Oráculo manual y arte de prudencia
1. Todo está ya en su punto, y el ser persona en el mayor. Más se requiere hoy para un sabio que antiguamente para siete; y más es menester para tratar con un solo hombre en estos tiempos que con todo un pueblo en los pasados.
2. Genio e ingenio. Los dos ejes del lucimiento de prendas: el uno sin el otro, felicidad a medias. No basta lo entendido, deséase lo genial. Infelicidad de necio: errar la vocación en el estado, empleo, región, familiaridad.
3. Llevar sus cosas con suspensión. La admiración de la novedad es estimación de los aciertos. El jugar a juego descubierto ni es de utilidad ni de gusto. El no declararse luego suspende, y más donde la sublimidad del empleo da objeto a la universal expectación; amaga misterio en todo, y con su misma arcanidad provoca la veneración. Aun en el darse a entender se ha de huir la llaneza, así como ni en el trato se ha de permitir el interior a todos. Es el recatado silencio sagrado de la cordura. La resolución declarada nunca fue estimada; antes se permite a la censura, y si saliere azar, será dos veces infeliz.
Imítese, pues, el proceder divino para hacer estar a la mira y al desvelo.
4. El saber y el valor alternan grandeza. Porque lo son, hacen inmortales; tanto es uno cuanto sabe, y el sabio todo lo puede. Hombre sin noticias, mundo a oscuras. Consejo y fuerzas, ojos y manos: sin valor es estéril la sabiduría.
5. Hacer depender. No hace el numen el que lo dora, sino el que lo adora: el sagaz más quiere necesitados de sí que agradecidos. Es robarle a la esperanza cortés fiar del agradecimiento villano, que lo que aquella es memoriosa es éste olvidadizo. Más se saca de la dependencia que de la cortesía: vuelve luego las espaldas a la fuente el satisfecho, y la naranja exprimida cae del oro al lodo. Acabada la dependencia, acaba la correspondencia, y con ella la estimación. Sea lección, y de prima en experiencia, entretenerla, no satisfacerla, conservando siempre en necesidad de sí aun al coronado patrón; pero no se ha de llegar al exceso de callar para que yerre, ni hacer incurable el daño ajeno por el provecho propio.
6. Hombre en su punto. No se nace hecho: vase de cada día perfeccionando en la persona, en el empleo, hasta llegar al punto del consumado ser, al complemento de prendas, de eminencias. Conocerse ha en lo realzado del gusto, purificado del ingenio, en lo maduro del juicio, en lo defecado de la voluntad. Algunos nunca llegan a ser cabales, fáltales siempre un algo; tardan otros en hacerse. El varón consumado, sabio en dichos, cuerdo en hechos, es admitido y aun deseado del singular comercio de los discretos.
7. Excusar victorias del patrón. Todo vencimiento es odioso, y del dueño, o necio, o fatal. Siempre la superioridad fue aborrecida, cuanto más de la misma superioridad. Ventajas vulgares suele disimular la atención, como desmentir la belleza con el desaliño. Bien se hallará quien quiera ceder en la dicha, y en el genio; pero en el ingenio, ninguno, cuanto menos una soberanía. Es éste el atributo rey, y así cualquier crimen contra él fue de lesa Majestad. Son soberanos, y quieren serlo en lo que es más. Gustan de ser ayudados los príncipes, pero no excedidos, y que el aviso haga antes viso de recuerdo de lo que olvidaba que de luz de lo que no alcanzó. Enséñannos esta sutileza los astros con dicha, que aunque hijos, y brillantes, nunca se atreven a los lucimientos del sol.
8. Hombre inapasionable, prenda de la mayor alteza de ánimo. Su misma superioridad le redime de la sujeción a peregrinas vulgares impresiones. No hay mayor señorío que el de sí mismo, de sus afectos, que llega a ser triunfo del albedrío. Y cuando la pasión ocupare lo personal, no se atreva al oficio, y menos cuanto fuere más: culto modo de ahorrar disgustos, y aun de atajar para la reputación.
