado la locura, el pesar.

Mis lágrimas dejé dentro de una hoja de olmo

y las abandoné bajo una piedra

y ahora me llaman loco, porque aparté de mí

toda locura, abandonándola

para dejar atrás los viejos, yermos caminos de los hombres.

 

Porque mi desposada

es un lago del bosque

y aunque todos afirman que estoy loco

tan solo estoy contento,

muy contento, porque mi novia me ama

con un amor más dulce que el amor de mujer

que atormenta y abrasa y nos aparta.

 

¡Ay! Cierto es que estoy alegre

     muy alegre porque la tengo a solas

     y nadie nos molesta.

 

En otro tiempo cuando estaba entre jóvenes...

y decían que era bastante fuerte entre los jóvenes.

En otro tiempo había una mujer...

...pero me olvido... era...

...espero que no vuelva.

 

...No recuerdo...

 

Creo que me hirió un día, pero...

Eso hace mucho tiempo.

 

No quiero recordar ya nunca más.

 

Me gusta la caricia de los vientos que soplan

en los fresnos de aquí:

porque aquí estamos solos,

entre fresnos, aquí.

Traducción de Jorge Aulicino




miércoles, 10 de diciembre de 2025

T.S. Eliot y Ernesto Cardenal: Los hombres huecos

THE HOLLOW MEN


I

We are the hollow men

We are the stuffed men

Leaning together

Headpiece filled with straw. Alas!

Our dried voices, when

We whisper together

Are quiet and meaningless

As wind in dry grass

Or rats’ feet over broken glass

In our dry cellar

 

Shape without form, shade without colour.

Paralysed force, gesture without motion;

 

Those who have crossed

With direct eyes, to death’s other Kingdom

Remember us—if at all—not as lost

Violent souls, but only

As the hollow men

 

 II

Eyes I dare not meet in dreams

In death’s dream kingdom

These do not appear:

There, the eyes are

Sunlight on a broken column

There, is a tree swinging

And voices are

In the wind’s singing

More distant and more solemn

Than a fading star.

 

Let me be no nearer

In death’s dream kingdom

Let me also wear

Such deliberate disguises

Rat’s coat, crowskin, crossed staves

In a field

Behaving as the wind behaves

No nearer—

 

Not that final meeting

In the twilight kingdom

 

III

This is the dead land

This is cactus land

Here the stone images

Are raised, here they receive

The supplication of a dead man’s hand

Under the twinkle of a fading star.

 

Is it like this

In death’s other kingdom

Waking alone

At the hour when we are

Trembling with tenderness

Lips that would kiss

Form prayers to broken stone.

 

IV

The eyes are not here

There are no eyes here

In this valley of dying stars

In this hollow valley

This broken jaw of our lost kingdoms

 

In this last of meeting places

We grope together

And avoid speech

Gathered on this beach of the tumid river

 

Sightless, unless

The eyes reappear

As the perpetual star

Multifoliate rose

Of death’s twilight kingdom

The hope only

Of empty men.

 

V

Here we go round the prickly pear

Prickly pear prickly pear

Here we go round the prickly pear

At five o’clock in the morning.

 

Between the idea

And the reality

Between the motion

And the act

Falls the Shadow

 

                                  For Thine is the Kingdom

 

Between the conception

And the creation

Between the emotion

And the response

Falls the Shadow

 

                                  Life is very long

 

Between the desire

And the spasm

Between the potency

And the existence

Between the essence

And the descent

Falls the Shadow

 

                                  For Thine is the Kingdom

 

For Thine is

Life is

For Thine is the

 

This is the way the world ends

This is the way the world ends

This is the way the world ends

Not with a bang but a whimper.

T.S.ELIOT 

LOS HOMBRES HUECOS

 

I

Somos los hombres huecos,

somos los hombres estofados,

apoyándose entre ellos

las cabezas repletas de paja. ¡Ay!

Nuestras voces secas, cuando

murmuramos juntos,

son silenciosas y sin sentido;

como brisa en hierba seca

o patas de ratas en vidrio seco

en nuestro seco sótano.

 

Figura sin forma, matiz sin color,

paralizada fuerza, gesto sin movimiento.

