LAS MATANZAS DE SEPTIEMBRE
Las víctimas de todo
tipo estaban listas. Los pocos monárquicos auténticos que quedaban en París
habían sido cuidadosamente buscados. Con mayor furia aún, los jacobinos querían
deshacerse de los constitucionalistas que habían derrotado a los monárquicos.
Con el pretexto de obtener armas, los registros domiciliarios habían servido
para encarcelar a los partidarios conocidos de La Fayette, fanáticos ineptos
de una constitución bastarda, que los jacobinos siempre odiaron, simplemente
porque mantenía la sombra de un rey. El Hôtel de la Force, la Conserjería, la Abadía
y todas las otras cárceles de París rebosaban de esos constitucionalistas a los
que Dios quería castigar por su hipócrita rebelión contra el trono, suscitando
contra ellos otros rebeldes consumados en la misma audacia y en la misma rabia.
Dios tenía otras miras
para los ciento ochenta sacerdotes hacinados en la iglesia de los carmelitas,
para los noventa y dos confinados en San Fermín y para los cuarenta o cincuenta
que, en otras prisiones, iban a correr la misma suerte. En esos mismos días en
que la impiedad se lisonjeaba de haber destruido el imperio de la fe, Dios quiso
recordar el espectáculo de esta misma fe captando la admiración del universo
por la constancia de esos mártires.
Cuando la asamblea
hubo decretado la deportación de los sacerdotes, Manuel reunió el consejo
secreto de los concejales. Con Marat, Panis, Legendre, y un sacerdote juramentado
y concejal, deliberó sobre este decreto, y lo encontró demasiado suave. En
lugar de la deportación, se pronunció la muerte. El verdugo fue convocado; lo
interrogaron sobre cuántas cabezas podía hacer caer en un día bajo la
guillotina, se dice que respondió: De
quinientas a seiscientas. —En ese
caso —dijeron los concejales—, no te
necesitamos. Este servicio de la muerte les pareció demasiado lento. Lo que
parece cierto es que el sacerdote juramentado y concejal dijo, al salir del
consejo: Acabamos de tomar una decisión
terrible pero necesaria. Tenía razón, ese apóstata; para matar la religión,
había que matar a todos sus verdaderos sacerdotes.
Manuel se dirigió a la
iglesia de los carmelitas, y en primer lugar sus ojos se posaron sobre todas
las víctimas; las consideró, las contó, entre los prisioneros había un laico
llamado Duplain, cuyo delito era haber hecho algún elogio de la Constitución.
Ese periodista había expresado a menudo a los sacerdotes su asombro por su
serenidad y su tranquila resignación; les había dicho: “Me doy cuenta de que en ustedes hay algo extraordinario; no estamos
sufriendo por la misma causa”. Presintiendo que la suya no era la causa de
los mártires, había escrito a Manuel y enviado a su mujer a Péthion. Gracias a
su protección, obtuvo la libertad. La sangre que iba a correr en el monasterio
carmelita iba a ser la sangre sin mezcla de los verdaderos mártires. Manuel
llegó con el pretexto de examinar el caso de aquel periodista. Al terminar su
conversación, uno de los sacerdotes, llamado Salins, canónigo de Couzerans, se
acercó al concejal y le preguntó si conocía cuándo tendría fin de su cautiverio
y de qué crimen era el castigo. Manuel respondió: “Todos han sido advertidos de palabra..... Se ha constituido un jurado
para juzgarlos; pero hemos empezado por los criminales más graves; a ustedes
les llegará su turno. No creemos que todos sean igualmente culpables, y
liberaremos a los inocentes”.
El señor Salins
insistió en saber por qué delito iban a ser juzgados los sacerdotes; entonces,
mostrando a Manuel los ancianos reclusos de San Francisco de Sales, le dijo: “Si nos acusa de conspiración, vea,
examine... ¿no parecen esos personajes temibles conspiradores?». Manuel se
limitó a añadir a su primera derrota: “La
deportación de ustedes está resuelta. Estamos trabajando en la ejecución; los
sesentones y los enfermos serán encerrados en una casa común. He venido para
saber si conocían alguna más adecuada para este fin que Port-Royal. Cuando esté
llena, cerraremos la puerta y pondremos un cartel que diga: Aquí yacen los
antiguos clérigos de Francia. En cuanto a los demás prisioneros, los que hayan
sido declarados inocentes por el jurado podrán dedicarse a sus asuntos durante
el tiempo que permite la ley. Hay que tomar medidas para proporcionarles una
pensión, ya que sería inhumano expatriar a alguien y enviarlo a vivir a otro
reino sin darle alguna ayuda para vivir en la jubilación”.
Así fue como las
víctimas pudieron hablar en confianza con el hombre que había pronunciado su
muerte. Se les había prohibido pasear por el jardín durante varios días; Manuel
dio orden de que se les permitiera hacerlo de nuevo. Estaban allí el miércoles
anterior al día de la catástrofe, cuando Manuel vino a contarlos de nuevo,
mirando aquí y allá desde el centro del jardín. Varios sacerdotes se le
acercaron con la misma confianza y sencillez. Les dijo que el decreto municipal
relativo a su deportación estaba listo y que se les notificaría al día
siguiente. Y añadió: “Tienen que evacuar
el departamento dentro del espacio prescrito por la ley. Saldrán ganando, y
nosotros también. Disfrutarán de la tranquilidad de su religión y nosotros
dejaremos de temerla. Porque si los dejamos en Francia, ustedes harán como
Moisés y levantarán las manos al cielo mientras nosotros luchamos”.
Algunos de los
prisioneros preguntaron si se les permitiría llevarse algunas cosas al exilio,
y Manuel es respondió: “No se molesten;
siempre serán ustedes más ricos que Jesucristo, que no tenía dónde reclinar la
cabeza”.
Estas palabras de un hombre
que, primero había hablado a los sacerdotes de un jurado constituido para juzgarlos a todos, y que ahora sólo les habla
de un exilio que han de padecer todos sin juicio; de un hombre que prometió a
todos una pensión, y que ya ni siquiera quiere que se ocupen de las pertenencias
más necesarias, a un viajero; de un insensato que ni siquiera sabe disimular el
miedo que siente ante las súplicas de aquellos a los que persigue; estas
observaciones, estos sarcasmos, estos absurdos delataban, con toda la ferocidad
de Manuel, la confusión y el desconcierto de un tirano frente a unas víctimas a
las que intentaba engañar, mientras esperaba que se las inmolara. El decreto
municipal debería habérseles comunicado, al menos el día en que se publicó en
París. El viernes, el ayuntamiento aún no lo había enviado a los carmelitas.
Sin embargo, varios de los sacerdotes detenidos no podían creer que Manuel los
estuviera engañando tan indignamente. Los demás reconocían, o al menos sospechaban,
la crueldad de un plan que la correcta compostura de Manuel apenas disimulaba.
El arzobispo de Arles
y los dos obispos de Saintes y Beauvais ordenaron a los criados que podían
visitarlos que no volvieran al día siguiente sin haber pagado sus deudas y sin
traer un recibo de las que habían pagado. Incluso aquellos que se mostraban más
reacios a recibir estos pagos, como el abate Gauthier, a quien se le llevó una
suma de dieciocho libras en nombre de señor de Arles, y el sastre del mismo
prelado, que lloró y protestó que no podía aceptar su pago en una circunstancia
en la que el propio prelado tenía necesidades tan apremiantes; éstos y todos
los demás se vieron obligados a aceptar, para no molestar a sus venerables
deudores.
Ese mismo día, un
presagio aún más siniestro les anunció a los sacerdotes que lo que se estaba
planeando no era para nada su liberación. Desde el momento en que llegaron a
los carmelitas, todos habían sido registrados con la mayor precaución, sin
dejarles el menor instrumento punzante, ni siquiera una navaja o unas tijeras.
A la hora de comer, sólo se traían catorce cuchillos para tan gran número de
personas; y después de la comida, se ponía especial cuidado en que no quedara
ni uno solo a su disposición. Muy a menudo también revisaban todos los
rincones, especialmente las camas, para ver si había algún arma escondida.