9. Desmentir los achaques de su nación. Participa el agua las calidades buenas o malas de las venas por donde pasa, y el hombre las del clima donde nace. Deben más unos que otros a sus patrias, que cupo allí más favorable el cenit. No hay nación que se escape de algún original defecto: aun las más cultas, que luego censuran los confinantes, o para cautela, o para consuelo. Victoriosa destreza corregir, o por lo menos desmentir estos nacionales desdoros: consíguese el plausible crédito de único entre los suyos, que lo que menos se esperaba se estimó más. Hay también achaques de la prosapia, del estado, del empleo y de la edad, que si coinciden todos en un sujeto y con la atención no se previenen, hacen un monstruo intolerable.
10. Fortuna y Fama. Lo que tiene de inconstante la una, tiene de firme la otra. La primera para vivir, la segunda para después; aquella contra la envidia, esta contra el olvido. La fortuna se desea y tal vez se ayuda, la fama se diligencia; deseo de reputación nace de la virtud. Fue, y es hermana de gigantes la fama; anda siempre por extremos, o monstruos, o prodigios, de abominación, de aplauso.
11. Tratar con quien se pueda aprender. Sea el amigable trato escuela de erudición, y la conversación enseñanza culta; un hacer de los amigos maestros, penetrando el útil del aprender con el gusto del conversar. Altérnase la fruición con los entendidos, logrando lo que se dice en el aplauso con que se recibe, y lo que se oye en el amaestramiento. Ordinariamente nos lleva a otro la propia conveniencia, aquí realzada. Frecuenta el atento las casas de aquellos héroes cortesanos, que son más teatros de la heroicidad que palacios de la vanidad. Hay señores acreditados de discretos que, a más de ser ellos oráculos de toda grandeza con su ejemplo y en su trato, el cortejo de los que los asisten es una cortesana academia de toda buena y galante discreción.
12. Naturaleza y arte; materia y obra. No hay belleza sin ayuda, ni perfección que no dé en bárbara sin el realce del artificio: a lo malo socorre y lo bueno lo perfecciona. Déjanos comúnmente a lo mejor la naturaleza, acojámonos al arte. El mejor natural es inculto sin ella, y les falta la mitad a las perfecciones si les falta la cultura. Todo hombre sabe a tosco sin el artificio, y ha menester pulirse en todo orden de perfección.
13. Obrar de intención, ya segunda, y ya primera. Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre, pelea la sagacidad con estratagemas de intención. Nunca obra lo que indica, apunta, sí, para deslumbrar; amaga al aire con destreza y ejecuta en la impensada realidad, atenta siempre a desmentir. Echa una intención para asegurarse de la émula atención, y revuelve luego contra ella venciendo por lo impensado. Pero la penetrante inteligencia la previene con atenciones, la acecha con reflejas, entiende siempre lo contrario de lo que quiere que entienda, y conoce luego cualquier intentar de falso; deja pasar toda primera intención, y está en espera a la segunda y aun a la tercera. Auméntase la simulación al ver alcanzado su artificio, y pretende engañar con la misma verdad: muda de juego por mudar de treta, y hace artificio del no artificio, fundando su astucia en la mayor candidez. Acude la observación entendiendo su perspicacia, y descubre las tinieblas revestidas de la luz; descifra la intención, más solapada cuanto más sencilla. De esta suerte combaten la calidez de Pitón contra la candidez de los penetrantes rayos de Apolo.
14. La realidad y el modo. No basta la sustancia, requiérese también la circunstancia. Todo lo gasta un mal modo, hasta la justicia y razón. El bueno todo lo suple: dora el no, endulza la verdad y afeita la misma vejez. Tiene gran parte en las cosas el cómo, y es tahúr de los gustos el modillo. Un bel portarse es la gala del vivir, desempeña singularmente todo buen término.