 

Los que han cruzado,

con ojos directos, al otro Reino de la Muerte

nos recuerdan —si acaso— no cual perdidas

violentas almas, sino sólo

como los hombres huecos,

los hombres estofados.

 

II

Ojos que no me atrevo a sostener en sueños

en el reino de sueño de la muerte,

estos ya no aparecen;

allá, los ojos son

sol en columna rota;

allá, un árbol meciéndose;

y voces hay

en la del viento cantando

más distantes y más solemnes

que una estrella apagándose.

 

No esté yo más cerca

en el reino de sueño de la muerte;

lleve también yo puestos

tales disfraces deliberados:

cota de rata, piel de cuervo, cruzadas astillas,

en un campo,

conduciéndome como el viento se conduce,

no más cerca;

no aquel final encuentro

en el reino del crepúsculo.

 

III

Esta es la tierra muerta,

esta es la tierra de cardos;

aquí, las imágenes de piedra

elévanse; aquí reciben

la súplica de la mano de un muerto,

bajo el parpadeo de una estrella apagándose.

 

Es como esto,

en aquel otro reino de la muerte,

despertando solos

en la hora en que estamos

temblando de ternura;

labios que besarían

forman preces a rotas piedras.

 

IV

Aquí no están los ojos;

aquí no hay ojos,

en este valle de estrellas moribundas,

en este hueco valle,

esta rota quijada de nuestros reinos perdidos.

 

En este último lugar de cita,

a tientas nos juntamos

y evitamos el habla,

agrupados en esta playa del túmido río.

 

Ciegos, al menos

que reaparezcan los ojos

cual la perpetua estrella

multifolia rosa

del reino crepuscular de la muerte,

la única esperanza

de los hombres vacíos.

 

V

Aquí vamos rondando la espinosa pitahaya.

Espinosa pitahaya, espinosa pitahaya.

Aquí vamos rondando la espinosa pitahaya,

a las cinco en punto de la mañana.

 

Entre la idea

y la realidad,

entre la moción

y el acto,

cae la Sombra.

                          Porque Tuyo es el Reino.

 

Entre la concepción

y la creación,

entre la emoción

y la contestación,

cae la Sombra.

 

                          La vida es muy larga.

Entre el deseo

y el espasmo,

entre la potencia

y la existencia,

entre la esencia

y la descendencia,

cae la Sombra.

                        Porque Tuyo es el Reino.

 

Porque Tuyo es,

la Vida es,

porque Tuyo es el...

 

Este es el modo en que el mundo termina.

Este es el modo en que el mundo termina.

Este es el modo en que el mundo termina.

No de un porrazo, sino de un sollozo.

Traducción de Ernesto Cardenal y José Coronel Urtecho




viernes, 5 de diciembre de 2025

Paul Hazard: La soledad de Baudelaire. Segunda parte

LOS POETAS FELICES

Fuerza, prestigio; la gran flota y esos buques mercantes que surcan todos los mares; el Banco de Francia; la Constitución; un poder industrial y comercial sólidamente establecido; riqueza, lujo sereno, orden, dignidad, moralidad, decencia, religión; la certeza de que el cielo justo sabe discernir los méritos de una nación y recompensar sus virtudes; una satisfacción de sí misma que sigue siendo discreta, pero es inquebrantable: así es la Inglaterra de la sapientísima y gloriosísima reina Victoria.

Para los escritores, ya no se trataba de ser desenfrenados, incrédulos, anárquicos: habían entrado en razón. El gran poeta era Tennyson: ¿hubo alguna vez una vida más feliz? Evoquémoslo en su ambiente de la isla de Wight: al fondo, un castillo que domina el mar; bosques; un gran parque, caballos, galgos; en primer plano, el poeta que se pasea por la orilla, pidiéndoles a las tranquilas olas que le revelen el secreto de sus armonías. En él, todo es nobleza y serenidad. Domina la naturaleza, que no es ni la fuerza inmensa que escapa a nuestro control y permanece indiferente a nuestras desdichas, ni el ser universal en el que el individuo quiere disolverse. El amor, que a veces hace sufrir, no tiene sin embargo derecho a convertirse en la pasión salvaje que se rebela contra las leyes de la sociedad. Enoch Arden, al regresar a su casa tras una ausencia tan larga que se lo creyó muerto, y al encontrar a su esposa Annie casada con su antiguo rival, comprenderá lo que debe hacer: aceptar, callar, desaparecer; tan sólo después de su muerte, Annie sabrá que él siempre la amó. Así, todos los temas líricos se tratan con belleza y grandeza. La historia, si se entiende bien, es el símbolo de la lucha entre el vicio y la virtud, y la virtud siempre acaba imponiéndose. La muerte no tiene nada de horrendo: el justo se duerme en paz en los brazos del Señor.