Aquel día, no sólo se hizo esta visita dos veces con especial empeño, sino que
la iglesia fue despojada de todo lo relacionado con el servicio divino. Todo lo
que quedaba en los altares fue retirado; ni siquiera quedó el augusto signo de
la redención. El crucifijo de la capilla de la derecha no pudo ser retirado,
por lo que un facineroso lo rompió. Afortunadamente, en la iglesia se encontró
todavía un crucifijo de madera de boj. Los sacerdotes se apresuraron a
colocarlo en el altar mayor, como estandarte de la fe por la que estaban
cautivos y del Dios que los liberaría o les daría fuerzas para morir por su
nombre.
Llenos de confianza en
ese Dios crucificado, todos le habían rendido su homenaje habitual antes de
entregarse al sueño; dormían plácidamente bajo el cuchillo que iba a
degollarlos, cuando un nuevo golpe del más pérfido disimulo los despertó.
Fueron Péthion y Manuel quienes les enviaron el decreto de deportación a las
once de la noche. Muchos volvieron a dormirse tranquilos, esperando ver abrirse
las puertas de la prisión al día siguiente para darles el tiempo que la ley les
concedía, anunciado por Manuel, y necesario para prepararse a abandonar el
reino. En ese mismo momento, sus tumbas estaban siendo cavadas en el
cementerio. Ese mismo día, cuando se les interrumpió el sueño para informarles
de que serían trasladados fuera del reino, el viernes 30 de agosto, los
emisarios de los concejales habían hecho un trato para cavar una gran fosa; el
precio acordado por cada uno de los obreros fue de cien escudos.
El sábado lo pasaron
los prisioneros en los ejercicios ordinarios de su piedad, y en la inútil espera
de las órdenes que el alcalde Péthion iba a dar para su liberación. El domingo
mantuvieron la misma seguridad; sin embargo, el paseo matinal se retrasó;
algunos se dieron cuenta de que los vigilaban más de cerca. Cuando regresaron,
se encontraron con que sus guardias habían cambiado bastante más de lo
habitual. Uno de los nuevos guardias les dijo: “No teman, señores; si alguien viene a atacarles, somos lo bastante
fuertes para defenderlos”. Habrían comprendido mejor el peligro que
presagiaban estas palabras si hubieran sabido lo que estaba ocurriendo en París
en aquel momento. Allí reinaba la mayor consternación desde la toma de Longwi y
la noticia del asedio de Verdún por el ejército de Brunswick. Los conspiradores
habían deliberado si no era el momento de huir de la capital. Danton, ministro de
Justicia, había ideado otros medios para rechazar a austríacos y prusianos.
Quería, según la expresión de moda, que Francia se sublevara en su conjunto;
pero que empezara por deshacerse de todos aquellos que los concejales habían
amontonado en las cárceles, ya fuera por ser monárquicos, ya fuera por ser
partidarios de la Constitución, o sobre todo por ser sacerdotes que habían roto
el juramento. El día asignado a los facinerosos para esta horrible ejecución
fue el domingo 2 de septiembre. Ese día, para excitar al pueblo, difundieron la
noticia de la toma de Verdún, aunque la ciudad aún no se había rendido. Los
consejeros municipales anunciaron a la asamblea que iban a invitar a los
parisinos a formar un ejército de sesenta mil hombres; que a mediodía se dispararía
el cañón de alarma para convocar a los ciudadanos dispuestos a marchar al Campo
de Marte; y que a la misma hora sonaría el toque a rebato. Ese cañón y ese toque
a rebato tuvieron a una parte de París sumida en la tristeza y la
consternación; y a la otra, en todos los transportes de la rabia. Los
concejales municipales, en lugar de precipitar la convocatoria al Campo de
Marte, dispersaron y colocaron en su
sitio a los verdugos y les dieron las últimas instrucciones.
Fue durante todos
estos preparativos cuando se sirvió la cena a los sacerdotes detenidos en la
iglesia de los carmelitas. Un oficial de guardia les dijo en ese momento, y
repitió estas palabras varias veces: “Cuando
salgan, se les devolverá a cada uno lo que le pertenece”. Los sacerdotes
cenaron tranquilamente, e incluso más alegres que de costumbre. Los verdugos ya
estaban escondidos en los pasillos de la casa.
El paseo se pospuso, aunque
los sacerdotes pensaban que no habría ninguno ese día; no sólo se lo permitió
hacia las cuatro, sino que, en contra de la costumbre, se obligó a los
ancianos, a los enfermos y a todos los que continuaban sus oraciones en la
iglesia a ir al jardín. Ese jardín es un cuadrado, dividido por caminos en
cuatro compartimentos. Al sur, los muros del convento; al este, parte de la
iglesia, a la que se accedía atravesando un corredor. En la esquina norte,
hacia el fondo, estaba esa especie de capilla abierta, sostenida por barrotes,
y a la que algunos sacerdotes se retiraban siempre durante el paseo, para no
dejar de rezar mientras respiraban aire fresco. En contra de lo acostumbrado, también
estaba cerrada. El oficial de guardia la abrió por pedido del señor obispo de
Saintes.
Los ciento ochenta
sacerdotes, reunidos en ese jardín, empezaban a entregarse a sus ejercicios
habituales durante el paseo, cuando de repente se oyó a lo lejos un ruido, el
de algunos de los facinerosos-verdugos, que cruzaban una calle vecina camino de
la abadía. Los que estaban escondidos en el pasillo que daba al jardín no
pudieron contenerse más. A través de los barrotes de las ventanas, clavaron sus
bayonetas y sables en los sacerdotes; blandieron sus picas, gritando: ¡Miserables, por fin ha llegado el momento
de castigarlos!, a lo que añadieron mil imprecaciones. Viendo esto, los
sacerdotes se retiraron al fondo del jardín, se arrodillaron, le ofrecieron a
Dios el sacrificio de sus vidas y se dieron mutuamente la última bendición.
El señor arzobispo de
Arles se encontraba entonces en el oratorio con el abate de la Pannonie, quien
le dijo: “Parece, mi señor, que van a
venir a asesinarnos. —Pues bien, hijo
mío —respondió el arzobispo—, si éste
es el momento de nuestro sacrificio, sometámonos; y demos gracias a Dios por
poder ofrecerle nuestra sangre por una causa tan buena”.
Mientras pronunciaba
estas palabras, los facinerosos ya habían derribado la puerta del jardín. Aún
no eran más de veinte; nunca fueron más de treinta para esta carnicería. El
primer grupo se dividió y avanzó, con horribles gritos, unos hacia el grupo
donde estaba el señor arzobispo de Arles, otros por el camino del medio. El
primer sacerdote que encontraron fue el padre Gérault, director de las Damas de
Santa Isabel. Estaba recitando las oraciones de su breviario junto al estanque:
no se había dejado perturbar por los gritos de los facinerosos. Mientras seguía
rezando, fue abatido por un sable; dos facinerosos se apresuraron a atravesarlo
con sus picas.
El señor abate Salins,
el mismo al que Manuel le había hablado tanto de las precauciones que debían
tomarse y de las pensiones que debían fijarse para los sacerdotes antes de ser
deportados, fue el segundo en ser inmolado por los facinerosos. Se acercó para
hablarles y cayó muerto a tiros.