15. Tener ingenios auxiliares. Felicidad de poderosos: acompañarse de valientes de entendimiento que le saquen de todo ignorante aprieto, que le riñan las pendencias de la dificultad. Singular grandeza servirse de sabios, y que excede al bárbaro gusto de Tigranes, aquel que afectaba los rendidos reyes para criados. Nuevo género de señorío, en lo mejor del vivir hacer siervos por arte de los que hizo la naturaleza superiores. Hay mucho que saber y es poco el vivir, y no se vive si no se sabe. Es, pues, singular destreza el estudiar sin que cueste, y mucho por muchos, sabiendo por todos. Dice después en un consistorio por muchos, o por su boca hablan tantos sabios cuantos le previnieron, consiguiendo el crédito de oráculo a sudor ajeno. Hacen aquellos primero elección de la lección, y sírvenle después en quintas esencias el saber. Pero el que no pudiere alcanzar a tener la sabiduría en servidumbre, lógrela en familiaridad.
16. Saber con recta intención. Asegura fecundidad de aciertos. Monstruosa violencia fue siempre un buen entendimiento casado con una mala voluntad. La intención malévola es un veneno de las perfecciones y, ayudada del saber, malea con mayor sutileza: (infeliz eminencia la que se emplea en la ruindad! Ciencia sin seso, locura doble.
17. Variar de tenor en el obrar. No siempre de un modo, para deslumbrar la atención, y más si émula. No siempre de primera intención, que le cogerán la uniformidad, previniéndole, y aun frustrándole las acciones. Fácil es de matar al vuelo el ave que le tiene seguido, no así la que le tuerce. Ni siempre de segunda intención, que le entenderán a dos veces la treta. Está a la espera la malicia; gran sutileza es menester para desmentirla. Nunca juega el tahúr la pieza que el contrario presume, y menos la que desea.
18. Aplicación y Minerva. No hay eminencia sin entrambas, y si concurren, exceso. Más consigue una medianía con aplicación que una superioridad sin ella. Cómprase la reputación a precio de trabajo; poco vale lo que poco cuesta. Aun para los primeros empleos se deseó en algunos la aplicación: raras veces desmiente al genio. No ser eminente en el empleo vulgar por querer ser mediano en el sublime, excusa tiene de generosidad; pero contentarse con ser mediano en el último, pudiendo ser excelente en el primero, no la tiene. Requiérense, pues, naturaleza y arte, y sella la aplicación.
19. No entrar con sobrada expectación. Ordinario desaire de todo lo muy celebrado antes, no llegar después al exceso de lo concebido. Nunca lo verdadero pudo alcanzar a lo imaginado, porque el fingirse las perfecciones es fácil, y muy dificultoso el conseguirlas. Cásase la imaginación con el deseo, y concibe siempre mucho más de lo que las cosas son. Por grandes que sean las excelencias, no bastan a satisfacer el concepto, y como le hallan engañado con la exorbitante expectación, más presto le desengañan que le admiran. La esperanza es gran falsificadora de la verdad: corríjala la cordura, procurando que sea superior la fruición al deseo. Unos principios de crédito sirven de despertar la curiosidad, no de empeñar el objeto. Mejor sale cuando la realidad excede al concepto y es más de lo que se creyó. Faltará esta regla en lo malo, pues le ayuda la misma exageración; desmiéntela con aplauso, y aun llega a parecer tolerable lo que se temió extremo de ruin.
20. Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos, aunque le tuvieron, no acertaron a lograrle. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso. Pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno; y si este no es su siglo, muchos otros lo serán.
21. Arte para ser dichoso. Reglas hay de ventura, que no toda es acasos para el sabio; puede ser ayudada de la industria. Conténtanse algunos con ponerse de buen aire a las puertas de la fortuna y esperan a que ella obre. Mejor otros, pasan adelante y válense de la cuerda audacia, que en alas de su virtud y valor puede dar alcance a la dicha, y lisonjearla eficazmente. Pero, bien filosofado, no hay otro arbitrio sino el de la virtud y atención, porque no hay más dicha ni más desdicha que prudencia o imprudencia.
