domingo, 31 de julio de 2011
Paul Iribe: Los vestidos de Paul Poiret
Garcilaso de la Vega y Juan María Maury
ÉGLOGA I
El dulce lamentar de dos pastores,
Salicio juntamente y Nemoroso,
he de contar, sus quejas imitando;
cuyas ovejas al cantar sabroso
estaban muy atentas, los amores,
(de pacer olvidadas) escuchando.
Tú, que ganaste obrando
un nombre en todo el mundo
y un grado sin segundo,
agora estés atento sólo y dado
el ínclito gobierno del estado
Albano; agora vuelto a la otra parte,
resplandeciente, armado,
representando en tierra el fiero Marte;
agora de cuidados enojosos
y de negocios libre, por ventura
andes a caza, el monte fatigando
en ardiente jinete, que apresura
el curso tras los ciervos temerosos,
que en vano su morir van dilatando;
espera, que en tornando
a ser restituido
al ocio ya perdido,
luego verás ejercitar mi pluma
por la infinita innumerable suma
de tus virtudes y famosas obras,
antes que me consuma,
faltando a ti, que a todo el mondo sobras.
En tanto que este tiempo que adivino
viene a sacarme de la deuda un día,
que se debe a tu fama y a tu gloria
(que es deuda general, no sólo mía,
mas de cualquier ingenio peregrino
que celebra lo digno de memoria),
el árbol de victoria,
que ciñe estrechamente
tu gloriosa frente,
dé lugar a la hiedra que se planta
debajo de tu sombra, y se levanta
poco a poco, arrimada a tus loores;
y en cuanto esto se canta,
escucha tú el cantar de mis pastores.
Saliendo de las ondas encendido,
rayaba de los montes al altura
el sol, cuando Salicio, recostado
al pie de un alta haya en la verdura,
por donde un agua clara con sonido
atravesaba el fresco y verde prado,
él, con canto acordado
al rumor que sonaba,
del agua que pasaba,
se quejaba tan dulce y blandamente
como si no estuviera de allí ausente
la que de su dolor culpa tenía;
y así, como presente,
razonando con ella, le decía:
Salicio:
¡Oh más dura que mármol a mis quejas,
y al encendido fuego en que me quemo
más helada que nieve, Galatea!,
estoy muriendo, y aún la vida temo;
témola con razón, pues tú me dejas,
que no hay, sin ti, el vivir para qué sea.
Vergüenza he que me vea
ninguno en tal estado,
de ti desamparado,
y de mí mismo yo me corro agora.
¿De un alma te desdeñas ser señora,
donde siempre moraste, no pudiendo
de ella salir un hora?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
El sol tiende los rayos de su lumbre
por montes y por valles, despertando
las aves y animales y la gente:
cuál por el aire claro va volando,
cuál por el verde valle o alta cumbre
paciendo va segura y libremente,
cuál con el sol presente
va de nuevo al oficio,
y al usado ejercicio
do su natura o menester le inclina,
siempre está en llanto esta ánima mezquina,
cuando la sombra el mondo va cubriendo,
o la luz se avecina.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
¿Y tú, de esta mi vida ya olvidada,
sin mostrar un pequeño sentimiento
de que por ti Salicio triste muera,
dejas llevar (¡desconocida!) al viento
el amor y la fe que ser guardada
eternamente sólo a mí debiera?
¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera,
(pues ves desde tu altura
esta falsa perjura
causar la muerte de un estrecho amigo)
no recibe del cielo algún castigo?
Si en pago del amor yo estoy muriendo,
¿qué hará el enemigo?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
Por ti el silencio de la selva umbrosa,
por ti la esquividad y apartamiento
del solitario monte me agradaba;
por ti la verde hierba, el fresco viento,
el blanco lirio y colorada rosa
y dulce primavera deseaba.
¡Ay, cuánto me engañaba!
¡Ay, cuán diferente era
y cuán de otra manera
lo que en tu falso pecho se escondía!