Los asesinos que
habían tomado el camino hacia la capilla se adelantaron gritando: ¿Dónde está el arzobispo de Arles? Él los
esperó en el mismo lugar, sin la menor emoción. Cuando se acercaron al grupo
delante del cual se encontraba junto al señor de La Pannonie, le preguntaron: ¿Es usted el arzobispo de Arles? El
señor de La Pannonie juntó las manos, bajó los ojos y no dio otra respuesta. —Así que eres tú, miserable, el arzobispo de
Arles —dijeron, volviéndose hacia el señor Dulau. —. —¡Ah, miserable! ¡Así que fuiste tú quien hizo derramar la sangre de
tantos patriotas en la ciudad de Arles! —Caballeros, no sé si alguna vez he hecho daño a alguien. —Pues yo te voy a hacer daño a ti —replicó
uno de los facinerosos; y al decir estas palabras descargó un golpe de sable
sobre la cabeza del señor arzobispo de Arles. El prelado permaneció inmóvil,
frente al asesino, y recibió el primer golpe en la frente; esperó un segundo,
sin pronunciar una sola palabra. Un nuevo facineroso descargó de nuevo su
cimitarra sobre él y le partió la mayor parte del rostro. El prelado, aún en
silencio y de pie, se limitó a llevarse ambas manos a la herida. Seguía en pie,
sin haber dado un paso adelante ni atrás; al ser alcanzado por un tercer golpe
en la cabeza, cayó, apoyando un brazo en el suelo, como si quisiera amortiguar
la violencia de su caída. Entonces uno de los facinerosos, armado con una pica,
la clavó en el pecho del prelado con tanta fuerza que el hierro no pudo ser
arrancado. El facineroso puso el pie sobre el cadáver del señor Dulau, le
arrancó su reloj y lo levantó, mostrándolo a los demás asesinos como trofeo de
su triunfo.
En el momento en que tiraron abajo la puerta del jardín, quince o
veinte de los sacerdotes más jóvenes habían aprovechado para saltar por los
muros, que sólo les llegaban a la cintura en esa parte, para escapar hacia las
casas vecinas; pero detenidos por la idea de que su huida podía enfurecer aún
más a los facinerosos contra los demás sacerdotes, varios regresaron al jardín
y se unieron al grupo de los confesores. Ante el temor de que otros escaparan
por el mismo lugar, un facineroso fue puesto de centinela, con una pistola en
una mano y un sable en la otra, amenazando a cualquiera que se acercara por
allí.
Al ver caer al
arzobispo de Arles, los asesinos comenzaron a cantar sus canciones caníbales.
El jardín resonó con los feroces acentos de los marselleses, mezclados con
todos los gritos e insultos de furia y rabia, y con el ruido de sus armas. Un
gran número de sacerdotes se había refugiado en la capilla; allí, esperaban la
muerte en profundo silencio, ofreciendo sus almas a Dios como último
sacrificio. Algunos de los asesinos vinieron a asediarlos allí, sus fusiles o
pistolas apuntaron a través de los barrotes, descargaron sus balas sobre ese
grupo de sacerdotes arrodillados. En ese estrecho espacio, las víctimas caían
unas sobre otras. Mientras esperaban el golpe que iba a derrumbarlos, los
sacerdotes que aún estaban vivos se empapaban de la sangre de sus hermanos
moribundos; el pavimento estaba cubierto de ella, y fue en medio de esa capilla
donde una bala alcanzó al señor obispo de Beauvais. Estaba de rodillas en ese
momento; con la pierna destrozada por un tiro, cayó y los sacerdotes que
estaban a su lado creyeron que había muerto. Muchas otras víctimas cayeron con
él en ese santo asilo. El señor de La Pannonie se había retirado allí tras la
muerte del señor el arzobispo de Arles. Puedo atestiguar —nos dice— que no oí la menor queja de ninguno de los
que vi ser asesinados.
En un ámbito menos
confinado, el resto de los facinerosos, enfurecidos y ebrios de ira, perseguían
a los sacerdotes dispersos por el jardín, los perseguían, los acuchillaban a
algunos con sables, clavaban sus picas en las entrañas de otros, disparaban sus
fusiles y pistolas indiscriminadamente contra los jóvenes, los viejos y los
enfermos. Eran veinte tigres hambrientos y sedientos de sangre, desatados entre
cuatro paredes contra víctimas inocentes entregadas a su ira.
Para aturdirse en su
furia, algunos continuaban el horrible canto de su carmañola, otros vomitaban
soeces insultos de canallas, mendigos y ladrones. El odio a la religión se
manifestaba sobre todo en sus blasfemias contra el más temible de los
misterios, el sacrificio de la Misa, contra la comunión eucarística, contra el
Papa y contra todo el sacerdocio. “Miserables,
decían (pues éste era el insulto que se repetía a cada momento), por fin dejarán de engañar al pueblo con sus
misas y su bocadito de pan en los altares. Vayan, vayan a unirse con ese Papa, con
ese anticristo al que tanto han apoyado. Que venga ahora y los defienda de
nuestras manos”.
La serena confianza de
los sacerdotes en medio de estos ultrajes, bajo los golpes de la muerte, su
piedad por encima de todo aumentaba la furia de los asesinos. Esos facinerosos
ni siquiera permitían que las víctimas tan cercanas a la muerte la esperasen de
rodillas. Como demonios, se enfurecían al verlos rezar a Dios. “Levántense, hipócritas”, les gritaban;
y, diciendo estas palabras, los obligaban a dispersarse; y les daba caza como a
animales salvajes.
Mientras tanto,
estaban llegando otros asesinos, y con ellos un superintendente de la sección,
llamado Violet. Se los escuchó gritar: Alto,
alto; es demasiado pronto; no es así como hay que hacer. Para estas matanzas,
había de hecho un orden establecido por los jefes, que se seguía en otros
lugares, para asegurar el número de víctimas, de modo que la confusión no
favoreciera a los que intentaban escapar.
Las mismas voces,
especialmente la del comisario, llamaron a los sacerdotes a la iglesia,
prometiéndoles que allí estarían a salvo. Los sacerdotes trataron de obedecer;
algunos de los facinerosos dejaron de masacrar; otros, sordos a todas las voces,
incluso a la de su capitán, parecían redoblar su furia por miedo a perder a sus
víctimas.
En esa horrible
confusión, unos empujaban a los sacerdotes fuera del jardín, otros los volvían
a empujar dentro. Se pusieran del lado que se pusieran, las bayonetas y las
picas los apuntaban. Los que llegaron a la puerta de la iglesia la encontraron
cerrada. Por fin fue posible entrar; los primeros en llegar se apresuraron a
arrodillarse ante el santuario. Los demás corrieron entre los facinerosos que,
en parte, los persiguieron y, en parte, siguieron disparándoles a medida que se
acercaban.
Especialmente en el
extremo más alejado del jardín, la matanza continuaba. Allí, sin embargo, tenía
lugar otra escena, una que casi deja pasar un poco de humanidad. El señor abate
Dutillet, junto con algunos otros sacerdotes, estaba acurrucado contra una
pared, inmóvil. Uno de los asesinos le apuntó hasta tres veces, sin que el arma
lograra disparar. Asombrado, he aquí un
sacerdote invulnerable —exclamó el facineroso—; sin embargo —añadió—, no
intentaré un cuarto disparo. —No voy
a ser tan delicado —dijo un segundo facineroso—; voy a matarlo. —No —dijo
el primero—; lo tomo bajo mi protección;
parece un hombre honrado, y mientras decía estas palabras lo cubrió con su
cuerpo. Gracias al dialecto marsellés, el señor Dutillet, considerado casi como
un compatriota por su protector, estuvo a punto de obtener el mismo favor para
los sacerdotes que lo acompañaban; los nuevos facinerosos que se habían
presentado fueron incluso ganados por el primero, cuando dos de estos
sacerdotes se adelantaron diciendo: No
pedimos misericordia; si nuestros hermanos son culpables, nosotros lo somos
tanto como ellos; su religión es también la nuestra, y estamos dispuestos a
morir por ella. —Si quieren morir,
que mueran, dijeron los facinerosos, e inmediatamente los mataron. El señor
Dutillet moderó el celo de sus hermanos. Aunque entonces se vio obligado a
entrar con ellos en la iglesia, sus marsellés lo reconoció, y a él le debió el
haber escapado al segundo acto de la matanza.
Mientras tanto, el
resto de los sacerdotes se refugiaron en el santuario o en el coro, detrás del
altar, ya que se les impedía quedarse en la nave. Otros facinerosos seguían
disparando contra los ancianos que avanzaban más lentamente. Como seguían
pensando que sólo pretendían robarles el resto de sus víctimas, se precipitaron
furiosos a la iglesia. Cualesquiera que fuesen las intenciones del
superintendente, consiguió bloquearles la entrada la primera vez. Luego se
dirigieron a la reja del coro y, como leones rugientes, dando vueltas alrededor
de la reja, a través de la cual podían ver al resto de sus presas, intentaron
veinte veces derribar el tabique de hierro.