22. Hombre de plausibles noticias. Es munición de discretos la cortesana gustosa erudición: un práctico saber de todo lo corriente, más a lo noticioso, menos a lo vulgar. Tener una sazonada copia de sales en dichos, de galantería en hechos, y saberlos emplear en su ocasión, que salió a veces mejor el aviso en un chiste que en el más grave magisterio. Sabiduría conversable valioles más a algunos que todas las siete, con ser tan liberales.
23. No tener algún desdoro. El sino de la perfección. Pocos viven sin achaque, así en lo moral como en lo natural, y se apasionan por ellos pudiendo curar con facilidad. Lastímase la ajena cordura de que tal vez a una sublime universalidad de prendas se le atreva un mínimo defecto, y basta una nube a eclipsar todo un sol. Son lunares de la reputación, donde para luego, y aun repara, la malevolencia. Suma destreza sería convertirlos en realces. De esta suerte supo César laurear el natural desaire.
24. Templar la imaginación. Unas veces corrigiéndola, otras ayudándola, que es el todo para la felicidad, y aun ajusta la cordura. Da en tirana: ni se contenta con la especulación, sino que obra, y aun suele señorearse de la vida, haciéndola gustosa o pesada, según la necedad en que da, porque hace descontentos o satisfechos de sí mismos. Representa a unos continuamente penas, hecha verdugo casero de necios. Propone a otros felicidades y aventuras con alegre desvanecimiento. Todo esto puede, si no la enfrena la prudentísima sindéresis.
25. Buen entendedor. Arte era de artes saber discurrir: ya no basta, menester es adivinar, y más en desengaños. No puede ser entendido el que no fuere buen entendedor. Hay zahoríes del corazón y linces de las intenciones. Las verdades que más nos importan vienen siempre a medio decir; recíbanse del atento a todo entender: en lo favorable, tirante la rienda a la credulidad; en lo odioso, picarla.
BALTASAR GRACIÁN
L'homme de cour
I. Tout est maintenant au point de sa perfection, et l’habile homme au plus haut.
Il faut aujourd’hui plus de conditions pour faire un sage, qu’il n’en fallut anciennement pour en faire sept ; et il faut en ce temps-ci plus d’habileté pour traiter avec un seul homme, qu’il n’en fallait autrefois pour traiter avec tout un peuple.
II. L’esprit et le génie.
Ce sont les deux points où consiste la réputation de l’homme. Avoir l’un sans l’autre, ce n’est être heureux qu’à demi. Ce n’est pas assez que d’avoir bon entendement, il faut encore du génie. C’est le malheur ordinaire des malhabiles gens de se tromper dans le choix de leur profession, de leurs amis, et de leur demeure.
III. Ne se point ouvrir, ni déclarer.
L’admiration que l’on a pour la nouveauté est ce qui fait estimer les succès. Il n’y a point d’utilité, ni de plaisir, à jouer à jeu découvert. De ne se pas déclarer incontinent, c’est le moyen de tenir les esprits en suspens, surtout dans les choses importantes, qui font l’objet de l’attente universelle. Cela fait croire qu’il y a du mystère en tout, et le secret excite la vénération. Dans la manière de s’expliquer, on doit éviter de parler trop clairement ; et, dans la conversation, il ne faut pas toujours parler à cœur ouvert. Le silence est le sanctuaire de la prudence. Une résolution déclarée ne fut jamais estimée. Celui qui se déclare s’expose à la censure, et, s’il ne réussit pas, il est doublement malheureux. Il faut donc imiter le procédé de Dieu, qui tient tous les hommes en suspens.
IV. Le savoir et la valeur font réciproquement les grands hommes.
Ces deux qualités rendent les hommes immortels, parce qu’elles le sont. L’homme n’est grand qu’autant qu’il sait ; et, quand il sait, il peut tout. L’homme qui ne sait rien, c’est le monde en ténèbres. La prudence et la force sont ses yeux et ses mains. La science est stérile, si la valeur ne l’accompagne.