Bien claro con su voz me lo decía
la siniestra corneja, repitiendo
la desventura mía.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
(reputándolo yo por desvarío)
vi mi mal entre sueños, desdichado!
Soñaba que en el tiempo del estío
llevaba, por pasar allí la sienta,
a beber en el Tajo mi ganado;
y después de llegado,
sin saber de cuál arte,
por desusada parte
y por nuevo camino el agua se iba;
ardiendo yo con la calor estiva,
el curso enajenado iba siguiendo
del agua fugitiva.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?
¿Cuál es el cuello que, como en cadena,
de tus hermosos brazos anudaste?
No hay corazón que baste,
aunque fuese de piedra,
viendo mi amada hiedra,
de mí arrancada, en otro muro asida,
y mi parra en otro olmo entretejida,
que no se esté con llanto deshaciendo
hasta acabar la vida.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
¿Qué no se esperará de aquí adelante,
por difícil que sea y por incierto?
O ¿qué discordia no será juntada?,
y juntamente ¿qué tendrá por cierto,
o qué de hoy más no temerá el amante,
siendo a todo materia por ti dada?
Cuando tú enajenada
de mi cuidado fuiste,
notable causa diste,
y ejemplo a todos cuantos cubre el cielo,
que el más seguro tema con recelo
perder lo que estuviere poseyendo.
Salid fuera sin duelo,
salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
Materia diste al mundo de esperanza
de alcanzar lo imposible y no pensado,
y de hacer juntar lo diferente,
dando a quien diste el corazón malvado,
quitándolo de mí con tal mudanza
que siempre sonará de gente en gente.
La cordera paciente
con el lobo hambriento
hará su ayuntamiento,
y con las simples aves sin ruido
harán las bravas sierpes ya su nido;
que mayor diferencia comprendo
de ti al que has escogido.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
Siempre de nueva leche en el verano
y en el invierno abundo; en mi majada
la manteca y el queso está sobrado;
de mi cantar, pues, yo te vi agradada
tanto que no pudiera el mantuano
Títiro ser de ti más alabado.
No soy, pues, bien mirado,
tan disforme ni feo;
que aún agora me veo
en esta agua que corre clara y pura,
y cierto no trocara mi figura
con ese que de mí se está riendo;
¡trocara mi ventura!
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
¿Cómo te vine en tanto menosprecio?
¿Cómo te fui tan presto aborrecible?
¿Cómo te faltó en mí el conocimiento?
Si no tuvieras condición terrible,
siempre fuera tenido de ti en precio,
y no viera de ti este apartamiento.
¿No sabes que sin cuento
buscan en el estío
mis ovejas el frío
de la sierra de Cuenca, y el gobierno
del abrigado Estremo en el invierno?
Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo
me estoy en llanto eterno!
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
Con mi llorar las piedras enternecen
su natural dureza y la quebrantan;
los árboles parece que se inclinan:
las aves que me escuchan, cuando cantan,
con diferente voz se condolecen,
y mi morir cantando me adivinan.
Las fieras, que reclinan
su cuerpo fatigado,
dejan el sosegado
sueño por escuchar mi llanto triste.
Tú sola contra mí te endureciste,
los ojos aún siquiera no volviendo
a lo que tú hiciste.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
Mas ya que a socorrerme aquí no vienes,
no dejes el lugar que tanto amaste,
que bien podrás venir de mí segura;
yo dejaré el lugar do me dejaste;
ven, si por sólo esto te detienes;
ves aquí un prado lleno de verdura,
ves aquí una espesura,
ves aquí una agua clara,
en otro tiempo cara,
a quien de ti con lágrimas me quejo.
Quizá aquí hallarás (pues yo me alejo)
al que todo mi bien quitarme puede;
que pues el bien le dejo,
no es mucho que el lugar también le quede.
Aquí dio fin a su cantar Salicio,
y suspirando en el postrero acento,
soltó de llanto una profunda vena.
Queriendo el monte al grave sentimiento
de aquel dolor en algo ser propicio,
con la pesada voz retumba y suena.