No todos estos
verdugos-asesinos procedían de la escoria del pueblo. Sus acentos, sus
discursos delataban entre ellos a adeptos a los que el filosofismo de los
clubes y las consignas de moda, mucho más que la ignorancia grosera, les había
fanatizado el corazón en contra los sacerdotes. “Miserables, asesinos, monstruos, viles hipócritas” (gritó en
particular uno de estos hombres, que parecía haber sido instruido por Diderot,
Helvétius o Condorcet), verdaderos
enemigos de un pueblo seducido durante demasiado tiempo por las lecciones de
ustedes, ha llegado por fin el día de la venganza. La espada de la ley sería demasiado lenta para sus crímenes y sus
ataques. Ahora nos toca a nosotros lavar con la sangre de ustedes el insulto de
las naciones y vengar a los verdaderos amigos de la patria. Pretendían entregar
nuestras posesiones al fuego y al hierro, saquear, robar y degollar nuestros
hogares, nuestras mujeres y nuestros niños. Sí, la espada de la ley sería
demasiado lenta”. A estos discursos añadió un torrente de blasfemias que
parecían copiadas de una colección de Voltaire, y mientras las vomitaba, con
todo el fuego de la rabia en los ojos, con todos los escalofríos en su cuerpo estremecido,
rechinando los dientes y dando pisotones, estirándose y lanzando un largo sable
a través de la puerta, intentó abatir con sus golpes a algunos de los
sacerdotes que rezaban invocando al cielo por esos mismos verdugos que se abalanzaban
sobre ellos.
Por un tiempo, los
renovados esfuerzos de los asesinos parecieron vanos. Aunque muy débilmente, el
comisario hizo hablar a la ley y a la humanidad. Les dijo a los facinerosos que
la venganza del pueblo era justa, pero que había inocentes; que había caído un
número bastante grande de víctimas. En ese momento se hizo un gran silencio.
¡Qué extraña mezcolanza la esos tigres aún llamados hombres! Era el señor obispo
de Beauvais a quien sus propios asesinos trajeron con una especie de compasión
y respeto; lo acostaron en colchones en la iglesia, como si quisieran curar sus
heridas. El hermano de ese digno prelado, el señor obispo de Saintes, ignoraba
aún su suerte. Entrando en el coro, dijo: “¿Qué
ha sido de mi hermano? Dios mío, te lo ruego, no me separes de mi hermano”.
Advertido por el señor abate Bardet, que había oído estas palabras, corrió
hacia su hermano y lo abrazó; quería brindarle todos los cuidados de una
estrecha y antigua amistad. Pero no se le permitió permanecer con él mucho
tiempo.
La furia de los facinerosos
recobró toda su fuerza. El comisario intentó de nuevo hacer oír su voz; fue
impotente; los verdugos penetraron en la iglesia. La visión de todos aquellos
sacerdotes arrodillados ante el altar, en lugar de conmoverlos, aún los
sublevaba; tuvieron que volver a ponerse de pie por orden de los verdugos. La
cohorte tardó en consumar el sacrificio; lo habrían hecho inmediatamente, y al
pie del altar, y ya ante los ojos de los sacerdotes, estaban afilando sus
sables y picas sobre la mesa sagrada, sobre el mármol de la comunión, cuando el
comisario les dijo que al menos no debía derramarse tanta sangre en el lugar
santo. Los cabecillas de la matanza se las ingeniaron para hacer aceptar ese
procedimiento más regular, que habían ideado a su antojo los ordenanzas
municipales. Como prueba de que cada uno de esos sacerdotes debía ser
ejecutado, los facinerosos preguntaron: “¿Prestaron
ustedes juramento?” Los sacerdotes respondieron: “No”. Uno de ellos añadió: “Hay
varios de nosotros a los que la ley ni siquiera exigía prestar juramento, por no
ser funcionarios públicos”. —“No importa —replicaron los forajidos—, o prestan el juramento o morirán todos”.
Ellos también se disponen morir; pero una escena más fríamente atroz siguió a
los primeros transportes de sus verdugos.
Para proceder más
metódicamente a la matanza de los confesores, que seguían siendo un centenar,
ese mismo comisario, que los convocó a la iglesia prometiéndoles que no les
harían daño, instaló su despacho de inspector junto al pasillo que conducía al
jardín hoy conocido como Parc-aux-Cerfs. Las víctimas desfilarían ante él. El
ejercicio de su autoridad consistiría en tomar sus nombres y asegurarse de que
habían sido inmoladas una tras otra. Como vestigio de humanidad o porque estaba
cansado de la matanza, sin embargo, se propuso salvar a algunos de la muerte.
Los gendarmes
nacionales que estaban de guardia aquel día, y que superaban en número a los
asesinos, les habían dado rienda suelta, estaban en parte en la iglesia,
formando fila delante del santuario, para mantener a las víctimas amontonadas
bajo las manos de los facinerosos, y en parte, distribuidos en el interior de
la casa, cerca de las puertas, para impedir que el pueblo estorbara a los
verdugos. Los verdugos tomaban sus posiciones en la parte inferior y superior
de la escalera que conducía al jardín. Este es ahora el campo del holocausto.
Allí, de dos en dos, los sacerdotes son conducidos por los facinerosos enviados
para elegir a las víctimas.
Al ver a cada uno de
estos sacerdotes salir del santuario, los verdugos gritan de alegría. Es una
carrera para ver quién asesta el primer golpe con el hacha o la pica, el sable
o el fusil. La víctima agredida, al temido grito de Viva la nación, es a veces inmolada en los escalones, a veces
arrojada al pie de la escalera, y allí atravesada con mil bayonetazos. Cuando
la víctima ha dejado de respirar, nuevos gritos de Viva la nación celebran la victoria y dan la señal para que se
traigan nuevas víctimas.
Mientras rezaban en la
iglesia, los sacerdotes oían esos gritos de muerte. El Cielo no permitió que su
constancia tambaleara. En cuanto llegaba su turno, estos sacerdotes llamados a
la muerte se ponían de pie; unos con esa serenidad que embarga de alegría a un
alma segura del momento que la llevará al seno de su Dios; otros con la prisa,
con todo el transporte de la inocencia invitada por los ángeles a las bodas del
Cordero. Otro, desdeñando interrumpir el curso de sus oraciones, irá con los
ojos fijos en su breviario, y aun bajo la espada de los asesinos rendirá a Dios
el tributo de sus alabanzas. Otro confirmaba las promesas divinas, con las sagradas
escrituras en la mano, y de esos oráculos sagrados sacaba toda la fuerza de los
mártires en su batalla final. Algunos de ellos, con sus nobles y majestuosas
frentes, lanzaron una mirada de piedad a sus verdugos y corrieron a enfrentarse
a sus picas y hachas. Varios de esos ilustres confesores habían dedicado su
genio a defender la religión, bien contra los sofismas de los impíos, bien
contra los errores de la llamada constitución civil del clero, en púlpitos
públicos y en doctos escritos; se pusieron de pie bendiciendo a su Dios por
tener que sellar con su sangre la fe que habían sostenido con sus escritos.
Otros, finalmente, en el momento en que eran llamados, lanzaban una última
mirada a la imagen de Dios crucificado, y le decían lo que él mismo había dicho
a su padre: “Señor, perdónalos, porque no
saben lo que hacen”.
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
LES MASSACRES DE SEPTEMBRE
Les victimes de toutes les
espèces étaient prêtes. Le peu de vrais royalistes, qui restaient dans Paris,
avaient été recherchés avec soin. Avec plus de fureur encore, les jacobins
désiraient se défaire de ces constitutionnels qui s’étaient défaits des royalistes.
Sous prétexte de se procurer des armes, les visites domiciliaires avoient servi
à s’assurer des amis connus du fayétisme, des zélateurs ineptes d’une constitution
bâtarde, que détestèrent toujours les jacobins, par cela seul qu’elle maintenait
l’ombre d’un roi. L’hôtel de la force, la conciergerie, l’abbaye et toutes les
autres prisons de Paris regorgeaient surtout de ces constitutionnels que Dieu
voulait punir de leur hypocrite rébellion contre le trône, en suscitant contre
eux des rebelles consommés dans leur audace et dans leur rage.