Era hermoso y serio, digno y piadoso. Pero lo más admirable en su caso es su perfecta armonía, su armonía ideal, con su época, su entorno, su país: su noble país, tan hermoso, tan grande y, sin comparación posible, el primero de todos. Su celebridad no proviene de ninguna novedad audaz, sino más bien de la excelencia de su conformismo, adornado con la dulzura virgiliana de sus versos. Si les canta a los héroes de su patria, Nelson, Wellington, no es para obedecer a ningún pedido, sino al impulso espontáneo de su alma; se diría que nació poeta laureado. Profesa por la reina una admiración matizada de respeto y ternura; él le escribe, ella le responde: ella es la nación, él es el ornamento de la nación. Se lo colma de honores oficiales; cuando muere, “la reina llora con profundo dolor a su noble poeta laureado”; el pueblo acude en masa a su funeral y desfila ante su tumba, en Westminster. Ningún poeta, escribió Wyzeva, podría esperar un destino semejante, jamás.

Tal destino no lo tuvo Elizabeth Barrett, su contemporánea; pero no sé si no obtuvo de los dioses un favor más precioso. Las imaginaciones de los adolescentes, que creen que la vida de los poetas es completamente romántica y completamente hermosa, un sueño de un día de primavera, quedan en su caso superadas. Yacía en su chaise longue, en su cama; tan enfermiza y frágil que no podía salir, que se escondía del viento, del aire, del sol; ya ni siquiera veía la luz del día. No es que se hubiera rendido por completo; tenía la mente lúcida y el alma ardiente; escribía versos. Pero todos los días creía que iba a morir. Entonces, un poeta, Robert Browning, al regresar de un viaje y hojear los libros que lo esperaban en su casa, encuentra su nombre en una recopilación que le ha enviado Elizabeth Barrett. Él le escribe para darle las gracias; ella le responde; él la visita; se enamoran. Se casan en secreto; y luego Robert Browning rapta a Elizabeth Barrett.

Todo el mundo conoce esta novela, que incluso se ha popularizado gracias al cine: la tiranía de un padre demasiado obstinado; la primera salida de la joven y su éxtasis al volver a ver los árboles y el cielo; la boda furtiva; la partida hacia Italia. Pero pensemos en este otro milagro: la vida perdonó a Elizabeth esa provocación; esa felicidad no se destruyó apenas se saboreó; ni la enfermedad, ni la maternidad, ni la convivencia cotidiana, ni los celos profesionales, ni las rivalidades de la vanidad, ni la gloria lograron disminuir ese gran amor. Se siente un temor retrospectivo al leer las admirables elevaciones que ella dio en 1847 bajo el título de Sonetos portugueses: ¿es posible que semejante bienaventuranza sea duradera? Imprudente es la mujer que se atreve a despertar así los poderes celosos que les prohíben a los mortales ser felices. Ella expresa la sorpresa que sintió cuando un ser misterioso apareció en su vida como un conquistador: creía que era la muerte, y era el amor. Expresa su dicha, su gratitud: su corazón, cargado de pena, se aligeró; yacía en el lecho del dolor, se levantó: ¿cómo podría darle las gracias a quien la ha transfigurado con la felicidad? Débiles serían sus ofrendas —sus versos, su vida, su alma— si no pudiera ofrecerle la llama que él mismo encendió. Ahora están unidos, él y ella; ni el océano ni las montañas lograrían separarlos: “nuestras manos sabrían como encontrarse en el infinito”...

