sábado, 9 de febrero de 2019

Charles Baudelaire: Querida madre. Carta a Madame Aupick

6 de mayo de 1861.

  Querida madre, si realmente posees instinto maternal y todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso a buscarme. Yo, por mil razones terribles, no puedo ir a Honfleur a buscar lo que tanto querría, un poco de fuerza de ánimo y de mimos. A fines de marzo te escribí: ¿Volveremos a vernos alguna vez? Estaba atravesando una de esas crisis en las que se ve la terrible verdad. No sé lo que daría por pasar unos días junto a ti, junto a ti que eres el único ser del que pende mi vida, ocho días, tres días, algunas horas.
  Tú no lees mis cartas con bastante atención, crees que miento, o por lo menos que exagero cuando hablo de mis desesperaciones, de mi salud, de mi horror por la vida. Te digo que querría verte y que no puedo ir corriendo a Honfleur. Tus cartas contienen muchos errores e ideas falsas que la conversación podría rectificar y que montones de páginas escritas no serían capaces de destruir.
  Cada vez que tomo la pluma para exponerte mi situación, tengo miedo; tengo miedo de matarte, de destruir tu débil cuerpo. Y yo, sin que lo sospeches, estoy constantemente al borde del suicidio. Creo que me quieres apasionadamente; ¡tienes un entendimiento ciego, pero tanta grandeza de carácter! Yo te quise apasionadamente en mi infancia; más tarde, bajo la presión de tus injusticias, te falté el respeto, como si una injusticia materna pudiese autorizar una falta de respeto filial; a menudo me arrepentí de ello, aunque, según mi costumbre, no dije nada. Ya no soy aquel niño ingrato y violento. Largas meditaciones sobre mi destino y tu carácter me han ayudado a comprender todas mis faltas y toda tu generosidad. Pero, en suma, el mal está hecho, hecho por tus imprudencias y por mis faltas. Estamos evidentemente destinados a querernos, a vivir el uno para el otro, a terminar nuestra vida lo más decente y tranquilamente que resulte posible. Y sin embargo, en las circunstancias terribles en que me encuentro, estoy convencido de que uno de los dos matará al otro, y de que, finalmente, nos mataremos recíprocamente. Después de mi muerte ya no vivirás más, eso está claro. Soy lo único que te hace vivir. Después de tu muerte, sobre todo si te murieses por una conmoción causada por mí, yo me mataría, eso es indudable. Tu muerte, de la que a menudo hablas con demasiada resignación, no arreglaría en nada mi situación; la tutela judicial se mantendría (¿por qué no habría de ser así?), no se pagaría nada, y yo tendría, para aumentar mis sufrimientos, la horrible sensación de quedar absolutamente aislado. Que yo me mate es algo absurdo, ¿no es verdad? “Vas a dejar sola, pues, a tu vieja madre”, dirás tú. La verdad es que, si bien no tengo rigurosamente derecho a hacerlo, creo que los muchos sufrimientos que padezco desde hace casi treinta años bastarían para disculparme. “¿Y Dios?”, dirás tú. Deseo de todo corazón (¡sólo yo puedo saber con cuánta sinceridad!) creer que un ser externo e invisible se interesa en mi destino; pero, ¿cómo hacer para creerlo?
[...]
Adiós. Estoy extenuado. Para dar detalles de mi salud, hace casi tres días que no duermo ni como; tengo una pelota en la garganta. —Y hay que trabajar.
 No, no te digo adiós, ya que espero volver a verte.
 ¡Ah!, léeme con mucha atención, trata de comprender bien.
 Sé que esta carta te afectará dolorosamente, pero sin duda encontrarás en ella acentos de dulzura, de cariño, e incluso también de esperanza, que muy pocas veces has oído.
 Y te quiero.


  CHARLES.

Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara Miguel Ángel Frontán.