Dieu avait d’autres vues sur
cent quatre-vingts de ses prêtres entassés dans l’église des Carmes, sur les
quatre-vingt-douze renfermés à Saint-Firmin, et sur quarante à cinquante autres
qui, dans d’autres prisons, devaient subir le même sort. Dans ces jours même où
l’impiété se flattait d’avoir détruit l’empire de la foi, il voulait rappeler
le spectacle de cette même foi captivant l’admiration de l’univers par la
constance de ces martyrs.
Quand l’assemblée eut
décrété l’exportation des prêtres, Manuel assembla le conseil secret des municipes.
Avec Marat, Panis, Legendre, avec un prêtre jureur et municipe, il délibéra sur
ce décret, et le trouva trop doux. Au lieu de l’exportation, la mort fut
prononcée. Le bourreau fut mandé ; interrogé combien il pourrait faire tomber
de têtes en un jour sous la guillotine, on dit qu’il répondit : Cinq à six cents.
— En ce cas-là, lui dirent les municipes, nous n’avons pas besoin
de vous. Ce service de mort leur parut trop lent. Ce qui paraît certain, c’est
que le prêtre jureur et municipe dit, en sortant de ce conseil : Nous venons
de prendre une résolution terrible, mais nécessaire. Il avait raison
cet apostat ; pour tuer la religion, il fallait en effet tuer tous ces vrais prêtres.
Manuel se transporta à l’église
des Carmes, d’abord ses yeux roulèrent sur toutes les victimes ; il les
considéra, il les compta, parmi las prisonniers, se trouvait un laïque nommé
Duplain, dont le crime était d’avoir donné quelques éloges à la constitution.
Ce journaliste avait souvent témoigné aux prêtres son étonnement sur leur
sérénité et leur tranquille résignation ; il leur avait dit : « Je
vois bien qu’il y a ici quelque chose d’extraordinaire ; nous ne souffrons
pas pour la même cause ». Sentant bien que la sienne n’était pas celle des
martyrs, il avait écrit à Manuel ; il avait envoyé son épouse à Péthion. À
force de faire agir ses protections, il obtint sa liberté. Le sang, qui allait
couler aux Carmes, devait être, sans mélange, celui des vrais martyrs. Le prétexte,
sous lequel Manuel arriva, fut d’examiner la cause de ce journaliste. Leur
conversation terminée, un des prêtres, nommé M. Salins, chanoine de Couzerans,
s’approcha du municipe, et lui demanda s’il connaissait quelque terme à leur
captivité, et quel était le crime qu’elle punissait. Manuel répondit : « Vous êtes tous prévenus de propos.... Il y a un jury établi pour vous jugera; mais
on a commencé par les plus grands criminels ; vous viendrez à votre tour. On ne
vous crois pas tous également coupables ; et on relâchera les innocents. »
M. Salins insista pour
savoir quel était donc le crime sur lequel les prêtres devaient être jugés ;
montrant ensuite à Manuel les vieillards solitaires de S. François de Sales, il
lui dit : «Si vous nous accusez de
conspiration, voyez, examinez… ces personnages-là n’ont-ils pas l’air de
redoutables conjurés ? » Manuel ajouta simplement à sa première défaite : «
Votre déportation est résolue. On s’occupe
de l’exécution ; les sexagénaires et les infirmes doivent être renfermés dans
une maison commune. Je venais m’informer si vous en connaîtriez une plus propre
à cet objet que celle de Port-Royal. Quand elle sera pleine, nous fermerons la
porte, et nous y mettrons pour écriteau : Ci gît le ci-devant clergé de France. Quant aux autres détenus, ceux qui seront reconnus innocents par le jury, auront la liberté
de vaquer à leurs affaires, pendant le temps qu’accorde la loi. Il faut prendre
des mesures pour leur assurer une pension : car il serait inhumain d’expatrier quelqu’un, et de l’envoyer à la
charge d’un autre royaume, sans lui accorder quelques secours poux vivre dans
sa retraite. »
Ainsi les victimes s’entretenaient
confidemment avec celui-là même qui avait prononcé leur mort. La promenade du
jardin leur était interdite depuis
quelques jours; il donna ses ordres pour qu’elle fût de nouveau permise. Ils y
étaient le mercredi avant le jour marqué pour la catastrophe, quand Manuel vint
encore les compter, regardant çà et là du milieu du jardin. Divers prêtres s’approchèrent
encore de lui avec la même confiance et simplicité. Il leur dit que l’arrêté de
la municipalité, relatif à leur déportation,
était terminé ; qu’il leur serait signifié le lendemain. Il ajouta : « Vous avez à évacuer le département dans l’espace
prescrit par la loi. Vous y gagnerez, et nous aussi. Vous jouirez de la
tranquillité de votre culte, et nous cesserons de le craindre. Car si nous vous
laissons en France, vous feriez comme Moïse, vous élèveriez les mains au ciel,
tandis que nous combattrions. »
Quelques-uns des prisonniers
demandèrent s’il leur serait permis d’emporter quelques effets dans leur exil,
Manuel répondit : « Ne vous en mettez pas en peine ; vous serez toujours plus
riches que Jésus-Christ, qui n’avait pas où reposer sa tête. »
Ces propos d’un homme qui
avait d’abord parlé aux prêtres d’un jury établi pour les juger tous, et
qui ne parle plus que d’un exil à subir par tous sans jugement ; d’un
homme qui promettait à tous une pension, et qui ne veut plus même qu’ils s’occupent
des effets les plus nécessaires, à un voyageur ; d’un insensé qui ne sait pas
même cacher la peur que lui font les prières de ceux qu’il persécute ; ces
propos, ces sarcasmes, ces inepties trahissaient, avec toute la férocité de
Manuel, le trouble et l’embarras d’un tyran devant des victimes qu’il cherchait
à abuser, en attendant qu’il les immole. L’arrêté de la municipalité aurait dû leur
être communiqué, le jour au moins qu’il fut affiché dans Paris. Le vendredi les
municipes ne l’avaient pas encore envoyé aux Carmes. Cependant plusieurs dés
prêtres détenus ne pouvaient croire que Manuel les trompât si indignement. Les
autres reconnurent, soupçonnèrent au moins toute la cruauté d’un projet, que le
masque d’une honnête gravité cachait mal sur le visage de Manuel.
M. l’archevêque d’Arles, les
deux évêques de Saintes et de Beauvais donnèrent ordre aux domestiques à qui on
permettait de les visiter, de ne pas revenir le lendemain, sans avoir payé
leurs dettes, et sans apporter la quittance de celles qu’ils auraient payées.
Ceux même, qui répugnaient le plus à recevoir ces payements, tels que monsieur
l’abbé Gauthier, à qui il fut porté, de la part de M. d’Arles, une somme de
dix-huit livres, tel que le tailleur du même prélat, qui pleurait et protestait
ne pouvoir accepter son paiement dans une circonstance où le prélat avait lui-même
des besoins si pressants; ceux-là,
et tous les autres furent obligés d’accepter, pour ne point molester leurs
vénérables débiteurs.
Le même jour un présage plus
sinistre encore put annoncer aux prêtres qu’on ne s’occupait de rien moins que
de leur élargissement. Dès le moment qu’ils
étaient arrivés aux Carmes, on
les avait tous fouillés avec les plus grandes précautions, ne leur laissant pas
le moindre instrument tranchant, pas même un canif ou des ciseaux. À l’heure de
leur repas, on ne leur apportait que quatorze couteaux pour un si grand nombre
de personnes; et après le repas, on s’assurait bien spécialement qu’il n’en
restait pus un seul à leur disposition. Très souvent encore on visitait partout,
et spécialement les lits, pour voir s’il n y aurait pas quelques armes cachées.