Así, ella pudo elevarse hasta lo sublime, sin que nada obstaculizara su vuelo; sus días carecieron de nubes y sus años de invierno; conservó el privilegio de un amor que nada alteró y que siguió siendo lo que había sido el primer día, tan confiado, tan intenso y tan puro.

En cuanto a él, si alguna vez ese gran aficionado a las almas se sorprendía al discernir en Elizabeth un corazón tan profundamente abnegado y un espíritu tan libre y tan diferente al suyo; si se irritaba al verla preguntarles a las sombras lo que los vivos no pueden saber; si sentía que su propio carácter era más brusco y menos tierno; si a veces pensaba en la muerte, que no llama al mismo tiempo a los que se aman, se tranquilizaba rápidamente, porque llevaba en sí mismo una convicción capaz de apaciguar todas las inquietudes y calmar todas las penas. No dudaba ni por un instante de que la vida que llevamos en esta tierra no es más que un ensayo; las almas acceden a una vida superior que completa su sueño. Todo lo que, por improbable que fuera, le faltara para alcanzar la perfección de su felicidad, lo obtendría en ese segundo nacimiento. Y en base a eso ya no temía nada, ni siquiera a la muerte. “Siempre he sido un luchador. ¡Una lucha más, la mejor y la última! Odiaría una muerte que me vendara los ojos, que me tratara con contemplaciones, que me pidiera que pasara arrastrándome. No, yo quiero saborearla por entero, comportarme como mis pares, los héroes de antaño, soportar el golpe y, en un minuto, pagar las deudas atrasadas que mi vida feliz tiene en dolor, tinieblas y frío. Porque, de repente, lo peor se convierte en lo mejor para el valiente; el minuto negro ha terminado, y la furia de los elementos, las voces delirantes de los demonios va a debilitarse, a fundirse, a cambiar, primero se transformarán en paz sin sufrimiento, luego en luz, luego  en tu seno, oh alma de mi alma. ¡Te abrazaré de nuevo! El resto queda en manos de Dios”.

Baudelaire no conocía la felicidad; no conocía nada que no tuviera alguna mancha de confusión y de impureza. Entre su vida y la de esos señores de las letras no había ninguna medida en común, ningún punto de comparación. Era pobre y no siempre conseguía colocar sus escritos; el dinero que había tenido en otro tiempo lo había gastado tan rápidamente que le parecía no haberlo tenido nunca. Estaba enfermo y se sentía derrotado. El amor no era para él más que una búsqueda ansiosa, siempre frustrada; su compañera habitual era Jeanne Duval, la mulata que había conocido por casualidad, la mujer perdida. Un poeta maldito: era un poeta maldito, nada más. Los castillos y los parques, los palacios a orillas del Arno, las cabalgatas por las suaves colinas toscanas, los honores, la gloria: ¡qué ironía! Sus nervios exasperados lo convertían todo en sufrimiento, incluso la alegría de escribir. Ignoraba las efusiones del corazón, los impulsos y esos momentos magníficos en los que el poeta solo tiene que dejar que su pluma sea guiada por su demonio interior. Por el contrario, se esforzaba, corregía, retocaba, para conseguir darles a sus versos la calidad única que Théophile Gautier reconocía en ellos: punzantes como las nieblas de Inglaterra y sólidos como el mármol. La facilidad verbosa de Aurora Leigh, que apareció el mismo año que Las flores del mal, en 1857, la oscuridad en la que se complacía Robert Browning, semidiós fulgurante entre las nubes, le habrían parecido crímenes contra el arte y contra el espíritu. Su pueblo, amigo del sentido común y la razón, no lo entendía; los tribunales franceses lo habían condenado. Cuando se marchó a Bélgica para reunir lo necesario para ganarse la vida, no hizo más que sentir más cruelmente su miseria; y ya no figuraba entre los vivos. ¿Cómo podría, al fin y al cabo, refugiarse en la fe? ¿Era cristiano? Para serlo, no basta con el sentimiento del pecado —pesada carga—, las aspiraciones, las nostalgias, el deseo de lo infinito. También es preciso adoptar una regla de vida, una moral; abandonar el mundo de la carne. Para encontrar el puerto tranquilo donde ya no llegan los vientos malignos, también es preciso, en primer lugar, quererlo y después merecerlo.