La blanca Filomena,
casi como dolida
y a compasión movida,
dulcemente responde al son lloroso.
Lo que cantó tras esto Nemoroso
decidlo vos Piérides, que tanto
no puedo yo, ni oso,
que siento enflaquecer mi débil canto.
Nemoroso:
Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas,
verde prado, de fresca sombra lleno,
aves que aquí sembráis vuestras querellas,
hiedra que por los árboles caminas,
torciendo el paso por su verde seno:
yo me vi tan ajeno
del grave mal que siento,
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.
Y en este mismo valle, donde agora
me entristezco y me canso, en el reposo
estuve ya contento y descansado.
¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
Acuérdome, durmiendo aquí alguna hora,
que despertando, a Elisa vi a mi lado.
¡Oh miserable hado!
¡Oh tela delicada,
antes de tiempo dada
a los agudos filos de la muerte!
Más convenible fuera aquesta suerte
a los cansados años de mi vida,
que es más que el hierro fuerte,
pues no la ha quebrantado tu partida.
¿Dó están agora aquellos claros ojos
que llevaban tras sí, como colgada,
mi ánima doquier que ellos se volvían?
¿Dó está la blanca mano delicada,
llena de vencimientos y despojos
que de mí mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían
con gran desprecio al oro,
como a menor tesoro,
¿adónde están? ¿Adónde el blando pecho?
¿Dó la columna que el dorado techo
con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se encierra,
por desventura mía,
en la fría, desierta y dura tierra.
¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver con largo apartamiento
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?
El cielo en mis dolores
cargó la mano tanto,
que a sempiterno llanto
y a triste soledad me ha condenado;
y lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa.
Después que nos dejaste, nunca pace
en hartura el ganado ya, ni acude
el campo al labrador con mano llena.
No hay bien que en mal no se convierta y mude:
la mala hierba al trigo ahoga, y nace
en lugar suyo la infelice avena;
la tierra, que de buena
gana nos producía
flores con que solía
quitar en sólo vellas mil enojos,
produce agora en cambio estos abrojos,
ya de rigor de espinas intratable;
yo hago con mis ojos
crecer, llorando, el fruto miserable.
Como al partir del sol la sombra crece,
y en cayendo su rayo se levanta
la negra escuridad que el mundo cubre,
de do viene el temor que nos espanta,
y la medrosa forma en que se ofrece
aquello que la noche nos encubre,
hasta que el sol descubre
su luz pura y hermosa:
tal es la tenebrosa
noche de tu partir, en que he quedado
de sombra y de temor atormentado,
hasta que muerte el tiempo determine
que a ver el deseado
sol de tu clara vista me encamine.
Cual suele el ruiseñor con triste canto
quejarse, entre las hojas escondido,
del duro labrador, que cautamente
le despojó su caro y dulce nido
de los tiernos hijuelos, entre tanto
que del amado ramo estaba ausente,
y aquel dolor que siente
con diferencia tanta
por la dulce garganta
despide, y a su canto el aire suena,
y la callada noche no refrena
su lamentable oficio y sus querellas,
trayendo de su pena
al cielo por testigo y las estrellas;
desta manera suelto yo la rienda
a mi dolor, y así me quejo en vano
de la dureza de la muerte airada.
Ella en mi corazón metió la mano,
y de allí me llevó mi dulce prenda,
que aquél era su nido y su morada.
¡Ay muerte arrebatada!
Por ti me estoy quejando
al cielo y enojando
con importuno llanto al mundo todo:
tan desigual dolor no sufre modo.
No me podrán quitar el dolorido
sentir, si ya del todo
primero no me quitan el sentido.
Una parte guardé de tus cabellos,
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan;
descójolos, y de un dolor tamaño
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan.
Sin que de allí se partan,
con sospiros calientes,
más que la llama ardientes,
los enjugo del llanto, y de consuno
casi los paso y cuento uno a uno;
juntándolos, con un cordón los ato.
Tras esto el importuno
dolor me deja descansar un rato.