Ce jour-là non seulement cette visite fut faite deux fois plus spécialement,
mais l’église fut dépouillée de tout ce qui tenait au service divin. On enleva
tout ce qui restait sur les autels ; on n’y laissa pas même le signe auguste de
la rédemption. Celui qui était sur la
chapelle à droite, ne pouvant être arraché, un bandit le brisa. Heureusement un
crucifix de buis fut encore trouvé dans l’église. Les prêtres se hâtèrent de le
placer sur le maître-autel, comme l’étendard de la foi pour laquelle ils étaient
captif, et du Dieu qui devait ou les délivrer ou leur donner la force de
mourir pour son nom.
Plein de confiance en ce
Dieu crucifié, ils lui avaient, tous ensemble, rendu leur hommage ordinaire,
avant que de se livrer au sommeil ; ils dormaient tranquillement sous le
couteau qui devait les égorger, lorsqu’un nouveau trait de la plus perfide
dissimulation vint les réveiller. C’étaient Péthion et Manuel qui leur envoyaient
signifier le décret d’exportation, sur les onze heures du soir. Plusieurs se
rendormirent dans la sécurité, s’attendant à voir, le lendemain, les portes de
leur prison s’ouvrir pour leur donner le temps accordé par la loi, annoncé par
Manuel, et nécessaire pour se préparer à quitter le royaume. Dans cet instant
même on creusait leur fosse au cimetière. Ce même jour, auquel leur sommeil fut
troublé pour leur annoncer qu’ils seraient transportés hors du royaume, le
vendredi 30 août, les émissaires des municipes avaient fait un marché pour
creuser un large tombeau ; le prix convenu pour chacun des ouvriers était de cent écus.
Le samedi se passa, de la
part des prisonniers, dans les exercices ordinaires de leur piété, et dans l’attente
inutile des ordres que le maire Péthion devait donner pour leur délivrance. Le
dimanche, même sécurité ; cependant la promenade du matin fut retardée ;
quelques-uns s’aperçurent qu’ils
étaient plus surveillés. En
rentrant, ils trouvèrent leurs gardes changés plutôt qu’à l’ordinaire. Un de
ces nouveaux gardes leur dit : « Ne craignez rien, messieurs ; si on vient vous
attaquer, nous sommes assez forts pour vous défendre. » Ils auraient mieux
compris le danger qu’annonçaient ces paroles, s’ils avaient pu savoir ca qui se
passait alors dans Paris. La plus grande consternation y régnait depuis la
prise de Longwi et la nouvelle du siège de Verdun par l’armée de Brunswick. Les
conjurés avoient délibéré s’il n’était pas temps de fuir la capitale. Danton,
ministre de la justice, avait conçu d’autres moyens pour repousser les
Autrichiens et les Prussiens. Il voulait, suivant l’expression du jour, que la
France se levât toute entière ; mais qu’elle commençât par se défaire de tous
ceux que les municipes avoient entassés dans les prisons, soit comme royalistes,
soit comme attachés à la constitution, soit surtout comme prêtres insermentés.
Le jour assigné aux brigands pour cette horrible exécution était le dimanche 2 septembre. En ce jour, on
eut soin, pour soulever le peuple, de répandre la nouvelle de la prise de
Verdun, quoique cette ville ne se fût pas encore rendue. Les municipes
annoncèrent à l’assemblée qu’ils allaient inviter les Parisiens à former une
armée de soixante mille hommes ; que le canon d’alarme serait tiré à midi, pour
convoquer au champ de Mars les citoyens disposés à marcher ; et qu’à la même
heure, le tocsin sonnerait. Ce canon et ce tocsin tenaient une partie de Paris
dans la tristesse, la consternation ; et l’autre, dans tous les transports de
la rage. Les municipes, au lieu de presser la convocation au champ de Mars,
dispersaient et plaçaient leurs bourreaux, leur donnaient les dernières instructions.
Ce fut pendant tous ces
préparatifs qu’on servit le dîner aux prêtres détenus dans l’église des Carmes.
Un officier de garde leur dit en ce moment, et leur répéta plusieurs fois ces
paroles : Lorsque vous sortirez,
on vous rendra à chacun ce qui vous appartient. Les prêtres dînèrent tranquillement,
et même avec encore plus de gaieté qu’à l’ordinaire. Les bourreaux étaient
déjà cachés dans les corridors de la maison.
La promenade fut différée,
les prêtres croyaient qu’il n’y en aurait pas ce jour-là; non seulement on la
permit vers les quatre heures ; mais, contre l’usage, on força les vieillards
les infirmes, et tous ceux qui continuaient leurs prières dans l’église, à
passer dans le jardin, Ils trouvèrent la garde doublée. Ce jardin est un carré,
divisé par des allées en quatre compartiments. Au midi, les murs du couvent ; à
l’orient une partie de l’église, d’où on s’y rendait en traversant un corridor.
À l’angle du nord, et vers le fond était
cette espèce de chapelle ouverte, soutenue par des barreaux, et dans laquelle
toujours quelques prêtres se retiraient pendant la promenade, pour ne pas
cesser de prier en respirant un nouvel air. Elle se trouvait aussi fermée
contre l’usage. L’officier de garde l’ouvrit à la demande de M. l’évêque de
Saintes.
Les cent quatre-vingts
prêtres, réunis dans ce jardin, commençait à s’y livrer à leurs exercices
ordinaires pendant la promenade, lorsque tout à coup un bruit se fait entendre
au loin, c’était celui d’une partie des brigands-bourreaux, qui traversaient
une rue voisine, en se rendant à l’abbaye. Ceux qui étaient
cachés dans le corridor donnant sur le jardin, ne se contiennent plus. À
travers des barreaux des fenêtres, ils tendent contre les prêtres leurs
baïonnettes, et leurs sabres ; ils brandissent leurs piques, en criant : Scélérats
! voici donc enfin l’instant de vous punir ; et en ajoutant mille imprécations. À cet aspect les
prêtres se retirent vers le fond du jardin, se mettent à genoux, offrent à Dieu
le sacrifice de leur vie, et se donnent mutuellement la dernière bénédiction.
M. l’archevêque d’Arles était alors auprès de l’oratoire avec l’abbé
de la Pannonie, qui lui dit : « Pour le
coup, monseigneur, je crois qu’il vont venir nous assassiner. — Eh bien mon cher, répondit l’archevêque,
si c’est le moment de notre sacrifice, soumettons-nous
; et remercions Dieu d’avoir à lui offrir notre sang pour une si belle cause.
»
Au moment où il disait ces
paroles, lès brigands avaient déjà enfoncé la porte du jardin. Ils n’étaient
pas encore plus de vingt, ils ne furent jamais plus de trente pour cette
boucherie. Les premiers se divisent, s’avancent en poussant des hurlement
affreux, les uns vers le groupe où se trouvait M. l’archevêque d’ArIes, les
autres par l’allée dut milieu. Le premier prêtre que rencontrent ceux-ci, est
le père Gérault, directeur des dames de Ste. Elisabeth. Il était à réciter les prières de son bréviaire
auprès du bassin : il ne s’était point laissé déranger par les cris des
brigands. Un coup de sabre le renversa, comme il priait encore ; deux brigands se hâtèrent de le percer de leurs piques.
M. l’abbé Salins, celui-là
même à qui Manuel avait tant parlé de précautions à prendre, des pensions à
fixer pour les prêtres avant leur déportations, M. Salins fut le second immolé
par les brigands. Il s’avançait pour leur parler ; il tomba mort sous un coup
de fusil.
Ceux des assassins qui avaient
pris l’allée du coté de la chapelle, s’avançaient en criant : Où est l’archevêque d’Arles ! Il les attendait à la même
place, sans la moindre émotion. Arrivés prés du groupe, en avant duquel il était à côté de M. de la Pannonie, ils demandaient
à celui-ci : Est-ce toi qui es l’archevêque
d’Arles ! M. de. la Pannonie joint les mains, baisse les yeux, et ne fait
point d’autre réponse. —C’est donc toi,
scélérat, qui est l’archevêque d’Arles, dirent-ils, en se tournant vers M.