PAUL HAZARD

Solitude de Baudelaire

Revue Des Deux Mondes, 15 de febrero de 1937

(continuará)

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


LES POÈTES HEUREUX

DE la force, du prestige; la grande flotte, et ces vaisseaux marchands qui sillonnent toutes les mers; la Banque; la Constitution; une puissance industrielle et commerciale solidement établie; de la richesse, du luxe paisible, de l’ordre, de la dignité, de la moralité, de la décence, de la religion; la certitude que le juste ciel sait discerner les mérites d’une nation et récompenser ses vertus; un contentement de soi qui reste discret, mais inébranlable: c’est l’Angleterre de la très sage et très glorieuse reine Victoria.

Il ne s’agissait plus, pour les gens de lettres, d’être débridés, incroyants, anarchiques: ils s’étaient mis à la raison. Le grand poète était Tennyson: fut-il jamais plus heureuse vie? Évoquons-le dans son décor de l’île de Wight: au fond, un château qui domine la mer; des bois; un grand parc, des chevaux, des lévriers; au premier plan, le poète qui se promène sur la grève, en demandant aux flots paisibles de lui dire le secret de leurs harmonies. En lui, tout est noblesse et sérénité. Il domine la nature, qui n’est ni la force immense qui échappe à nos prises et reste indifférente à nos malheurs, ni l’être universel dans lequel l’individu veut se dissoudre. L’amour, qui fait quelquefois souffrir, n’a pourtant pas le droit de devenir la passion sauvage qui se rebelle aux lois de la société. Enoch Arden, revenant au logis après une absence si longue qu’on l’a cru mort, et retrouvant sa femme Annie mariée à son ancien rival, comprendra ce qu’il convient de faire: accepter, se taire, disparaître; après sa mort seulement, Annie saura qu’il l’a toujours aimée. Ainsi tous les thèmes lyriques se traitent en beauté, en grandeur. L’histoire, à la bien comprendre, est le symbole de la lutte entre le vice et la vertu, la vertu finissant toujours par l’emporter. La mort n’a rien d’affreux: le juste s’endort en paix dans les bras du Seigneur.

Il était beau et grave, il était digne et pieux. Mais le plus admirable dans son cas est son accord parfait, son accord idéal, avec son temps, son milieu, son pays: son noble pays, si beau, si grand, et sans comparaison possible le premier de tous. Sa célébrité ne vient pas de quelque nouveauté audacieuse, mais bien plutôt de l’excellence de son conformisme, paré de la douceur virgilienne de ses vers. S’il chante les héros de sa patrie, Nelson, Wellington, ce n’est pas pour obéir à quelque commande, mais à l’élan spontané de son âme; on dirait qu’il est né poète lauréat. Il professe pour la reine une admiration nuancée de respect et de tendresse; il lui écrit, elle lui répond: elle est la nation, il est la parure de la nation. On le charge d’honneurs officiels; quand il meurt, «la reine pleure avec une profonde douleur son noble poète lauréat»; le peuple se presse à son service funèbre, et défile devant sa tombe, à Westminster. Aucun poète, a écrit Wyzeva, ne saurait espérer pareille fortune, jamais.

Pareille fortune, Elizabeth Barrett, sa contemporaine, ne l’a pas eue; mais je ne sais si elle n’a pas obtenu des dieux une plus précieuse faveur. Les imaginations des adolescents, qui croient que la vie des poètes est toute romanesque et toute belle, songe d’un jour de printemps, sont ici dépassées. Elle gisait sur sa chaise longue, sur son lit; si maladive et si frêle, qu’elle ne pouvait sortir, qu’elle se dérobait au vent, à l’air, au soleil; elle ne voyait même plus la lumière du jour. Ce n’est pas qu’elle s’abandonnât tout à fait; elle avait l’esprit lucide et l’âme ardente; elle écrivait des vers. Mais tous les jours elle croyait mourir. Or, un poète, Robert Browning, rentrant de voyage et feuilletant les livres qui l’attendaient au logis, trouve son nom dans un recueil que lui a envoyé Elizabeth Barrett. Il lui écrit pour la remercier; elle lui répond: il lui rend visite; ils s’aiment. Secrètement ils se marient; et puis Robert Browning enlève Elizabeth Barrett.