Mas luego a la memoria se me ofrece
aquella noche tenebrosa, escura,
que siempre aflige esta ánima mezquina
con la memoria de mi desventura
Verte presente agora me parece
en aquel duro trance de Lucina,
y aquella voz divina,
con cuyo son y acentos
a los airados vientos
pudieras amansar, que agora es muda.
Me parece que oigo que a la cruda,
inexorable diosa demandabas
en aquel paso ayuda;
y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?
¿Ibate tanto en perseguir las fieras?
¿Ibate tanto en un pastor dormido?
¿Cosa pudo bastar a tal crüeza,
que, conmovida a compasión, oído
a los votos y lágrimas no dieras,
por no ver hecha tierra tal belleza,
o no ver la tristeza
en que tu Nemoroso
queda, que su reposo
era seguir tu oficio, persiguiendo
las fieras por los monte, y ofreciendo
a tus sagradas aras los despojos?
¿Y tú, ingrata, riendo
dejas morir mi bien ante los ojos?
Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos,
do descansar y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?
Nunca pusieran fin al triste lloro
los pastores, ni fueran acabadas
las canciones que sólo el monte oía,
si mirando las nubes coloradas,
al tramontar del sol bordadas de oro,
no vieran que era ya pasado el día,
la sombra se veía
venir corriendo apriesa
ya por la falda espesa
del altísimo monte, y recordando
ambos como de sueño, y acabando
el fugitivo sol, de luz escaso,
su ganado llevando,
se fueran recogiendo paso a paso.
SALICE ET NÉMORIN
ÉGLOGUE LYRIQUE
Je vais de deux bergers, Némorin et Salice,
Répéter les douleurs et les concerts rivaux ;
Leurs troupeaux en goûtaient les sons avec délice,
Oubliant la douceur des herbages nouveaux.
Toi, par d'heureux travaux,
Par ton nom, par toi-même,
Honneur du rang suprême :
Soit que, dans le repos, tu médites, admis
Aux soins du diadème,
Soit, magnanime Alban, qu'à nos fiers ennemis
Tu montres l'autre Mars, à l'Espagne promis ;
Soit que, dans une trêve aux soucis de la gloire
Tu presses de tes jeux les hôtes des forêts,
Que ton coursier, sous toi respirant la Victoire,
Lasse et livre à la mort l'ennemi des guérets,
Accueille mes regrets.
Le jour n'est pas encore
Où, libre et plus sonore,
Ma lyre, dans le calme, osera d'autres airs,
Avant que me dévore
La flamme qui m'anime, et dérobe à mes vers
Les vertus du héros qui remplit l'univers.
En attendant que brille un jour, dont la Fortune
Laisse entrevoir l'aurore à mes avides yeux,
Et qu'il m'acquitte enfin de la dette commune,
Imposée au talent par tes faits glorieux,
Que l'arbre aimé des cieux,
Dont la feuille te donne
Ta brillante couronne,
Du lierre timide aide les nœuds légers,
Et d'ombre l'environne :
Mes chants sauront te suivre à travers les dangers ;
Écoute, cependant, les chants de mes bergers.
Se dégageant des flots, radieux et superbe,
Le soleil éclairait les sommets obscurcis,
Lorsqu'auprès d'un ruisseau qui serpente dans l'herbe,
Salice, tristement sous des saules assis,
Du courant indécis
Au paisible murmure,
Se plaint d'une parjure :
Quoiqu'absente, il lui parle ; encor que rebuté,
Toujours il la conjure :
Et cet amant naïf, en sa simplicité,
Déplore ainsi l'état où l'amour l'a jeté :
«Insensible à mes maux, Galatée inhumaine,
Tu me quittes, je meurs, et c'est là mon désir :
Pourquoi vivre sans toi ? Cette aurore ramène
Un jour riant, partout quelque espoir à saisir,
Quelque espoir de plaisir ;
Jour et nuit, à toute heure,
Il faudra que je pleure.
Mais toi, quand tu trahis l'amour et ton serment,
N'importe que j'en meure,
Ne crains-tu pas du ciel le juste châtiment ?