Dulau. — Oui, messieurs, c’est moi qui le
suis. — Ah ! scélérat ! C’est
donc toi qui as fait verser le sang de tant de patriotes dans la ville d’Arles ! — Messieurs, je ne sache pas avoir jamais fait mal à personne. — Eh bien, je vais t’en faire, moi, répond
un de ces brigands ; et en disant ces mots, il décharge un coup de sabre sur la
tête de M. l’archevêque d’Arles. Le prélat immobile et tourné debout vers l’assassin,
reçoit le premier coup sur le front ; en attend un second, sans prononcer une
seule parole. Un nouveau brigand décharge encore sur lui son cimeterre, et lui
fend presque tout le visage. Le prélat, toujours muet et debout, porte
simplement ses deux mains sur sa blessure. Il
était encore debout, sans avoir fait un pas ni en avant ni en arriéré ;
frappé d’un troisième coup sur la tête, il tombe en appuyant un bras sur la
terre, comme pour empêcher la violence de sa chute. Alors un des brigands armé
d’une pique, l’enfonce dans le sein du prélat, avec tant de violence, que le
fer n’en peut être arraché. Le brigand pose le pied sur le cadavre de M. Dulau,
prend sa montre et l’élève en la faisant voir aux autres assassins, comme le
prix de son triomphe.
Au moment où la porte du
jardin avait été enfoncée, quinze à vingt des plus jeunes prêtres avaient
profité de la facilité de franchir une partie des murs, élevée seulement à
hauteur d’appui pour s’échapper vers les maisons voisines ; arrêtés par la
réflexion que leur fuite pouvait rendre les brigands plus furieux encore contre
les autres prêtres, plusieurs rentrent dans le jardin et se rejoignent à la
troupe des confesseurs. Dans la crainte que d’autres ne s’échappassent par le
même endroit, un brigand y fut mis en sentinelle, tenant un pistolet d’une
main, un sabre de l’autre, et menaçant tous ceux qui approchaient de ce côté.
En voyant tomber l’archevêque
d’Arles, les assassins entonnèrent leurs chants des cannibales. Le jardin
retentit des féroces accents des marseillais, mêlés à tous les cris, à toutes
les injures de la fureur, de la rage, et au bruit de leurs armes. Un grand
nombre de prêtres s’étaient réfugiés dans la chapelle ; là attendant la mort,
dans un profond silence, leur âme, toute à Dieu, ils lui offraient leur dernier
sacrifice. Une partie des assassins vint les y assiéger, leurs
fusils ou leurs pistolets pointés à travers les barreaux, ils déchargeaient
leurs balles sur ce groupe de prêtres à genoux. Dans cet espace étroit, les
victimes tombaient les unes sur les autres. En attendant le coup qui devait les
frapper, les prêtres encor vivants
étaient arrosés du sang de leurs frères
mourants ; le pavé en ruisselait, ce fut au milieu de cette chapelle qu’une
balle atteignit monseigneur l’évêque de Beauvais. Il était à genoux alors ; sa jambe fracassée du
coup, il tomba, et les prêtres à côté de lui le crurent mort. Une foule d’autres
victimes tombèrent avec lui dans ce saint asile. M. de la Pannonie s’y était
retiré après la mort de monseigneur l’archevêque d’Arles. « Je puis attester, nous dit-il, que je n’entendis pas la moindre plainte d’aucun
de ceux que je vis massacrer. »
Dans un champ moins resserré,
le reste des brigands forcenés et ivres de rage poursuivaient les prêtres épars
dans le jardin ; les chassaient devant eux, abattant les uns à coups de
sabre enfonçant leurs piques dans les entrailles des autres, faisant feu de
leurs fusils et de leurs pistolets, sans distinction, sur les jeunes, les vieillards
et les infirmes. C’étaient vingt tigres affamés et altérés de sang, lâchés dans
un enclos contre des victimes innocentes livrées à leur rage.
Pour s’étourdir dans leur
fureur, les uns continuaient l’horrible chant de leur carmagnole, les
autres vomissaient les grossières injures de scélérats, de gueux, et de
voleurs. La haine de la religion perçoit par-dessus tout, dans leurs blasphèmes
contre le plus redoutable des mystères, le sacrifice de la messe, contre la
communion eucharistique, contre le pape, et contre tout le sacerdoce. « Scélérats,
disaient-ils (car c’était là l’injure
répétée à chaque instant), enfin vous ne tromperez plus le peuple avec vos messes,
et votre petit morceau de pain sur les autels. Allez, allez-vous-en joindre ce
pape, cet antéchrist que vous avez tant soutenu. En ce moment, qu’il vienne et
qu’il vous défende de nos mains. »
La tranquille assurance des
prêtres au milieu de ces outrages, sous les coups de la mort, leur piété surtout
ajoutait à la fureur des assassins. Ces bandits ne permettaient pas même à des
victimes si près de la mort, de l’attendre à genoux. Pareils à des démons, ils enrageaient
de les voir prier Dieu. Levez-vous, hypocrites, leur criaient-ils
; et, en disant ces mots, ils les forçaient à se disperser ; ils leur donnaient
la chasse comme à des bêtes fauves.
Cependant arrivaient d’autres
assassins, et avec eux un commissaire de la section, appelé Violet. On entendit
crier : Arrêtez, arrêtez ; c’est trop tôt ; ce n’est pas ainsi qu’il
faut s’y prendre. Il était en effet, pour ces massacres, un ordre désigné
par les chefs, et qu’on suivait ailleurs, pour s’assurer du nombre des
victimes, pour que la confusion ne favorisât pas celles qui chercheraient à s’échapper.
Les mêmes voix, surtout
celle du commissaire, appelaient les prêtres dans l’église, en leur promettant
qu’ils y seraient en sûreté. Les prêtres essayaient d’obéir ; une partie des
brigands cessait de massacrer ; sourds à toutes les voix, même à celle de leur
capitaine, d’autres paraissaient redoubler de rage, crainte de perdre leurs
victimes.
Dans cette horrible
confusion, les uns poussaient les prêtres hors du jardin, d’autres les repoussaient
en dedans. Quelque parti qu’ils prissent, c’étaient des baïonnettes et des
piques tendues contre eux. Ceux qui arrivèrent jusqu’à la porte de l’église, la
trouvèrent fermée. Enfin il fut possible d’entrer ; les premiers arrivés se
précipitèrent à genoux devant le sanctuaire. Les autres y couraient à travers
des brigands qui, partie, les y chassaient, et partie, continuaient à faire feu
sur eux, à mesure qu’ils s’en approchaient.
À l’extrémité du jardin surtout,
le massacre ne cessait pas encore. Là même cependant se passait une autre scène,
qui laisse presque respirer l’humanité. M. l’abbé Dutillet, avec quelques
autres prêtres, se trouvait resserré contre un mur, et restait immobile. Un des
assassins le coucha en joue jusqu’à trois fois, sans que l’arme prit feu. Dans
son étonnement, voilà un prêtre invulnérable, s’écria le brigand ; cependant,
ajouta-t-il, je n’essaierai pas un quatrième coup. — Je serai moins
délicat, dit un second brigand ; je vais le tuer. Non, reprit le
premier ; je le prends sous ma protection ; il a l’air d’un honnête homme,
et en disant ces mots il le couvre de son corps. À la faveur du patois
marseillais, M. Dutillet, presque regardé comme compatriote par son protecteur, était sur le point d’obtenir la même faveur
pour les prêtres qui étaient avec lui ; les nouveaux brigands accourus étaient
même gagnés par le premier, lorsque deux de ces prêtres s’avancent en disant : Nous
ne demandons point de grâce ; si nos frères sont coupables, nous le
sommes comme eux ; leur religion est aussi la nôtre ; et nous sommes
prêts à mourir pour elle. — Puisqu’ils veulent mourir, eh bien,
qu’ils meurent, dirent les brigands; et sur le champs ils les tuèrent.
M. Dutillet modéra le zèle de ses frères. Quoique forcé ensuite d’entrer avec
eux dans l’église, son marseillais le reconnut, et il lui dut d’avoir échappé
encore au second acte du massacre.