V. Se rendre toujours nécessaire.
Ce n’est pas le doreur qui fait un Dieu, c’est l’adorateur. L’homme d’esprit aime mieux trouver des gens dépendants que des gens reconnaissants. Tenir les gens en espérance, c’est courtoisie ; se fier à leur reconnaissance, c’est simplicité. Car il est aussi ordinaire à la reconnaissance d’oublier, qu’à l’espérance de se souvenir. Vous tirez toujours plus de celle-ci que de l’autre. Dès que l’on a bu, l’on tourne le dos à la fontaine ; dès qu’on a pressé l’orange, on la jette à terre. Quand la dépendance cesse, la correspondance cesse aussi, et l’estime avec elle. C’est donc une leçon de l’expérience, qu’il faut faire en sorte qu’on soit toujours nécessaire, et même à son prince ; sans donner pourtant dans l’excès de se taire pour faire manquer les autres, ni rendre le mal d’autrui incurable pour son propre intérêt.
VI. L’homme au comble de sa perfection
Il ne naît pas tout fait, il se perfectionne de jour en jour dans ses mœurs et dans son emploi, jusqu’à ce qu’il arrive enfin au point de la consommation. Or l’homme consommé se reconnaît à ces marques : au goût fin, au discernement, à la solidité du jugement, à la docilité de la volonté, à la circonspection des paroles et des actions. Quelques-uns n’arrivent jamais à ce point, il leur manque toujours je ne sais quoi ; et d’autres n’y arrivent que tard.
VII. Se bien garder de vaincre son maître
Toute supériorité est odieuse ; mais celle d’un sujet sur son prince est toujours folle, ou fatale. L’homme adroit cache des avantages vulgaires, ainsi qu’une femme modeste déguise sa beauté sous un habit négligé. Il se trouvera bien qui voudra céder en bonne fortune, et en belle humeur ; mais personne qui veuille céder en esprit, encore moins un souverain. L’esprit est le roi des attributs, et, par conséquent, chaque offense qu’on lui fait est un crime de lèse-majesté. Les souverains le veulent être en tout ce qui est le plus éminent. Les princes veulent bien être aidés, mais non surpassés. Ceux qui les conseillent doivent parler comme des gens qui les font souvenir de ce qu’ils oubliaient, et non point comme leur enseignant ce qu’ils ne savaient pas. C’est une leçon que nous font les astres qui, bien qu’ils soient les enfants du soleil, et tout brillants, ne paraissent jamais en sa compagnie.
VIII. L’homme qui ne se passionne jamais
C’est la marque de la plus grande sublimité d’esprit, puisque c’est par là que l’homme se met au-dessus de toutes les impressions vulgaires. Il n’y a point de plus grande seigneurie que celle de soi-même, et de ses passions. C’est là qu’est le triomphe du franc-arbitre. Si jamais la passion s’empare de l’esprit, que ce soit sans faire tort à l’emploi, surtout si c’en est un considérable. C’est le moyen de s’épargner bien des chagrins, et de se mettre en haute réputation.
IX. Démentir les défauts de sa nation
L’eau prend les bonnes ou mauvaises qualités des mines par où elle passe, et l’homme celles du climat où il naît. Les uns doivent plus que les autres à leur patrie, pour y avoir rencontré une plus favorable étoile. Il n’y a point de nation, si polie qu’elle soit, qui n’ait quelque défaut originel que censurent ses voisins, soit par précaution, ou par émulation. C’est une victoire d’habile homme de corriger, ou du moins de faire mentir la censure de ces défauts. L’on acquiert par là le renom glorieux d’être unique, et cette exemption du défaut commun est d’autant plus estimée que personne ne s’y attend. Il y a aussi des défauts de famille, de profession, d’emploi, et d’âge qui, venant à se trouver tous dans un même sujet, en font un monstre insupportable, si l’on ne les prévient de bonne heure.