Mes larmes, sur tous deux coulez également.
«Pour toi j'aimais des bois la sombre solitude,
Les près, les eaux, les fleurs, tout ce qui te plaisait :
Quelle était de ton cœur alors l'ingratitude ?
La sinistre corneille en vain me le disait ;
Un songe m'instruisait :
C'était ma triste histoire ;
Je refusai d'y croire :
Je venais abreuver mon troupeau, mais toujours
Sitôt qu'il voulait boire,
Le Tage s'enfuyait par de nouveaux détours,
Et moi, tout haletant, j'en poursuivais le cours.
«Pour quelle oreille encor ta voix s'adoucit-elle ?
Quels yeux cherchent tes yeux ? Pour qui m'as-tu laissé ?
Sur qui se reporta la foi d'une infidèle ?
Quel ormeau reverdit de ma vigne embrassé?
Ah ! tout est renversé :
Le nœud qui vous assemble
Promet d'unir ensemble
Le serpent et l'oiseau, les loups et les brebis.
Que tout le monde tremble
D'un sort heureux, qui mène à ces revers subits :
Mes pleurs, seuls vous n'aurez ni retours, ni répits.
«Tu me quittes ! Pourtant, le berger de Mantoue
Après moi, disais-tu, ne serait plus cité :
J'ai des produits certains; plus d'un canton avoue
De mes troupeaux nombreux la race et la beauté :
Guadarrame en été,
Et, pendant la froidure,
Les champs d'Estrémadure ;
Né d'honnêtes parents, Salice a de l'honneur ;
Sans vanter ma figure,
Je ne changerais pas avec ton suborneur ;
Mais son bonheur... oh! oui, je voudrais son bonheur.
«Peux-tu m'abandonner sachant combien je t'aime ?
Régneras-tu jamais sur un cœur plus soumis ?
Déchu de ta faveur, j'ai honte de moi-même;
J'évite l'entretien de proches et d'amis.
Et tu te raffermis
Dans ta rigueur barbare !
Tu te montres avare
D'un regard, le dernier jeté sur mes douleurs!
Déjà tout le déclare :
Le chant des oiseaux même annonce que je meurs.
Coulez, je prie en vain, coulez, mes tristes pleurs.
«Écoute, et j'aurai dit : ce gazon sut te plaire ;
De ces arbres parfois tu recherchais l'abri ;
Tu regardais souvent couler cette onde claire ;
Pourquoi répudier des lieux qui t'ont souri ?
Si d'un amant chéri
Tu veux t'y voir suivie,
Satisfais ton envie,
Sans crainte d'y trouver un amant odieux.
À qui m'ôte la vie
Je puis céder la place. Allons, mes tristes yeux,
Il nous faut, pour pleurer, adopter d'autres lieux.»
Ainsi chanta Salice : à sa voix la montagne
A, de loin, renvoyé des sons compatissants ;
La douce Philomèle à son tour accompagne,
Par ses airs ingénus, les échos gémissants.
Mais de nouveaux accents
Déjà se font entendre :
Plus malheureux, plus tendre,
Némorin modulait des tons plus élevés :
Ah ! qui saura les rendre,
Ces regrets douloureux, ces accords achevés ?
Muses, ce sera vous : seules vous le pouvez.
«Ruisseau, qui dessinas ces rives arrondies,
Arbres, qui vous mirez dans ses limpides eaux,
Oiseaux, qui dans les airs semez vos mélodies,
Plante, qui cheminant vas serrer ces rameaux :
J'étais si loin des maux,
Dont maintenant m'accable
Le sort impitoyable,
Que vous avez suffi pour délecter mon cœur
Comme un rêve agréable,
À l'entour ma pensée errait avec douceur,
Et chaque souvenir rapportait du bonheur.
«Ici, dans les chaleurs, endormi sous un hêtre,
J'avais, en m'éveillant, Élise à mes côtés ;
Où donc est-elle? Où sont ces regards où mon être
Tout entier suspendu, cherchait ses volontés ?