Dans cet intervalle, le
reste des prêtres se réfugiait dans le sanctuaire ou dans le chœur, derrière l’autel
; car on les empêchait de se répandre dans la nef. D’autres brigands continuaient
à faire feu sur les vieillards qui avançaient plus lentement. Toujours
imaginant qu’on ne cherchait qu’à leur ôter le reste de leurs victimes, ils
vinrent furieux vers l’église. Quelle que fut l’intention du commissaire, il
réussit une première fois à leur en défendre l’entrée. Alors ils se portèrent
vers la grille du chœur, et comme des lions rugissants, rodant autour de cette
grille, à travers laquelle ils voyaient le reste de leur proie, vingt fois ils
essayèrent d’arracher cette cloison de fer.
Ils n’étaient pas tous de la
lie du peuple, ces bourreaux-assassins. Leurs accents, leurs discours trahissaient
parmi eux des adeptes dont le philosophisme des clubs et des échos du jour,
bien plus que la rustre ignorance, avait fanatisé le cœur contre les prêtres. «
Scélérats, assassins, monstres, vils
hypocrites (leur criait surtout un de ces hommes qu’on eût dit avoir fait
son cours d’éducation auprès de Diderot, d’Helvétius, ou de Condorcet), vrais ennemis d’un peuple qu’ont séduit trop
longtemps vos leçons, le jour des vengeances est enfin arrivé. Le glaive de la
loi serait trop lent pour vos forfaits et vos attentats. C’est à nous à laver
aujourd’hui dans votre sang l’injure des nations ; et à venger les vrais amis
de la patrie. Vous comptiez livrer aux flammes et au fer nos possessions,
piller, voler et égorger, nos maisons, nos femmes, nos enfants. Oui, le glaive
de la loi serait trop lent. » À ces discours il ajoutait un torrent de
blasphèmes qu’on eût dit copiés d’un recueil de Voltaire, et en les vomissant,
tout le feu de la rage dans les yeux, tous ses frémissements dans son corps
agité, grinçant des dents, et trépignant des pieds, étendant et lançant un long
sabre à travers la grille, il cherchait à atteindre de ses coups quelques-uns
de ces prêtres en prières, invoquant le ciel pour ces bourreaux même qui rodaient
autour d’eux.
Quelque temps, les nouveaux
efforts des assassins semblèrent devoir être inutiles. Quoique très faiblement,
le commissaire fit parler la loi, l’humanité. Il dit à ces brigands que la
vengeance du peuple était juste, mais qu’il
était des innocents ; qu’un assez grand nombre de victimes était tombé. En ce moment, il se fît un grand
silence. Quel étrange mélange que ces tigres encore appelés hommes ! C’était M.
l’évêque de Beauvais que ses propres assassins apportaient avec une espèce de
compassion et de respect ; ils le déposèrent, dans l’église sur des
matelas, comme s’ils eussent voulu le guérir de ses blessures. Le frère de ce
digne prélat, M. l’évêque de Saintes, ignorait encore son sort. Entrant dans le
chœur, il avait dit : Qu’est devenu mon frère ! mon Dieu ! je
vous en prie, ne me séparez pas de mon frère. Averti par M. l’abbé
Bardet, qui avait entendu ces-paroles, il courut à son frère, il l’embrassa ;
il voulut lui donner tous les soins de l’étroite et antique amitié. Il ne lui
fut pas permis de rester longtemps auprès de lui.
La rage des brigands reprit
toute sa force. Le commissaire veut encore faire entendre sa voix; elle est
impuissante ; les bourreaux pénètrent dans l’église. L’aspect de tous ces
prêtres à genoux devant l’autel, au lieu de les toucher, les révolte encore ;
il faut de nouveau qu’ils se lèvent par ordre des bourreaux. Il tarde à la
cohorte de consommer le sacrifice ; ils l’eussent fait sur-le-champ même, et
aux pieds de l’autel, et déjà sous les yeux des prêtres, ils aiguisaient les
sabres et les piques sur la table sainte, sur le marbre de la communion,
lorsque le commissaire leur représenta qu’au moins ne fallait-il pas que tant
de sang fût versé dans le lieu saint. Les chefs du massacre vinrent d’ailleurs
à bout de faire entendre cette marche plus régulière, combinée à loisir par les
municipaux ordonnateurs. Pour toute preuve que chacun de ces prêtres devait
être mis à mort, les brigands demandèrent : Avez-vous fait le serment ? Les prêtres répondirent : Non. Un d’entre eux ajouta : Il en
est parmi nous plusieurs à qui la loi même ne le demandait pas, parce
qu’ils n’étaient point fonctionnaires publics. — C’est égal,
reprirent les brigands ; ou le serment, ou bien vous mourrez tous. Ils
vont mourir aussi; mais une scène plus froidement atroce succède aux premiers
transports de leurs bourreaux.
Afin de procéder plus
méthodiquement au massacre des confesseurs, encore au nombre d’environ cent, ce
même commissaire, qui les appelait dam l’église, promettant qu’il ne leur serait
point fait de mal, établit son bureau d’inspecteur auprès du corridor qui conduit
au jardin désigné désormais sous le nom de Parc-aux-Cerfs. C’est devant
lui que vont défiler les victimes. Prendre leurs noms, et s’assurer qu’elles
ont été successivement immolées, sera l’exercice de son autorité. Soit vestige
d’humanité, soit lassitude du massacre, il en dérobera cependant quelques-uns à
la mort.
Les gendarmes nationaux qui,
de garde en ce jour, et supérieurs en nombre aux assassins, leur avoient laissé
le champ libre, sont, partie dans l’église, rangés en haie devant le sanctuaire,
pour tenir les victimes entassées sous la main des brigands, et partie,
distribués dans l’intérieur de la maison auprès des portes, pour empêcher le
peuple de troubler les bourreaux. Ceux-ci ont pris leurs postes au bas et sur
le haut de l’escalier qui conduit au jardin. C’est là désormais le champ de l’holocauste.
C’est là que, deux à deux, les prêtres sont conduits par ceux des brigands
envoyés pour choisir les victimes.
À l’aspect de chacun de ces
prêtres sortant du sanctuaire, les bourreaux poussent des cris de joie. C’est à
qui portera le premier coup de hache ou de pique, de sabre ou de fusil. La
victime assaillie, au redoutable cri de Vive la nation, est tantôt
immolée sur le perron, tantôt précipitée au pied de l’escalier, et là, percée
de mille coups. Quand elle a cessé de respirer, de nouveaux hurlements de Vive
la nation célèbrent la victoire, et donnent le signal pour amener de
nouvelles victimes.
En prière dans l’église, les
prêtres entendaient retentir ces cris de mort. Le ciel ne permit pas que leur
constance en fut ébranlée. Aussitôt que leur tour arrivait, ces prêtres appelés
à la mort se levaient ; les uns, avec cette sérénité, à travers laquelle perce
la joie d’une âme assurée de l’instant qui va la mettre dans le sein de son
Dieu ; les autres avec l’empressement, avec tous les transports de l’innocence
invitée par les anges aux noces de l’agneau. Celui-là, dédaignant d’interrompre
le cours de ses prières, allait, les yeux fixés sur son bréviaire ; et jusque
sous le glaive des assassins payait à Dieu le tribut de ses louanges. Celui-ci avançait
les promesses divines, les écritures saintes à la main; et dans ces oracles
sacrés puisait toute la force des martyrs dans leur dernier combat. Quelques-uns,
au front noble et majestueux, jetaient sur leurs bourreaux un œil de pitié,
et couraient affronter leurs piques et leurs haches. Plusieurs de ces illustres
confesseurs avaient dans les chaires publiques, dans de savants écrits, consacré
leur génie à défendre la religion, soit contre les sophismes des impies, soit
contre les erreurs de la prétendue constitution civile du clergé ; ils se levaient
en bénissant leur Dieu, d’avoir à sceller de leur sang cette foi qu’ils avaient
soutenue par leurs écrits. D’autres enfin, au moment où on les appelait ; jetaient
un dernier regard sur l’image de Dieu crucifié, lui disaient ce qu’il avait lui-même
fait entendre à son père : Seigneur, pardonnez-leur, car
ils ne savent pas ce qu’ils font.