Ce roman-là, tout le monde le connaît et le cinéma même l’a rendu populaire: la tyrannie d’un père trop obstiné; la première sortie de la jeune fille, et son ravissement de revoir les arbres et le ciel; le mariage furtif; le départ pour l’Italie. Mais songez à cet autre miracle: la vie a pardonné à Elizabeth cette provocation; ce bonheur n’a pas été détruit à peine goûté; ni la maladie, ni la maternité, ni le contact quotidien, ni les jalousies de métier, ni les concurrences de vanité, ni la gloire, n’ont réussi à amoindrir ce grand amour. On éprouve une crainte rétrospective, en lisant les admirables élévations qu’elle donna en 1847 sous le titre de Sonnets du Portugais: est-il possible qu’une telle béatitude soit durable? Imprudente, la femme qui ose réveiller ainsi les puissances jalouses qui défendent aux mortels d’être heureux. Elle exprime la surprise qu’elle éprouva, lorsqu’un être mystérieux apparut dans son existence en conquérant: elle croyait que c’était la mort, et c’était l'amour. Elle dit sa joie, sa reconnaissance: son cœur, lourd de chagrin, s’est allégé; elle gisait, elle s’est relevée: comment pourrait-elle rendre grâces à celui qui l’a transfigurée par le bonheur? Faibles seraient ses dons, —ses vers, sa vie, son âme, —si elle ne pouvait lui offrir la flamme qu’il a lui-même allumée. Maintenant ils sont unis, lui et elle; ni l’océan, ni les montagnes ne réussiraient à les séparer: «nos mains dans l’infini sauraient se rencontrer»…

Or, elle put s’élever ainsi jusqu’au sublime, sans que son vol fût entravé; ses jours furent sans nuages, et ses années sans hiver; elle garda le privilège d’un amour que rien ne vint altérer, et qui resta ce qu’il avait été au premier jour, aussi confiant, aussi intense, et aussi pur.

Pour lui, s’il arrivait que ce grand amateur d’âmes s’étonnât quelquefois de distinguer chez Elizabeth un cœur si profondément dévoué, et un esprit si libre et si différent du sien; s'il s’irritait de la voir demander aux ombres ce que les vivants ne peuvent savoir; s’il se sentait de caractère plus brusque et moins attendri; s’il songeait quelquefois à la mort, qui n’appelle pas au même moment ceux qui s’aiment, il se rassurait vite; car il portait en lui une conviction capable d’apaiser toutes les inquiétudes et de calmer tous les chagrins. La vie que nous menons sur cette terre, il n’en doutait pas un seul instant, n’est qu’un essai; les âmes accèdent à une vie supérieure qui complète leur rêve. Tout ce qui, par impossible, manquerait à la perfection de son bonheur, il l’obtiendrait lors de cette seconde naissance. Et dès lors il ne craignait plus rien, pas même la mort. «J’ai toujours été un lutteur. Une lutte de plus, la meilleure et la dernière! Je haïrais une mort qui me banderait les yeux, qui m’épargnerait, qui me demanderait de passer en rampant. Non, je veux la goûter tout entière, me comporter comme mes pairs, les héros de jadis, supporter le choc, et en une minute payer ce que doit ma vie heureuse en arrérages de douleur, de ténèbres et de froid. Car tout d’un coup, le pire devient le meilleur pour le brave; la minute noire est terminée, et la rage des éléments, les voix délirantes des démons vont s’affaiblir, se fondre, changer, devenir d’abord la paix exempte de souffrance, puis une lumière, puis ton sein, ô âme de mon âme. Je t’étreindrai de nouveau! Le reste, à la garde de Dieu.»