X. Fortune et renommée
L’une a autant d’inconstance que l’autre a de fermeté. La première sert durant la vie, et la seconde après. L’une résiste à l’envie, l’autre à l’oubli. La fortune se désire, et se fait quelquefois avec l’aide des amis ; la renommée se gagne à force d’industrie. Le désir de la réputation naît de la vertu. La renommée a été et est la sœur des géants : elle va toujours par les extrémités de l’applaudissement, ou de l’exécration.
XI. Traiter avec ceux de qui l’on peut apprendre.
La conversation familière doit servir d’école d’érudition et de politesse. De ses amis, il en faut faire ses maîtres, assaisonnant le plaisir de converser de l’utilité d’apprendre. Entre les gens d’esprit la jouissance est réciproque. Ceux qui parlent sont payés de l’applaudissement qu’on donne à ce qu’ils disent ; et ceux qui écoutent, du profit qu’ils en reçoivent. Notre intérêt propre nous porte à converser. L’homme d’entendement fréquente les bons courtisans, dont les maisons sont plutôt les théâtres de l’héroïsme que les palais de la vanité. Il y a des hommes qui, outre qu’ils sont eux-mêmes des oracles qui instruisent autrui par leur exemple, ont encore ce bonheur que leur cortège est une académie de prudence et de politesse.
XII. La nature et l’art ; la matière et l’ouvrier.
Il n’y a point de beauté sans aide, ni de perfection qui ne donne dans le barbarisme, si l’art n’y met la main. L’art corrige ce qui est mauvais, et perfectionne ce qui est bon. D’ordinaire, la nature nous épargne le meilleur, afin que nous ayons recours à l’art. Sans l’art, le meilleur naturel est en friche ; et, quelque grands que soient les talents d’un homme, ce ne sont que des demi-talents, s’ils ne sont pas cultivés. Sans l’art, l’homme ne fait rien comme il faut, et est grossier en tout ce qu’il fait.
XIII. Procéder quelquefois finement, quelquefois rondement.
La vie humaine est un combat contre la malice de l’homme même. L’homme adroit y emploie pour armes les stratagèmes de l’intention. Il ne fait jamais ce qu’il montre avoir envie de faire ; il mire un but, mais c’est pour tromper les yeux qui le regardent. Il jette une parole en l’air, et puis il fait une chose à quoi personne ne pensait. S’il dit un mot, c’est pour amuser l’attention de ses rivaux, et, dès qu’elle est occupée à ce qu’ils pensent, il exécute aussitôt ce qu’ils ne pensaient pas. Celui donc qui veut se garder d’être trompé prévient la ruse ,-le son compagnon par de bonnes réflexions. Il entend toujours le contraire de ce qu’on veut qu’il entende, et, par là, il découvre incontinent la feinte. Il laisse passer le premier coup, pour attendre de pied ferme le second, ou le troisième. Et puis, quand son artifice est connu, il raffine sa dissimulation, en se servant de la vérité même pour tromper. Il change de jeu et de batterie, pour changer de ruse. Son artifice est de n’en avoir plus, et toute sa finesse est de passer de la dissimulation précédente à la candeur. Celui qui l’observe, et qui a de la pénétration, connaissant l’adresse de son rival, se tient sur ses gardes, et découvre les ténèbres revêtues de la lumière. Il déchiffre un procédé d’autant plus caché que tout y est sincère. Et c’est ainsi que la finesse de Python combat contre la candeur d’Apollon.
XIV. La chose et la manière.
Ce n’est pas assez que la substance, il y faut aussi la circonstance. Une mauvaise manière gâte tout, elle défigure même la justice et la raison. Au contraire, une belle manière supplée à tout, elle dore le refus, elle adoucit ce qu’il y a d’aigre dans la vérité, elle ôte les rides à la vieillesse. Le comment fait beaucoup en toutes choses. Une manière dégagée enchante les esprits, et fait tout l’ornement de la vie.