Où sont tant de beautés,
Qu'adore ma mémoire?
Ce sein, ce cou d'ivoire,
Appui du noble faîte élégamment posé,
Ceint de grâce et de gloire ?
Édifice fragile et non moins exposé,
La terre le recouvre, un souffle l’a brisé.
«Élise, qui m'eut dit que ces lieux pleins de charmes,
Aux temps qu'ils nous voyaient rêver à notre amour
Me reverraient sans toi, sans amour, dans les larmes,
Marchant comme privé de la clarté du jour ?
La nature, à l'entour
Comme toi s'est flétrie :
De cette herbé appauvrie
La brebis s'éloignant cherche d'autres gazons ;
Plus de route fleurie ;
La plante parasite envahit les sillons,
Depuis que mon soleil a voilé ses rayons.
«Par tant de souvenirs ma douleur plus active
Doit se rendre importune aux échos de ces champs
Telle du rossignol la compagne plaintive
Remplit les bois voisins de ses regrets touchants.
Elle pleure, en ses chants,
Sa récente couvée,
Qu'à l'écart observée,
Vint enlever du nid l'oiseleur inhumain ;
Tu me fus enlevée
De même, ô chère, amour ! la mort sut le chemin,
Et ce fut dans mon cœur qu'elle enfonça la main.
«Tes cheveux, dont tu sais que j'avais une tresse,
Je les porte attachés à l'un de tes rubans.
Sur ce cœur déchiré je les sens, je les presse,
Et, pour les regarder, quelquefois les reprends :
Que de pleurs j'y répands !
De ma brûlante haleine
L'ardeur les sèche à peine,
Que d'autres flots de pleurs courent les arroser :
Pour divertir ma peine
Je les compte, souvent chacun par un baiser :
Et la douleur me laisse un moment reposer.
«Mais comment oublier cette nuit lamentable,
Cette nuit qui, déjà dévouée au malheur,
De Lucine amenait l'instant inévitable ?
Ton regard égaré, ta mortelle pâleur ?
Ces accents de douleur ?
Ta voix enchanteresse,
Source de tant d'ivresse,
Si déchirante alors ? Je l'entends cette voix
Implorer la déesse,
Et résonner, hélas ! pour la dernière fois !
Et toi, que faisais-tu, divinité des bois ?
«Te fallait-il forcer quelque animal sauvage ?
Du réveil d'un berger pressais-tu le moment?
Pouvais-tu, sans pitié pour mon triste veuvage,
Sans regrets, voir détruire un objet si charmant ?
Vouer à ce tourment
Ton Némorin fidèle,
Celui de qui le zèle
T'honorait à l'égal du plus puissant des dieux ?
Je pleure, et toi, cruelle,
Tu ris : sourde à nos cris tu charmes d'autres lieux,
Laissant tout ce que j'aime expirer à mes yeux.
«Élise, maintenant tes immortelles traces
Vont mesurant des cieux les mouvants cercles d'or :
Mais pourquoi m'oublier? Demande au Dieu des grâces
Que vers toi, comme toi, j'élève mon essor.
Qu'ensemble, ensemble encor,
Nos âmes consolées
Cherchent d'autres allées,
D'autres ruisseaux baignant dans leur paisible cours
D'autres sombres vallées,
Où je puisse te voir et t'entendre toujours,
Sans craindre désormais de perdre mes amours.»
Sans jamais soulager le poids qui les opprime,
D'un long accablement ils sortent tous les deux,
Car, au delà des monts, au-dessous de leur cime,
Le soleil a caché le foyer de ses feux :
Sur un fond nébuleux
Peu d'instants il les lance,
Et l'horizon balance,
Mais l'ombre a, tout à coup, franchi les derniers plans.
Au milieu d'un silence,
Parfois interrompu par leurs troupeaux bêlants,
Les menant devant eux, ils marchent à pas lents.
L'ESPAGNE POÉTIQUE vista por MARIANO JOSÉ DE LARRA, en 1834.
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