Le bonheur, Baudelaire ne le connaissait pas; il ne connaissait rien qui ne fût entaché de trouble et d’impureté. Entre sa vie, et celle de ces seigneurs des lettres, il n’y avait aucune mesure, aucun point de comparaison. Il était pauvre, et ne parvenait pas toujours à placer sa copie; l’argent qu’il avait eu jadis, il l’avait gaspillé si vite qu’il lui semblait n’en avoir jamais eu. Il était malade et déchu. L’amour n’était pour lui qu’une recherche anxieuse, toujours trompée; sa compagne familière était Jeanne Duval, la mulâtresse rencontrée d’aventure, la femme perdue. Un poète maudit: il était un poète maudit, rien d’autre. Les châteaux et les parcs, les palais aux bords de l’Arno, les chevauchées au milieu des douces collines toscanes, les honneurs, la gloire: quelle ironie! Ses nerfs exaspérés transformaient tout en souffrance, même la joie d’écrire. Il ignorait les effusions du cœur, les élans, et ces moments magnifiques où le poète n’a plus qu’à laisser conduire sa plume par son démon intérieur. Au contraire, il peinait, corrigeait, retouchait, pour arriver à donner à ses vers la qualité unique que Théophile Gautier reconnaissait en eux: pénétrants comme les brouillards d’Angleterre et solides comme du marbre. La facilité verbeuse d’Aurora Leigh, qui paraît la même année que les Fleurs du mal, en 1857; l’obscurité où se complaisait Robert Browning, demi-dieu fulgurant parmi les nuages, lui auraient paru des crimes contre l’art et contre l’esprit. Son peuple, ami du bon sens et de la raison, ne le comprenait pas; les tribunaux français l’avaient condamné. Lorsqu’il était parti pour la Belgique, afin d’y récolter de quoi vivre, il n’avait fait que sentir plus cruellement sa misère; et déjà il n'était plus au nombre des vivants. Comment eût-il pu, enfin, se réfugier dans la croyance? Etait-il chrétien? Pour l’être, il ne suffit pas du sentiment du péché, lourd fardeau; des aspirations, des nostalgies; du désir de l’infini. Encore faut-il qu’on adopte une règle de vie, une morale; qu’on abandonne le monde de la chair. Encore faut-il, pour trouver le port paisible où n’arrivent plus les vents mauvais, le vouloir d’abord; et ensuite, le mériter.




jueves, 27 de noviembre de 2025

Friedrich Hölderlin: Quirón

 

CHIRON

                Wo bist du, Nachdenkliches! das immer muß

    Zur Seite gehn, zu Zeiten, wo bist du, Licht?

        Wohl ist das Herz wach, doch mir zürnt, mich

            Hemmt die erstaunende Nacht nun immer.

 

Sonst nämlich folgt' ich Kräutern des Walds und lauscht'

    Ein weiches Wild am Hügel; und nie umsonst.

        Nie täuschten, auch nicht einmal deine

            Vögel; denn allzubereit fast kamst du,

 

So Füllen oder Garten dir labend ward,

    Ratschlagend, Herzens wegen; wo bist du, Licht?

        Das Herz ist wieder wach, doch herzlos

            Zieht die gewaltige Nacht mich immer.

 

Ich wars wohl. Und von Krokus und Thymian

    Und Korn gab mir die Erde den ersten Strauß.

        Und bei der Sterne Kühle lernt' ich,

            Aber das Nennbare nur. Und bei mir

 

Das wilde Feld entzaubernd, das traurge, zog

    Der Halbgott, Zeus Knecht, ein, der gerade Mann;

        Nun sitz ich still allein, von einer

            Stunde zur anderen, und Gestalten

 

Aus frischer Erd und Wolken der Liebe schafft,

    Weil Gift ist zwischen uns, mein Gedanke nun;

        Und ferne lausch ich hin, ob nicht ein

            Freundlicher Retter vielleicht mir komme.

 

Dann hör ich oft den Wagen des Donners

    Am Mittag, wenn er naht, der bekannteste,

        Wenn ihm das Haus bebt und der Boden

            Reiniget sich, und die Qual Echo wird.