XV. Se servir d’esprits auxiliaires.
C’est où consiste le bonheur des grands que d’avoir auprès d’eux des gens d’esprit qui les tirent de l’embarras de l’ignorance en leur débrouillant les affaires. De nourrir des sages, c’est une grandeur qui surpasse le faste barbare de ce Tigrané qui affectait de se faire servir par les rois qu’il avait vaincus. C’est un nouveau genre de domination que de faire par adresse nos serviteurs de ceux que la nature a fait nos maîtres. L’homme a beaucoup à savoir, et peu à vivre ; et il ne vit pas s’il ne sait rien. C’est donc une singulière adresse d’étudier sans qu’il en coûte, et d’apprendre beaucoup en apprenant de tous. Après cela, vous voyez un homme parler dans une assemblée par l’esprit de plusieurs ; ou plutôt ce sont autant de sages qui parlent par sa bouche, qu’il y en a qui l’ont instruit auparavant. Ainsi, le travail d’autrui le fait passer pour un oracle, attendu que ces sages lui dressent sa leçon, et lui distillent leur savoir en quintessence. Au reste, que celui qui ne pourra avoir la sagesse pour servante tâche du moins de l’avoir pour compagne.
XVI. Le savoir et la droite intention.
L’un et l’autre ensemble sont la source des bons succès. Un bon entendement avec une mauvaise volonté, c’est un mariage monstrueux. La mauvaise intention est le poison de la vie humaine, et, quand elle est secondée du savoir, elle en fait plus de mal. C’est une malheureuse habileté que celle qui s’emploie à faire mal. La science dépourvue de bon sens est une double folie.
XVII. Ne pas tenir toujours un même procédé.
Il est bon de varier, pour frustrer la curiosité, surtout celle de vos envieux. Car, s’ils viennent à remarquer l’uniformité de vos actions, ils préviendront et, par conséquent, ils feront avorter vos entreprises. Il est aisé de tuer l’oiseau qui vole droit, mais non celui qui n’a point de vol réglé. Il ne faut pas aussi toujours ruser, car, au second coup, la ruse serait découverte. La malice est aux aguets, il faut beaucoup d’adresse pour se défaire d’elle. Le fin joueur ne joue jamais la carte qu’attend son adversaire, encore moins celle qu’il désire.
XVIII. L’application et le génie.
Personne ne saurait être éminent, s’il n’a l’un et l’autre. Lorsque ces deux parties concourent ensemble, elles font un grand homme. Un esprit médiocre qui s’applique va plus loin qu’un esprit sublime qui ne s’applique pas. La réputation s’acquiert à force de travail. Ce qui coûte peu ne vaut guère. L’application a manqué à quelques-uns, et même dans les plus hauts emplois. Tant il est rare de forcer son génie ! Aimer mieux être médiocre dans un emploi sublime qu’excellent dans un médiocre, c’est un désir que la générosité rend excusable. Mais celui-là ne l’est point, qui se contente d’être médiocre dans un petit emploi, lorsqu’il pourrait exceller dans un grand. Il faut donc avoir l’art et le génie, et puis l’application y met la dernière main.
XIX. N’être point trop prôné par les bruits de la renommée.
C’est le malheur ordinaire de tout ce qui a été bien vanté, de n’arriver jamais au point de perfection que l’on s’était imaginé. La réalité n’a jamais pu égaler l’imagination, d’autant qu’il est aussi difficile d’avoir toutes les perfections qu’il est aisé d’en avoir l’idée. Comme l’imagination a le désir pour époux, elle conçoit toujours beaucoup au delà de ce que les choses sont en effet. Quelque grandes que soient les perfections, elles ne contentent jamais l’idée. Et, comme chacun se trouve frustré de son attente, l’on se désabuse au lieu d’admirer. L’espérance falsifie toujours la vérité. C’est pourquoi la prudence doit la corriger, en faisant en sorte que la jouissance surpasse le désir. Certains commencements de crédit servent à réveiller la curiosité, mais sans engager l’objet. Quand l’effet surpasse l’idée et l’attente, cela fait plus d’honneur. Cette règle est fausse pour le mal, à qui la même exagération sert à démentir la médisance ou la calomnie avec plus d’applaudissement, en faisant paraître tolérable ce qu’on croyait être l’extrémité même du mal.
XX. L’homme dans son siècle.
Les gens d’éminent mérite dépendent des temps. Il ne leur est pas venu à tous celui qu’ils méritaient ; et, de ceux qui l’ont eu, plusieurs n’ont pas eu le bonheur d’en profiter. D’autres ont été dignes d’un meilleur siècle. Témoignage que tout ce qui est bon ne triomphe pas toujours. Les choses du monde ont leurs saisons, et ce qu’il y a de plus éminent est sujet à la bizarrerie de l’usage. Mais le sage a toujours cette consolation qu’il est éternel ; car, si son siècle lui est ingrat, les siècles suivants lui font justice.
XXI. L’art d’être heureux.
Il y a des règles de bonheur, et le bonheur n’est pas toujours fortuit à l’égard du sage ; son industrie y peut aider. Quelques-uns se contentent de se tenir à la porte de la fortune, en bonne posture, et attendent qu’elle leur ouvre. D’autres font mieux, ils passent plus avant, à la faveur de leur hardiesse et de leur mérite, et tôt ou tard ils gagnent la fortune, à force de la cajoler. Mais, à bien philosopher, il n’y a point d’autre arbitre que celui de la vertu et de l’application ; car, comme l’imprudence est la source de toutes les disgrâces de la vie, la prudence en fait tout le bonheur.
XXII. Être homme de mise.
L’érudition galante est la provision des honnêtes gens. La connaissance de toutes les affaires du temps, les bons mots dits à propos, les façons de faire agréables, font l’homme à la mode ; et, plus il a de tout cela, moins il tient du vulgaire. Quelquefois un signe, ou un geste, fait plus d’impression que toutes les leçons d’un maître sévère. L’art de converser a plus servi à quelques-uns que les sept arts libéraux ensemble.
XXIII. N’avoir point de tache.
À toute perfection il y a un si, ou un mais. Il y a très peu de gens qui soient sans défauts, soit dans les mœurs, ou dans le corps. Mais il y en a beaucoup qui font vanité de ces défauts, qu’il leur serait aisé de corriger. Quand on voit le moindre défaut dans un homme accompli, l’on dit que c’est dommage, parce qu’il ne faut qu’un nuage pour éclipser tout le soleil. Ces défauts sont des taches, où l’envie s’attache d’abord pour contrôler. Ce serait un grand coup d’habileté de les changer en perfections, comme fit Jules César qui, étant chauve, couvrit ce défaut de l’ombre de ses lauriers.
XXIV. Modérer son imagination.
Le vrai moyen de vivre heureux, et d’être toujours estimé sage, est, ou de la corriger, ou de la ménager. Autrement, elle prend un empire tyrannique sur nous, et, sortant des bornes de la spéculation, elle se rend si fort la maîtresse que la vie est heureuse ou malheureuse selon les différentes idées qu’elle nous imprime. Car il y en a à qui elle ne représente que des peines, et dont la folie la fait devenir leur bourreau domestique ; et d’autres à qui elle ne propose que des plaisirs et des grandeurs, se plaisant à les divertir en songe. Voilà tout ce que peut l’imagination, quand la raison ne la tient pas en bride.
XXV. Être bon entendeur.
Savoir discourir, c’était autrefois la science des sciences ; aujourd’hui cela ne suffit pas, il faut deviner, et surtout en matière de se désabuser. Qui n’est pas bon entendeur ne peut pas être bien entendu. Il y a des espions du cœur et des intentions. Les vérités qui nous importent davantage ne sont jamais dites qu’à demi. Que l’homme d’esprit en prenne tout le sens, serrant la bride à la crédulité dans ce qui paraît avantageux, et" la lâchant à la créance de ce qui est odieux.