 

Den Retter hör ich dann in der Nacht, ich hör

    Ihn tötend, den Befreier, und drunten voll

        Von üppgem Kraut, als in Gesichten,

            Schau ich die Erd, ein gewaltig Feuer;

 

Die Tage aber wechseln, wenn einer dann

    Zusiehet denen, lieblich und bös, ein Schmerz,

        Wenn einer zweigestalt ist, und es

            Kennet kein einziger nicht das Beste;

 

Das aber ist der Stachel des Gottes; nie

    Kann einer lieben göttliches Unrecht sonst.

        Einheimisch aber ist der Gott dann

            Angesichts da, und die Erd ist anders.

 

Tag! Tag! Nun wieder atmet ihr recht; nun trinkt,

    Ihr meiner Bäche Weiden! ein Augenlicht,

        Und rechte Stapfen gehn, und als ein

            Herrscher, mit Sporen, und bei dir selber

 

Örtlich, Irrstern des Tages, erscheinest du,

    Du auch, o Erde, friedliche Wieg, und du,

        Haus meiner Väter, die unstädtisch

            Sind, in den Wolken des Wilds, gegangen.

 

Nimm nun ein Roß, und harnische dich und nimm

    Den leichten Speer, o Knabe! Die Wahrsagung

        Zerreißt nicht, und umsonst nicht wartet,

            Bis sie erscheinet, Herakles Rückkehr.

FRIEDRICH HÖLDERLIN

1801

QUIRÓN

 

¿Dónde estás, oh pensativa? Tú que siempre tienes

que apartarte a un lado, cuando llega la hora, ¿dónde estás, oh luz?

Bien está despierto el corazón, pero la noche

me exalta y me sorprende siempre.

En otro tiempo iba a por hierbas al bosque y escuchaba

las tiernas fieras sobre las colinas, nunca en vano.

Nunca engañado, ni una vez, por tus pájaros,

pues siempre aparecías, dispuesta a cualquier cosa,

gozando con los potros y jardines,

dando siempre consejo al corazón. ¿Dónde estás, oh luz?

Está despierto de nuevo el corazón, pero insensible

me arrastra siempre la noche poderosa.

Sí, era yo mismo. Y del tomillo, del azafrán,

de las espigas, me daba la tierra los primeros ramos.

Junto al frescor de las estrellas aprendía,

pero sólo lo que puede nombrarse. Y a mi lado

deshaciendo el hechizo de los campos salvajes y sombríos,

descendió el semidiós, siervo de Zeus, hombre recto;

y ahora estoy sentado, solo y en silencio, hora tras hora, y las formas

de la tierra fresca y las nubes amorosas es mi pensamiento

quien las crea, porque hay entre nosotros un veneno.

Y escucho los sonidos que llegan de lo lejos

por si alguien amistosamente viene a rescatarme.

Y oigo a menudo el carro del dios de las tormentas,

que al mediodía se acerca. Le reconocen todos

cuando tiembla la casa, se purifica

el suelo, y la tortura se convierte en eco.

Luego en la noche oigo al salvador, le oigo

traer la muerte, a él que libera. Y abajo, rebosante

de yerbas opulentas, como en una visión,

miro la Tierra, un fuego poderoso.

Pero cambian los días, y si alguien los contempla,

benignos unos y nefastos otros, siente dolor

cuando unos y otros se entremezclan, y nadie

puede reconocer en ellos lo mejor.

Pero ahí está el aguijón del dios. Sin él nadie

podría amar la injusticia divina.

Como en su casa está entonces el dios

frente a nosotros, y la Tierra es distinta.

¡Día, oh día! Ya respiráis de nuevo, ya bebéis,

oh sauces, en los arroyos míos. Hay luz en la mirada,

huellas que avanzan con firmeza, y al igual

que un monarca, calzadas las espuelas, en el lugar

que es tuyo, apareces, astro errante del día,

y tú, oh Tierra, cuna de paz,

tú, morada de mis padres, que se fueron

lejos de las ciudades, sobre nubes como fieras salvajes.

Monta ahora un corcel, ciñe el arnés

y toma la leve lanza, oh joven. La profecía

no será desgarrada, ni vana la espera

a que aparezca el retorno de Heracles.

Traducción de Antonio Pau